La filmografía de la Argentina tiene desde hace varias décadas una deuda con el cine de género. Entre sus cultores, o al menos entre quienes se han asomado a narrar desde una ubicación concreta con códigos y señales universales, a la vez que poniendo mucho de su propio perfil, se encuentra Fernando Spiner, que tuvo en La sonámbula su máxima incursión. Hasta ahora.Aballay es un western gaucho, o una película de gauchos con aire de western, como mejor enmarcaría su director. Abrevando en aguas como las del spaghetti western italiano o del clacisismo más acabado de John Huston, Spiner cuenta la historia de una venganza, la de un joven (Nazareno Casero) al que de pequeño le asesinaron a su padre. La vendetta llega a punta de pistola y facón, aunque la destreza no lo ayude, algo que paga caro en más de una oportunidad. ¿El principal receptor de la ira? El Muerto (Claudio Rissi), poronga de grupo que tiene atemorizados a sus seguidores y a quien se le cruce. Pero además del criminal mayor, el vengador dummie también busca al Aballay del título (enorme Pablo Cedrón), secuaz de aquel pero a su vez hombre (en apariencia) redimido ante el destino. Hablamos aquí de sangre al modo Kitano, de trabajadas y muy logradas secuencias de fuego cruzado, de drama campestre, de romance trágico. Pero también, y sobre todo, tenemos entre proyectores un film en el que su realizador supo aplicar vehemencia narrativa y contundencia visual, sin ahorrar en detalles propios del western, que a su vez se entremezclan con reminiscencias de la gauchesca argentina, género que ha sabido tener exponentes de gran nivel, aunque quizá, estos hombres de a caballo y grito pelado, del mismo creador de Adiós, querida luna, sean la gran versión hasta el momento del universo de las boleadoras y la violencia polvorienta de la pampa húmeda.
Una familia encerrada en su propia casa; un ataque sorpresa de un ejército de vampiros monstruosos; una joven escondida en un altiilo. Gritos, sangre, muerte, y la joven secuestrada por los chupasangre. Hasta acá, todo bien. Pero Priest ("Sacerdote") tiene un gran, enorme problema. El tumor maligno que presenta esta producción basada en el exitoso comic book homónimo está, más que en sus obviedades, sus personajes sosos y vacíos o sus robos a mano armada a Indiana Jones, en su concepción religiosa, en su base teórica. Porque aquí los héroes de la historia son un grupo de fanáticos católicos, sacerdotes que le rinden pleitesía a Dios y que juraron -desde pequeños algunos- ofrendar su vida a él y de manera cuasi tortuosa; gente que se tatuó una cruz en la cara, regidos por una iglesia perversa, criminal y mesiánica. Priest es la exacerbación del catolicismo medieval, más allá de que aquí los malos no son los negacionistas (que también deben purgar lo suyo), los conversos o las brujas, sino unos horribles vampiros (muy bien logrados, por cierto) que atacan al estilo de los que ya vimos en films como The Descent y similares. En cuanto al oponente principal del relato, se trata de un simil Django, lo cual intenta jugar con una iconografía difusa, como un mix de western con cine de aventuras y terror, pero mal remixado, que apela a todo tipo de clisés y que no deja afuera ninguna de las frases remanidas a cargo de héroes y villanos. Ah, y la femme fatale de turno, claro, en este caso en piel de la bellísima Maggie Q (Nikita, Live Free or Die Hard), que no aporta casi nada al film pero que al menos contrarresta el olor a vestuario que sobra en la cinta.
