A esta altura no debería sorprender que Meryl Streep puede hacer lo que se le antoja, incluso colgarse una guitarra y cantar (muy bien) temas de Tom Petty o Bruce Springsteen. Y ese es uno de los encantos de “Ricki and The Flash”, y no muchos más. Detrás de cámara está Jonathan Demme (“Stop Making Sense”, “El silencio de los inocentes”), un tanto lejos de sus días de gloria, y el guión es de Diablo Cody, que tuvo sus 15 minutos con “La joven vida de Juno”. La historia se centra en Ricki Rendazzo, una mujer de unos 60 años que dejó a su marido y sus hijos pequeños décadas atrás para cumplir su sueño de estrella de rock. El sueño nunca se cumplió y ahora esta rocker obstinada toca en un bar con su banda y se gana la vida como cajera en un supermercado. Los problemas empiezan cuando su ex la llama en busca de ayuda para su hija Julie (interpretada por la hija de Streep en la vida real), que está hundida en una depresión. A partir de ahí la película juega con los mundos opuestos de esta rockera veterana que le da al trago, la comida chatarra y votó a Bush, y su familia de burgueses progres que profesan la vida sana. Jonathan Demme evita caer en el melodrama en ese reencuentro de madre e hijos, y se inclina por un tono liviano y algo burlón, que afortunadamente no subraya los estereotipos y lugares comunes del guión. También se toma su tiempo para mostrar a Ricki y su banda, que tocan de verdad. En esos momentos de música en vivo, la película parece decir algo más que en su moraleja final y previsible de rock y redención.
Ante todo, "Terapia en Broadway" representa el regreso al cine de Peter Bogdanovich, el notable director de clásicos como "La última película", "¿Qué pasa doctor?" y "Luna de papel", que volvió a filmar un largometraje después de 13 años. Y en segundo lugar es una celebración de la comedia como género y una revalorización del cine como representación de nuestras fantasías. La película (cuyo título original es "She's Funny That Way") es una comedia de enredos en el más puro de los sentidos: una joven que se gana la vida como "acompañante" pasa una noche con un enamoradizo director de teatro que le paga miles de dólares para que deje su trabajo y siga sus sueños de convertirse en actriz. Esta relación se irá complicando cuando entren en juego la psicóloga de la chica, la esposa del director, el productor de su obra, un juez obsesivo, un actor mujeriego y un detective privado. Bogdanovich homenajea sin disimulo a las screwball comedies de los años 30 y 40, la era dorada de Hollywood, y de paso le hace varios guiños a Woody Allen. Los diálogos son veloces y filosos, hay humor físico y situaciones confusas coreografiadas con gran timing. También hay buenos actores de comedia (Owen Wilson, Jennifer Aniston y la joven Imogen Poots, una revelación) y cameos de Cybill Shepherd y hasta Quentin Tarantino. Pero lo más importante es esa sonrisa naif y feliz que uno se lleva al salir del cine.
Una historia real fascinante no garantiza de ninguna manera una gran película. Y “Los 33” es un buen ejemplo. Con su elenco internacional de estrellas y sus aires de superproducción, la película que narra la odisea de los 33 mineros que en 2010 quedaron atrapados dos meses bajo tierra en una mina de Chile desperdicia el potencial de un drama que tuvo en vilo al mundo entero. Todo es cuestión de cómo se cuenta. Y ahí está el problema. La directora mexicana Patricia Riggen eligió un tono más cercano a una telenovela que a una producción de Hollywood. Más allá de un esquematismo previsible y ciertas torpezas, la película resulta plana, ilustra la historia tipo “Billiken” y no tiene tensión en la narración ni belleza cinematográfica. Con este planteo, que redunda en conflictos previsibles, las dos horas de metraje se vuelven pesadas. Las caras conocidas del reparto tampoco alcanzan para dar verdadero carácter a los personajes. Antonio Banderas hace lo que puede (que nunca es mucho) en su papel de minero líder, pero se pasa de registro y por momentos cae en la caricatura. Y Juliette Binoche trata de remontar un personaje que le queda definitivamente incómodo. La paradoja es que “Los 33” sólo logra un golpe de emoción al final, cuando los mineros “reales” sonríen en una playa mientras suena de fondo el clásico de Silvio Rodríguez “Al final de este viaje”. Ese pequeño y modesto “clip” tiene más valor que toda la película.
Las trampas del deseo Las “Madres perfectas” del título son Lil y Roz (Naomi Watts y Robin Wright), dos hermosas mujeres de cuarenta y pico que son amigas desde la infancia. Las rubias además son vecinas y comparten gran parte del día en compañía de sus hijos varones, dos jóvenes surfers esculpidos en el gimnasio, que también son muy amigos entre ellos. Todo marcha bien en un contexto paradisíaco (un pueblo costero de Australia de mar turquesa) hasta que, de un día para el otro, cada una de las protagonistas empieza a tener sexo con el hijo de la otra. El planteo inicial de la primera película hablada en inglés de Anne Fontaine (“Coco antes de Chanel”, “Mi peor pesadilla”) —basada en la novela “The Grandmothers”, de Doris Lessing— es interesante y hasta provocador, pero la directora elige el camino más liviano y superficial para desarrollar la historia. En “Madres perfectas” la construcción de los vínculos no es creíble, y por momentos asoma la estética de una telenovela. Los personajes están siempre igual de atractivos más allá del paso de los años, y su perfil psicológico y sus motivaciones ocupan un espacio ínfimo. Detrás de las protagonistas parece haber un terrible miedo a envejecer, una competencia encubierta, un temor a alejarse de los hijos y del lugar que habitan. También se entremezclan el fantasma del incesto y el comportamiento social en comunidades aisladas. Sin embargo, la película apenas si lo sugiere y no se detiene en ninguno de estos aspectos, mientras avanza con saltos temporales bruscos. Otro punto que juega en contra es la diferencia en la calidad actoral. Watts y Wright logran dotar de humanidad a estas mujeres que buscan romper tabúes, pero los actores que personifican a sus hijos son sólo modelos masculinos.
