La nueva película de Michael Haneke es dura. El creador de las impecables Funny Games y Caché, trae un cuento que para el espectador medio significarán dos horas somníferas, pero en realidad se trata de un fino retrato de la sociedad alemana corrompida hace casi cien años. El relator y uno de los protagonistas, del cual nunca se sabrá el nombre, es un joven docente que ve con sus ojos que la conducta rígida pero amable de los ciudadanos adultos, desde el barón hasta los chicos, cambia dentro de las cuatro paredes de sus casas. Más aún cuando en el pequeño pueblo en que habitan comienzan a acontecer una serie de accidentes provocados a propósito. Ante todo, es necesario destacar que todo desemboca en la Primera Guerra Mundial, por lo que quizás el contexto violento y tenso de La Cinta Blanca se justifica por la época pre autoritaria en que transita la narración. Algunos de esos elementos explican por qué, a pesar de haber sido la favorita, no se llevó el Oscar que ganó El Secreto de sus Ojos. Es más densa y menos entendible que nuestra representante. El elenco infantil, clave en la historia, está muy bien dirigido. Algunas escenas de sumo dramatismo y fragilidad son llevadas a cabo con mucha veracidad por los talentosos chicos. Lo mismo corresponde a los más grandes, que encarnan tanto personajes inocentes como crueles. La fotografía es una protagonista más. Las imágenes son en blanco y negro, por lo que es difícil en ocasiones leer los pálidos subtítulos cuando las imágenes son del mismo color. La utilización de estos matices extremos hace que cada fotograma sea una belleza. Los paisajes son más ricos de esta manera, y se acentúa la oscuridad o luminosidad (según la situación de cada momento, no precisamente debido a las necesidades de las locaciones) con este recurso. Con una sutileza admirable, el cineasta y también escritor de la cinta, logra tratar temas como la discriminación, el acoso sexual y el incesto sin tener que dejar todo claro en la pantalla. Algunos indicios sirven como información para confirmar aquello que se sospecha. En conclusión: una sociedad que rompe reglas morales, recurre a la violencia con frecuencia y utiliza la fe como momento de congregación y unión.
Lo que se publicitaba como una de suspenso paranormal, terminó siendo mucho más complejo que eso. La Caja Mortal es un thriller con toques fuerte de terror hitchockiano. Cuenta la historia de un matrimonio a fines de los setenta que recibe en su casa una caja con un artefacto que contiene un botón rojo. Al otro día, un desfigurado hombre los visita y les dice que, si presionan el pulsador, serán acreedores de un millón de dólares, pero alguien que no conocen morirá. Tras dudarlo por unas horas, ella lo oprime y se desencadena esta fallida historia. El clima está logrado con precisión. Es denso, al estilo El Bebé de Rosemary. Pesa, aburre un poco, sobre todo en la segunda mitad, cuando se va explicando una trama que deja demasiados cabos sueltos. El guión no acompaña ni ayuda a sostener la progresión, con reiteraciones innecesarias, demasiado drama para lo que es tratado como un asunto de niños: dos adultos sin saber qué hacer con su juguete. La forma en que se resuelven algunos de los misterios es demasiado ambigua como para poder comprender enteramente en qué lío se metieron los protagonistas. Y todo ese tratamiento, que si se quiere puede ser considerado original, se desvanece con un final melodramático y del estilo de la serie Lost. La caracterización física de Cameron Díaz y de otros actores no resultan acordes a la etapa en que se sitúa la acción. La ambientación no es completa, ya que no logra compenetrarnos del todo en una historia periódica, que parece contemporánea. James Mardsen suple las falencias de la protagonista de Loco por Mary. El reparto hubiese sido más acertado si escogían a una actriz más expresiva y menos moderna que ella. Afortunadamente, Frank Langella imprime todo el misterio y la frialdad necesaria al villano, un enemigo parco, calculador y del que al final se gustaría saber más. Algunos aspectos técnicos merecen una distinción, como la banda sonora, pero el resultado sigue siendo paupérrimo. Un filme que quiso ser similar a los clásicos del maestro del terror, pero terminó estando más cerca de Invasores y Fin de los Tiempos.
