Una pequeña aventura Tal vez las películas del director rumano Corneliu Porumboiu (“Bucarest 12:08”; “Policía, adjetivo”; “Cae la noche en Bucarest”) no sean para recomendar a viva voz. Su cine es austero, simple, sin artificios. Sus planos fijos y sus largos planos secuencia imponen un ritmo lento y reflexivo. Sin embargo, sin ser apto para todo público, Porumboiu puede deslumbrar y conmover desde su simpleza, y “El tesoro” es una nueva prueba. La película se centra en Costi, un trabajador de la clase media con una vida gris y monótona que entra en un dilema cuando un vecino, desesperado por una hipoteca que no puede pagar, le pide plata prestada. Ante la negativa lógica de Costi en tiempos de crisis, el vecino va por más: le propone buscar un tesoro que su abuelo habría ocultado antes de la Segunda Guerra Mundial en una casa de campo como la solución económica para todos. Costi y su inesperado socio empiezan así una pequeña aventura, que tendrá por supuesto sus obstáculos: desde la contratación de un detector de metales hasta la posible aparición de la policía reclamando valores históricos. Con estos pocos elementos Porumboiu construye un relato de una tensión muy singular, con un suspenso tan sutil como profundo. De a poco el tesoro se convierte en la metáfora de un proceso en el que se cruzan los sueños frustrados, las contradicciones, la tentación de sacar ventaja, la burocracia y la corrupción. Y todo está atravesado por la conflictiva historia de Rumania, desde la llegada del comunismo hasta la crisis financiera que estalló después de 2008. La película también se guarda diálogos breves y reveladores, momentos de humor y uno de los mejores finales que se hayan visto en el cine en los últimos años.
Ese loco y tonto amor El exitoso equipo de “Un novio para mi mujer” (Adrián Suar, Valeria Bertuccelli, el director Juan Taratuto y el guionista Pablo Solarz) volvió a reunirse para “Me casé como un boludo”, una comedia que no alcanza el nivel de aquel taquillazo de 2008, pero que se las arregla para aprovechar la química de la pareja protagonista y arrancar un puñado de carcajadas. Suar y Bertuccelli encarnan a dos arquetipos: el es un actor famoso, una especie de Darín (en términos de popularidad y gracia), pero trucho y engreído: un egocéntrico superficial que se hace el canchero y presume haberse codeado con Brad Pitt y haber estudiado en el Actors Studio. Ella es una actriz mediocre y poco conocida, algo despistada y aniñada, que está en pareja con el insoportable director de la película en la cual los dos están actuando. Como ya anticipa el título, la estrella y la recién llegada se terminan enamorando en plena filmación y se casan al mejor estilo de la farándula argentina: de un día para el otro y casi sin conocerse. Los enredos surgen cuando ella va descubriendo la verdadera personalidad de su marido, y él decide actuar un personaje muy distinto a su esencia egoísta para salvar a la pareja. “Me casé...” va variando de tono entre la comedia romántica más afilada y el melodrama light, y en su eje está desbalanceada. Por momentos desconcierta al espectador, sobre todo cuando intenta emocionar, porque suena forzada y desde ese ángulo los personajes no convencen. Sin embargo es efectiva cuando explota su costado más ácido y disparatado, y ahí sí logra arrancar la sonrisa. No siempre divierte con los mejores recursos y cae en lugares comunes, sí, pero termina encontrándole la vuelta a fórmulas de manual que en otras manos serían puro aburrimiento.
Que vuelva Linda Blair Cuando un tema es tan recurrente y las ideas se toman vacaciones, es casi imposible crear una buena película. Y eso es lo que le pasó a Marcus Nispel con “Exorcismo”. Desde “El exorcista”, de William Friedkin, hasta aquí, todos los intentos de empardar aquella producción protagonizada por Linda Blair en 1973 fueron vanos. Apenas “El exorcismo de Emily Rose” (2005) salvó las papas, pero nada más. En esta ¿nueva? propuesta, se apostó a seducir al espectador con el gancho de un grupo de amigos, amantes del descontrol, que deciden ir a un asilo de huérfanos abandonado para organizar una festichola. Como corresponde, todo se complica cuando en medio de un ritual pagano, y con las defensas bajas debido a los efectos del alcohol y las drogas, agarran al chico más débil para convocar a los demonios. El pibe no sólo levita y se contorsiona, sino que libera su instinto asesino. Lo peor es que el diablo después va tomando otras víctimas para hacer de las suyas y todo sucumbe en una espiral tan previsible de sangre a chorros, caras cortadas y estómagos flagelados que aburre. El terror no aparece y se reincide en los tips del género de crear suspenso donde no lo hay. El final intenta dar una vuelta de tuerca, pero llega tan tarde como esta película a la saga de fracasos post “El exorcista”. Volvé Linda Blair, te perdonamos.