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Dinosaurios con muy poca historia La carta de presentación de "Caminando con dinosaurios" podía llegar a crear cierta expectativa. En primer lugar porque está basada en una exitosa miniserie de la BBC de 1999, y en segundo término porque sus directores cuentan con buenos antecedentes: Barry Cook co-dirigió "Mulán" y Neil Nightingale es el director creativo de la BBC Earth, que produjo películas naturalistas excelentes. El filme narra las aventuras de Patch, un pequeño paquirrinosaurio que debe enfrentar a la naturaleza y sus propias limitaciones antes de convertirse en el líder de una manada. Ante todo, el resultado visual es de un realismo impactante. Los dinosaurios están recreados al detalle, aprovechando al máximo los recursos de la tecnología. Y a esto se suma la belleza natural de los paisajes de Nueva Zelanda y Alaska. El problema, que suele contaminar este tipo de producciones, es que los realizadores confían demasiado en la tecnología y se olvidan de la historia. La primera media hora de la película es entretenida, pero después se vuelve previsible y aburrida. El guión de John Collee ("Happy Feet") falla por todo lo alto, y el humor es tan simplón que no funciona ni con los más chicos.
Princesas al rescate Después del éxito de "Enredados" (2010) y "Valiente" (2012), Disney volvió a apostar por modernizar el clásico mundo de las princesas con "Frozen: una aventura congelada", y podemos decir que lo consiguió por tercera vez, aunque algunos brillos quedaron por el camino. Basada libremente en un cuento del danés Hans Christian Andersen ("La reina de las nieves"), "Frozen" se concentra en la historia de dos hermanas: la aventurera y simpática Anna y la problemática y casi fóbica Elsa, quien no puede controlar sus poderes especiales y congela un reino entero, dando lugar a una trama de aventuras, intrigas y enfrentamientos. Las hermanitas de "Frozen" no tienen el carisma ni el encanto de Rapunzel. Aquí el acento está puesto en lo épico y lo melodramático, y en ese sentido hay que remarcar que Disney busca evitar la fórmula. También hay humor (el personaje del muñeco de nieve, que funciona muy bien con los más chicos) y un planteo visual realmente deslumbrante, que aprovecha al máximo cada recurso de la tecnología. El ritmo narrativo es sostenido (hay poco espacio para las dilaciones) y el concepto de "musical animado" acá está más presente que nunca. El único problema es que, a veces, las canciones se esfuerzan demasiado en remarcar el carácter que a los personajes les falta.
El enemigo interior En “Esclavo de Dios”, el director venezolano Joel Novoa Schneider se animó a tocar un tema complejo que en el cine argentino aún es una cuenta pendiente. La película —que generó polémica en Venezuela— toma como punto de partida un hecho real, el atentado contra la AMIA en 1994, y a partir de ahí construye una ficción con la hipótesis de un tercer ataque terrorista planeado para pocos días después del de la mutual israelita. La historia gira alrededor de dos personajes opuestos: un fundamentalista libanés que se inventa una vida en Venezuela y espera instrucciones para un atentado suicida y un agente argentino del Mossad que toma a título personal la guerra contra el terrorismo. Novoa no profundiza en el perfil psicológico de los protagonistas, pero su enfoque del conflicto histórico que los enfrenta es acertado y realista. Además el filme logra mantener la tensión, más allá de ciertos lugares comunes. Lo único cuestionable es el final, porque el director parece olvidarse del planteo político y sacrifica una reflexión mayor con una simple moraleja.
“La sospecha” es un thriller denso y oscuro, con mucha carga de violencia psicológica. Esta es una suerte de advertencia (hay que estar preparado para ver la película), pero también es un gran aliciente: acá no estamos frente a esos jueguitos de suspenso superficial que tanto abundan en Hollywood. La historia transcurre en un pueblo del norte de EEUU. Dos familias vecinas se reúnen para almorzar el Día de Acción de Gracias, y en un descuido fatal, en apenas unos minutos, sus hijas menores desaparecen. La policía local detiene a un sospechoso, pero después lo libera por falta de pruebas, y a partir de ahí uno de los padres decide encargarse personalmente del caso. Con estos elementos (y muchos más que se irán sumando) el director canadiense Denis Villeneuve (nominado al Oscar a mejor película extranjera por “Incendies”) recupera la pureza del thriller psicológico, generando suspenso y tensión dramática sin tanto golpe de efecto ni vueltas de tuerca tramposas. Con personajes creíbles (para eso cuenta con un elenco muy sólido), el director se enfoca en temas difíciles como la justicia por mano propia, la culpa y la fe religiosa, al mismo tiempo que va revelando de a poco la vida oculta de los apacibles suburbios norteamericanos. Es cierto que hacia el final la película se alarga demasiado (dura 150 minutos), pero vale la pena sentarse a armar este rompecabezas.