La Mosca en la Ceniza es una historia dura, compleja y fácilmente fidedigna, pero contada de una manera entendible, simple y mortificante. Trata la historia de Nancy y Pato, dos amigas de toda la vida que viven en alguna provincia del noroeste argentino. Sin educación secundaria, su vida parece estar destinada a trabajar en su casa en los quehaceres cotidianos hasta que una mujer las cita en un restaurante para hacerle una oferta: mudarse a Capital Federal y trabajar como empleadas domésticas y comenzar a hacer su camino en la gran ciudad. Todo, al final, es una farsa. El verdadero negocio al que entran es el de la prostitución de menores. Serán esclavas de los dueños del lugar y en condiciones deplorables. La forma en que esta película es contada es a la manera de un cuento, exceptuando la temática inminentemente sexual y violenta. Es como una de aventuras, con personajes intentando ayudarse entre ellos y con el objetivo de salir de la prisión en la que se encuentran. Y seguramente este estilo narrativo se debe a que la gran protagonista en la más inocente de las amigas. Nancy, según se deja entrever, tiene problemas mentales y vive su relación con Pato como más que una amistad, como un vínculo inquebrantable, unidas por una especie de cordón umbilical. Para que no la lleven en el auto negro, aquel en donde las empleadas entran y nunca vuelven, hará buen papel ante sus “jefes” y socorrerá a su compañera que, debido a su tozudez, recibe más castigos que premios. El guión de Gabriela David tiene la virtud de no caer en golpes bajos, incluso cuando la historia podría permitir muchas oportunidades para hacerlo. Hay algunas escenas subidas de tono, pero nada sumamente perturbador en términos audiovisuales. Lo que se cuenta, claro, es terrible desde cualquier punto de vista. La estructura del libreto está bien consolidada y es clara, a pesar de que recurre a aspectos ya visto en otras ocasiones, lo que la torna algo previsible. El reparto es prolijo. Se destaca María Laura Caccamo con su rol verborrágico y cándido. Es la verdadera heroína del filme, la que mantiene su personaje en las diversas situaciones que transcurren durante la hora y media de duración. Paloma Contreras, la hija de Patricio Contreras y Leonor Manso, como la otra amiga, queda a un costado con un rol finalmente menor pero muy sólido. Luis Machín construye al mozo del bar de enfrente como un personaje pintoresco y repleto de matices. Y en el lado de los villanos están Cecilia Rosetto y Luciano Cáceres, cumpliendo con sus papeles sin dar interpretaciones maravillosas. Cabe destacar la fotografía de Miguel Abal, dotando de marginalidad a la película con tonos amarillentos y anaranjados. Tras la opera prima de David, Taxi: Un Encuentro, esta vez la directora toma un tema candente y actual, pero con una perspectiva innovadora, la de la mirada de un ser inocente, alguien que tan solo documenta lo que sucede entre las cuatro paredes de ese edificio, pero percibe el peligro que corren todos los que habitan allí.
Empecemos directamente por el motivo por el cual esta película es tan publicitada y acumuló tanta popularidad. Sandra Bullock, la protagonista, obtuvo su primera nominación y victoria en los Premios de la Academia hace un domingo y días. Esto desató una polémica en blogs, foros y críticos sobre si se lo merecía al tener enfrente a leyendas del cine como Meryl Streep y Helen Mirren, y jóvenes promesas como Carey Mulligan y Gabourey Sidibe. Pero, como si dicha mención no fuese suficiente, el filme fue contendiente al trofeo a la Mejor Película, lo que enlazó el moño de regalo a la estatuilla dorada de la actriz. Convengamos que cualquiera de las cuatro interpretaciones que le hacían competencia son superiores a la llevada a cabo por la nueva America’s Sweetheart. Con el paso de las entregas de este trofeo, diferentes casos han demostrado que la calidad muchas veces es subordinada por la notoriedad que una figura cobra durante la temporada. ¿Acaso Julia Roberts en Erin Brockovich es mejor que Ellen Burstyn en Réquiem para un Sueño? ¿O Denzel Washington en Día de Entrenamiento que Russell Crowe en Una Mente Brillante? ¿Supera Roberto Begnini en La Vida es Bella a Ian McKellen en Dioses y Monstruos? Desde el humildísimo punto de vista del redactor de esta crítica, no. Pero todos los triunfadores mencionados son estrellas de Hollywood o personajes divertidos que compraron el corazón y el voto de los electores durante tal año. El caso de Bullock es muy particular. A diferencia de la Mujer Bonita o el resucitador de Malcom X, la Miss Simpatía eligió durante un tiempo trabajos que iban de mal en peor. Con un carisma impresionante, esta mujer, que hoy tiene unos invisibles 45 años, hizo su camino en el frondoso show business. Su carrera se inició sobre las tablas de New York, en proyectos independientes lejanos a Broadway. Un representante quedó impresionado por su talento y la llevó a la televisión, donde hizo un par de películas. Luego, ingresó a la pantalla grande con producciones de bajo presupuesto hasta que el reconocimiento comenzó a llegarle. Esto significó desafíos más importantes y apuestas más caras. El