El escritor Eddie Morra no está atravesando la mejor de sus épocas; su novia lo abandonó, su casa parece un reactor nuclear y empezó a escribir un libro del cual no llegó aún a terminar una mísera página. En ese contexto es que nuestro antihéroe de turno se reencuentra por accidente con su excuñado, quien le abre la puerta de una droga presuntamente en estudio, una grajea que le transforma los sentidos y lo coloca en un nivel intelectual superior. "Nosotros usamos el 20 por ciento del cerebro, con esta pastilla eso se multiplica", es lo que más o menos le dice su nuevo (y efímero) dealer. El tour de force que protagoniza Bradley Cooper (The Hangover) en este furioso derrotero en caída libre no sólo lo coloca en un lugar interesante como actor, sino que además lo hace liderar una trama intensa y con vericuetos que se hacen insondables a poco de tenerlos en frente. En ese contexto, el millonario Carl Van Loon (Robert De Niro) es un personaje que ayuda a empujar los hechos y darles un sentido de mayor dramatismo, desde el lugar de un oponente light pero certero. Morra entra en un pasaje sin salida, con apenas (y nada menos que) un minotauro esperando allá, en el final, plagado de encerronas y puertas falsas, todas puestas a disposición de su sufrido trajinar y de un juego de pastillas que todos querríamos jugar al menos un poco, al menos para suponer por un rato que no vamos a caer en la misma trampa que su cerebro y su voluntad. Neil Burger (mismo realizador de El ilusionista, con Edward Norton) redondea un relato de guión ajustado y gran puesta de cámaras, con el agregado de un trabajo visual hi-fi y un planteo de situaciones y personajes sin el mínimo bache narrativo. Sin límites nos trae parte de lo mejor del suspenso clásico, pasando por el thriller posmoderno (que al fin y al cabo no deja de ser suspenso) y con unas gotas de terror psycho-junkie que nunca están del todo mal. Sobre todo cuando la moralina dice ausente. ¿Alguien tiene un vaso de agua?
Hay un solo ítem que distingue para bien a Destino Final 5 del resto de sus compañeras de saga, algo que va por un camino distinto al combo de obviedades que podían imaginarse antes de enfrentar la proyección. No se trata del 3D, hoy ya un elemento familiar y que amenaza con aparecer en cualquier momento hasta en la obra del menos pensado. Lo que sobresale en esta quinta entrega es la gran secuencia de acción y suspenso que se desarrolla en el puente de San Francisco, que hace gala de un despliegue técnico y de una tensión dramática poco vista en este tipo de productos salidos del gran exprimidor de ideitas made in Hollywood. El film da inicio con esa secuencia propia del cine catástrofe, donde las muertes adquieren carácter de leyenda por la forma en la que se producen y por el nivel de gore que incluyen, solo apto para cultores de la estética explícita y que todavía vibran por lo que, sin ir demasiado lejos, hace algunos meses nos dio Piraña 3D. Sí, en primer plano y con profundidad pega más, pega más, pega más. ¿Algo más para ofrecer? No, porque el largometraje del debutante en 35 mm Steven Quale (reconocido por haber sido director de segunda unidad de nada menos que Avatar y Titanic) es apenas muy poco además que otro de esos compilados de muertes que van de lo ingenioso a lo burdo y, ops, fatalmente predecible. Hay una vuelta de tuerca sobre la ya remanida trama del grupo de jóvenes que se salvan de una muerte segura y purgan su deuda con la Parca a través de tremendas resoluciones para sus vidas, y es que en este caso, según aporta un personaje en apariencia relacionado con La Ejecutora, las probables víctimas pueden ser reemplazadas por un tercero si es que este es asesinanado con ese fin. Destino final 5 es un embutido en costosa grasa fílmica y atado con hilos de oro por expertos en el arte de la venta de pop corn a niveles industriales. Y gracias, que te recontra. Uno, como espectador, en la butaca correspondiente de la sala hi-fi más cercana al hogar, hace lo propio. Y así, en loop, por los siglos de los siglos.
