En su quinto largometraje, el dramaturgo y cineasta francés, Samuel Benchetrit adapta una serie de historias de su autoría llamadas Crónicas del asfalto y crea La comunidad de los corazones rotos, tres sensibles relatos que se desarrollan en un mismo espacio y reflexionan sobre la soledad y el inevitable paso del tiempo. La cinta comienza con una conflictiva asamblea de la comunidad de vecinos de un desmejorado y viejo edificio de los suburbios de la capital francesa. En la misma, se debate el pago del mantenimiento del ascensor, algo a lo que Stenkowitz (Gustave Kervern) el inquilino del primer piso, se niega, ya que no lo utiliza. Tras acordar, con el resto de los asistentes, que nunca usará el ascensor, tiene la mala suerte de verse envuelto en un accidente casero que lo deja, durante un tiempo, en silla de ruedas. El karma en su máxima expresión. Este es el punto que quiere plantear Samuel Benchetrit en cada una de las tres historias. Más allá de que los protagonistas comparten el mismo escenario, se pueden disfrutar de manera independiente las unas de las otras. De esta forma, se observa al desdichado Stenkowitz que se escapa, cada madrugada, de su casa para compartir unos minutos con una solitaria enfermera (Valeria Bruni Tedeschi) que sale a fumar un cigarrillo en la puerta del hospital durante su recreo. Se advierte entre ambos un amor incipiente, el de dos seres grises disconformes con sus vidas, resignados a pasar en soledad el resto de sus días. La agridulce historia de amor es potenciada por la magia de la propia nocturnidad de sus encuentros. El mismo tono melancólico se potencia en la historia de Jeanne Meyer (Isabelle Huppert), una veterana actriz de los ochenta, ya en el olvido y sumergida en su alcoholismo, que comienza a salir de a poco tras conocer a su vecino Charly (Jules Benchetrit), un adolescente observador y maduro para su edad, con los mismos miedos y necesidades afectivas. A través de enseñarle sus viejas películas, repasan sobre el paso del tiempo. Su simplicidad la convierte en la pieza más delicada y más profunda que sucede en el edificio. El otro relato que completa el film es el viaje de un astronauta norteamericano (Michael Pitt) cuya capsula aterriza por accidente en la azotea del inmueble, por lo que acaba como refugiado durante unos días en el departamento de una anciana argelina (Tassadit Mandi). Bajo el mismo techo conviven dos personalidades radicalmente opuestas, tanto en edad como en nacionalidad, y que funciona como una impactante reflexión sobre la comunicación, el entendimiento y la aceptación entre culturas. A pesar de la diversidad de sus relatos, La comunidad de los corazones rotos es una obra equilibrada dentro de una perspectiva cotidiana. Es sencilla en su delicadeza y prioriza la profundidad de sus diálogos antes que su estética y dinamismo. En ellos se revelan la necesidad de compañía que sufrimos todos. La cámara está constantemente fija para que fluyan las conversaciones entre personajes tan extraños como fascinantes y que transmiten en su totalidad ese sentimiento de humanidad y compasión. El cine francés es experto en aprovechar las historias simples y convertirlas en magnificas obras. Lo único que tiene en su contra es que abandona el humor negro del principio para centrarse en el drama. Las tres historias atraen al espectador durante todo el transcurso y gracias a la empatía de su guion logra que la mayoría se identifique con algún sentimiento.