Demoledor, una de acción con un ya alicaído Silvestre Stallone y Wesley Snipes, representó el momento que elevó su nombre hasta llegar a la cinta que simbolizó verdaderamente su ingreso al jet set: Máxima Velocidad. Ésta recordada historia sobre el autobús con una bomba que explota si el vehículo frena la unió a Keanu Reeves en lo que luego se convertiría en el futuro en una penosa bilogía. Lo cierto es que la fama llegó como nunca a sus brazos y sus sueldos incrementaron sus ceros. Mientras Dormías fue el próximo éxito, en donde remplazó a Demi Moore como una afortunada mujer que le salva la vida a Bill Pullman y termina enamorándose de el. En el nuevo milenio, otro filme que puso sobre sus hombros fue Miss Simpatía, sobre la policía ruda y desprolija del FBI que, para investigar un caso, debe convertirse en una exquisita modelo. La taquilla acompañó en todos los casos y los ojos de los productores brillaron de repente. Tanto ésta película como Máxima Velocidad tuvieron sus secuelas, ambas apedreadas en todos lados. A continuación, produjo la sit-com George López, de la cual participó esporádicamente. El mismo año, 2002, protagonizó Amor a Segunda Vista con Hugh Grant y dirigidos por el experto en historias sentimentales Marc Lawrence. Según contó en una entrevista, un día llegó a su casa, se sentó en una sillón, lloró y decidió dejar de lado los salarios abultados y los placeres estelares para comenzar a trabajar en serio y con propuestas decentes. El resultado fue notorio. Estuvo en la ganadora del Oscar como Mejor Película Vidas Cruzadas, el drama fantasioso La Casa del Lago (nuevamente con Reeves y bajo el mando del argentino Alejandro Agreste), se puso en la piel de la mejor amiga de Truman Capote en Infame, una versión paralela a la de Phillip Seymour Hoffman, y formó parte de la ponderada cinta de suspenso Premonición. En 2009 fue el foco de tres eventos cinematográficos. La comedia Alocada Obsesión, sobre una aficionada a los crucigramas que se enamora de un reportero, por la cual se convirtió en la primera persona en ganar un Premio de la Academia y un Razzie (a lo peor de la industria) durante el mismo año. Pero con el tiempo nadie recordará esa desafortunada elección. La Propuesta fue otra ficción divertida, pero bien escogida en esta ocasión. Allí es una jefa que obliga a su asistente a casarse con ella para evitar ser deportada a Canadá. Luego, siguió el estreno de esta semana: Un Sueño Posible, cuya crítica es explayada en el siguiente párrafo. Basada en un hecho real, una mujer blanca, estricta con sus empleados, hijos y marido, aloja por unos días a un afroamericano sin techo. El hijo menor de la heroína va al mismo colegio y sabe que su amigo no tiene a donde ir, por lo que debido a una razón que jamás se explica en profundidad, la jefa de la familia hace que la estadía se prolongue hasta que “la visita” se convierte en un miembro de la casa. Al tiempo, se efectúa la adopción y el inmenso adolescente demuestra aptitudes para el fútbol americano, actividad para la cual recibe el apoyo de todos sus seres queridos. Los conflictos principales son el entorno amistoso del personaje de Bullock, quienes no perciben una buena imagen del acto de amor que hace la blonda mujer, y el latente y turbulento pasado del nuevo hijo. Una de las pocas cosas rescatables es el mensaje mismo que inspira la película. Si bien nunca se informa demasiado sobre el motivo por el que sin dudarlo todos están de acuerdo de agregar una persona más al clan familiar, el hecho de saber que este acontecimiento existió en la realidad produce un mensaje de esperanza, tolerancia y aceptación sin importar ninguna característica humana. El relato está construido sobre pilares cliché vistos en muchos antecedentes. Causa gracia y empatía, sin dudas, pero ni siquiera intenta salir de la receta exitosa para preparar guiones eficaces. La elección del elenco es muy fresca y acertada. Quinton Aaron, quien interpreta al adoptado Michael, no expresa mucha emoción dialéctica sino tristeza y melancolía mediante sus ojos. Del resto de los integrantes del hogar, se destaca Jae Head como el adorable y charlatán hijo menor. Da pena ver a Kathy Bates, una actriz increíble, en un rol tan pequeño y desperdiciado. Enfocando en la galardonada interpretación de Bullock, uno puede encontrar varios tics típicos de las mujeres que supieron ser las comediantes de ensueño de los ’90, como Julia Roberts o Meg Ryan. No faltan respuestas impulsivas, miradas graciosas y un particular caminar. Se nota una personalidad construida, además de la cabellera rubia y el acento sureño. En este caso, además, hay situaciones dramáticas importantes que la actriz de este filme resuelve con altura. El conjunto justifica las buenas críticas hacia la performance, pero no es merecedora ni siquiera de la nominación que obtuvo. Todo está justificado por el “momentum” que tuvo el trabajo y la intérprete protagonista en el comercial paladar de Estados Unidos, pero no se ve nada desconocido. Ni actuaciones antológicas, ni un cuento que contribuya a algo nuevo. Solo una historia humana riquísima, de esas que hacen al mundo un lugar más gentil donde vivir.
