Cuento contigo Esto no es una crítica. Es una declaración de principios. Durante los veranos de mis años de secundario, una de las cosas que más disfrutaba era juntarme con mis amigas todos los días. Cada mediodía, sin excepción, arreglábamos la casa a la que íbamos a ir y nos juntábamos ahí religiosamente, a jugar a las cartas, merendar, fumar, meternos a la pileta, andar en bicicleta por la rotonda de Castelar, hablar de pibes, pasear a nuestros perros, planear la salida del fin de semana. Los encuentros eran rutinarios en tanto rituales inamovibles pero eso no atentaba contra su naturaleza liberadora. Era la sensación de juventud y amistad eternas. Éramos pendejas, nos adorábamos y no concebíamos otra cosa más que estar juntas, cada día de la semana y del fin de semana. La libertad más plena, más pura, menos contaminada. Cuando crecemos, esa libertad se pierde, por diversos y nefastos motivos. La facultad primero, el trabajo después, las parejas por último, ni hablar de los hijos. Extraño a mis amigas, extraño juntarnos todos los días, extraño salir a boludear a la calle, hablar como atolondradas sin escucharnos e interrumpirnos todo el tiempo, extraño esa vida. Siempre me sentí privilegiada en esto de las amistades porque gozo de la enorme fortuna de haber tenido amigas de puta madre que, al día de hoy, conservo, y en eso siempre me identifiqué con la frase final de Cuenta Conmigo, al rememorar esos años gloriosos: “Nunca más volví a tener amigos como los que tuve a los doce años. Cielos, ¿acaso alguien sí?” Yo, sí, pero no de la misma forma. A nuestros 31 años, la mayoría de ellas siguen siendo parte de mi vida pero la relación cambió y, por más que a muchos les parezca normal, para mí es absolutamente antinatural. Tal vez porque nunca me habitué a eso que llaman “la vida adulta”, que incluye vivir solo, pagar las cuentas, ocuparse del monotributo, mantener un departamento, formar pareja, “proyectarse” con la pareja, y vaya uno a saber qué otras giladas más. No, yo me quede ahí, anclada en ese tiempo, en esos 15, 16 años, en la libertad de la no responsabilidad, en el goce absoluto y puro, en el disfrute diario de mis amigas. Creo que nunca se los dije pero las extraño bocha y no la paso siempre bien en esta otra vida que tengo, no me llevo bien con el mundo “adulto”, con su gente, con sus códigos. Tonto y Re Tonto es justamente eso (si bien se trata de dos boludos y mi identificación va por otro lado) y por ese motivo es que me gusta tanto: porque habla de la libertad absoluta de dos amigos que mantienen su relación con el correr de los años exactamente igual a cuando eran pendejos. La 1 me fascinó por la escatología (la gloriosa escena del laxante, el pedo-llamarada, la lengua pegada al carrito de la nieve, el pajarito del ciego con el cuello encintado, el auto-perro, los mocos congelados), el placer de ver a un Jim Carrey en su más espástico esplendor y a un Jeff Daniels como la encarnación adorable del boludo alegre y tierno. Amo cada minuto de la 1, la venero y la revisito cada vez que necesito reírme y olvidarme de la mierda. Lloyd y Harry son dos amigos que emprenden un viaje y se divierten solos, sin necesidad de minas Hawaiian Tropic ni de nadie más. Son ellos haciendo boludeces ininterrumpidamente, y ahí está su encanto: en reivindicar la amistad más pura, más pueril, si se quiere, de dos tipos libres como niños, ajenos al universo adulto. El encanto de Tonto y Re Tonto 2 está en retomar la amistad más pura, más pueril, si se quiere, de dos tipos libres como niños, ajenos al universo adulto. Y Tonto y Re Tonto 2 retoma ese espíritu, con Lloyd y Harry ya grandulones, con patas de gayo y buzarda, pero con la esencia y el sentimiento vírgenes (entre otras cosas). Nuevamente, un suceso intrascendente los lleva a emprender un viaje, un tour de reencuentro (Lloyd pasó 20 años fingiendo estar catatónico en un psiquiátrico solo para hacerle una joda a Harry, que hasta llegó a incluir cambio de pañales cagados) pero con la familiaridad de siempre, como si no hubiesen pasado esos 20 años, ni para ellos ni para nosotros, los espectadores. Todo se vuelve familiar al instante, la química, los chistes (de nuevo el ciego con los pájaros pero en una escena de antología), las muecas, los enojos tontos, la reconciliación, la libertad, el juego de dos grandes imbéciles que no saben vivir el uno sin el otro. Tonto y Re Tonto me retrotrae a mi vida de secundaria, a mi vida con mis amigas, a la cotidianeidad de la relación, al acompañamiento mutuo, al disfrute de cada cosa minúscula y enorme, a la que probablemente haya sido la época más libre y hermosa de mi vida. Porque, después de todo, para eso existen los amigos y para eso los elegimos, para que nos hagan la vida más fácil y para que nos devuelvan la libertad que alguna vez tuvimos.