El film más político de Alex de la Iglesia da inicio con una escena memorable, en la que se desarrolla una función de circo a cargo de dos payasos que se ve interrumpida de forma abrupta por el ingreso del ejército republicano en busca de hombres para combatir a los facistas. Estamos en medio del escenario de la guerra civil que partió en dos a España, en tiempos de violencia y tripas puestas sobre la mesa. Ahí es donde se planta el director ibérico para contar una historia de dolor, niñez perdida, venganza, muerte y, otra vez, venganza. Con un tono que recuerda al Quentin Tarantino de Inglorious Basterds, mister Alex nos cuenta el derrotero de Javier, un hombre que vio morir a su padre en manos del franquismo, y que, ya adulto, vive una epifanía de ultraviolencia que lo lleva de ser el temblequeante payaso triste de un circo teñido de sangre, a una realidad varios pasos más oscura y terminal. En una época en la que realizadores otrora revolucionarios y revulsivos dejan paso a su costado más light y remilgado, estamos ante una obra mayor en la filmografía del director de La comunidad; una película con una potencia visual superior a sus producciones anteriores, que lejos de dar el brazo a torcer en términos de estilo y personalidad opta por radicalizar el discurso estético y llevarlo a una fase superadora. Balada triste de trompeta es sin dudas el film de De la Iglesia más logrado desde lo técnico, filmado con perfección y con una terminación que mezcla lo mejor del mainstream con la desfachatez under, todavía hoy de vanguardia, que caracteriza al realizador, uno de los pocos autores que le quedan al cine industrial. El guión es sólido, más allá de lo que puede ser entendido como un paso en falso (por la velocidad con que se resuelve) del momento en que el niño deja la inocencia para encontrarse con la barbarie de la guerra. Sin emabrgo, la trama se percibe grabada en acero, con un puñado de personajes que en parte se asemejan a los de algún comic demente (no es casualidad que Carlos Areces, el Javier adulto, sea historietista) y en (mayor) parte sean hijos abiertamente pródigos de la filmografía de un señor que sabe parir insurgentes por donde plante cámara. Bienvenida revolución conceptual, estética y ultraviolenta. Bienvenido el mejor Alex que nos dio la pantalla.
Es necesario, imperante, casi una obligación moral según la consideración de este humilde cronista, aclararle al pueblo freak que las imágenes de alta adrenalina y jugosas dosis de acción que vende el trailer de Rise of the Planet of the Apes, forman parte de apenas una pequeña parte del total de fílmico con el que cuenta este trabajo de Rupert Wyatt, muy alejado de lo visto en las películas anteriores. Y es que aquí, en esta superproducción de perfecto CGI y que cuenta con la admirable y siempre invisible performance de Andy Serkis (Gollum, King Kong) lo que abundan son las explicaciones, ya que estamos ante un gran prólogo de lo que, es de esperar, será la próxima película de esta saga. Claro, todo esto partiendo de la base según la cual la gente de la Fox no es que tuviera en planes una simple precuela ("rise" significa raíz), sino que se trata de un verdadero y definitivo (ja) reboot de la saga. El film da inicio con el robo de chimpancés en la selva. Corte y paso a las imágenes de un gran laboratorio en el que se experimenta con los primates, en la búsqueda de un fármaco que logre curar enfermedades mentales, entre ellos el alzheimer. El trabajo exaustivo del científico Will Rodman (James Franco) le consume su cotidianeidad, al punto de llevarse el trabajo a casa y convivir con uno de los primates en cuestión, César (Andy Sarkis, bajo una tonelada virtual de CGI), hijo de una mona que murió en medio de un ataque de pánico simiesco. Por supuesto que sus genes vienen con el experimento incluído, lo que no tarda en hacerse explícito a través de un desarrollo cerebral anormal para su edad, al punto de alcanzar un nivel de inteligencia fantástico, casi preocupante. Lo que también se vuelve un tanto preocupante al pasar los 30 minutos de cinta, es la manera en la que Rupper Wyatt alarga las definiciones, o al menos el redondeo de los personajes, que se vuelve cansino, aletargado, como un gran folleto explicativo de la cuestión científica, casi como un film de divulgación sobre el estudio de los monos y sus consecuencias. La película, sin embargo, cumple su modesta intención de entretener en base a una idea ya conocida y lo suficientemente asentada en el imaginario, quizá por eso sobrevive el suspenso pese a la calma zen de la que hace gala el relato. Estamos más bien ante un trabajo encuadrado en el suspenso científico (recordemos Coma, de Michael Crichton) antes que a un film de aventuras, más allá de que sus últimos minutos hagan gala de una buena dosis de acción. Si el film funciona en los Estados Unidos (al momento de su estreno se ubicó con rapidez como lo más visto de la cartelera) seguramente tendremos dentro de un par de años una nueva secuela, quizá otra pieza del rompecabezas que comenzó a (re)armar Tim Burton hace ya una década, quizá una que reemplace a aquella. Por ahora, sigamos revisándonos los pelos cinéfilos.