Diego Rafecas, un director argentino querido entre los actores pero mal entendido por la crítica, suele usar una fórmula parecida en cada uno de sus trabajos. Intenta hacer una crítica a la sociedad y su hipocresía, convoca a un elenco con gran atractivo juvenil para actuarla y sumerge todo en un clima espiritual. Con Paco vuelve a lanzar su dardo en la misma dirección y clava su mirada en una perspectiva demasiado amplia que, en vez de enfocarse en un asunto y desarrollarlo, decide abarcar demasiado sin profundidad. Esta vez, su ojo de juez de la realidad se apoya en la política y el uso que hacen los funcionarios, por omisión principalmente, de las drogas para deteriorar toda una generación. Paco (Tomás Fonzi), el hijo de una prestigiosa senadora (Esther Goris), es un inteligente físico nuclear que se torna adicto de estos desechos tóxicos que deja la cocción de la cocaína. Luego de involucrarse sentimentalmente con una empleada sanitaria del Congreso, visita la villa en donde ella vive y allí prueba la maligna sustancia y ve la mafia de la que surge. Un par de eventos trágicos harán que planee un hecho que dejará a varias personas muertas, algunas de ellas exentas al tráfico de la pasta base. Sí, “Paco fuma paco” (frase muy original pronunciada en la película). Y, para evitar una caída abrupta de la imagen positiva de la legisladora y merecer una condena menor para el delincuente por buena conducta, su madre lo lleva a un centro de rehabilitación religioso. Dirigido por una dedicada especialista (Norma Aleandro), es aceptado con prisa por favores políticos que superan la moral de la directora con tal de ayudar la situación de los recuperados. En la casona, el perturbado recién ingresado convivirá con una serie de personajes flageados por la misma enfermedad y con pasados de diferente dramatismo, que serán contados de forma despareja y a manera de flashbacks con el correr de los minutos. Lo que podría haber sido una linda historia humana sobre los lazos que van construyendo los internos a medida que progresa su mejoría, el creador de Un Buda y Rodney eligió agudizar la lupa en algunos protagonistas y dejar de lado a otros, inexplicando la existencia de ellos. No se logra investigar ninguno de los puntos de esta obra, lo que se dilata con situaciones que podrían obviarse. Hay de todo: de tipo paranormal, otras cómicas y un montón tiradas de los pelos y dignas de un melodrama de alguna novela de la tarde, como el viaje al exterior de uno de los personajes por un motivo obsoleto y el sobreactuado conflicto que provoca la relación entre un celador y su paciente. Asimismo, nunca se muestra cómo se curan los aquejados ni las metodologías aplicadas, sino algunas charlas, fiesta improvisada mediante, y reflexiones forzadísimas en el patio. El elenco es bueno en la gran mayoría de los casos. Cuenta con caras conocidas y frecuentes en el cine, como las de Sofía Gala Castiglione, Romina Ricci y Leonora Balcarce, juntos a actores jerarquizados como Aleandro, Luis Luque, Goris, Willy Lemos y un caricaturesco Gabriel Corrado. Sorprende Fonzi al personificar con sutileza y credibilidad un rol difícil de llevar adelante. Las canciones compuestas originalmente para la película de la mano de Babasónicos y Pity Álvarez (Viejas Locas e Intoxicados) pasan por diferentes géneros, como cumbia y rock, y logran complementar acertadamente la narración. A pesar de seguir intentándolo, el realizador no solo no ha podido lograr aportar su dosis de filosofía oriental sin que resulte fuera de contexto, sino que falla al querer consolidar lo que quería contar como un producto íntegro, sino que ahonda en algunos aspectos dejando todos los otros talantes abordados superficialmente.