Matías está adentro de un pelotero, atrapado, con la cara pegada a un vidrio mirando a los demás nenes que juegan afuera. Alegoría de su vida, inicio de lo que va a ser una fábula circular que lo conducirá exactamente hacia el extremo opuesto. Matías observa cómo pasa la vida de los otros, cómo el resto de los nenes disfruta de los juegos, de la infancia, de sus padres, mientras él tiene que lidiar con temas para los que no está preparado, para los que ningún nene debería estar preparado: la violencia doméstica. Barrio Piedrabuena, ese barrio de conglomerados de concreto gris apilados, atestados, casi en el límite con la General Paz, ese barrio de recovecos infinitos, de edificios venidos abajo, de departamentos simétricamente deprimentes, de ascensores a punto de caerse, de escaleras angostas y claustrofóbicas, símbolo de la más descarada negligencia y descuido. Un barrio olvidado, marginado. Un callejón sin salida, un laberinto eterno, acaso una postal de nuestro pequeño protagonista atrapado en los confines de su realidad. Y, al llegar a su casa y ver a su mamá tirada, herida por los golpes, arranca la odisea, el escape y el posterior encuentro de un refugio. Matías ya no tiene más vida, ni colegio ni amigos. La violencia arrasó con todo. Refugiado es, en cierta forma, Infancia Clandestina, o el horror visto desde los ojos de un niño. Y ese es el gran acierto de la película: retratar una temática cotidiana y terrible desde el extrañamiento de un nene de 12 años que no tiene los recursos para lidiar con los hechos. ¿Y qué hacen los niños cuando no pueden lidiar con el horror? Juegan, se inventan mundos, se evaden. La psiquis sana saca a relucir, sabiamente, los mecanismos de protección que defienden a esa personita indefensa de la tragedia. Y así es cómo Matías conoce a su primer amor, y juega, dibuja, charla, se deja mojar por la lluvia, grita, juega con la comida, en un viaje que es de auto-descubrimiento a la vez que mecanismo evasor que le permite aferrarse a la vida. Matías necesita esos momentos para sobrevivir a la tragedia y ser sostén de su madre. Y, por momentos, no termina de entender y se enoja con su mamá, pero se arrepiente. Y quiere ver a su papá, pero se arrepiente. El fuera de campo paterno funciona en dos dimensiones, en tanto monstruo de película de terror que no se muestra porque su sola ausencia genera más temor (grandes escenas de persecución cargadas de suspenso físico), en tanto figura paterna ausente, desdibujada, nociva. Aquel a quien no vemos es la amenaza constante, el mal que acecha. Y así sigue el derrotero, de hotelucho en hotelucho, pasando por el hotel aojamiento con cama en forma de corazón. Porque hay que seguir moviéndose ya que el peligro acecha. Finalmente, una vez en el Tigre y con su abuela, Matías puede empezar a distenderse. El enclaustro del Barrio Piedrabuena se contrapone a la inmensidad de la naturaleza de Tigre. Matías ahora es libre. Y el plano cierra, simétricamente opuesto al del inicio, con él mientras contempla el río. Ya no hay vidrio ni superficie o realidad alguna que lo separe del afuera. Y vuelve a su refugio, a su nueva casa, sabiendo que aquello es el inicio de una nueva vida.
Tiene que ser una comedia. Sí, esto es una comedia Denzel, como todos los negros, nunca envejece. Es el mismo Denzel de El Vuelo (y de hace 30 años) pero sin falopa y alcohol encima. El tipo trabaja en una suerte de Easy y se lleva bien con todo el mundo. No solo que se lleva bien sino que acoge a algunos bajo su ala protectora. A un gordito buenudo y simpaticón lo entrena para que pueda cumplir su sueño: ser guardia de seguridad de la tienda. Nada como tener uniforme y vigilar las góndolas de jardinería. Pero el gordito se hace trampa y mete papas fritas en el sándwich. Su otra prueba terrible a desafiar: arrastrar un neumático unos metros. Lo que hay que hacer para ser guardia. No cualquiera. Denzel es medio máquina, no duerme, casi que no come, pero toma té, siempre el mismo, en saquito pero sin la piola. ¿A quién se lo ocurre? Lo más incómodo del mundo, ¿cómo carajo lo sacas de la taza? En fin. Pero es Denzel. Como decíamos, todas las noches de insomnio va a una cafetería a leer las grandes obras de la literatura mundial, los 100 libros que, según su difunta esposa, hay que leer antes de morir, Hemingway, Mark Twain, etcéteras. Ella llegó al 97. Saquen los violines. Y ahí, tomando té sin piola, conoce a Chloe Moretz (Chloe, yo sabía que te iba a pasar esto; iba a venir a algún boludo y te iba a disfrazar de gato barato, para empezar a ratonearnos con tus curvas, tu sensualidad, tu todo –como si ya no lo viniésemos haciendo hace unos 7 años–). Chloe es una prostituta rusa regenteada por unos rusos malos con muchos tatuajes y escasa habilidad con las armas. Pero Chloe quiere ser cantante y Denzel le dice que vaya por eso, que podemos ser cualquier cosa que queramos en esta vida. Bucay y toda la avanza de la onda autoayuda de los últimos veinte años, un porotito. Pero a Chloe le gusta la guita y sigue troleando, hasta que un día termina en el hospital, golpeada, por los puños, por la vida misma. Denzel Washington, como todos los negros, nunca envejece. Y Denzel, el justiciero anónimo, no duda en hacer de esa su lucha personal. Se despacha a toda la mafia rusa y, en sus ratos libres, labura en el Easy y sigue entrenando al gordito. Pero claro, es la mafia rusa. Entonces vienen más rusos con cara de malos, bigotes raros, muchos tatuajes de calaveras y demonios y, nuevamente, poca habilidad con las armas. Es que Denzel se metió con una red de prostitución, narcotráfico, armas, etc. En el medio, una visita a Melissa Leo y Bill Pullman (son de la CIA o algo así), gran excusa de directores virtuosos para explicarte, en una conversación de 30 segundos, lo que nadie supo comunicar durante toda la película. ¿Quién catzo es el negro este? ¿Qué onda con la esposa que leía los grandes clásicos? ¿Quiénes son en verdad estos rusos bufarretas? Melissa Leo tira magia con un par de miradas y líneas seriotas y ya confirmamos que Denzel es un capo. Y, como buen capo, se termina cargando solo a todo el cartel (o como se le llame en Rusia). Hay una escena antológica en el Easy: una suerte de coreografía en la que Denzel perpetra los asesinatos más delirantes (pudiendo simplemente haber disparado su arma), valiéndose de bocha de artículos del mall. Eso, señores, es hacer uso de los recursos. Y los rusos que parece malísimos pero terminan engatusados como colegialas traídas de la triple frontera. Tremendo. Y todo pero todo con mucho ralenti, humo y lluvia que cae. Genios. Una vez rescatada la ex prostituta Chloe (ahora canta, tiene un trabajo “normal” y lee; oh sí, Denzel incluso contribuyó con su alfabetización), nuestro último gran héroe se va contento a su casa, habiendo cumplido la misión de rescatar un alma en pena. Final: nos damos cuenta de que Denzel se dedica a esto y tiene una página web en la que personas en apuros escriben buscando ayuda. Los Simuladores meets Guy Ritchie meets Miguelito Bahía: la comedia del año. Porque es una comedia, ¿no?