Luego de su debut en el Festival de Venecia, George Clooney estrena Suburbicon: bienvenidos al paraíso, un exagerado relato contra el odio racial en Estados Unidos entrelazado por un humor negro y personajes que desatan la malicia de la américa blanca de los suburbios en la década del cincuenta. En 1957 William E. Myers Jr., su mujer embarazada Daisy y sus dos pequeños hijos se mudaron a Levittown, una idílica comunidad suburbana de 17.311 casas en el estado de Pennsylvania. Necesitaban trasladarse a un lugar más cómodo con tres habitaciones y dio la casualidad de que un amigo de ellos les comentó sobre una casa en venta en 43 Deepgreen de la sección Dog Hollow. El lote de la esquina le atrajo al ingeniero eléctrico y veterano de la Segunda Guerra Mundial, Myers, porque tenía un garaje cerrado para dos autos y eso le daba espacio para crear su taller. Finalizaron la compra y aprovecharon los dos primeros días para limpiar. El 13 de agosto se mudaron. Era una típica mañana de verano, el cartero realizaba su camino diario cuando tocó el timbre de los Myers. Daisy abrió la puerta, le sonrió al cartero y acercó sus manos para tomar la correspondencia. En ese momento el cartero le preguntó si conocía a los propietarios. Ella le dijo que era la dueña de la casa. La perplejidad y el silencio del cartero se dieron solamente por el hecho de que la señora Myers y toda su familia eran afroamericanos. Su color de piel fue el desencadenante de la disconformidad de los vecinos de Levittown. En sus mentes no podían entender cómo una familia negra tuviera la capacidad y las herramientas para establecerse en su comunidad. Con el correr de los días el racismo se intensificó y la supremacía blanca salió a la luz, la mayoría de los vecinos se pararon frente de la casa de los Myers para gritarles, arrojarles piedras, basura o cigarrillos encendidos. Ni siquiera la policía podía controlarlos. No querían aceptarlos socialmente y creían fervientemente que su presencia implicaría una baja en el sector inmobiliario y un desequilibrio en la tranquilidad de sus hogares. El caso de los Myers fue el eje principal del documental Crisis en Levittown que se estrenó ese mismo año. El mismo reúne material histórico y testimonios de los vecinos que reconstruyen, a través de su perspectiva, la situación de los Myers, algunos a favor y otros en contra. En medio de los diálogos contundentes promulgados por blancos se asoma una pregunta: cuando una familia negra puede conseguir lo mismo que vos ¿cómo justificas tu sentimiento de superioridad? La discriminación racial que sufrió la familia Myers inspiró a George Clooney a escribir un guion al que luego se sumó su fiel colaborador Grant Heslov. Más adelante se incorporó un viejo texto de 1985 escrito por los hermanos Coen, en el que una serie de desventurados personajes sufrían las consecuencias de sus acciones. De la combinación de ambas fuentes surge un ácido y satírico retrato de la cara más visible del verdadero espíritu estadounidense, que todavía carga con el fantasma de la esclavitud, aferrado a valores como el proteccionismo, la supremacía blanca, el orgullo patriarcal y el egoísmo puro. Suburbicon: bienvenidos al paraíso, narra dos historias en simultáneo pero conectadas por el contexto social de los suburbios de la década del cincuenta en una ciudad ficticia de Estados Unidos. A través de la arquitectura y estética del viejo Levittown, Clooney nos muestra un barrio aparentemente perfecto para blancos, al que en el verano de 1959 llega a vivir una familia afroamericana que es recibida con violentas protestas y agresiones. En la casa de al lado residen Gardner Lodge (Matt Damon), con su esposa discapacitada Margaret (Julianne Moore), su cuñada Rose (doble interpretación por parte de Moore) y su hijo Nicky (Noah Jupe), quienes tampoco son lo que aparentan ser, ya que Gardner está involucrado en una oscura trama que llevará a la degeneración del ambiente familiar. De esta forma se mezclan dos caras de la sociedad estadounidense, al igual que los tonos que mutan entre el suspenso hitchcockiano y el humor negro. Entre ambos nace un film que se sumerge en un escenario surrealista con lucha social que envuelve a los protagonistas en una violencia cotidiana que aumenta hasta resultar insoportable. Para combatir con la oscuridad del film, Suburbicon: bienvenidos al paraíso contiene la imagen de dos niños, uno blanco y uno negro, que juntos inocentemente deshacen las barreras del odio racial. A pesar de las impecables actuaciones de todo el elenco, que logran asimilar la sensatez y la comedia del ingenioso guion de los Cohen, lo que más se destaca es la música del compositor Alexandre Desplat que se apodera de cada escena y les asigna un significado perturbador. Es a través de la intensidad de la música de esa época que se realza el carácter exagerado del film. Y además con una excelente ambientación recrea el clima reconocible de aquellos años, que no escapa de las contradicciones del sueño americano y de las idealizaciones de la sociedad estadounidense. Pero las nobles intenciones de Clooney no logran un buen resultado final. Ambas historias se pierden y no brindan un mensaje coherente. El hecho de abarcar varias tramas no alcanza y el ritmo con el correr de los minutos se vuelve tedioso. Al final termina siendo solamente una sátira a la idílica paz social que, supuestamente, reina en los paraísos residenciales yanquis.