Antes de su estreno de esta semana, una de las últimas películas en la que participó Robert De Niro fue What Just Happened?, una comedia de bajo presupuesto y esplendor que tuvo poca repercusión. Algo similar a esa pregunta que intitula tal trabajo comienza a rondar en la cabeza tras ver Están Todos Bien, el último filme protagonizado por el ex actor fetiche de Martin Scorsese. ¿Qué pasó con Taxi Driver? ¿Dónde quedó el Toro Salvaje? ¿Se esfumó la sabiduría para elegir que tenía el protagonista de Érase Una Vez en América? Es imposible entender la razón por la cual el actor que supo darnos clásicos durantes dos décadas haya comenzado a repetirse a si mismo y escoger proyectos mediocres. Frank Goode es un sexagenario que, ocho meses después de la muerte de su esposa, decide organizar una cena con sus cuatro hijos. Todos viven en diferentes lugares de Estados Unidos y, por una razón u otra, tienen que cancelar el viaje a su casa natal. El padre, contra las indicaciones de su doctor (quien lo controla por sus problemas respiratorios), emprende un viaje a cada uno de los hogares para visitarlos sorpresivamente. En cada escala, se dará cuenta que la vida de ellos dista bastante de ser perfectas por problemas maritales, económicos o de salud. A todo eso, el cuarto hijo, un artista, está desaparecido y sus hermanos intentan localizarlo sin contarle las malas noticias a su progenitor. La historia es buena, pero está muy mal hecha en variados sentidos. La dirección es desacertada constantemente. Las tomas elegidas son dignas de un programa de televisión. Se intercalan planos picados y medios sin discriminación y, para mostrar las llamadas que se hacen los hijos, se enfocan los cables de las antenas telefónicas (el personaje de De Niro trabajó toda su vida en una fábrica que crea el PVC con el que estos conductores son recubiertos), logrando un mecanismo fallido. La edición, que podría haber ayudado a limpiar algunos defectos, empeora aún más la situación. En cuanto al guión, escrito por el también cineasta del filme Kirk Jones, está pobremente estructurado. Lo que pretende ser un rompecabezas para descifrar qué pasó con el hijo perdido, termina siendo una serie de diálogos que reiteran la nulidad de información. Todos los datos se dan en avalancha en una escena y aún así quedan cabos sueltos. Algunas ideas son originales, como el uso de niños actores sustituyendo a los actores que interpretan a los hijos ya maduros. Si bien, por un lado, representan los recuerdos que su padre tiene de la crianza, recurso ya visto anteriormente, también participan de reveladores momentos adultos. De Niro deja sus habituales roles de policía y hombre duro para interpretar a un ex jefe de familia, una versión mucho más gentil que la de La Familia de Mi Novia. El papel le sienta bien y lo realiza con naturalidad. Tras equivocadas colaboraciones en Los Fockers, Mente Siniestra, El Enviado, Analízate y Showtime, uno de los intérpretes más aclamados en la historia del cine parece haber perdido la brújula dando el visto bueno a iniciativas que están por debajo de su nivel de calidad. Lo acompañan Drew Barrymore en un rol relativamente menor, Kate Beckinsale y Sam Rockwell, un gran talento del que será usual escuchar en los próximos años. Hay un simpático cameo de Melissa Leo. Este potente drama, que hará llorar a varios espectadores, no es una historia para tirar a la basura. Su nudo se centra en las mentiras que decimos a los que queremos para no lastimarlos y las cosas que este viudo empieza a ver y conocer de sus hijos cuando fallece su compañera de vida. Un cuento que podría haber sido placentero, si no estuviese mal escrito y construido.