Parir un mamut “El humor es el acercamiento a lo trágico.” Mariana Briski Para que haya humor tiene que haber algo de tragedia (no literal sino como tono) a la que acercarse de manera humorística, un objeto que deconstruir para hacerlo volar en pedazos y transformarlo en algo nuevo. ¿Y cuál es la tragedia en Nuestro Video Prohibido (Sex Tape)? Una pareja (Jay y Annie, Jason Segel y Cameron Diaz) sin conflictos, sin crisis y sin demasiado tiempo para coger decide dedicar una noche entera a tener sexo y a filmarse teniendo sexo. Pero el video es inmediatamente sincronizado con la Nube y con los iPads que Jay alguna vez le regaló a sus amigos (es regalador compulsivo de iPads). La tragedia: una pareja amesetada, sin peligro (Judd Apatow hizo lo mismo pero muchísimo mejor en This is 40 sin necesidad de videos pelotudos). Mucho de la Nueva Comedia Americana funda su humor en la hipérbole, en el exceso. El problema aparece cuando se da por hecho que las situaciones ridículas bastan por sí solas para crear comicidad, intentando de esta manera compensar con hipérbole lo que la tragedia no aporta. ¿Pero qué es trágico en la comedia? Entre otras cosas, el cuerpo, teniendo en cuenta que la comedia se aprovecha del halo trágico e hiperbólico de los cuerpos llenos de grasa y lo usa a su favor. Nuestro Video Prohibido plantea situaciones disparatadas pero, dado que no hay demasiado conflicto ni tragedia, el humor se siente forzado, incrustado con fórceps para lograr lo que el guión no logra: one liners acartonados, repetidos sin gracia por actores desganados; situaciones forzadas, ideadas para generar la comicidad que no está en otros lares; temas “atrevidos” como el sexo y el porno. Algunas de las situaciones más border de Sex Tape funcionan parcialmente como islotes, no como partes integrales y armónicas de un todo: la progresión de los cuadros de Disney en la mansión de Rob Lowe; el desenlace de la situación con el perro; el encuentro con Jack Black en las oficinas de YouPorn. Fuera de eso, fórceps y más fórceps. Estamos pariendo un mamut. Y, como corolario: la elección de la dupla protagónica (y el dato no menor de sus cuerpos). Nuestro Video Prohibido plantea situaciones disparatadas pero el humor se siente forzado. Primero. Mención especial para Cameron Diaz. Y sus patines. Y su tanga roja. Y su remera blanca transparente atada a la cintura. Señores (42 pirulos), ver para creer. Nota al pie: se preguntarán por qué Cameron funciona en Malas Enseñanzas (Bad Teacher); justamente, ahí el cuerpo servía como contraste con el desastre de persona, algo que aquí jamás sucede (o como Charlize Theron en Young Adult). El problema es cuando no hay contraste. Segundo. Jason Segel y su anorexia. Como ya dijimos, la comicidad es siempre física, ya sea que provenga de los movimientos, la gesticulación, la presencia o el tamaño del cuerpo. Sí, el tamaño importa, SIEMPRE. Muchos actores de la ya mencionada NCA han sabido convertir su voluptuosidad en su activo más preciado: Zach Galifianakis, Melissa McCarthy, Jonah Hill, Rebel Wilson, Seth Rogen y nuestro ex gordito Jason Segel. JS adelgazó tanto que la comicidad se le licuó junto con la grasa. Tiene la cara chupada e insulsa y gesticula de manera torpe. No sabe qué hacer con su nuevo rostro delgado, no sabe cómo moverlo ni cómo hacer muecas. Menos que menos con su cuerpo, ahora escuálido, desgarbado. JS siempre fue un exhibicionista, y supo mostrar con orgullo el pito fláccido, el culo y las cachas. Y en Nuestro Video Prohibido también, pero ahí ya no hay nada para ver. JS tenía ese culo entre fofo y medio metido para adentro, con las piernas juntas arriba y muy separadas abajo, producto de ese caminar típico del que tiene pie plano, coronado todo con una adorable faja de grasa a la altura de la cadera, masa amorfa que continuaba hacia arriba hasta desembocar en un torso encorvado, con una panza mediana y unas tetillas fláccidas. Eso era Jason Segel. Ahora es escuálido y hasta tiene marcados los abdominales superiores. Craso error. No más gras(ci)a. La comicidad amputada y ahorcada con un cinturón gástrico. Gordura mutilada, comicidad cercenada, situaciones forzadas, un video porno decoroso, una familia feliz que termina aún más feliz (y que encima pretende darnos lecciones morales) y poca tragedia. ¿Conclusión? Acaso los cuerpos imperfectos y las parejas imperfectas sean garantía de tragedia y humor en el cine y en la vida. O quizá sean un modo en el que el humor sobrevive. La solemnidad, la meseta y el aburrimiento (también en el cine y en la vida) vienen cuando ya no queda nada para modificar, cambiar o hacer juntos, cuando ya no queda más grasa para pellizcar ni tetillas de las que colgarse ni panzas abultadas sobre las que dormirse a la noche.