Este buen (mal) hombre merecía un film en el que, definitivamente, pudiera demostrar el gran actor que es. Mel Gibson puede que sea el justo destinatario de las condenas más variopintas; antisemita, machista, violento, xenófobo, fanático religioso, mesiánico, anche alcohólico irrecuperable. Así y todo, mister Mel logra aquí alejar todos sus miserables fantasmas durante 90 minutos gracias a la que es, sin dudas, la mejor interpretación de su carrera. The Brave ("El castor") cuenta el click mental que acontece en el pobre Walter (Gibson), un hombre que se encuentra en medio de un pozo depresivo que le anuló la relación marital, además de que interrumpió la comunicación con sus hijos. Para colmo, fracasa como director de la compañía que heredó de su padre, lo que le causa un profundo vacío espiritual. Hasta que, por accidente, llega a su vida el títere de un castor que, luego de una rápida conclusión, termina por convertirse en la posible ruptura de esa crisis. El heterodoxo sistema de autotratamiento que se impone Walter es hablar a través del títere, sea con quien fuere y donde fuera, desde una charla con su hijo menor hasta una entrevista en una cadena televisiva. El castor habla por él. Claro que no es un tratamiento sin daños colaterales. Jodie Foster, como realizadora, demuestra que está para mucho más de lo que había demostrado en sus films anteriores. Además, pone su puesta de cámaras y amable estilo narrativo al servicio del lucimiento de Gibson, que aprovecha cada minuto en pantalla para desplegar un trabajo actoral notable y que incluso, durante el tiempo que transcurre la ficción, al menos, logra enternecernos pese a su oscuro background. ¿Lo tendremos en la alfombra roja del Oscar el año próximo, o pesará más la sombra de Darth Vader que según parece arrastrará por siempre?
La fuga hacia adelante como escape improbable, como disparador de una crónica con final trágico (casi) anunciado. Hanna plantea una historia de batallas personales, ocultamientos, dolor y persecusiones, pero, por sobre todo, representa un buen ejemplo de relato de aventuras clásico y a la vez teñido de posmodernidad y conflictos de época. El film nos muestra a una adolescente, Hanna (Saoirse Ronan), criada al costado de la civilización por un padre (Eric Bana) obsesionado con hacerla fuerte, guerrera, implacable, una amazona del presente con aires de heroína medieval. Alguien quiere matarla. Ese alguien, en algún momento de su vida, intentará eliminarla, borrarla del mama. Y ese momento llega cuando ella está lista para enfrentar la batalla. Joe Wright (que viene de tambalear con la irregular The Soloist) plantea con precisión ¿germana? un laberinto con minotauro incluído al final, en el que la protagonista de marras, la escapista, la teen fatal de armas llevar, sostiene la acción en modo Rambo First Blood, o más acá, como una Nikita de perfil sajón, implacable y corriendo de forma continua una difusa frontera entre lo correcto y la más rematada amoralidad. ¿La oponente en este lío? La despiadada Marissa (maravillosa Cate Blanchett), ejecutora en todo el sentido de la palabra, encargada de terminar con el problema que le genera el hecho de que una beba modificada genéticamente, que se suponía iba a ser utilizada como indestructible soldado del Estado, haya terminado siendo apropiada por uno de sus colaboradores y educada para que nunca aceptara servir a los fines para los que había sido creada. Una trama de violencia, con pasajes de acción de alto voltaje, sobre todo a cargo de la mediana fémina en cuestión, además de un gran momento protagonizado por su padre, en un espectacular Eric-Bana-Contra-Todos. El clima de opresión que presenta el guión de manera constante (espacios amplios con encerronas continuas, cazadores al final de cualquier curva rutera) se ve subrayado por las múltiples locaciones que sirvieron como escenario de la aventura, un protagonista casi excluyente de la historia. Además, como bonus, la música hipnótica de los Chemical Brothers, condimentando con clima de rave extasiada y terminal.
