Un futuro permanente Raúl Perrone, el inventor de la independencia, no se detiene. Ahora podrá tener un productor, sus películas contarán con una circulación más activa en festivales, su reconocimiento por parte de la crítica se hará sentir con mayor contundencia, pero lo cierto es que el director de Ituzaingó parece más decidido que nunca a que su cine se convierta con cada entrega en la última cosa nueva que llega a la pantalla. Sólo que el concepto de nuevo en Perrone nada tiene que ver con las formas audiovisuales de prédica más corriente en nuestros días: por el contrario, si algo sorprende en los más recientes movimientos del director –podemos concebir su filmografía como variaciones sobre temas, oscilaciones a veces ligeras, a veces bruscas, con jóvenes, con familias, con viejos como asunto central, que se agrupan en secciones o movimientos– es la perseverancia en dirigir la mirada hacia viejas vanguardias, visiones fugaces de una modernidad probable, olvidada y desacreditada, seguramente con la convicción de encontrar porciones de un terreno fértil a partir del cual hablar también hoy, porque se dice algo con las formas, pero ellas hablan también, con una desfachatez para la que los estándares de la producción mayormente existente no nos ha preparado. Favula, película que se exhibe junto a Ragazzi, se ubica a modo de espiga o terminación fina y afilada respecto de Pendejos, ese capítulo de jóvenes en la noche con el que Perrone inauguraba una poética singular a partir de un formidable entramado sonoro. Favula consiste en imágenes superpuestas, personajes en un paisaje imaginario construido con todo el artificio del mundo mediante un dispositivo de yuxtaposición de las figuras sobre el fondo en el que cobra vida cada escena. El procedimiento resulta tan extraño como fascinante. La banda sonora es un verdadero prodigio que supera acaso lo realizado en Pendejos; los fragmentos de música que se imbrican unos dentro de otros se funden con una gracia líquida cuya majestuosidad resulta por momentos sobrecogedora. Los planos sin profundidad se complementan con el diseño del sonido para crear una suerte de sinfonía en la que todo parece bullir alentado por un anuncio de tragedia inminente. La historia parece referir a una familia; una chica que es vendida por la madre a unos tratantes de blancas, y los que probablemente sean sus hermanos, un joven y una chica, que van en su rescate con el fin de traerla de vuelta y restituir la armonía del hogar haciéndole comprender a la mujer lo horroroso de su acción. Los escenarios son la cocina de una casa desvencijada, la selva, el interior de un auto que avanza en medio de la naturaleza cerrada. Las imágenes remiten al cielo, la lluvia, el estado precario de un mundo agreste que rodea a los personajes; un tigre cuyas apariciones ominosas irrumpen fantasmales parece comentar o señalar un costado de oscuridad secreta en esas existencias perdidas. No hay nada reconocible en la película, salvo las pulsiones humanas, tan imprevisibles como conmovedoras. La lengua que impera es un idioma incomprensible, con sonidos como pasados al revés, que multiplica el extrañamiento del relato y parece reenviarlo a un doble fondo donde la fábula se encuentra con los cuentos de fantasmas y la tradición popular anónima, en la que las palabras originales se han perdido y hay que imaginar otras nuevas. Con Favula Perrone exhibe el convencimiento, quizá pacientemente elaborado y macerado, de que el cine que importa de verdad se inventó en las vanguardias del pasado; una criatura exótica cuya prepotencia y distinción se muestran capaces de iluminar las aventuras del cine aquí, ahora y también más allá, como si a golpes de desencanto por un cine sin memoria surgiera el futuro.