Sin City 2: Una Mujer para Matar o Morir (Sin City: A Dame to Kill For) no trae nada demasiado novedoso ni interesante a nivel visual o narrativo. Estamos ante la misma estética que la anterior, esa atmósfera de film noir en blanco y negro que ya conocemos, y el mismo espíritu celebratorio de la violencia, los tipos duros de voz ronca y las minas, también duras, que patean culos y muestran el propio. Nada nuevo nos trae el amigo Robert Rodriguez, excepto el gran logro de la película: las tetas de Eva Green, retratadas desde todos los ángulos y posiciones de cámara posibles, en toda su perfecta turgencia y voluptuosidad, muchas veces tomadas en contrapicado para exaltarlas y exponerlas como lo que son: dos trofeos a adular y reverenciar. Esas tetas podían ser un airbag. Pero no alcanzarán. Ya veremos por qué. Como decíamos, a nivel estético, nada novedoso bajo el sol que nunca sale en la Ciudad del Pecado, a no ser por el agregado de la arbitrariedad. Recordemos que el blanco y negro se veía intervenido por pequeñas dosis de colores chillones, puestos en la primera entrega con un fin narrativo: exaltar a un personaje o un elemento importante dentro de la trama, correr, lógicamente, nuestra atención hacia ahí. En esta nueva, todo parece bastante arbitrario: la sangre, de a ratos, es en blanco y negro; de a ratos, a color. Algunas minas, a veces, tienen coloreados los labios o el pelo; a veces, nada, sin ningún tipo de criterio aparente. Y así con varias cosas. Y eso nos lleva a una única conclusión: el recurso, una vez gastado, agotado, pierde efecto y correlato narrativo. Lo que antes eran decisiones conscientes ahora son elecciones que suenan a capricho estético, en una película que parece mucho menos preocupada por construir narrativamente personajes e historias que regodearse en la estética desprovista de sentido. Algún tiempo atrás, Robert Rodriguez hacía un cine libre igual que un nene encerrado en una juguetería a medianoche. Hoy parece un junkie con demasiadas drogas a mano y manoteando solo para experimentar: bueno, Sin City: A Dame to Kill For le demuestra que tiene la cabeza adentro del inodoro. A nivel narrativo, la película tiene varios problemas. Just Another Saturday Night cuenta la breve historia de Marv (Mickey Rourke), de cómo recupera el conocimiento y trata de recordar cómo terminó así, herido, accidentado; recapitula y se acuerda de que cagó a trompadas a unos frat boys y de que tiene una campera robada. Fin del cuento para Mickey Rourke, que luego será un satélite en un par de historias más. Ahora, posta: ¿la historia se acaba ahí o el montajista tiene un muy buen sindicato que no le deja hacer horas extra sin que le paguen? Las deudas impagas embarran cualquier contrato. Después viene The Long Bad Night, dividida en dos partes, con un Joseph Gordon-Levitt (Johnny) con voz y cuerpo impostados. Johnny descubre que es el hijo del senador Roarke y le gana dos veces a las cartas, asegurándose así un pase directo a la tocada de arpa. Una historia sin sentido, que amaga con darnos venganza de las buenas (Johnny gana, recibe paliza y novia mutilada, se cura, vuelve) pero nos entrega una versión casi igual a su primera parte. Personaje desperdiciado. Historia sin sentido. Deuda impaga multiplicada por dos: somos los acreedores de un deudor chanta que nos promete venganza con pólvora pero nos da un revolver de cebitas. A Dame to Kill For, el meollo del asunto, la entrada en escena de Eva Green (Ava) y Josh Brolin (Dwight, el mismo Dwight de la anterior, antes interpretado por Clive Owen; ok, a alguien no le dio el presupuesto). Dwight muere de amor por Ava (quién no) y la rescata de su supuesto marido golpeador. Pero no, todo era una engaña pichanga para que el enamorado bobo matara al ricachón y ella se quedara con su fortuna. De nuevo, paliza para Dwight, cara desfigurada, cirugía y venganza. En el medio, dos policías con una trama que promete pero queda en la nada. Lo más curioso de esta historia es, una vez más, el amague. Dwight arranca diciendo que nunca hay que liberar la furia contenida, la bestia que hay adentro, y todo el tiempo pensamos que vamos a saber más acerca de esa otra vida que tuvo o que vamos a presenciar su furia desatada. Pero no. Dwight sucumbe ante el amor en forma de tetas perfectas de Ava y paga las consecuencias. Deuda impaga, parte tres: ahora es personal. En serio, ¿qué onda? Todos prometen un manto de sangre y la estafa se acrecienta. Scorsese, a esta altura, ya había roto un par de cráneos para que la fiesta fuera una fiesta. A nivel narrativo, Sin City 2: Una Mujer para Matar o Morir tiene varios problemas. Finalmente, Nancy’s Last Dance, con otro personaje conocido, Jessica Alba en el papel de la stripper más pacata del mundo. Porque Jessica podrá vestir el traje de cowgirl sexy, que le realza las curvas (especialmente las traseras), podrá contornearse de manera sensual, podrá cortarse la cara y dejarse cicatrices sexis, podrá patear algún que otro culo pero la pacatería no se le va ni por puta. A Jessica Alba le falta mucho para ser la chica sexy y dura que el final de la película merecería. Acá no hay deuda: Jessica Alba es la mojigatez hecha actriz y el peor cast para perrearla como Nancy. Acá, al menos, ya habíamos sido estafados en la primera entrega. Pero, tal vez, esa chica mojigata esté en sintonía con el resto de la película. Porque Sin City: A Dame to Kill For es tibia, en las historias que cuenta, en el pobre desarrollo de los personajes, en las resoluciones precipitadas, en la arbitrariedad de los recursos, en la poca emoción que transmite. Hay violencia, hay sangre, hay venganza, hay minas en bolas, pero eso no alcanza para sacudirnos de la letanía del ya desabrido blanco y negro. Robert Rodríguez supo crear un universo libre y fantástico con Sin City. Una lástima que lo haya tirado por el inodoro tan rápido. Ni las monumentales tetas de Eva Green pueden amortiguar el golpe de la caída al precipicio.