Loco Corazón es una de las tantas películas que se enfocan en grandes personalidades llenas de humanidad, con sus conflictos irresueltos y virtudes incorruptibles. A Hollywood le encantan estos trabajos, a los que llaman “historias de redenciones”: seres que se equivocan miles de veces, caen a la par y vuelven a levantarse. Esto se comprueba con el Oscar otorgado hace días al protagonista Jeff Bridges, quien, a pesar de no lograr su mejor interpretación, alcanza esta victoria con un título de este tipo. El actor, descendiente de una dinastía de artistas, encarna a Bad Blake, un cantante de música country que supo tener mucha fama y ahora ve que su carrera se estanca en lo profundo. Su representante lo incita a volver al ruedo de recitales y ser telonero de estrellas jóvenes, pero el se rehúsa. Es que para poder recomenzar de nuevo su trayectoria debe resolver problemas personales, algunos de ellos mucho más difíciles que cualquier inestabilidad laboral. Sumergido en problemas de salud que aquejan su cuerpo por el poco cuidado que tiene de el y su constante dependencia con el alcohol, el solista está encaminado en una vía trágica. Un amigo le presenta a su sobrina, una periodista interesada en escribir una entrevista sobre la enigmática vida del protagonista. Maggie Gyllenhaal es la encargada de darle vida a Jean, la cronista que también tiene un viaje de desilusiones en su pasado. Sin prejuicios, deja que Blake se sostenga en ella hasta que la incesante adicción hace imposible la continuidad del romance. Es allí cuando comienza el ingrediente afrodisíaco que adoran los ejecutivos y celebridades pertenecientes a Los Ángeles. Cuando el errático toma conciencia de su situación y decide cambiar. Éste marco, si lo adaptamos a otros tiempos y diversas circunstancias, lo hemos visto miles de veces. Podríamos destacar algunos antecesores recientes como la magnífica historia de El Luchador con Mickey Rourke, Ray con Jaime Foxx, Johnny & June: Pasión y Locura con Joaquin Phoenix, Million Dollar Baby con Clint Eastwood y Hilary Swank, y Vidas Cruzadas con Matt Dillon. Todas ellas tuvieron repercusión en las entregas de premios y les valieron estatuillas doradas a algunas de sus figuras. Más allá de las actuaciones, lo más destacable son las canciones compuestas específicamente para el filme. De la autoría de T-Bone Burnett, uno de los mayores referentes del country, llega una lista de melodías que reflexionan sobre alegrías y tristezas, y rescatan la esencia de este estilo musical. A pesar de ser interpretadas por los mismos actores, la compaginación de sonido hace muy evidente que no lo hicieron en vivo, sino en la prolijidad de un estudio de grabación. Bridges, un famoso cuya versatilidad y falta de vanidad le permitieron hacer cualquier rol y participar en diferentes géneros, resulta creíble como una persona a la deriva. Le agrega una sensibilidad locuaz, junto a su habilidad con el canto. Gyllenhaal, por su parte, nutre a su personaje con vulnerabilidad y gran pasión hacia quienes la rodean, ya sea su hijo o su desequilibrado amante. También aparecen Robert Duvall, una de esos mitos vivientes que con tan solo su presencia jerarquizan cualquier pantalla, y Colin Farrel, luciendo sedado en el papel del discípulo en pleno apogeo que perdió contacto con su mentor. La opera prima de Scott Cooper se anima a adaptar un libro sobre una leyenda musical ficticia y sale airoso de la tarea. Quizás cumpliendo demasiado a rajatabla las reglas de manual para una historia pseudo-biográfica, no se da lugar a incursionar por caminos narrativos paralelos o no recorridos hasta el momento, aspecto que en lo posible serán perfeccionados en sus próximos proyectos.
Un hombre en contramano. Esa podría ser una sinopsis de tres palabras para la última creación de los hermanos Coen. No es una historia sobre grandes hechos ni conflictos que deberían resolverse al final del metraje. Es sobre la humanidad misma y todas las convenciones sobre las que se basa nuestra raza. Tiene como protagonista a Larry Gopkin, un hombre que ha intentando hacer lo correcto toda su vida. Obedeció los principios de la tradición judía, cumplió su trabajo con una moralidad intachable, ayudó a su familia sacrificando su propia comodidad, no cayó en el pecado de la infidelidad, etc. El Señor parece no recompensarle su muy buena conducta: un divorcio en puerta, la traición de un amigo, hijos caprichosos y demandas desafiando sus valores y economía. De esta manera empieza el desmoronamiento de este ser, mientras busca por todos los medios una forma para salir a flote. La dupla inventora de películas de culto como El Gran Lebowski, Fargo y Sin Lugar Para los Débiles vuelve a brillar con su exquisita pluma. El guión es existencialista. Derriba toda creencia que uno pueda sostener y desequilibra los pilares religiosos que poco sirven en la práctica. Con una dosis extrema de pesimismo, la trama nos muestra un mundo (en la década, se intuye, de los sesenta) sonámbulo y sin certezas que nos invita a reflexionar sobre cuál es el rumbo correcto a seguir: hacer el camino que nos marcan normas preestablecidas o negociar con la decadente realidad. Terrible sería estar en los zapatos de Larry, pero el absurdo de las situaciones que le acontecen hacen que uno se divierta con su trágico pasar. En este caso, pocas líneas son efectivas para crear una carcajada colectiva, pero en conjunto con las imágenes, la pesadilla irreal que se plantea no deja otra alternativa que reírse ante semejante mundo del revés. Si luego de salir