Tierna y humana, El repostero de Berlín, la ópera prima del director Ofir Raul Graizer, nos trae una historia que ya vimos muchas veces pero que, filmada con belleza y destacadas actuaciones, resalta por sobre la típica película del género dramático. Thomas es un repostero en un pequeño local en Berlín en donde conoce a Oren, un israelí casado y con un hijo, que viaja seguido allí por trabajo. Ambos se enamoran y se ven en cada viaje que Oren hace durante más de un año, hasta que un día no vuelve más. Thomas inicia la demanda de respuestas que termina con él viajando a Israel en busca de la (ahora) viuda de Oren, con la cual comenzará una incómoda amistad sin que ella sepa la verdadera naturaleza del vínculo. La historia de El repostero de Berlín no es novedosa y tampoco lo es el recurso de usar la cocina como forma de comunicación entre los personajes, pero lo que vuelve a esta película un producto realmente disfrutable es la puesta en escena, modesta y a la vez emocional, que vuelve creíbles y muy humanas las situaciones que tienen que atravesar los personajes. Y uno de los aspectos interesantes del film reside justamente en ellos. Si bien el director también utiliza el clásico contraste entre lo cálido del personaje de Anat (la viuda de Oren, interpretada por Sarah Adler) y la dureza alemana de Thomas (Tim Kalkhof) no descansa en la simpleza del planteo. Thomas habla de sus emociones como puede, con frases cortas pero claras, y su dura mirada parece derretirse por momentos, volviéndolo un personaje con el que fácilmente uno se puede encariñar. Las actuaciones de la pareja protagónica son sin dudas el punto más fuerte de la película y la puesta de cámara se torna elemento clave en esto. Todo está apuntado a que el público repare en y sienta empatía con los personajes, particularmente con Thomas, a quien el director se da el lujo de permitirle a cada plano estirarse hasta el momento máximo necesario para poder darle al espectador todo lo que pueda abarcar de ese pobre hombre que no sabe cómo sobrellevar su pérdida sin nadie con quien compartirla. En esa misma línea, un punto extra para el excepcional tratamiento que el director hace del personaje de la madre de Oren, sutil, sin explicaciones, sin nada más que mostrar y hacer sentir el amor inmenso de una madre por su hijo.
Llega Megalodón a nuestra cartelera, un nuevo film de bestias marinas devora hombres, que nos trae muy poco para disfrutar en sus casi dos horas de duración. La expedición submarina Mega One pierde uno de sus submarinos en un confuso episodio en el fondo de la Fosa de las Marianas y sospechan que el incidente está relacionado con algo que le ocurrió al ahora retirado Jonas, un rescatista que fue tratado de loco cuando declaró que algo había mordido un submarino en el que trabajaba años antes. Así, Jonas (encarnado por el carilindo pero mediocre actor Jason Statham) es convocado para unirse al equipo de rescate. Estos, accidentalmente, abren un camino de salida para el Megalodón, un tiburón prehistórico capaz de devorar todo lo que encuentra a su alcance. Más de cuarenta años pasaron del estreno de Tiburón (Jaws, Steven Spielberg, 1975) y las películas de bestias que comen hombres (y particularmente las de escualos) nunca dejaron de interesar a cierto público. La apuesta fue diferente en algunos casos y repetitiva en otros. El último intento viene de la mano de Megalodón, un film ligeramente basado en la novela de Steve Alten. Al igual que en dicho libro, el film se encuentra con un problema fundamental, y es que se vuelve muy difícil empatizar con una víctima cuando el ser que la devora puede meter en su boca cinco personas al mismo tiempo. La trama intenta encontrar la forma de sortear ciertamente este problema cargando a la película de irrealidad, y entonces el escualo cambia de tamaños, cambia la velocidad a la que se mueve, y ni siquiera respetan la perspectiva de la distancia en las escenas de acción, pero todo realza la falta de clima del relato. Las actuaciones son pésimas en líneas generales, y a lo largo del film da la sensación de estar viendo una levemente elaborada película clase B. La trama es lenta y todo el principio es extremadamente aburrido. El poco juego con el fuera de campo en el film ya fue arruinado por los trailers y la falta de verosimilitud de las situaciones sólo contribuyen a quitarle realismo a una situación que apenas podría ser tomada en serio si el espectador se creyese lo que está pasando en pantalla.