En The Square, la última ganadora de la Palma de Oro en Cannes, el director Ruben Östlund presenta un film experimental que critica el mundo del arte moderno y los comportamientos contradictorios de la alta burguesía sueca. “The Square es un santuario de confianza y cariño. Dentro de él todos compartimos derechos y obligaciones por igual”. Este es el lema de la nueva obra de la artista argentina Lola Arias. Y es también la nueva exposición del museo de arte moderno de Estocolmo a cargo de Christian (Claes Bang), el curador y director artístico. El cuadrado en cuestión es a simple vista una metáfora. Se trata de un espacio de 4 x 4 metros en los que, supuestamente, la gente que entra debe respetar las reglas de convivencia civil. Son los límites físicos que propone la sociedad y por lo tanto los que rigen en las relaciones humanas. A partir de esta frase, el director sueco Ruben Östlund construye en su último largometraje una crítica aguda sobre los límites del arte y el absurdo y se convierte inevitablemente en un discurso moralista sobre la humanidad. Entre los desafíos que Christian tiene en su trabajo, uno de ellos, es buscar cómo vender esta nueva atracción del museo, por lo que contrata a dos jóvenes agentes publicitarios que proponen hacer un video que se viralice por las redes sociales y así llevar más gente al lugar. Sin embargo, su problema principal pasa por otro lado. En medio de una situación rara y sin darse cuenta a Christian le roban su billetera y su celular. Esto le genera malestar y pierde de a poco su civilidad, su confianza en el mundo correcto en el que cree y quiere vivir. Y el que quiere difundir en el museo. Con la ayuda de uno de sus empleados empieza a buscar el teléfono y llegan a un edificio de un barrio humilde y dejan cartas amenazantes en cada uno de los departamentos. Esta absurda idea lo meterá en problemas y cuando se suba el video promocional de The Square, las complicaciones aumentarán. Lo más interesante del film es la provocación constante y cómo juega con la incomodidad del espectador. Pero sus provocaciones tienen un claro objetivo: deconstruir el arte moderno y fijar la vista en un mundo donde todo movimiento puede ser criticado abiertamente como algo fuera de lugar y en donde las diversas opiniones conviven en una falsa libertad de expresión. Hay escenas que son un ejercicio de ironía y sarcasmo que no abundan en la actualidad cinematográfica: la rueda de prensa, el anuncio y, especialmente, la cena, donde sale a la luz cómo la clase alta vive totalmente apartada del mundo real. Pese a algunas dificultades narrativas, Östlund sabe cómo crear suspenso y tensión a partir del uso de los espacios y del sonido. Al correr de los minutos se va expandiendo entre varias situaciones, muchas de ellas salidas de la nada, algunas divertidas y otras sin sentido alguno. Y es que The Square no pretende en ningún momento ser una comedia ni mucho menos ficción, su parodia y variedad de tramas son sólo elementos para abordar diversas temáticas con un punto en común: la sociedad moderna. Es por esto que se lo podría comparar con una tesis. Los problemas que trata son demasiados y amplios, como la relación de burguesía con el arte moderno, el marketing de la cultura, internet y, por sobre todo, la inmigración ilegal y la gente que vive en la calle. El film pone en cuestionamiento varios de los prejuicios, miedos y egoísmo que esconde la “políticamente correcta” sociedad sueca.