Una casa habitada por sombras La cumbre escarlata es una película de fantasmas a la que le sobran algunos fantasmas. El más importante de ellos es invocado en la primera escena, diríamos mejor en el primer plano: la protagonista (Mia Wasikowska) tiene una herida reciente que le cruza la cara, tiene machucones, está desgreñada, como si acabara de emerger de un torbellino violento. Su primer fantasma, dice a través de una voz en off que viene a inscribirse con una gentileza dolorida sobre ese intrigante plano medio con el que arranca la película, fue el de su madre. Luego del corte la cámara planea majestuosamente entonces sobre los asistentes a un entierro unos años atrás, entre quienes se encuentra una niña que mira con cara desolada hacia el lugar donde se ubica el féretro. La acción tiene lugar en los Estados Unidos a mediados del siglo diecinueve. La chica perdió a su madre, pero ahora tiene un fantasma; una figura que se le aparece para perturbar su sueño y confundirla acerca de la naturaleza real de la vigilia. La figura espectral repite una letanía incomprensible; en ella le advierte sobre algo (un lugar, quizá) llamado La cumbre escarlata y un peligro que la espera. Esa chica que quiere ser escritora se cría con el bonachón de su padre, curtido self made man al que acuden emprendedores de los inventos más variados con la esperanza de obtener financiación de su parte para llevarlos a cabo en toda regla. Uno de ellos, un noble vaporoso venido con su hermana de Inglaterra, conquista a la chica con modales estrafalarios. Cuando el padre muere asesinado en circunstancias misteriosas, el extranjero se casa con ella y parten ambos hacia un caserón desvencijado en su país de origen. El director Guillermo Del Toro, experto a su manera en criaturas un poco perdidas, un poco lastimadas, tocadas por la voces del pasado, por el filo de traumas perseverantes, monta un espectáculo visualmente deslumbrante ambientado en una época en la que el mundo moderno no logra del todo deshacerse de antiguas rémoras. En Inglaterra reaparece el espíritu inquieto de la madre, pero además los fantasmas empiezan a multiplicarse inopinadamente. La madre repite su mantra esotérico. El nuevo hogar de la chica, que comparte con su marido y su cuñada, es cabalmente hostil. La construcción se viene abajo, como una metáfora de las credenciales nobiliarias vencidas de sus propietarios. El marido ha obtenido la firma de varios cheques de su difunto suegro, y con ellos pone en marcha una monstruosa maquinaria con la que intenta extraer riqueza del suelo compuesto por una tierra rojiza que parece teñirlo todo. El lugar donde está emplazada la casa, nos informan, es llamado por los lugareños La cumbre escarlata a causa del color de esa tierra poco aristocrática. La protagonista advierte la rima con aprehensión. A sus crecientes sospechas sobre las verdaderas intenciones de esa extraña pareja se le suma un malestar físico de origen desconocido. El espectador piensa en Rebecca, Notorious y La sospecha, tres Hitchocks que se suman al gótico no particularmente esmerado que pulsa Del Toro. El personaje pronto se da cuenta de que está en una trampa mortal; el frío de esa casona que representa las sombras del pasado traspasa los huesos y se mete en el alma de quienes la habitan. El fantasma de una mujer que emite lamentos estremecedores con un bebé en brazos molesta demasiado, especialmente porque viene a explicar algunas cosas del argumento. Lo importante es que los dos hermanos son seres solitarios, unidos en un amor prohibido que los deja fuera de toda regla social, convertidos en estafadores de tres al cuarto para sobrevivir. La película, eso lo vemos, es una mezcolanza de elementos no siempre bien asimilados, pero tiene su potencia, la fuerza secreta que surge entre el inventario de almas en pena apresuradas que sobrecarga la trama sin necesidad. La chica va pelear todo lo que pueda: su naturaleza americana, del espacio abierto, la luz solar y los sentimientos francos contra la oscuridad decadentista de los hermanos malditos, representantes del vampirismo triste de una aristocracia en retirada forzosa. Es muy probable que Del Toro no crea demasiado en nada de todo eso, sin embargo. Su película esgrime los modales de un entretenimiento con analogías servidas que pasan como una exhalación, un poco deshilachadas, como sus fantasmas que van dejando jirones en el aire con cada aparición. La melancolía implícita en la idea de una raza al borde de la extinción deja paso rápidamente a los arrebatos gore que marcan los encuentros violentos entre la chica de buen corazón y sus captores. La lucha definitiva entre las dos mujeres, primero en los recovecos lúgubres de la mansión y después bajo un cielo inhóspito color metalizado, con armas filosas sacadas de la cocina, cuchillos, hachas, una pala, cualquier cosa capaz de cortar, desmembrar o aplastar, es de lo mejor que esta película bellamente filmada y escrita de cualquier manera tiene para ofrecer. Jessica Chastain (la hermana) luce hermosa, como siempre, pero hierática; no es la colorada de otras películas sino una morocha azabache, como en ese bodrio de hace unos pocos años titulado Mama. Mia Wasikowsa demostró que llora mejor que nadie, pero que la determinación y el valor de su personaje son también auténticos, como si salieran de cada centímetro de su cuerpo, tal vez del fondo de una desesperación profunda. Las heridas de su cara en ese plano del principio que se replica al final, como aquellas que sugerían un pasado tormentoso en el cuerpo de su personaje en Polvo de estrellas (una actuación acaso consagratoria que pasó desapercibida) son, también, las que expresan una clase de voluntad luminosa: la voluntad de un mundo que quiere vivir. La cumbre escarlata se balancea en el abismo que separa la dimensión de los vivos de la de los muertos.