Dos actores carismáticos, muchos gags y una historia llevadera, hacen de Mi obra maestra una de las grandes apuestas del cine nacional este año. Arturo (Guillermo Francella) es un vendedor de arte y su amigo Renzo (Luis Brandoni) un importante pintor, aunque ya hace más de quince años que no vende ninguna de sus obras. El vínculo que los une es muy fuerte, y es así que Arturo perdona las constantes agresiones y los desvaríos de Renzo que no parece querer entender su realidad. Luego de reiterados intentos por ayudarlo, y sin tener nunca éxito, Arturo decide abandonar a su suerte a Renzo, pero un accidente los hará volver a encontrar aquella relación que ya parecía perdida al mismo tiempo que intentan revalorizar la obra del artista. Mi obra maestra, como lo dice su afiche, es una película sobre la amistad. Los vericuetos de los personajes y las diferentes situaciones que atraviesan en su vida, no son más que una excusa para contarnos ese vínculo inquebrantable entre los dos personajes. Probablemente sea por eso que la primera parte del film resulta un poco larga. Los chistes repetitivos del personaje de Renzo terminan perdiendo su potencia y retrasan bastante la parte más interesante que es la reconexión de los personajes en la segunda mitad del film. Las actuaciones están muy bien como era de esperarse por el elenco convocado (que completan Raúl Arévalo y Andrea Frigerio) pero el código de la pareja protagónica se vuelve rápidamente muy televisivo, lo cual no le juega exactamente en contra al film, ya que Mi obra maestra es una película que apunta al espectador acostumbrado a ver las series de televisión en las cuales sus protagonistas solían actuar. La estética del film es lo que más sobresale, ya que tanto en la fotografía, el arte y las locaciones elegidas, la película claramente se muestra mucho más compleja y pretenciosa que en el guion.
Invitación de boda, de Annemarie Jacir, trae a las pantallas un viejo conflicto encarado desde una mirada muy personal e intimista: los palestinos que viven en Israel semi-asimilados a la sociedad. Shadi es un palestino viviendo en Italia que regresa a Nazareth para la boda de su hermana. Durante el día entero lleva en auto a su padre para realizar el “Wajib”, la costumbre de entregar una por una en mano las invitaciones a la boda de su hija. A lo largo de la jornada las diferencias ideológicas entre Shadi y Abu Shadi (su padre) irán lentamente aflorando, mostrando dos caras de la misma moneda, la segregación de la población de palestinos en el estado de Israel. Aunque este tema está siendo visibilizado cada vez más en el cine, la mirada cruda del conflicto que nos traen las redes sociales convierte los filmes violentos y de mucha crudeza en relatos que terminan siendo menos impactantes que la realidad conocida. Consciente de eso, la directora nos trae, en Invitación de boda, un acercamiento desde un punto de vista más humano. El padre, habiendo sido abandonado con dos hijos por su esposa en pos de una vida mejor, se dedicó a asimilarse con la población del lugar para poder brindarle a su progenie la estabilidad económica y emocional que él tanto añoraba, al punto tal de que nadie en el territorio parece no conocerlo y quererlo, siendo saludado constantemente con respeto por sus alumnos y los padres de los mismos. Shadi, por el contrario, desearía que su padre hubiese sido un luchador por la causa palestina. El conflicto entre los dos no es explosivo, es más bien reflexivo, y habla al mismo tiempo de la complejidad del forcejeo político y del difícil vínculo entre padres e hijos. Las sobresalientes actuaciones de Mohammad Bakri y Saleh Bakri como padre e hijo respectivamente, aportan muchísima credibilidad al drama, al mismo tiempo que permiten momentos de distensión con pequeños chistes o anécdotas. Momentos en los cuales esa familia que terminó distanciada, parece todavía ser la misma familia fuerte de años atrás.