Luego del éxito en su país, llega a las salas el film Bienvenido a Alemania de Simon Verhoeven, una comedia que reflexiona sobre una situación humanitaria latente en la actualidad: la crisis migracional en Europa. Bienvenido a Alemania se centra en una familia burguesa de Munich que decide abrir sus puertas a un refugiado en medio de una sociedad que está dividida entre acogerlos o discriminarlos. Luego de una serie de entrevistas, la familia Hartmann da con el refugiado indicado: Diallo, un joven nigeriano que busca establecerse en Alemania después de escapar del terrible contexto de guerra en su país. Conmovidos por su situación, la familia se une y juntos cooperan para que pueda construir su propio espacio dentro de la casa y, por sobre todo, dentro de la sociedad alemana. De una manera ingenua, el film plantea la dura realidad que transitan estas personas no sólo por los prejuicios y el racismo que reciben a diario sino también por la complejidad burocrática para acceder al asilo. En su cuarta película Verhoeven utiliza el cliché de una familia alemana en buena posición para hablar de numerosos temas que aquejan a su país. El principal tiene que ver con los refugiados. Desde el choque cultural que ocasiona su presencia, la comunicación entre diferentes lenguajes, la tensión inicial, los traumas que sufren en su país de origen y, especialmente, las manifestaciones contra la política migratoria de la canciller Angela Merkel. Pero al mismo tiempo, la trama toca cuestiones comunes como el desgaste de un matrimonio, las presiones familiares, los vínculos entre cada uno de ellos y el amor entre personas de diferentes etnias. Se reúnen todos los tópicos de uno y otro lado. El resultado final es un mix de tramas y subtramas que se unen con un humor ingenuo junto a un elenco carismático que logran sostener el film. No hay un significado oculto, su función es simplemente hacer reír y reflexionar sobre un tema latente en la actualidad. A pesar del uso excesivo de gags, no le restan importancia a la sensibilidad de la temática. El film muestra que el cine alemán tiene la capacidad de transmitir contenidos difíciles y complejos de manera divertida e irónica.
El director Christian Schwochow le rinde homenaje a la vida y obra de la pintora alemana Paula Modersohn Becker en Paula, un retrato emocionante sobre la emancipación artística y la lucha por la libertad creativa en un terreno machista y conservador. “Vamos a hablar sobre tu futuro. Tenes 24 años. Necesitás un plan que no sea demasiado extravagante. Podés encontrar un marido y pintar por placer si él lo permite, o podés encontrar un trabajo como maestra o institutriz. Nunca harás nada extraordinario como artista. Una mujer no puede ser pintora.” El año es 1901 y estamos en Alemania. La joven que escucha este discurso paterno no está de acuerdo con estas declaraciones y realmente cree que su destino es pintar. Su nombre es Paula Modersohn-Becker y fue, sin lugar a dudas, una artista pionera que vio más allá de la realidad. Una rebelde incomprendida que no creía en las normas establecidas y que se enfrentó a los hombres en un terreno completamente conservador: el arte. Y, a pesar de todo, se convirtió en la primera mujer en tener un museo dedicado exclusivamente a ella. El poco tiempo que tuvo lo aprovechó para pintar más de setecientos cincuenta lienzos y cerca de un millar de dibujos. El film retrata el paso de Paula (Carla Juri) en la academia Worpswede, cerca de Bremen, donde se le corrige su modo de pintar porque según su profesor: “la pintura ha de ser fiel a la realidad”. Allí se enamora de Otto (Albrecht Schuch), un colega recientemente viudo y con una pequeña hija. Se casan e inician una vida en común que resulta tediosa en todos los aspectos. En medio de una tensa convivencia y una rutina monótona, Paula acepta la invitación del poeta Rainer Maria Rilke (Joel Basman) de marchar a París. Finalmente se enfrenta a su esposo y le reprocha que en cinco años de matrimonio no hayan tenido relaciones sexuales. En la Ciudad Luz Paula encuentra la libertad que tanto anhelaba, aunque económicamente sigue dependiendo de Otto. Las presiones son muy fuertes y recibe la amenaza de que pueden llevarla a un psiquiátrico bajo el diagnóstico de histeria femenina. Un excelente ejemplo de los mecanismos históricos de dominación y marginación para las mujeres. Otto decide viajar y acompañarla. Este encuentro trae consigo un nuevo comienzo y otra realidad que enfrentar. Bajo la gran dirección de Schwochow, la vida de Paula se resume en un film combativo y que resulta un aporte valioso para la lucha feminista. Paula sufrió la marginación de pintora por el solo hecho de ser mujer y al mismo tiempo sufrió por ser una esposa mantenida a quien se le negó la maternidad por considerarla inmadura. Ni profesional, ni sentimental, ni sexualmente, ni en la maternidad pudo realizarse. Pero sí creía en la igualdad. En una sociedad machista, donde los padres adoctrinaban a sus hijas a convertirse sólo en esposas y luego madres, Paula trataba de ser pintora cuando se concebía como profesión para los hombres y como dedicación en ratos libres para las mujeres. “Las mujeres nunca producirán algo creativo excepto hijos”, le afirmaban sus colegas hombres. El hecho de que el arte sea también protagonista de la historia ayuda a que la película sea muy visual y esté impecablemente fotografiada por Frank Lamm. Principalmente los paisajes de la comunidad alemana de Worpswede que inspiraron a tantos. Otro punto que se destaca es la excelente interpretación de la actriz suiza Carla Juri que capta con mucha naturalidad el carácter fuerte y el espíritu libre de Paula.