John Carpenter es parte del podio del cine freak desde hace décadas. La sola mención de Halloween o The Thing debería alcanzar, aunque para sumar fundamento podría acudirse a Escape From New York o Asalto en el precinto 13. Y siguen los títulos. Quizá por todo eso es que ver como el maestro (después del gran intermezzo que fue Cigarrete Burns, de Masters of Horrors) derrapa con un film anodino como este es incluso una experiencia peor que la de la imposible Ghost of Mars, a la que nos condenó hace una década. Atrapada, tal su título en Argentina, es un clásico y remanido film sobre rubia-psicótica-acosada-por-fantasmas-propios. El personaje en cuestión (Amber Heard, la misma de Zombieland y Pineapple Express) la pasa mal desde el primer minuto de relato y no corta el derrotero de sufrimiento casi ni siquiera en los títulos de crédito. Y al suplicio de la fémina ayuda un grupete de niñas a la cual más insufrible, que están ahí (en el guión, en el internado en el que aparece por sorpresa nuestra heroína) para profundizar y agravar la situación general. Los elementos con los que juega Carpenter son débiles, y el poco convencimiento que emana de cada uno de ellos se traslada a una puesta general desabrida, pobre en narrativa y tan light en estética e imagen que no parece obra del tipo que nos sacudió las vísceras bizarras con obras maestras que dejan a este título apenas como un mínimo ejercicio, casi casi un recreo pre jubilatorio. Con onda, maestro.
La llegada de esta nueva producción del maestro del cine zombie a los cines de Argentina coincide con el estreno de la que quizá sea la peor película de otro de los arcángeles del terror en 35 mm, John Carpenter. Y la coincidencia no termina ahí, ya que Survival of the Dead es, por lejos, lo peor de esta saga sobre muertos vivos que comenzó en los años 70 con el indiscutido clásico Night of the Dead y que continuó con ese título definitivo del subgénero que fue Dawn of the Dead. Revisionismo aparte, y dejando también de lado la estatura iconográfica del propio Romero (que nunca filmó demasiado bien), aunque no tengamos en cuenta lo previo que dio la saga, y aunque tomaemos a esta obra como única y descontextualizada (y demás etcéteras), se trata de un film que tiene su mejor representacíón simbólica en los propios no-muertos. Esta sexta entrega de la saga creada y siempre dirigida por Romero no tiene alma, se descascara a medida que pasa el tiempo y, en relación a sus antecesoras, contagia falta de interés y hasta se muestra involuntariamente como un peligro para lo ya conocido, ya que contamina al subgénero de zombies y, viniendo de su máximo exponente histórico, lo perjudica al punto de poder hacerle creer a los neófitos que el chiste se agota en el gag del zombie mordiéndole el cuello al vivo. Romero aprovecha la ocásión para cargar, una vez más, contra el poder, el status qúo y lo mainstream, aunque lo hace con menos convicción que nunca, alejado de cualquier tipo de cachetazo conceptual (como sí tuvieron, y mucho, Diary of the Dead, su trabajo anterior) y recitando un par de comentarios más o menos ingeniosos sobre religión y militarismo. ¿La trama? Mínima, apenas apuntes para un guión de iniciados; zombies que atacan a una zona rural y un señor malo que intenta dominar la situación en base a sus intereses. Punto y aparte. O apartado, de ideas revitalizadoras, de buenas secuencias, de un humor bien trazado, y sobre todo, de una autovaloración del lugar que ocupa su realizador en el universo freak.