Llega a nuestros cines Sicario: Día del soldado, una secuela que abandona todos los aciertos de su predecesora para transformarse meramente en un buen film de acción. Una serie de atentados en Estados Unidos lleva a Matt Graver (Josh Brolin) a una investigación que termina apuntando, nuevamente, a los carteles de droga de México. En un intento del gobierno de USA por debilitar su poder, Graver se contacta nuevamente con Alejandro (Benicio Del Toro) y planean el secuestro de Isabel, hija del capo de uno de los carteles, tratando de inculpar al otro cartel para iniciar una guerra entre facciones. Pero en algún momento las cosas se complican y el mismo gobierno le suelta la mano a la misión dejando a Alejandro e Isabel varados en territorio enemigo. Aunque no siempre amerita hablar desde lo personal, Sicario fue en 2015 una de las grandes sorpresas para mí. Entrar a la sala a ver “una de acción” y terminar viendo un film conciso, con mucho para contar, con mucho meta mensaje y actuaciones excelentes no es lo común. Sicario: Día del soldado desoye todo el camino andado por Denis Villeneuve (el anterior director) y decide retornar la trama al camino del cine de acción genérico. Ya desde las primeras escenas, la falta de credibilidad y realismo de los acontecimientos pone al espectador en aviso de que las cosas ya no son lo que eran. La acción y la trama fluyen en este film, no defrauda en ese sentido, aunque el guion no termina cerrando ningún relato en particular y, de hecho, gran parte de los acontecimientos de la historia quedan sin resolver, en un punto de giro muy cuestionable casi sobre el final de la trama. Sicario: Día del soldado es rescatada del olvido por sus dos grandes protagonistas, Brolin y Del Toro que reviven con gracia y naturalidad a sus personajes, aunque la ausencia de Emily Blunt, protagonista indiscutida de la primera entrega, fuerza a sus personajes a plantearse aspectos humanos que no tenemos asociados con esos personajes, pero que el guion quiere retomar y, por lo tanto, los termina forzando de manera bastante inverosímil.
Luego de 14 años del estreno de Los Increíbles, llega esta secuela que se aleja de algunos lugares comunes de su predecesora para darle actualidad a una historia entretenida e inteligente. Bob y Hellen Parr, los alter egos de Mr. Increíble y Elastigirl, son los padres de Violet, Dash y el inquieto Jack-Jack. En medio de un paseo familiar, un villano ataca la ciudad y, a pesar de saber que los superhéroes están prohibidos, la familia se lanza en un desenfrenado intento por detener al malhechor. El resultado es el opuesto al que querían lograr y eso hace que el gobierno deje de subsidiar el programa de superhéroes, forzándolos a vivir una vida de clase media “carente de aventuras”. Enfrentados a la imposibilidad de mantener su precaria vivienda y su economía ya de por sí escueta, Bob y Hellen se plantean un futuro de trabajos administrativos hasta que aparece Winston, un empresario entusiasta fanático de los superhéroes que les propone un plan para que la sociedad los vuelva a aceptar. El problema es que el plan implica que Elastigirl salga a salvar al mundo mientras que Bob se queda en casa tratando de ser un buen padre para sus dos conflictuados hijos mayores y un bebé que demuestra un nuevo y descontrolado poder. Alejada del panfleto capitalista de la anterior entrega, Los Increíbles 2 es una mirada actual y eficaz sobre las nuevas dinámicas de la familia estadounidense (y, de paso también, de gran parte del mundo) que gana particular interés para la Argentina en medio de la reivindicación del papel y los derechos de la mujer en la sociedad. ero no por plantear un tema actual y serio la película pierde el humor que 14 años atrás conocimos. Las situaciones que deberá atravesar Bob en su papel de padre no sólo son hilarantes, sino que también son realistas (dentro de lo posible en una historia de este tipo, claro está). La escuela de Dash, la adolescencia de Violet y un movedizo e hiperactivo Jack-Jack que suma a la problemática del bebe usual una cantidad de poderes que ni Bob puede comprender, son suficientes para que él tenga que aprender la humildad que se requiere para vivir una vida burguesa como padre de familia. Con leves pero contundentes críticas a los medios de comunicación y a las agendas de los gobiernos, la película termina de cerrar un guion muy concreto, efectivo y reflexivo. Esta es una de esas películas de animación que abarca a toda la familia, incluso en la que los adultos no serán meros acompañantes de los chicos, sino que sentirán más empatía aun con los personajes que los menores en la sala.