El director Alberto Lecchi vuelve a la gran pantalla con Te esperaré, un drama lleno de incertidumbre que busca reflexionar sobre los vínculos familiares y la idea de revolución a través de diferentes contextos políticos. En medio de la Guerra Civil española, un soldado catalán aprovecha el poco tiempo que le queda para despedirse de una joven antes de partir al campo de batalla. Como es de imaginar, en medio de esa conversación ella pronuncia: Te esperaré. Esas dos palabras son suficientes para que se sumerja en un mar de incertidumbre, a la espera de cualquier señal de su amado que le dé tranquilidad y que, al mismo tiempo, le ayude a construir su ilusión de una vida juntos. El tiempo pasa. El escritor español Juan Benítez (Juan Echanove) presenta su último libro dedicado a ese soldado catalán, a ese auténtico revolucionario llamado Miguel Creu. Benítez lleva años ficcionalizando esa vida, en sus libros investiga sobre sus trayectos y cómo atravesó diversas luchas libertarias alrededor del mundo. En medio de una nueva investigación para otra novela el escritor viaja a Buenos Aires, el último destino del revolucionario luego de luchar y finalmente morir en plena dictadura militar. Sus restos y los de su mujer Esther son hallados por parte del equipo de antropología forense en las investigaciones recientes sobre crímenes de lesa humanidad. Este descubrimiento perturba los recuerdos de su hijo Ariel Creu (Dario Grandinetti), quien le guarda rencor por no haber estado más presente y priorizar sus ansias de lucha en vez de su familia. En cambio su nieto Federico (Juan Grandinetti) lo admira profundamente. Y es él que se empeña en buscar datos sobre su trayectoria y estar en contacto con su historia. Esto hace que inevitablemente se encuentre con Benítez, quien necesita conocer a los descendientes de su admirado personaje. En medio de esta nueva investigación se observan no sólo los motivos que impulsaron al héroe revolucionario sino también los vínculos entre los diferentes personajes que, a pesar de venir de diferentes orígenes, guardan muchas cosas en común. El guion escrito por Lecchi junto con Daniel Garcia Molt atraviesa diferentes contextos políticos para trazar los efectos del heroísmo revolucionario de Miguel Creu en la vida de sus familiares. Este revisionismo histórico se conecta con un tema actual en el país: los juicios por crímenes de lesa humanidad. A través de una ficción se observan diferentes cuestiones del proceso como la desprotección de los testigos, el miedo a declarar por amenazas y, por sobre todo, la impunidad con la que se manejan los acusados. Su principal problema es desaprovechar un tema tan complejo para conseguir un suspenso innecesario y con un pobre resultado. Por otro lado prioriza a personajes que no ayudan a la trama y no enfatiza las grandes actuaciones con las que cuenta, entre ellas la de Darío Grandinetti e Inés Estévez (que cumple el rol de su mujer). Y también con la idea de exacerbar el drama, la narración se enreda en diversos recursos mal logrados que la convierten en irrelevante y con un flojo desenlace.