Un karaoke con chinos. Tierra de nadie. Enanos drogones. Carreteras polvorientas. Western. Un auto, un perro, dos hombres. A prori, la sumatoria de estos elementos, implantados en el marco de una road movie, no suena mal. Pero, cuando los personajes no muestran motivaciones o contexto alguno para hacer lo que hacen, el encuentro impensado y el viaje que los une nos va abandonando en el camino, como arrojándonos, casualmente, de un auto en movimiento. No: no es una road movie existencialista de Monte Hellman. Ya quisiéramos. Eric (Guy Pearce) es un tipo que vive en el medio de la nada, en alguna ciudad del sur de Australia que se parece bastante a ese sur profundo de Estados Unidos, que tantas veces vimos, pero más profundo aún, más sucio, más desértico, más árido, más tierra de nadie. Una suerte de Deliverance pero sin violaciones, una Sin Lugar para los Débiles pero con armas más convencionales. Es decir: setentas aligerados y ochentas sin ironía. Cinefilia selectiva. Boorman y los Coen for dummies. Y a Eric, un tipo impávido y, a primera vista, abúlico, le roban el auto, y eso desata todo su instinto cazador. Nunca sabemos (hasta la escena final) por qué ese auto destartalado es causal de tanta preocupación, de tanta persecución desenfrenada. A un tipo que no tiene nada que perder ¿por qué puede importarle tanto perder su auto hecho mierda? Y esa persecución incluye muertes varias, visitas a lugares cada vez más inhóspitos y áridos, en lo que se ve como un derrotero sin sentido de un muerto en vida. Pero ese muerto en vida encuentra en su interior cierto atisbo de humanidad cuando conoce a Rey (Robert Pattinson, en un nuevo intento desesperado por tomarse –y que tomen– en serio su carrera), una especie de Simple Jack (el personaje subnormal de Tropic Thunder, de Ben Stiller) del subdesarrollo y la miseria. Parafraseando a esa obra maestra, una de las enseñanzas de Tropic Thunder era que cuando la gente no te valora demasiado como actor, no te queda otra que jugártela al todo o nada y sacar la poco afortunada carta del full-retard. Casi nunca garpa. Y esta no es la excepción. Y, como decíamos, Eric y Rey se juntan para ir en busca el primero de su auto y el segundo de su hermano y los amigos que lo dejaron herido y abandonado. ¿Llegó Rain Man al asado? Y Eric, el tipo impávido, al que no se le mueve un pelo, incapaz de conmoverse ante nada, empieza a sentir una mezcla de entre cariño y pena por este chico con retraso que fue abandonado por su hermano y amigos. Rain Man is in da haus. ¿ I Am Sam? Todo es posible en los campos del señor y en la Australia profunda. Los personajes en El Cazador son islotes, cachos de tierra en un paisaje recóndito. Pero no llegamos a saber nada de ninguno de los dos, ni la relación avanza en ninguna dirección posible, como tampoco conocemos nada de Eric y su búsqueda implacable, o de cómo llegó a estar dónde está y ser quién es, ni de Rey y su relación con su hermano. Solo presenciamos, como testigos oculares, muertes despiadadas, filmadas con realismo y crudeza, a tono con el hábitat, la atmósfera del lugar, la suciedad y la aridez. Pero los personajes son islotes, cachos de tierra en un paisaje recóndito. La profundidad psicológica amenaza, pero lo que brota es el efectismo sobre-actoral. El resultado es un esperpento. Recién en la escena final develamos el motor de la búsqueda, lo que había adentro del auto y lo que motivó a Eric a emprender su viaje. Pero como que se les hizo un poco tarde para la empatía, ¿no? Paradoja: En tierra de nadie, habitada por muertos vivos, un perro muerto en un baúl cobra más importancia que cualquier ser humano, vivo, muerto, enano o retardado. Humanismo para todos.
Pedos sin olor Cuando era púber/adolescente me volví bastante fanática de Los Extermineitors. Para mí, Emilio Disi y Guillermo Francella eran héroes, pero no en el sentido tradicional; eran héroes de la pelotudez, pero la pelotudez bien entendida como humor trash y berreta. Mis héroes, en ese entonces y hoy en día aún más, son personas eruditas en la pelotudez y en el humor. Me tiro pedos en tu cama, te tiras eructos en mi cara, me gastas por el tamaño de mi culo, me río de tus tetillas femeninas. Ante todo, el humor. Como factor erotizante, como elemento constitutivo del héroe, como motor de las relaciones y de la vida misma. Disi y Francella eran eso, los dos héroes/boludos que se iban a las Cataratas (más que Cataratas parecía el bosque de Cascallares) a enfrentar a los ninjas y a los rusos, que jugaban con el humor físico, en una suerte de slapstick pedorro, con ruidos berretas en cada golpe, y componían la pareja perfecta. Los que se tiran pedos y eructos uno delante del otro y se lo festejan, los que están siempre juntos, en una celebración casi ritual de la pelotudez y lo escatológico. Pero ojo, que no estamos ante un trash voluntario y autoconsciente como en Jackass o John Waters, donde hay un culto a lo escatológico y lo trash como forma de humor-vida. En Extermineitors el trash era más involuntario, producto de una sumatoria de elementos berretas (guión, actuaciones, efectos especiales) que eran, en definitiva, una forma de amor al cine, más de parte del espectador que de parte de los directores, usualmente carentes de talento alguno. Y, como decíamos, Disi y Francella enfrentaban ninjas (en la 1 y en la 2, ya en la 3 y en la 4 no estaba Disi pero Paolo el Roquero –uno de mis personajes humorísticos favoritos de la historia– la rompía), eran entrenados por el gran Héctor Echaverría (el morocho experto en artes marciales que se partía) y se chamullaban minitas (camiones) en malla cavada, nalgas alargadísimas y peluca savage. Eso es, nuevamente, amor al cine trash, la creación de ese universo de minas-culo, de ninjas-gay, con la figura de Echaverría como contrapeso de un Disi y un Francella desatados. Todo funcionaba. El ridículo como fuente creativa y liberadora, como motor vital. El irse a la mierda constantemente, desde lo físico hasta lo verbal. Y la famosa frase de Francella en Extermineitors 1, “yo soy muy cagón”, condensaba el sentido de todo. Eran dos cagones que se convertían en héroes (mis héroes, no sé los de ustedes), porque construían humor a partir de eso, de cagarse de risa de ellos mismos. Y nosotros nos reíamos de ellos y con ellos. Por