Con la comedia liviana Sin filtros, Santiago Segura se pone la camiseta de director nuevamente para traernos una comedia liviana y pasatista, pero con muchos gags. Paz (Maribel Verdú) es una mujer en lo que debería ser el punto más alto de su vida. Sin embargo su novio no la tiene en cuenta, el hijo de él la acosa sexualmente, su amiga la utiliza para descargar sus ridículas y rebuscadas teorías sobre su ex pareja y, para colmo, su jefe le impone de supervisora a una veinteañera sin ningún talento pero con muchos seguidores en Instagram. En medio de ataques de pánico y dolores de pecho, visita a un gurú (interpretado por Santiago Segura) que le da una pócima que le permitirá decir todo lo que siente, lo que hace que Paz finalmente pueda, sin ningún tipo de freno, enfrentarse a todos los que la rodean. Sin filtros es una película divertida, de eso no cabe dudas. Pero el guion es flojo. La idea la hemos visto hasta el hartazgo, a veces incluso contada con cierta gracia, aunque aquí los chistes se suceden sin mucha unión entre ellos. La trama es de por sí bastante rebuscada y poco creíble. Lo mejor es que Maribel Verdú es una actriz carismática, que ya tiene ganado al público argentino, y la película depende totalmente de ella. Segura por otro lado queda chico como director, desde muy obvios errores de continuidad, hasta la estética de programa cómico de los ochenta, pasando por pésimos encuadres y problemas de edición, da la sensación de que el film se hizo sin mucha preparación. Además, está tan alejado del humor que hizo el director/actor, tan característico en la saga de Torrente, que sus seguidores no van a encontrar a la película demasiado interesante.
Ocean’s 8: Las estafadoras es el spin-off de La gran estafa (Ocean’s Eleven, 2001, Steven Soderbergh) y llega a la pantalla más de 15 años después de aquella primera entrega, repitiendo la misma fórmula que caracteriza a la saga, pero refrescando casi por completo el elenco. Debbie Ocean, la hermana de Danny Ocean (George Clooney en la saga original) sale de la cárcel luego de haber sido injustamente acusada de una estafa que ella no cometió. Apenas libre, y a riesgo de violar su libertad condicional, Debbie organiza a un grupo de mujeres para cometer un robo que, por haber sido planeado y pulido en la cárcel durante 5 años, ya aparenta ser perfecto. Así las siete estafadoras se infiltran a la gala anual del Met y planean el robo de una joya de valor multimillonario perteneciente a la casa Cartier. El film no es muy pretencioso y calca, casi a la perfección, la trama de aquella primera entrega, pero apuesta a un elenco de (casi todas) mujeres para renovar la audiencia, probablemente. El grupo de actrices es más que atrayente, pero sus dos protagonistas principales (Sandra Bullock como Debbie Ocean y Cate Blanchett como Lou) tienen tanto botox y operaciones en la cara (especialmente Bullock) que vuelven poco disfrutable su habitual carisma. Los puntos más altos terminan cayendo en Helena Bonham Carter y Anne Hathaway, pero sus personajes tampoco llegan a tener el desarrollo que se merecerían. El resto del reparto es correcto, pero nadie sobresale. Ocean’s 8: Las estafadoras tiene como gran mérito que fluye en su narración, las casi dos horas de duración se pasan volando y el montaje es muy ágil, aunque extremadamente repetitivo. Los gags no funcionan muy bien pero como todo avanza tan rápido, no hay oportunidad para que el espectador se aburra. Los sucesos ocurren uno a continuación del otro, imparables, y eso hace que la trama avance muy bien. El momento en que finalmente se nos da un respiro, es cuando aparece el investigador de la compañía de seguros, que interpreta el carismático James Corden y que le agrega un valor interesante al film, aunque más no sea desde la simpatía que irradia el personaje.