Lejos de su rol de actor, Andy Serkis presenta su opera prima Una razón para vivir, una biopic sobre Robin Cavendish, un hombre paralizado por la polio y que, pese a su diagnóstico, dedicó su vida por los derechos y la inclusión de las personas discapacitadas. En 1958, Robin Cavendish (Andrew Garfield), con tan solo 28 años de edad, recién casado y con un hijo en camino, contrae polio en un viaje a África. Queda paralizado desde el cuello y sólo puede respirar con la ayuda de una máquina. Su destino es pasar el resto de sus días confinado en una cama de hospital. El diagnóstico de los médicos tampoco es muy prometedor: sólo le dan tres meses de vida. Como es de esperar, el contexto en el que se encuentra no le ayuda a encontrar una razón por la cual vivir. El apoyo de su mujer Diana (Claire Foy) y sus ganas de ver crecer a su pequeño hijo Jonathan lo incentivan a superar los pronósticos y encontrarle otra alternativa a su enfermedad. Su primer paso es salir del hospital. Una vez fuera, utiliza su inmovilidad junto a la creatividad de su amigo ingeniero Teddy Hall (Hugh Bonneville) para inventar otro tipo de artefactos que le permiten vivir una vida dentro de todo plena. Pese a su diagnóstico, Cavendish no pierde su propia identidad y se aferra a sus afectos, principalmente su mujer, para no compadecerse más y buscar dentro de su inhabilidad una fortaleza. Eso es fundamental para sobrellevar los días y lo que le permite viajar por el mundo para transformar las vidas de otros enfermos. “No quiero solamente sobrevivir, quiero realmente vivir”, pronuncia Cavendish en medio de una conferencia sobre discapacidad donde, a pesar de la temática, no hay ni una sola persona discapacitada presente. A través de su experiencia y su lucha constante plantea otro análisis y se convierte en un portavoz de los derechos de esas personas. La gran ventaja que tiene la película es la emotiva e inspiradora vida de Cavendish, lo real del relato genera el interés necesario para terminar de verla. Lo que tiene en su contra es la visión de Serkis que cae en los lugares comunes del género y se deja llevar, por momentos, por el lado más dramático y manipulador de este tipo de historias. Sobre todo en el último tramo. Por otra parte, la interpretación de Garfield no es tan llamativa sino más bien insípida. Al igual que su personaje, sus gestos fáciles y la modulación de su voz son las únicas herramientas con las que cuenta. A pesar de su gran esfuerzo, no alcanza para cautivar y mucho menos alabar. Su labor recae en la intensidad de sus diálogos y en los discursos que pronuncia en ciertas escenas. La que si logra un papel memorable es Claire Foy, quien carga con la mayor parte del peso dramático de una manera excelente sin dejar nunca de lado la humanidad.
En su último film, El seductor, Sofia Coppola adapta la novela A Painted Devil de Thomas P. Cullinan, tal como lo hizo Don Siegel en 1971, sólo que esta vez cambia por completo los esquemas narrativos y se sumerge por completo al engañoso juego de las apariencias y las consecuencias de las emociones traicionadas. Es 1864, en plena guerra civil norteamericana, un internado para señoritas situado en Virginia es el escenario que plantea Coppola para analizar las complejas relaciones entre mujeres. En esa casa, un pequeño grupo de chicas son educadas bajo el arte de la servidumbre doméstica y de la femineidad sureña para llegar a ser dignas mujeres de un héroe nacional cuando termine la guerra. Miss Martha (Nicole Kidman) es la directora y sus normas de protocolo y sus precisas formas la convierten en el ejemplo perfecto de la femineidad patriarcal que intenta imponer al resto de las habitantes. La segunda al mando es la institutriz Edwina (Kirsten Dunst), sumisa a las decisiones de Martha y que adopta sus reglas como un soldado. Ambas están a cargo de Alicia (Elle Fanning), Jane (Angourie Rice), Marie (Addison Riecke), Emily (Emma Howard) y la pequeña Amy (Oona Laurence). En este universo femenino todo resulta rutinario y corriente, hasta la llegada del cabo confederado John McBurney (Colin Farrell), herido en combate, y quien servirá para desmontar la unión entre el pequeño grupo de mujeres que dudan entre auxiliar al soldado enemigo o entregarlo a las autoridades como buenas ciudadanas. La ruptura con la rutina diaria de la institución revelará aspectos desconocidos de