eso el ridículo no parecía forzado, sino que emergía de su propia berretada despolitizada. No eran contraculturales como John Waters ni anárquicas como Jackass. Eran ridículas porque el cine argentino de los 80?s y principios de los 90?s hacía lo que podía con lo que había. Y porque había encontrado en el exploitation una vía catártica de cagarse en sus propias imposibilidades (o quizá porque subestimaba al público, simplemente). Y en Socios por Accidente hay algo de ese espíritu berreta, juguetón y escatológico, lástima que no se termina de ir todo bien al pasto, estimo que por las restricciones del producto mismo, pensado como “entretenimiento para toda la familia” (dan ganas de corchearse cuando uno escucha esa frase, tan usada por varios críticos). Listorti tiene cara de goma y funciona muy bien como el boludón, el padre que es un embole, el intérprete de ruso que solo puedo hablar de morfología y semántica, el marido engañado, el cagón de la frase de Francella, el loser. Y Pedro “Peter” Alfonso es el tipo seriote a la vez que copado que sale de joda con la hija de Listorti y se curte a su ex esposa, el agente de Interpol, aventurero y osado, que no le teme a nada. La buddy movie que junta al macho proveedor y al loser, en una suerte de falso duelo, en el que no terminan de enfrentarse y ninguno sale airoso, pero que conlleva cierta modificación de carácter. Lo que en Extermineitors era espíritu de grupo acá es un derrotero de dos tipos que se odian, forzados a estar juntos y que, en última instancia, terminan siendo algo así como compinches. En la construcción de esa oposición y en el encuentro de los personajes antagónicos Socios funciona, más gracias a Listorti, que tiene cierta comicidad innata, y mucho menos gracias a Peter Alfonso –que podrá curtirse a Paula Chaves, pero en materia de expresividad y humor, hace agua por todos lados–. Un tipo prefrabicado parido por la factoría Tinelli, sin demasiado humor ni gracia. No es mi clase de héroe, claramente. Lo prefiero a Listorti, riéndose de sus propios chistes, sabiéndose goma y disfrutando de eso. En el medio de todo, está la selva misionera, los rusos, y está el camión (una Ingrid Grudke desaprovechada en todo su potencial camionístico). Y el humor, que irrumpe casi constantemente, también en la forma de slapstick y con esa falsa sonoridad ante cada golpe, que dota a la comicidad de cierta ingenuidad, en una suerte de guiño a un público más infantil. Efectivamente, es una película pensada para un público infantil, aunque no infantil en cuanto a edad sino adulto-infantil. Pero, como dijimos antes, Socios por Accidente no termina de irse bien a la mierda y regodearse en ella. Si hay algo que la comedia tiene que tener es anarquía y descontrol, y acá falta un poco de ambas. Se notan las manos hábiles de Nicanor Loreti y Fabián Forte pero también se evidencia el control y la restricción. Y eso sorprende teniendo en cuenta que los directores son dos grandes del cine de género, dos tipos que aman la acción, el humor y el gore: Nicanor Loreti y Fabián Forte (responsable de joyas como La H y Diablo, y La Corporación, respectivamente). Pero, como ya dijimos, suponemos que eso tiene que ver con el público y la necesidad de una audiencia amplia y con el hecho de que se trata de una película por encargo. Se notan las manos hábiles de estos dos grosos, que terminan aportando una buena factura técnica, pero también se evidencia el control y la restricción. Todo se siente más calculado, más constreñido, menos espontáneo. Se notan los chistes de guión y la comicidad pensada para lograr el efecto deseado. Y es el problema: frente al cálculo, pierde el descontrol. En Extermineitors, ese humor no del todo consciente, más bien bruto y berreta, era la clave de la comicidad, sumado al descontrol físico de Disi y Francella y de otros personajes como Paolo. La anarquía y el ridículo al servicio de la incapacidad narrativa terminaban siendo mejores precisamente por su pobre factura técnica. Ahí estaba la subversión: no en cagarse en el cine, sino en la posibilidad de un anticine berreta involuntario que pudiera ser visto con amor. Crecí viendo Los Extermineitors, porque me meaba de la risa, porque amaba a Emilio Disi y a Guillermo Francella, porque los veía como mis héroes de la pelotudez, porque me sentía parte de ese mundo de humor berreta, en una especie de comunión con la película. Socios por Accidente te invita a ese mundo pero uno no puede hacer otra cosa más que mirarlo de lejos, con distancia, con prudencia, sabiendo que no hay héroes de la pelotudez, que hay eructos no demasiado sonoros, que hay pedos sin demasiado olor.
Hace algunos años, Héctor, un gran psicólogo, me habló mucho sobre los mandatos familiares, sobre cómo el pasado nos condiciona el presente y nuestras elecciones. Él decía que todos acarreamos mandatos, mensajes que recibimos a lo largo de nuestra vida, la mayoría de las veces relacionados con las expectativas de nuestros padres respecto de lo que se supone que seamos, de lo que se supone que hagamos, en quién se supone que debamos convertirnos. También sostenía que, en cierto punto de nuestra vida, empezamos a poner en tela de juicio, a cuestionar esos mandatos. Vamos eligiendo qué camino tomar, cargando con esos mensajes y, una vez que logramos liberarnos de ellos, podemos elegir con libertad. Pero esta elección libre no implica necesariamente actuar en contra del precepto, sino revisarlo y elegir si seguirlo o no. Cuando somos capaces de revisar la historia propia, ver de dónde venimos, quiénes son nuestros padres, cuál es su historia, cuestionarnos ciertas cosas, construir la propia identidad, a partir de ese momento empieza a existir la verdadera libertad de elección. Desafortunadamente, Héctor ya no está más conmigo pero no hay día que pase que no recuerde sus palabras y coteje con la realidad lo sabias que eran. Y no solo con la realidad, sino con el cine (que él tanto amaba), para encontrar, de tanto en tanto, grandes películas con ese mismo lenguaje, con esa misma sabiduría. Porque Cómo Entrenar a tu Dragón 2 nos habla acerca de construir la propia identidad a partir de la revisión y la reconciliación con el pasado, el quiebre con los mandatos y la libre elección. Hipo es ahora un adolescente, y su padre le