A James Wan lo conocemos por su máximo hit hasta el momento, Saw, esa gran marca en la que como director solo dio el golpe inicial, para lo que finalmente fue una saga que se agotó con el correr de los años y un malón de secuelas desafortunadas. En este caso, a seis años de aquel film y a tres de otros dos sin demasiadas luces, el realizador malasio vuelve con un opus mayor, un trabajo de terror en sintonía fina con lo mejor del género, a la vez que con esa cualidad ya olvidada: que una película de terror, valga la redundancia, provoque miedo. Insidious pone el foco en una pareja y sus hijos, quienes se mudan a una casa grande y que pocas horas después de estar allí asisten al llamado de la desgracia. Un ruido en el altillo, una caída, y el mayor de los niños que termina en coma, sin causa aparente y sin diagnóstico preciso. A poco de eso, y con el pequeño de nuevo en su casa, dormido y con la posibilidad de despertar de un momento a otro, una serie de sucesos fantasmagóricos y espeluznantes se dan cita en cadena, aterrorizando a los habitantes del caserón y provocando la menos querida de las hipótesis: el quid de los sucesos paranormales no está en la casa, está en el niño comatoso. James Wan entrelazó aquí el buen cine de terror clásico, con sus fantasmas, su posesión diabólica, su exorcismo en ciernes, sus imágenes lúgubres, su efectiva explotación de los temores inconscientes. Sin embargo, y pese a ser de la camada de realizadores afines al golpe de efecto estruendoso y shocker, aquí eligió el medio tono, a bordo de un montaje que va de lo nervioso a lo clásico, jugando con luces y sombras siempre bien planteadas y, sobre todo, con la base de un gran guión que hace honor a lo mejor del género y, para más datos y albricias varias, sin apelar al guiño teen. Además de, sin duda, colocarse con comodidad entre lo mejor que este 2011 habrá dado al cine de terror y suspenso, Insidious es, como si fuera poco, un título que viene a reflotar con hidalguía al subgénero de los cuerpos tomados por presencias maléficas, ese que venia siendo maltratado con insistencia, y que quizá por primera vez en varios lustros, haya encontrado a uno de sus mejores exponentes, con perdón de El Exorcista.
La sinopsis de este opus del cine argentino tiene tanto de atractivo como de riesgoso. Sin embargo, el caso de El dedo, largometraje debut de Sergio Teubal, marca una feliz diferencia con otros trabajos de la pantalla local, que no siempre afrontan ambas características de la manera más feliz. La trama nos ubica en el año 1983 y en un pequeño pueblo cordobés que ha llegado a alcanzar los 501 habitantes, lo cual lo transforma en comuna y habilita para celebrar elecciones comunales. El maquiavélico juez de paz del lugar (Gabriel Goyti) intenta capitalizar la situación y continuar así con el poder que ya detenta, algo que parece nublarse cuando un popular y extraño habitante del paraje, Baldomero (Martín Seefeld) decide hacerle frente. ¿Y el dedo en cuestión? Hace su aparición protagónica luego de la muerte de Baldomero, que dispara sospechas pero, también, el bizarro juramento de su hermano (Fabián Vena) que corta el índice del malogrado al grito de "al que hizo esto lo voy a estaquear en cuero y le voy a meter este dedo en el culo". A partir de allí se dispara una situación digna de Twilight Zone, en la que el dedo conservado en un frasco con formol se transforma en gurú de la población del lugar, lo cual repotencia los celos del juez capanga. Se trata de una comedia de perfil costumbrista (la vida de un pueblo del interior, el comercio de ramos generales atendido por Vena, el carnicero machazo, el comisario corrupto, los chismes) pero con toques brillantes y un realismo mágico freak saludable y lejos de cualquier intención berreta de hacer poesía con elementos incompatibles. La frescura del relato y las buenas artes de la dirección y el elenco son puro placer, para un título que no marcará un antes y un después pero que perdurará como una buena excepción a la regla de las comedias argentinas malogradas.