El tiempo, divino tesoro “Juventud” es la segunda película en inglés de Paolo Sorrentino, el director italiano que hace dos años se llevó un Oscar a mejor película extranjera por “La gran belleza”. Ahora hay más ojos mirando el cine de Sorrentino, un director que divide aguas, sí, pero que tiene un sello inconfundible. Nadie filma como él, y pocos contemporáneos tienen una filmografía tan intensa y pareja. En ese sentido “Juventud” es una continuación más llana de “La gran belleza”. En aquella película Sorrentino remitía a “La Dolce Vita”, y ahora sigue su derrotero fellinesco en un ambiente que recuerda a “8 y 1/2”: un lujoso hotel-spa en medio de los Alpes. Aquí la cámara se centra en dos viejos amigos (Michael Caine y Harvey Keitel). El primero es un famoso director de orquesta que no quiere volver a la música. El otro es un cineasta que pretende escribir su última película. En el medio hay una actriz veterana fuera de sí (Jane Fonda) y un imperdible jugador de fútbol en rehabilitación (Roly Serrano), una figura inspirada en Maradona. En una atmósfera entre nostálgica y onírica, Sorrentino reflexiona sobre el paso del tiempo con estos personajes que transitan como pueden el deterioro físico y los fantasmas del pasado. Y lo hace con ternura, humor y serenidad, sin sermonear ni caer en golpes de efecto. Es cierto que a los diálogos les falta brillo, pero el director compensa con un espectáculo visual que se vuelve íntimo en su significado y queda pegado a la retina.
Redención a la carta Si el afiche de “Una buena receta” (un afiche muy flojo, por cierto) tuviera impresa la leyenda “basada en un hecho real”, tal vez la nueva película protagonizada por Bradley Cooper tendría un poco más de gancho. Pero así, nacida de la imaginación de un guionista, es sólo otra historia de redención hollywoodense, con todos los estereotipos y lugares comunes posibles. Cuando comienza la película, Adam Jones es un chef estrella que cayó en desgracia. Años atrás había brillado en las cocinas de París, pero ahora está pelando ostras en Nueva Orleans, en una especie de penitencia por un tiempo plagado de drogas y alcohol. Limpio y decidido, con esa pinta de canchero culposo de Cooper, Jones viaja a Londres para recuperar su antigua gloria y conseguir —sobre todo— su tercera estrella en la Guía Michelin, el máximo premio de los cocineros de primera línea. El director John Wells (el mismo del drama coral “Agosto”) se centra en este personaje obsesivo y perfeccionista, que no tolera errores, y lo pasea por las calles de Londres topándose con chefs tan arrogantes como él, otros más bonachones, el dueño de un restaurante que le dará las mil oportunidades y una cocinera de carácter que le para el carro. No falta nadie. La película muestra las cocinas como si se tratara de un programa de “Masterchef”: todos a las corridas y gritando, con platos que vuelan en ataques de furia. Cooper es un gran actor, pero acá se pasa de registro y sobreactúa. Y en el elenco hay varias caras conocidas (Emma Thompson, Uma Thurman, Siena Miller, Daniel Bruhl), que no alcanzan a lucirse. Como toda historia de redención, “Una buena receta” funciona bien en plan de autoayuda, y a uno le dan ganas de salir a cocinar apenas termina la película. Pero ese efecto dura apenas unos minutos.