reclama un rol que él aún no está preparado para o dispuesto a aceptar: ser el líder de la isla. Estoico quiere un sucesor y presiona a Hipo para que se haga cargo de su cuasi predestinado rol. Pero Hipo, como le expresa a Astrid en una conversación que enternece por la sinceridad, no sabe quién es ni qué quiere hacer de su vida. Sabe que hay un rol para él pero todavía no lo encontró, como tampoco pudo terminar de reconciliarse con su historia, con su pasado. No conoció a su madre y su padre lo hostiga con reclamos y demandas. A partir de ese momento, la película nos muestra el camino que Hipo recorre hasta encontrarse a sí mismo (por más trillada que suene la frase), identificar su verdadera vocación o pasión en la vida y encontrar a una persona que no esperaba encontrar, una persona que lo modifica, que le tuerce el rumbo: su madre. Un año y medio antes de morir, en una gran crisis vocacional mía, Héctor me dijo que hiciera una lista de las cosas que me apasionaban y, entre algunas otras, mencioné el cine. Gracias a él, hoy escribo y gracias a él me metí en este mundo que tanto amo. A veces, hay personas que, como la madre de Hipo y como Héctor, pueden hacerte volantear y replantearte el rumbo de tu vida. En Cómo Entrenar a tu Dragón 2, ese encuentro fortuito va a ser clave para la transformación de Hipo. Comprendiendo su pasado, viendo de dónde viene, terminando de armar el rompecabezas familiar, Hipo es capaz de reafirmar su carácter (pacifista y encantador de dragones), de revisar su historia y de elegir libremente. Y hacerse cargo del liderazgo de la comunidad tiene menos que ver con el mandato familiar impuesto que con un proceso de autodescubrimiento. Hipo se da cuenta de que la clave para guiar a un pueblo es la honestidad y la paz y, al saberse capaz de llevar a cabo semejante tarea (luego de probarse a sí mismo que puede enfrentar cualquier desafío), acepta el rol pero desde la libertad de haberlo elegido él mismo, sin mandatos, sin presiones. Cómo Entrenar a tu Dragón 2 es simplemente maravillosa. Una fábula sobre la amistad, el crecimiento, la familia y los vínculos. Y ese proceso es el gran acierto de la película, que nos presenta a este adolescente, lleno de miedos e inseguridades (como todos los adolescentes, como todos, en definitiva), que se reencuentra con alguien clave de su pasado, revisita el tiempo pretérito y encuentra finalmente su rol en la vida. Y lo hace con una humanidad y una humildad increíbles, de la mano de su novia y de su dragón mascota Chimuelo, que le demuestra una vez más (en una hermosa lección de amor incondicional) que él está ahí para protegerlo siempre, como un perro fiel, como un amigo con el que siempre se puede contar, como un padre (biológico o no) que nos acompaña y nos cuida. Cómo Entrenar a tu Dragón 2 es simplemente maravillosa. Una fábula sobre la amistad, el crecimiento, la familia y los vínculos, con uno de los personajes más lindos que dio la animación en los últimos años, con un subtexto pacifista, pero con humor, amor y pasión. De esas películas que te hacen llorar cuando menos lo esperas, de las que salís del cine pensando que todo es maravilloso, que ese mundo es perfecto. De esas películas que amas porque te modifican y porque evocan a personas que también te modificaron, personas que te cambiaron la vida y que desearías que hoy estuvieran acá para decirles, una vez más, que tenían razón en todo y para agradecerles por haber sido parte de tu vida.
En la mayoría de las comedias de rematrimonio la premisa suele estar centrada en la idea de la irrupción de un suceso extraordinario (en el sentido de no ordinario, no habitual) que lleva a la ex pareja a revincularse de algún modo -en general, a regañadientes- para luego desembocar en la reconciliación, en la vuelta al matrimonio, pero con ambos integrantes modificados, cambiados radicalmente por esa experiencia vivida. Love Punch sigue esta receta sin desviarse ni una pizca. Richard (Pierce Brosnan) y Kate (Emma Thompson) son un ex matrimonio pero se llevan bien, pueden verse en un casamiento, charlar y hacerse chistes el uno al otro. Él, aparentemente, la dejó a ella por una pendeja y ese fue el fin. Pero no hay rencores en la actualidad, y ambos despiden a su hija que se va a estudiar afuera y conversan juntos con su hijo por Skype. Ninguno volvió a formar una pareja estable y no parecen del todo contentos con su soledad doméstica. Un día, de la nada, irrumpe el suceso extraordinario que traerá aparejados sucesos aún más extraordinarios: la empresa de Richard entra en quiebra, producto de la compra y posterior liquidación de acciones por parte de un empresario extranjero. El futuro jubilatorio de Richard y Kate, además de los ahorros para la universidad de sus hijos, hechos añicos. Es así como ambos deciden viajar a Paris a encontrar al empresario millonario y pedirle amablemente que les devuelva lo que les robó. Nada de eso sucederá. Pero, en todo caso, es lo que menos importa. Pero… ¿En qué se relaciona lo disparatado, el código del humor bobo con la comedia de rematrimonio? Aviso: voy a spoilear el final. En ese contexto extraordinario, en París, luego de un largo derrotero de acciones disparatadas y bobas, jugando a ser ladrones, irrumpiendo en fiestas, robando diamantes, secuestrando gente, y metidos en una camioneta a punto de caer en un precipicio, Richard y Kate vuelven a amarse, a ser felices juntos, como producto de una epifanía o de un proceso de combustión espontánea. Lo que los llevó, en primera instancia, a divorciarse, a no elegirse más durante años, pierde relevancia. Lo que importa es la aparición de ese algo externo que rompe con la rutina. Y no solo rompe con la rutina, sino que, y más importante aún, los hace sentirse jóvenes de nuevo. Ahí está el punto, en el automatismo de la comedia de rematrimonio focalizada en la recuperación de la juventud. En este tipo de comedias, importa menos un aprendizaje o una (re)construcción paulatina de la relación, a partir de un replanteamiento de la pareja y un deseo mutuo, que la sensación de volver a ser jóvenes de nuevo, como cuando se conocieron, y compartir situaciones extraordinarias que los saquen de la rutina que alguna vez tuvieron y que, podríamos deducir, los condujo al fracaso. Se necesita la irrupción del suceso