la personalidad de cada una de ellas. La convivencia con el intruso es el escenario experimental perfecto para que las jóvenes demuestren todo lo aprendido. El soldado acepta con amabilidad cada una de las muestras de cordialidad de sus cuidadoras y, al mismo tiempo, las mujeres se empiezan a acostumbrar a la presencia masculina dentro de la casa. Lo que aparentaba ser una situación de poca duración se va dilatando con excusas que parecen ser del agrado y beneficio de todos. La armonía del hogar y las personalidades van mutando a través de un juego de roles que responde a las circunstancias y a las necesidades sentimentales de cada uno. La amabilidad se convierte en crueldad y detrás de la placidez se asoma el horror. Coppola adapta la novela de Cullinan pero se enfoca en la construcción y el desarrollo de los personajes más que en el argumento de la obra. Esto resulta en un mensaje completamente feminista apropiado a estos tiempos de constante lucha por el derrocamiento del sistema patriarcal. Utiliza la trama y las diferencias entre sus personajes para revelar con astucia cómo la presencia masculina puede afectar a un entorno poblado exclusivamente por mujeres. Esta controversia genérica ayuda a que, en el desenlace del film, los personajes desencadenen incontrolables flujos de sentimientos y pasiones reprimidas durante mucho tiempo. El ritmo narrativo culmina con un grito de protesta hacia ese patriarcado dominante a través de la fuerza bruta. Es ahí donde la directora plantea un sexismo que se podría catalogar como conservador, donde brutaliza al hombre y evidencia la inteligencia femenina en una victoria tan sencilla como incuestionable. La elegancia del film se refleja no sólo en la estética sino también en el diálogo, en el planteamiento del conflicto y en su resolución. La estética es tan relevante como la propia historia. La atención por el vestuario, la ambientación y la fotografía son emblemas del estilo de Coppola. Esta vez predomina la luz atenuada y el juego de sombras, para convertir a la casa en un perfecto laberinto claustrofóbico. Los actores interpretan sus roles perfectamente: divierten, seducen y cautivan. Se destacan como siempre Kidman, Farrell y Dunst, quienes reflejan la evolución de sus personajes con mucha naturalidad sin perder la esencia de los mismos.
Los documentalistas Ernesto Ardito y Virna Molina incursionan en la ficción con Sinfonía para Ana, una película basada en el libro homónimo de Gaby Meik, que relata una historia de gran valor testimonial sobre el amor adolescente y la militancia en la década del setenta. Sinfonía para Ana recorre la historia de una adolescente argentina desde su entrada al Colegio Nacional Buenos Aires, a los trece años, en 1974, en la última presidencia de Perón, hasta un par de meses después del golpe de estado en 1976. A partir de una voz en off, Ana (Isadora Ardito) narra esos años desde su propia perspectiva adolescente. Al igual que el libro, la película consigue reproducir sus emociones y sentimientos a medida que avanzan sus recuerdos. Cuenta su vida cotidiana, su militancia en la escuela y fuera de ella, sus primeros amores, el despertar sexual, la revelación contra sus padres y principalmente su amistad con Isabel (Rocio Palacin). Este vínculo es el principal motor para verbalizar sus vivencias y contarle a su gran amiga su visión de las cosas. Ambas compañeras del Nacional comparten no sólo los mismos ideales y afiliación peronista sino también el anhelo por vivir el amor verdadero. Los conceptos de Ana sobre el amor no resultan tan claros en el momento de amar ya que sufre por haberse enamorado de Lito (Rafael Federman), un joven que milita en el partido comunista. Su propia agrupación ejerce presión y busca su distanciamiento. El corazón de Ana está dividido entre dos pasiones: Lito y la militancia. Al mismo tiempo, la experiencia de crecer y la ilusión por vivir se verán alteradas por el cruel contexto político del golpe militar. La película une los sufrimientos propios de la adolescencia como el desamor, las amistades y los conflictos familiares que representaba militar contra la derecha en la década del setenta que derivó en la persecución, los secuestros, el exilio y, hasta incluso, la muerte. La idea es reflejar cómo en esa situación política los jóvenes de trece a quince años se hicieron cargo e intentaron una