Este punzante film coproducido por Hollywood y ¡Emiratos Arabes Unidos! suspendió una semana su fecha de estreno en Argentina, prevista para pocas horas después de lo que fue el asesinato de Osama Bin Laden en manos de Washington. ¿Bajada de orden desde Los Angeles? Como fuera, esta notable pieza de cine de intriga política y juego sucio (valga el paradójico título original) bien merece una mirada, o dos, a la vista de los hechos recientes. Fair Game es un puzzle internacional que gira en torno a una agente secreta de la CIA (Naomi Watts) y su esposo diplomático (Sean Penn), colaborador en el juego de espías que su mujer vive en el día a día. El quid de la cuestión de la agente Plame es que se encuentra en medio de una investigación sobre armas de destrucción masiva en Irak, la cual la deriva a la total inexistencia de las mismas. Claro, la Casa Blanca decide ignorar sus conclusiones y va más allá, al punto de ponerla en peligro de muerte. El siempre efectivo Doug Liman (The Bourne Identity, Sr. y Sra. Smith) dirige un trabajo de relojería al borde de la perfección pero, sobre todo, una estimable declaración de principios sobre la miseria política que la Casa Blanca y el Pentágono han construido a lo largo de los años, algo que hizo eclosión con la invasión a Irak luego del ataque a las torres gemelas. Un guión de hierro acompaña una trama intensa y que crece en interés a medida que avanzan los minutos, con personajes sólidos en torno a la pareja protagonista (Sean Penn casi casi hace de si mismo, con un nivel de corrección política al borde de la exasperación). En la mejor tradición de la saga Bourne y, más aún, de los mejores momentos de aquella intriga sobre la crisis de los misiles en los 60s que fue Thirteen Days, Poder que mata hace honor a un subgénero del cine que hoy se vuelve urgente, al calor de las tapas de los diarios y las mentiras cruzadas. Un cine para debatir y seguir desconfiando de todo.
Un cuarto de siglo ha transcurrido desde que Woody Allen estrenó Hannah y sus Hermanas, film con el que clavó una bisagra en su carrera y comenzó a desgranar un estilo netamente discursivo, de frontman verborrágico y/o de ventrílocuo en las sombras, según el caso. Desde aquel 1986 hasta hoy pasaron 28 largometrajes, en su mayor parte con personajes que desplegaron el ideario alleniano a través de diálogos, acciones y, como en el caso de este opus, monólogos ante cámara. La película, protagonizada por Larry David (co-equiper de Jerry Seinfeld en la autoría de la gran serie americana de los 90s), es quizá el trabajo reciente más sólido que parió Allen desde lo discursivo, además de ser, quizá, y junto a Deconstructing Harry (1997), de lo mejorcito dentro de su filmografía de las últimas dos décadas. Porque aquí, como en gran parte de la cosmogonía de su autor, hay una historia de amor trunca y, más que ninguna otra cosa, una mirada oscura y fatalista sobre la condición humana. Líneas de diálogo que disparan textualidades como "Democracia, gobierno manejado por el pueblo... todas grandes ideas que tienen un gran defecto: están basadas en la falacia de que la gente es decente", o también "esta no es una película para sentirse bien, si son de esos idiotas que necesitan sentirse bien, vayan por un masaje". Aguijones-punta de lanza de una película que tiene en David a uno de los alter egos más contundentes con los que haya contado Allen, tras haber probado a interlocutores como Kenneth Branagh (Celebrity, 1998); Alan Alda (Everyone Says I Love You, 1996) o la reciente (y fallida) Naomi Watts (You Will Meet a Tall Dark Stranger, 2010). Obsesiones, depresiones, un hombre mayor que estrena divorcio en un pequeño departamento de New York y una joven del sur profundo yanki recién llegada a la gran ciudad, que arrastra una educación conservadora y retardataria. Las patas de una historia simple en su planteo formal, más allá de la vuelta de tuerca que implica que el personaje principal hable a cámara para trazar las líneas generales del relato. Allen eligió reforzar los textos y salió victorioso, pisó el acelerador de su mirada de intelectual dark y la hizo comedia. Porque no hay visos de tragedia aquí, como en las recientes Casandra´s Dream (2007) o Match Point (2005), el viejo Woody puso todas sus fichas a la risa y su guión, sólido y concreto, funciona en ese sentido como hacía mucho que no lo hacía, más allá de las volteretas de Melinda and Melinda (2004), que apenas esbozaron las buenas artes de su writer pero con más pretenciones que logros. Whatever Works podría haber sido el cierre perfecto -de no ser porque planea seguir al ritmo de una película por año y porque la de 2010 fue una de sus peores películas- para una obra artística no exenta de baches pero brillante en su concepción, en su mirada del mundo, del cine y, con mayor o menor búsqueda, de la condición humana.