Imperio de violencia Para los ingleses, Ronnie y Reggie Kray son una verdadera leyenda: dos hermanos gemelos que fundaron su propio imperio en los años 60, cuando dominaban una red mafiosa de juego clandestino y drogas mientras se escudaban en el glamour de ser dueños de varios boliches de moda. Los Kray eran famosos por sus métodos violentos y su falta de escrúpulos, pero también eran queridos y populares en el East End, la parte pobre de Londres, y llegaron a codearse con lo más alto del poder. Al director Brian Helgeland le sobra experiencia como guionista (“Los Angeles al desnudo”, “Río místico”) y eso se nota en “Leyenda”. El realizador narra con intensidad y precisión el ascenso y caída de los Kray, tomando influencias que van desde Martin Scorsese hasta Guy Ritchie, y apelando a una violencia cruda y seca. La película se centra especialmente en las diferencias entre los hermanos y el deterioro de ese vínculo: por un lado está el más seductor y negociador Reggie, y por otro el brutal, ambiguo y desequilibrado Ronnie. Son personajes complejos y oscuros, y el gran gancho de “Leyenda” es que los dos están interpretados por Tom Hardy (“Mad Max: furia en el camino”), que acá termina de demostrar que es uno de los mejores actores de su generación. Lo que le falta a la película es contexto histórico. El submundo delictivo de los Kray transcurría mientras Inglaterra era el centro del universo con el boom de los Beatles, el Mundial del 66 y la revolución de los jóvenes marcando tendencia. Rara vez la película da cuenta de eso. Tampoco profundiza en la realidad política y económica que favoreció el ascenso de los gemelos y después precipitó su caída. Hacia el final, “Leyenda” termina siendo una biopic potente pero demasiado convencional.
David O. Russell es un director que divide aguas. Conquistó a la crema de Hollywood con películas como “El ganador”, “El lado luminoso de la vida” y “Escándalo americano”, pero también están quienes lo ningunean y lo cuestionan. Más allá de estas discusiones, hay algo claro en lo que hay consenso: “Joy” es hasta ahora su película más floja. El director se centra en una historia real, la de Joy Mangano, una mujer de clase media baja que se convirtió en millonaria con una pequeña innovación: un “lampazo mágico” que no hay que retorcer manualmente. A través de esta madre separada que debe sostener a una familia disfuncional que la boicotea constantemente, Russell intenta hablar del tortuoso camino al sueño americano y de la superación personal en un sistema perverso. El problema es el tono de fábula y cuento de hadas que elige para contar la historia, y el contraste con escenas realistas, lo que genera un desequilibrio que termina debilitando el corazón de la historia misma. Si la película se sostiene y sale a flote es por obra y gracia de Jennifer Lawrence, que ya ganó un Globo de Oro por este papel y está justamente nominada al Oscar. La rubia —que es la actriz fetiche de Russell— llena de matices y de intensidad a esta suerte de Cenicienta moderna.
Suena extraño que Adam McKay, el director de las comedias más delirantes de Will Ferrell (“El reportero: la leyenda de Ron Burgundy” o “Ricky Bobby”) se haya metido a dirigir una película sobre la explosión de la burbuja inmobiliaria en EEUU y la crisis financiera del 2008. Pero McKay aceptó el desafío y se despachó con una comedia tan entretenida como ácida sobre un tema complejo y denso. Basada en una historia real, “La gran apuesta” se centra en unos expertos en inversiones (una mezcla de nerds y outsiders) que ya desde 2005 advirtieron que el sólido mercado inmobiliario se iba a desplomar por las hipotecas de alto riesgo y, en una jugada muy riesgosa, empezaron a apostar en contra del propio sistema para sacar rédito de esa futura caída. Lo que no imaginaban, claro, es que el colapso que ellos vaticinaban se iba a convertir en una crisis de proporciones gigantes. McKay recurre al humor y al absurdo para intentar explicar ese mundo plagado de números, cálculos, engaños y fraudes. Tal vez en algunos pasajes se pase de tecnicismos, sin embargo esos baches casi ni se notan gracias al encanto y la potencia de los personajes, sobre todo los que encarnan Christian Bale y Steve Carell, que se adueñan de la pantalla. Esos antihéroes que se debaten entre la venganza contra el sistema y la culpa, entre el beneficio personal y la debacle social, concentran el espíritu crítico y de denuncia que atraviesa toda la película.