Miles de millones de dólares de recaudación, fans alrededor de todo el mundo con un nivel de fidelidad da envidia a otras sagas y sus creadores. Siete libros, ocho películas, incontables textos sobre el personaje y su universo. Un éxito centrado en la lógica de la industria del entretenimiento que, sin embargo, no tuvo en sus versiones cinematográficas una esperable regularidad a la hora de la calidad. Pero el cierre del mega relato, el fin de ciclo que marcan estas Reliquias de la muerte son una buena noticia para quienes no militan en el partido de los talilbán potterianos. El film, dirigido por David Yates -al igual que la parte anterior, así como El misterio del príncipe y La orden del fénix- trabaja sobre la idea del círculo cerrado en torno a la aventura que encuentra su clímax final, más cerca de lo que fue el planteo del capítulo final de The Lord of the Rings que de otras sagas filo-épicas. Tenemos aquí a un Harry maduro, incluso con comportamientos y actitudes que lo muestran aún más adulto que en la entrega anterior (ubicada en un mismo ciclo temporal), de 2010. Cada una de las decisiones que debe tomar lo acercan a una mayor severidad, a medida que pasan los minutos y el dramatismo de la narración se va agravando. Una montaña rusa pesadillezca lo lleva (junto a sus inseparables Ron y Hermione) al riñón del miedo, del cual (¿es necesario aclarar?) sale airoso aunque con golpes a su ego heroico. Pero Potter y su varita todo lo pueden, incluso una pelea jedi style con el gran villano del cuento, Lord Voldemort (Ralph Fiennes, lo mejor del film) con quien mantiene una batalla final apoteótica y que sin dudas formará parte de cualquier antología visual que pudiera realizarse sobre la saga. El resto es un buen armado de secuencias de acción y aventura que no escatiman morbo intenso y persistente, regado por imágenes que le dan una intensidad poco habitual a la aventura, hasta ahora ATP pero aquí con un pie en el gore. Lo cual, estimados freakkies, no está nada mal para iniciar a los benjamines de la familia en nuestro querido mundillo de cinefilia demencial. ¿La mejor película de la saga? No, no es para tanto, pero puede ubicarse con comodidad en un segundo escalón debajo de la potente El prisionero de Azkaban (Alfonso Cuarón, 2004). Lo que sí, y no hace falta bucear demasiado para encontrar certezas, puede que no pasen mucho tiempo hasta que nos encontremos en el cine algún nuevo estertor de este exniño y ahora adulto mago del anti-heroísmo.
Brújula adolescente mirando al sur Antes de que instagram se pusiera de moda entre los hipsters argentinos y las redes sociales explotaran a la vista de todos monitor mediante, una película removía el avispero del cine independiente con una historia de adolescentes alejados de cualquier vértigo 2.0 y apelando a una estética que apostaba por un pop retro inentendible para el gran público. Ese que seguía sin prestarle atención al Bafici. Fue hace seis años, nada más, nada menos, pero Glue en aquel entonces, entre quienes pudieron acceder por medio de las pocas proyecciones que tuvieron lugar, generó un interés que desgraciadamente no alcanzó a abarcar a los distribuidores, que la mantuvieron a raya hasta ahora, que finalmente logra acceder a la pantalla grande del circuito comercial. La historia que cuenta el realizador Alexis Dos Santos (que tiene en éste su único largo hasta el momento) gira en torno a un adolescente perdido en la inmensidad de su familia disfuncional y de sus propios miedos, inseguridades y fantasmas. Todo esto sobre el escenario de una Patagonia más árida que la de las bellas postales turísticas. Aquí el único turista es Lucas (Nahuel Pérez Biscayart), hijo de una mujer en plena explosión emocional por la infidelidad de su marido. El adolescente se recluye en su música, en el paupérrimo grupo punk del que es vocalista y en la áspera vida social que logra entrelazar con algún que otro amigo. Pero la gran protagonista del film, más alá de los méritos de un cast atractivo para la lente (por sus aristas pinchudas, por sus dobleces complejos) es la estética visual, que inunda de urgencia posmoderna el relato de un rincón de la Argentina alejado del vértigo de las noticias y la vida urbana. Luces, viajes sin ácido pero con pegamento en bolsa, rock sin destino y amores furtivos e iniciáticos. Glue es ya un pequeño objeto de culto del buen cine argentino, vale la pena aprovechar la oportunidad y ser testigo de ello frente a la pantalla de un cine.