transformación colectiva. Esa convicción por un mundo mejor está presente en cada escena. “Quemaron todo”, pronuncia Ana al principio. El miedo es otro de los ejes que recorre el relato. No sólo el miedo que ella experimenta sino también el de sus padres, el de los profesores y el de sus compañeros. El terror por perder a alguien cercano, de salir de la casa, de no saber cómo van a terminar las cosas. El hecho de estar filmada en el Nacional ayuda a la reconstrucción histórica. Durante la dictadura militar fue el colegio más golpeado por su activismo político. Desaparecieron 108 alumnos, entre ellos Magdalena Gallardo de quince años que fue detenida y desaparecida el 8 de julio de 1976. Y a quien Gaby Meik, la autora del libro, homenajea y utiliza como inspiración para crear a Ana. La fascinante arquitectura del edificio le da una carga nostálgica y visualiza cómo, en esos años, fue un eje de liberación y una cárcel para quienes lo habitaban. Y sirve como comparación con la educación secundaria actual donde en las aulas se habla de política, se generan debates, paneles, reuniones y asambleas que sirven como espacios para informar y discutir. Todas las decisiones apoyadas entre pares que ayudan a transformar la realidad porque un colegio organizado y con ideales genera sin lugar a dudas un pensamiento crítico. En una época donde el negacionismo en relación a lo que pasó en la dictadura militar está presente y cada vez más exacerbado, este tipo de películas ayudan a deconstruir y transportan a una realidad distinta a la que muchas veces nos tratan de imponer. Sinfonía para Ana sirve para unir las voces de las generaciones perdidas con las actuales y ayuda a mantener la memoria presente, porque aunque muchos no lo quieran ver a todos nos atraviesa.
En su segundo largometraje, Un papá singular, Mike White presenta un retrato sincero sobre las frustraciones de la mediana edad y junto a la gran interpretación de Ben Stiller consigue el equilibrio justo entre comedia y drama. Brad Sloane (Ben Stiller) es un hombre sumergido en su monólogo interno, escucha una voz que le dice constantemente que es un fracaso. Ahora con 47 años, casado y con un hijo adolescente, observa su vida desde sus frustraciones e intenta ver lo que no funcionó. Le quita el sueño no poder cumplir sus expectativas. Y además piensa que su vida social y familiar es excesivamente común. A pesar de ser un tipo de clase media alta sin necesidades y que dirige su propia organización sin fines de lucro, no puede huir de sus pensamientos y de sus constantes críticas. Su propia percepción se ve nublada por su fijación con compararse con los demás. El fracaso que tanto lo perturba es porque no ha logrado el éxito material y laboral de sus viejos amigos de la universidad. Para él la vida es una eterna competencia y es entonces cuando comienza a sentirse invisible. “El mundo me odiaba y el sentimiento era mutuo”, se lamenta. No se siente revelante, excepto para su esposa Melanie (Jenna Fisher) y su talentoso hijo Troy (Austin Abrams). En medio de su obsesión con el pasado y la búsqueda de un statu quo utópico, logra percatarse de que, a lo mejor, la incursión de su hijo en una prestigiosa universidad sea la situación que necesita para calmar su ansiedad de triunfo. O al menos eso cree. Desde el principio se observa que es una película de crisis de la mediana edad, en este caso masculina, pensada para la reflexión y las risas. White presenta una comedia no en el sentido clásico de la palabra, sino una donde se parodian todos los elementos trágicos. La impecable interpretación de Stiller conmueve y logra que el público se sienta identificado con la frustración de su personaje. La necesidad dramática de Brad se refleja en todos sus pensamientos: confusión, inseguridad y la constante búsqueda de reconocimiento. Pensamientos comunes que rondan en la mente de la mayoría de las personas. Pero lo que Brad no sabe es que su percepción de los demás es, en realidad, una ilusión. Su envidia nace a raíz de hipótesis que él solo se imagina. Y esto lo convierte en un narcisista de su propia mismidad. Porque lo que no entiende es que ese proceso de igualación que tanto anhela es, claramente, un proceso de consumo. Regulado por un mercado que busca la competencia como forma de socialización y de pertenencia. Brad no es más que otro esclavo de este sistema.