La ambición y las palabras En 2013, apenas dos años después de que falleciera Steve Jobs, llegó a los cines la primera película sobre el famoso fundador de Apple. “Jobs”, protagonizada por Ashton Kutcher, era una versión tipo Billiken de la vida del empresario, que respondía a todos los estándares de una biopic de Hollywood y que pasó con más pena que gloria por las salas. La flamante “Steve Jobs”, en cambio, parte de un planteo muy diferente. El premiado equipo formado por el guionista Aaron Sorkin (“Red social”, “The West Wing”) y el director Danny Boyle (“Trainspotting”, “¿Quién quiere ser millonario?”) se jugó por una propuesta más audaz: enfocarse en el costado más oscuro de Jobs (un líder tiránico, manipulador, frío y seductor) y mostrarlo a través de tres momentos importantes en su carrera: el lanzamiento de la primera Macintosh en 1984, el (aparente) fracaso de la computadora NeXT y la aparición triunfal de la iMac en 1998. La cámara de Boyle se mete en el detrás de escena de las coreografiadas presentaciones de estos productos, con Jobs desplegando su ambición y sus neurosis, y lo pone en conflicto con tres personajes: una hija no querida que reconoció muy tardíamente, la directora de marketing de Apple (y asesora personal) Joanna Hoffman, y el CEO de la compañía, John Sculley, que hasta llegó a echarlo de su propia empresa. “Steve Jobs” tiene un arranque apabullante, con diálogos punzantes y veloces que atrapan desde el principio, como si la película tomara al espectador por el cuello, sin pedirle permiso, y lo llevara directo a ese universo despiadado de obsesión y competencia. En un punto es una celebración del lenguaje como recurso expresivo total, y ahí Aaron Sorkin es amo en su propio territorio. Sin embargo, a medida que avanza la película, esta estructura rígida de narrar en base a cruces verbales tras bambalinas se vuelve reiterativa y forzada. En determinados pasajes la historia no respira, está recargada de diálogo, y la película se vuelve artificial, como si lo que estuviese pasando en la pantalla fuera un mero ejercicio. Por suerte, los que consiguen salvar estos baches son los actores, que hacen un trabajo excepcional. Michael Fassbender supera el gran obstáculo de no parecerse físicamente a Jobs construyendo un personaje entre irritante y fascinante, y encuentra su contrapunto perfecto en una Kate Winslet que cada día actúa mejor.
La última aventura Jacobo Kaplan tiene 76 años y está en crisis. Es un inmigrante judío que huyó de la Segunda Guerra Mundial y vive en Montevideo, con su familia. Está en crisis porque se enfrenta a sus primeros achaques, porque ya no puede manejar y porque tiene la sensación de haber fracasado, de no haber hecho nunca nada trascendente. Su realidad gris da un giro cuando su nieta le cuenta que en una playa uruguaya vive un viejo alemán al que llaman “el nazi”. Kaplan se autoconvence de que se trata de un criminal de guerra suelto (la película transcurre en los años 90) y sale a cazarlo con la ayuda de un ex policía loser que pasa sus días jugando al flipper y tomando cerveza. “Mr. Kaplan” pasó con éxito por el circuito de festivales y tiene varios elementos como para enganchar al público. El director Alvaro Brechner (que debutó en 2009 con “Mal día para pescar”) construyó una especie de “buddy movie” con esta pareja que busca una aventura que cambie su vida y —en última instancia— una porción de redención. La interacción entre los protagonistas funciona entre la ironía y el humor absurdo, sobre todo a través del personaje de Wilson (el notable Néstor Guzzini), que por momentos se lleva puesto al propio Kaplan (el chileno Héctor Noguera). El problema de la película es que se queda a medio camino y no encuentra el tono que potencie sus virtudes. Brechner no se juega plenamente por la comedia negra, entonces pierde eficacia a la hora de hacer reír. Y al desenlace le falta tensión, porque se convierte en un juego demasiado largo. Lo que no pierde nunca la película es su “uruguayés” inconfundible, esa calma de mate en mano que a veces es difícil de comprender desde este lado del río de la Plata.