El pequeño gran hombre de Manhattan está de nuevo entre nosotros pero desde París, su segundo hogar, la ciudad en la que su cine es más protagonista que en ningún otro lado, incluso más que en New York. Y Allen aquí no solo aprovecha la ocasión para trabajar como secretario de turismo ad honorem de la ciudad luz (la intro del film se compone de un par de minutos de imágenes de la ciudad, sin más hilación que el paso de las horas de la mañana a la noche). Sin embargo, el bueno de Woody, pese al desgaste que viene presentando su filmografía, nos presenta una trama interesante desde su planteo. Gil (Owen Wilson) es un guionista de Hollywood devenido en escritor, enamorado de París y su encanto bohemio, pero que a punto de casarse comienza a sufrir demasiados contrastes con su novia. Hasta aquí nada demasiado alejado del universo Allen. Pero, una noche, tras las campanadas de las doce, un carruaje recoge a nuestro antihéroe y lo traslada a la década de 1920, en medio de un agujero temporal en el que se relaciona con nombrecitos como Pablo Picasso, Salvador Dalí, Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway y, sobre todo, una de sus enamoradas, Adriana (Marion Cotillard), que parece logra desestabilizar al rubio. El film se apoya en la idea del viaje en el tiempo, pero sobre todo en aquello de que todo tiempo pasado fue mejor, o al menos en la posibilidad de refutar semejante concepto. El Gil de Wilson (con perdón) enfrenta así algo similar al ascensor que transitó otro de los personajes de Woody, aquel de Deconstructing Harry. Con el marco de una ciudad siempre apta para la postal turística y un trabajo de reconstrucción de época loable, la labor de Owen Wilson es formidable, demostrando el gran actor de comedia que es, en este caso no solo como el escriba en busca de su isla de Utopía, sino como el inevitable alter ego del director (saco un talle más grande incluído). Del resto del cast se destaca, como era de esperar, Cotillard, exquisita, además de la breve aparición de Adrien Brody en la piel de Dalí. El resto acompaña con dignidad, sin mayores luces pero con lo justo, bajo la batuta atenta de un autor que no parece querer ceder ante la disciplina autoimpuesta de un film por año. En este caso, y después de la muy floja Conocerás al hombre de tus sueños, la partida volvió a salirle bien.
Cuando el cine pone el pie en el embarrado subgénero de la amenaza terrorista (particularmente envalentonado desde el ataque de 2001 contra las Torres Gemelas) suele hacerlo, en el último tiempo, con cierta búsqueda de originalidad en lo formal, quizá para no aburrir, quizá para cambiar todo sin que nada cambie. El caso de Source Code obedece a ese planteo, a la idea de que hay que reforzar la paranoia popular, y si hay que acudir al sci-fi, pues que se haga, que para eso están las explicaciones científicas y el texto siempre explícito, como para que uno crea entender eso que al salir de la sala de cine se resumirá en un pixel más de miedo al otro, en una nueva cara del ellos-o-nosotros. El film nos muestra a un militar que despierta en un tren (Jake Gyllenhall), el cual, a los pocos minutos, estalla. Corte. Luego, vemos al mismo hombre en lo que parece ser una cápsula de hierro, reforzada y comunicada con una base de operaciones a través de un monitor y un micrófono. Del otro lado, lo que parece ser una operadora (la bellísima Vera Farmiga, cada día más parecida a Inés Estévez) le comunica que se encuentra en medio de una misión especial y que volverá al tren en el que acaba de morir para encontrar la bomba que lo hizo explotar y, después, al autor del atentado. Y para todo eso tiene tan solo ocho minutos. A partir de allí la película se mete de lleno en una estructura cuadrada, de relato sincronizado y en plan Groundhog Day, pero sin el humor y con la correspondiente muesca de suspenso e intriga. Duncan Jones (también conocido como el hijo de David Bowie, a la vez que director de la muy apreciable Moon) apuesta aquí por cierta linealidad, más allá de la ruptura que supone el hecho de tratarse de una narración fragmentada por las idas y venidas (no en el tiempo, sino en términos de física cuántica, como se encarga de subrayar más de lo necesario el omnipresente científico de turno), con un personaje que sufre el infame derrotero al que lo somete un sistema de inteligencia perverso. El discurso, en tanto, es más interesante que el planteo formal, ya que pone en juego más de un cambio de paradigma sobre la amenaza terrorista, al menos en lo que respecta al eje del mal. Por supuesto, la bajada de línea no llega a cambiar de carril ni se desvía del camino ya tan transitado del peligro que representa el otro, casi siempre malo, muy malo, escondido entre la bondad de los nuestros, los de bien. En lo estrictamente cinematográfico, Source Code es una pieza correcta de arquitectura de guión, por momentos pretenciosa y en ocasiones básica frente a otros trabajos del subgénero (Unthinkable, para no ir lejos), que quizá hubiera sido infalible como cortometraje, sin la necesidad de alargar pasajes o agregar situaciones que justifiquen 90 minutos de proyección. Sin embargo, un buen inicio y una ajustada resolución alcanzan para que el saldo sea positivo, y sin daños colaterales.