de la sala, uno se detuviese a meditar sobre la profundidad de lo que vio, seguramente el estado de ánimo cambiaría. Pero es mejor reír que lloran, dicen. El elenco no es conocido y la mayoría de los que lo conforman provienen de la actividad teatral, como el líder Michael Stuhlbarg. Sin objetar la impecabilidad del reparto, lo que sería prudente apreciar es la calidad de la dirección de estos artistas. Pocos cineastas han sabido encontrar intérpretes con características físicas, fónicas y gestuales exactas para cada rol como este clan, quienes luego moldean estas performances a tal punto de lograr una conexión estilística entre los diversos actores que participaron en su legado. Suele notarse con los personajes de mayor edad. En Un Hombre Serio, sin demasiados minutos en pantalla, ellos logran esbozar una risa con tan solo una mirada, un estornudo o con su particular andar. Tras no haber colaborado en Quémese Después de Leerse, Roger Deakins volvió a ser el director de fotografía de la filmografía de los responsables de El Hombre Que Nunca Estuvo. El manejo de las sombras, que denotar y que tapar de los rostros y escenarios, contribuye al sinfín de simbolismos que yacen en el fílmico. La banda sonora de Carter Burwell, combinado con la canción “Somebody to Love” de Jefferson Airplane, un clásico que aquí sirve de leit motiv, funcionan correctamente. Asimismo, vale destacar la ambientación de la etapa con la escenografía, el vestuario y la caracterización estética. Con su regreso a la comedia negra, los Coen traen un producto no apto para personas con baja autoestima ni fanáticos espirituales. Un filme al que hasta Ingmar Bergman consideraría depresivo y seguramente estaría en la colección de favoritos de Arthur Schopenhauer.
Si tuviéramos que elegir la mayor virtud de Peter Jackson como cineasta, sin dudas, sería su ilimitado poder creativo. A lo largo de su carrera, supo interpretar mundos complejos y plasmarlos con magnificencia en la pantalla grande. Imprimió fantasía en la oscura historia de Criaturas Celestiales, se animó a darle vida y movimiento a la prestigiosa trilogía literaria El Señor de los Anillos, rehizo una versión más artística y romántica de King Kong y, en su nuevo trabajo, volvió al terreno del crimen con su inajenable dosis de ilusión. Desde Mi Cielo marca el regreso de este visionario director tras la épica aventura del simio en la gran ciudad. En este caso, cuenta la historia de Susie Salmon, una chica de 14 años asesinada brutalmente por su vecino, el intrigante Sr. Harvey. Una vez fallecida y sumergida en un espacio imaginario (que se da a entender como una antesala al paraíso), observa el dolor de su familia tras la tragedia y la impunidad que goza el criminal. Más allá de la crueldad del hecho que desata el conflicto de la película, hay lugar para la distensión y humor. El personaje de Susan Sarandon, la abuela de la difunta, contribuye como una moderna sexagenaria que llega al hogar para ayudar a sobrellevar el duelo. Los padres, por su parte, son interpretados por Mark Whalberg, muy prolijo en su papel, sin sobreactuar los momentos dramáticos, y Rachel Weisz, con menor aparición pero igual de solidez. Las dos personificaciones más notables son las de Saoirse Ronan (la delatora de Expiación, Deseo y Pecado) y Stanley Tucci (cuya larga trayectoria empezó a darle notoriedad tras su participación en El Diablo Viste a la Moda). Ella sostiene su protagónico logrando el desafío de interactuar, generalmente, con situaciones de ciencia ficción y hacer sufrir a su personaje sin que parezca demasiado forzado. El segundo encarna al villano de la historia, cuya debilidad es atacar a adolescentes. Por momentos es aterrador y repulsivo, mientras que por otros carismático y comprador. Como Christoph Waltz en Bastardos Sin Gloria, creó un ser despreciable, pero lo suficientemente humano para establecerlo como de antología. El gran espectáculo de este film es el despliegue visual. Si Jackson ya había quebrado barreras en el pasado con el uso de efectos especiales (cómo olvidar la fascinación que Gollum produjo), esta vez no solo reinventa nuevos paisajes creados digitalmente, sino que más que nunca los sujeta a las necesidades de la historia. WETA Studios, responsables también de Avatar, siguen marcando una bisagra en la historia del cine. El diseño de producción es perfecto. Las diversas planicies imaginadas por la víctima del crimen se fusionan y conciben un mundo poético, que muta según lo que transcurre en la realidad de los vivos. La escena en donde las botellas gigantes chocan contra las rocas de la orilla y se despedazan merece una reverencia. Otros aspectos técnicos a destacar incluyen el uso estratégico del sonido y la fotografía de Andrew Lesnie, que ayuda a aterrar, iluminar rostros en medio de la oscuridad, fomentar la imaginación y apreciar planos amplios. El error de esta obra es que la historia queda chica y desarrollada pobremente para la súper producción en la que está contenida. La investigación del asesinato entra y sale del primer plano, con un progreso desparejo que deja algunos cabos sueltos. El recurso de la voz en off, usada por “la niña Salmón”, no es aprovechado eficientemente y no agrega nada a la historia, salvo algunas conclusiones demasiado literarias. Pero estas falencias en el ADN de la película, su guión, no desmerecen la habilidad de Jackson (junto a las guionistas Fran Walsh, su esposa, y Philippa Boyens, coequiper históricas) de abordar temas cruentos sin golpear bajo ni caer en la lágrima fácil.