Cuando salió la entrega original de Star Wars allá por el año 1977, el personaje de Han Solo se volvió una celebridad de la noche a la mañana. Más de 40 años después de esa película, tiene su protagónico en el film Han Solo: Una aventura de Star Wars. Han vive en un planeta donde se construyen naves, al servicio de una jefa tirana que, a cambio de protección, le exige a él y a los otros que están bajo su tutela que roben para ella. Cansados de esa vida, Han y su novia Qi’ra se preparan para huir, pero el plan fracasa y ella no puede escapar. Tres años después, aún decidido a volver a buscarla, Han Solo se embarca en una misión con el contrabandista Beckett quien le promete un botín que le permitirá comprar la nave con la cual pueda rescatar a su novia. En el camino, conoce a los personajes con los cuales en la saga original compartió las aventuras que todos conocemos. Hace unos años cuando Disney adquirió la franquicia de Star Wars, sus productores prometieron una película de la saga por año y fueron cumpliendo, intercalando filmes que continúan la historia donde las dejó El regreso del Jedi (Return of the Jedi, Richard Marquand) con historias que ocurren en el mismo universo y que están, de una forma u otra, relacionadas con la trama de la línea de tiempo original. El film sobre Han Solo se inscribe en esta última categoría. A diferencia de su predecesora, Rogue One (Gareth Edwards) este film no tiene un guion sólido donde apoyarse. Ya desde la primera secuencia se nota que el film apunta solamente a satisfacer a los fans incondicionales del universo de Star Wars, pero que de historia no hay que esperar nada. El film es una sucesión de lugares y acciones que no tienen mucha elaboración ni correlato, ni siquiera sirven para que uno pueda regodearse con paisajes conocidos o estéticas deslumbrantes como pasó otras veces. El elenco es, sin dudas, uno de los puntos más flojos de esta entrega. Woody Harrelson, en el papel de Beckett, repite gestos de sus apariciones televisivas constantemente, y él era el único que podía salvar al reparto. Alden Ehrenreich, en el papel protagónico, no sólo no construye el personaje en ningún momento sino que, además, no se parece en nada a Harrison Ford, que en otra película no sería tan importante, pero en una saga en que todo apunta a la nostalgia se vuelve una pérdida difícil de reparar. La película se encuentra, sin embargo, plagada de guiños y frases de las entregas anteriores, cosa que seguramente a los fans enloquecerá de alegría, pero que lamentablemente pasan desapercibidas al público medio y molestan al público más entendido pero menos incondicional.
A veces la anécdota más pequeña puede dar lugar a un relato muy elaborado. Este es el caso de Amantes por un día, un drama francés que descansa en los climas y las actuaciones para llenar al espectador de emoción. Jeanne rompió con su novio y vuelve a la casa de su padre para buscar asilo. Allí lo encuentra viviendo con una joven de casi su misma edad, con la cual ella también se verá forzada a vivir. En esa especie de vínculo amistoso que se genera, Jeanne comenzará un proceso en el cual podrá reordenar sus ideas y reacomodar su vida amorosa. Muy emparentada estéticamente con la Nouvelle vague, pero con una clara búsqueda hacia el cine francés de principios del siglo XX, abundan en esta película los primeros planos y las referencias religiosas que hacen pensar en La pasión de Juana de Arco (Carl Dreyer, 1928). La forma en la que el director muestra y reflexiona sobre la imagen femenina contraponiendo la pulsión sexual de Ariane con la falta absoluta de deseo de Jeanne. Amantes por un día no es una película usual, pero tampoco es de esas que sólo se pueden disfrutar en el contexto de un festival de cine. Las emociones que transmite y la excelencia en las actuaciones, pero sobre todo la fotografía, hacen de este film un producto más que logrado. El blanco y negro del film le agrega una atmósfera mítica que hace sentir al espectador que esta historia no tiene un momento preciso en el tiempo y, de la misma forma, la cámara muestra un París irreconocible, vacío y carente de referencias arquitectónicas, que refleja la soledad y la devastación del personaje principal. La facilidad con la que cualquier espectador puede relacionarse con el personaje que atraviesa el duelo de la separación, hace que lo aparentemente críptico del relato se vuelva accesible a cualquiera.