El territorio está en llamas. Montescos y Capuletos se enfrentan a muerte. O no. O no tanto. O sí, pero ya no los dos adultos que tienen sus casas linderas (y que se ignoran con amarga vehemencia), sino nada menos que los enanos de ambos jardines; los azules contra los rojos, con buenos y jodidos entre sus filas, pero con un joven aventurero de un lado y una bellísima pequeñuela del otro, que harán lo posible para que sus bandos dejen atrás odios y capitulen en nombre del amor. Pero la crisis social enana no termina ahí... Porque el enfrentamiento entre ambas partes adquiere características violentas a poco de estallar, con invasiones de un lado de la cerca hacia el otro y amenazas varias, además de un accidente que termina con la presunta rotura (son enanos de porcelana, al fin y al cabo) de uno de los protagonistas. "¡Se estrelló!", gritan los personajitos cuando uno de ellos cae al suelo destrozado en varios pedazos, constituyendo una forma interesante y original de representar la idea de muerte (atención, maestros, psicólogos infantiles y pedagogos) en medio de un universo conflictivo pero a la vez de remarcado tono festivo. Gnomeo y Julieta, además de desplegar un altísimo nivel de la animación, al borde de cierto hiperrealismo, tiene como otro de sus méritos el reirse de algunos clichés del género de animación para niños, lo cual no es novedoso pero subraya la intención que toda una generación de realizadores viene poniendo en práctica, revitalizando a los cartoons a través de un camino que no parece tener límite. Pero el mayor tilde a favor del film es el buen uso del humor inteligente y con toques de bienvenida acidez (incluyendo la conversación de un gnomo con la estatua de William Shakespeare), a la vez que el logro de abarcar en envase de lujo un relato ameno para los más chicos de la famila.
El principal punto a favor de esta nueva secuela de la saga slasher es la autoconciencia que lleva adelante casi como una declaración de principios. En ningunún momento Scream 4 deja de evidenciar que está entre nosotros para ser una secuela más de una saga que no debió ser tal y que su primera e insuperable primera parte debió ser también la última. La historia, a once años de la última secuela, nos ubica en el maldito pueblo de Woodsboro, hasta donde regresa la célebre víctima de ghostface, Sidney Prescott (Neve Campbell) para presentar el libro en el que cuenta la forma en la que salió del trauma de ser la eterna perseguida por la sombra de la muerte. Sin embargo, y como no podía ser de otra manera, con su llegada, la población se ve nuevamente sacudida por una ola de crímenes, por supuesto, otra vez a manos del personaje de túnica negra y máscara fantasmagórica. Y hasta ahí llegó el amor del guionista Kevin Williamson (el mismo de los tres films anteriores), que apeló a calcar más o menos la estructura de lo ya visto en otras Scream pero con el agregado de la vuelta de tuerca que Craven ya utilizó en New Nightmare, cuando la saga de Freddy Kruegger se rió de si misma para reinventarse. Sin embargo, en este caso la cosa no funciona igual, ya que los cuchillazos de siempre se acumulan sin mayor gracia y en ningún momento logran superar la inteligente intro matrioska que da inicio al relato. La diferencia entre sátira y parodia, en este caso, dice ausente. Los tips más interesantes de este desahuciado regreso de la saga son Courteney Cox (por la actitud rocker de su personaje, por su presencia en pantalla, por esa cintura increíble) y las referencias a títulos del cine de terror reciente (entre ellos la catarata de remakes de los últimos años). Pero la cuestión placentera se agota ahí, el resto es más de lo mismo sin ideas que sumen, sino por el contrario, con una acumulación de asesinatos que por lineales y predecibles terminan por restarle interés a un film que, en conjunto, no logra resultar siquiera como un chiste efectivo.