externo, la vuelta a la juventud, como si el amor y la “aventura” estuvieran inexorablemente asociados a esa etapa de la vida. Claro, se trata de una concepción pueril del amor, que supone que una aventura absurda puede volver a unir a una pareja que estuvo separada durante años. No hay construcción posible, no hay replanteamientos, no hay procesos, no hay aprendizaje alguno. En Love Punch no hay construcción posible, no hay replanteamientos, no hay procesos, no hay aprendizaje alguno por parte de los personajes. Cuando en realidad, como todos sabemos, las cosas suelen ser un poquito más complicadas, y ahí aparecía, por el año 2009, It’s Complicated (Nancy Meyers), para demostrarnos que las cosas no son fáciles, que la chispa puede volver a encenderse pero que una relación no se reconstruye de un día para el otro, mucho menos a causa de un suceso fantástico. Las relaciones son complejas, las personas somos complejas y, si ya de por sí es complicado estar en pareja, ni hablar de sostener una durante años o volver a elegir a una pareja después de que uno dejó de elegirla. Y ahí estaban Alec Baldwin y Meryl Streep para dar fe de eso, en una película absolutamente sincera, que los mostraba como dos personas complejas, con matices, con profundidad, que se replanteaban sus parejas y sus elecciones. Y ahí estaban ellos para demostrarnos que lo extraordinario puede ser volver a sentir cosas por el otro, volver a reconectarse con el otro desde un lugar distinto pero que, sin embargo, todo eso podía no ser suficiente para una reconstrucción. Y, tal vez lo más importante, nos demostraban que no es necesario sentirse joven para volver a experimentar amor o deseo. Salir del lugar común que asocia inevitablemente ambas cosas puede ser un logro no menor. El rematrimonio puede darse a cualquier edad, sin necesidad de aventuras bobas y extraordinarias, sin viajar a Paris y sin vestirse y hacer cosas de “pendejos”. El inconveniente de Love Punch, en definitiva, más allá de su humor bobo, es que -como si no hubiera pasado tiempo desde la invención de la comedia de rematrimonio- el rematrimonio sigue siendo un acto de combustión espontánea, una epifanía juvenil. Nada de viejos arrugados y chotos, que para eso lo tenemos a Haneke.
I’m (not) fucking MacFarlane En la comedia el timing es todo, o casi todo, pero es absolutamente fundamental. Y Seth MacFarlane no se caracteriza particularmente por tener un buen timing. MacFarlane es un muñequito de torta, en el sentido más literal de la expresión. Es hermoso, con ese rostro precioso y blanco como de porcelana, los ojos ligeramente rasgados, y sonrisa y dientes perfectos, ideales para publicidad de sonrisa Colgate. Es el puto elegante, el puto con porte, el puto muñeco de torta. Y eso ya lo había demostrado cuando fue anfitrión de los Oscars en el 2013. Ama el musical clásico, baila y canta bien, luce increíblemente sexy en esmoquin, tiene gracia y estilo. Ahora bien, todo esto no equivale a ser buen actor de comedia, porque eso requiere, como ya dijimos, la piedra angular del humor: el timing. ¿Qué es el timing? Es ese no sé qué, que no se aprende ni se practica, que simplemente se tiene (se puede entrenar un poco pero hay que tenerlo), que le da a uno el ritmo para la comida, la noción acerca de cuándo hacer los remates, cuándo hacer las pausas, cuándo apelar a las repeticiones, cuándo saturar un recurso, cuándo simplemente estar sin hacer nada. Ese es el timing cómico. Y MacFarlane, como buen muñeco de torta, tieso y rígido, no lo tiene. Se limita a recitar sus líneas de diálogo, con gracia y soltura, por supuesto, a decir los chistes y meter los punch lines cuando hay que meterlos, pero hay algo que falta, ese pulso para la comedia, ese no sé qué del que hablábamos antes, que traza la línea entre los cómicos regulares y los grandes cómicos. Ahí está el problema: el tipo no es un capocómico ni parece pretender serlo, pero el cine cómico precisa eso, líderes con timing. El problema más grave quizás sea ese: A Million Ways to Die in the West no se decide si quiere ser comedia o cine cómico. Y MacFarlane tampoco, por eso opta por una estructura cómica pero organiza un cast propio de una comedia (los cómicos son solo-riders, las comedias son en equipo). Entonces, para suplir esta carencia propia, MacFarlane se rodea de geniales actores de comedia. Uno de ellos es la inconmensurable Sarah Silverman. Porque Silverman viene del palo del stand up, y se entrenó ahí, antes de pasar a la televisión. El stand up te da la ventaja de medir el timing con el público. Uno aprende de velocidad, ritmo y pausas con un público presente que te obliga a prestarle atención a esas cosas. La inmediatez y la cercanía con el público son el mejor termómetro de un comediante. El resto, como decíamos antes, se trae desde la cuna o no. Y Sarah Silverman es una comediante nata. Solo necesitar estar ahí, decir un par de líneas, y ya nos tiene a sus pies. Tiene esa expresión en la cara, mezcla entre sexópata, pícara e ingenua, combinación que explota a la perfección, y una forma de decir las cosas que funciona de manera brillante. Solo basta recordar los sketches que hizo con su entonces novio Jimmy Kimmel allá por el 2008, I’m Fucking Matt Damon y I’m Fucking Ben Affleck. Dos razones para vivir. MacFarlane desentona un poco, y se lo ve incómodo y poco instalado en su rol protagónico. A Million Ways to Die in the West se vale de buenos actores como Silverman, Giovanni Ribisi, Charlize Theron e incluso Liam Nesson, que conforman un ensamble que funciona bien, además del estereotipo del Oeste, muy bien construido. MacFarlane es el que desentona un poco, y se lo ve incómodo y poco instalado en su rol protagónico. MacFarlane es guionista y confía tal vez demasiado en los diálogos, en los chistes, los cuales se limita a repetir sin darles demasiada vida. Da la sensación de que A Million Ways to Die in the West podría haber sido una muy buena comedia, si hubiera abandonado la idea de que la comicidad es una acumulación de chistes, a pesar de que varios de ellos funcionen bien. Falta algo más orgánico, un espíritu que tiene que sobrevolar e impregnarse en la película. Se necesita más timing, más comedia, mayor conciencia sobre el humor, se necesitan más Sarah Silverman y menos muñecos de torta.