Dwayne Johnson tiene una historia particular sobre su amplia espalda. Nació hace 37 años en California con un destino bastante marcado. Su padre, un jugador de lucha libre conocido bajo el seudónimo “Soulman”, lo fue introduciendo en el mundo del cuadrilátero desde pequeño. Cerca de la adultez, formó parte del equipo de basketball de su colegio y comenzó a acercarse a los clubes juveniles de artes marciales impulsado por su familia. Durante la segunda mitad de la década de los noventa, “The Rock”, su nombre deportivo, ganó una serie de peleas y renombre en el ambiente. El tiempo pasó y esa etapa se cerró paulatinamente, con importantes y continuos eventos, y luego con sus shows de despedida. Paralelamente al desenlace de su oficio anterior, en 2001 arrancó su carrera cinematográfica con una breve aparición como el Rey Escorpión en La Momia Regresa. Debido al éxito de taquilla de esta secuela, decidieron darle una película propia a ese personaje, lo que le otorgaba su primer protagónico. Su cuerpo formado y su impronta agresiva pero carismática le sirvieron para encarar proyectos de acción y crimen como Doom, Pisando Fuerte y La Vida en Juego. Siguiendo los pasos de otros personajes icónicos de estos géneros, como Arnold Schwarzenegger (Un Detective en el Kinder) y Vin Diesel (The Pacifier), Jonhson dio una vuelta al timón para acercarse a un público familiar y libretos más puros. Éste el camino que nos lleva a Hada por Accidente, su tercer film ATP tras La Montaña Embrujada y Súper Agente 86. Su personaje se llama Derek Thompson, un veterano jugador de jockey sobre hielo al que apodan “ángel de los dientes” que no se luce en la pista desde hace varios años. Está en pareja con una madre soltera con dos hijos y, por un desliz, casi le cuenta a la niña de su mujer la verdad sobre quién pone la plata debajo de la almohada cada vez que se cae un pieza odontológica. Como castigo, es trasladado por un inocente asistente al departamento que se encarga de la tarea y es penado con un trabajo comunitario: servir de hada por un par de semanas. La tarea no le será fácil por su escepticismo ante la magia de esta tradición y el descuido de su novia que esta inesperada labor le implicará. Para romper todos los moldes del machismo y quemar las hojas del “manual del macho de acción hollywoodense”, la primera vez que “The Rock” aparece vez con la vestimenta laboral es con un tutú rosado con una remera del mismo color, obviamente por equivocación, y un par de alas de utilería que jamás se moverán durante las casi dos horas de duración. El elenco incluye personalidades de alto nivel, como Ashley Judd, Julie Andrews y hasta un cameo de Billy Crystal. La “novicia rebelde”, experta en historias infantiles, aporta su cosecha y brinda unos escalones de jerarquía a la cinta, sin salir de sus protocolares perfomances. Johnson, por su parte, se muestra fresco y apela a su comicidad, que sirve eficazmente. La química entre ambas figuras es inexistente, pero termina resultando debido al vínculo que los une en la historia. La narración combina los ingredientes clásicos de las factorías norteamericanas destinas a la audiencia más joven. Magia, moralejas, reivindicación de la fe, personajes imposibles de no querer, un poco de acción, situaciones desopilantes, etc. El producto final es una entretenida película para menores y un tanto densa para los adultos.