Seres perdidos El regalo no refiere tampoco en su título original (The Gift) a un “don”, algo que nos es proporcionado por la naturaleza o por la Providencia sino, simplemente, a esas cosas que les damos en calidad de obsequio a los otros en algunas ocasiones particulares, o que los otros nos dan a nosotros, por ejemplo en un cumpleaños. El regalo es la primera película escrita y dirigida por el actor australiano Joel Edgerton, que aquí no solo se prueba detrás de cámara sino que decide reservarse un papel importante, nada menos que como el tercero que viene a desestabilizar la vida de una pareja que acaba de mudarse a un suburbio de Los Angeles. La película es lo que antes se llamaba un “thriller psicológico”; esto quiere decir que no hay mayor despliegue de acción física, no hay escenas truculentas, ni corridas, ni persecuciones de autos: El regalo cuenta en su haber con destrezas minuciosas, breves engarces de prestidigitador esmerado articulados sutilmente para producir una impresión de realismo cabal, un mundo posible que podría ser también nuestro mundo: un recoveco en el que las vidas de los personajes se trastocan de manera plausible y verosímil pero también enigmática. Jason Bateman y Rebecca Hall son el matrimonio que llega al barrio a instancias del nuevo trabajo de él. El hombre es moderadamente exitoso, pero sobre todo quiere serlo más todavía; es alguien entregado a su trabajo, a ascender rápido y con garantías, que los fines de semana se escapa con sus palos de golf a cuestas. La mujer tiene el rol de acompañante y deja escapar brevemente los signos de un trauma reciente relacionado con un paso de maternidad frustrada. El director traza el diagrama esencial de la película con elementos mínimos y precisos, como un feliz artesano sin ínfulas, concentrado en los detalles y con la suficiente confianza en que una película se hace, también, no apelando a un dispensario de cosas que hacen falta sino podando, sacando cosas si es necesario, evitando los desbordes e intentando en todo momento no fallar la puntería en relación a la psicología de sus criaturas. El personaje de Rebecca Hall empieza quizá como una señorona segura de sí, y de a poco se va soltando y dejando paso a algo diferente; un aire de juventud herida se revela de pronto la primera vez que la vemos corriendo en joggin mientras su marido trabaja. Cuando el personaje de Edgerton hace su aparición en el relato, personificando a un pesado que fue al colegio con su marido y empieza a importunarlos con visitas cada vez más frecuentes, es ella la que inopinadamente parece compartir algo con él, una especie de situación de fragilidad, cierta naturaleza propia de los seres dañados. En la piel de esta película orgullosamente pequeña, entonces, esta suerte de telefilm que aterriza con gracia y autoridad en la pantalla grande, habita, como una fuerza salvaje capaz de trastocarlo todo (el núcleo caliente de los thrillers íntimos, precisamente), una historia de daño y reparación por medio de la venganza. El compañero de colegio reaparecido tiene toda la pinta de un hombre perdido: la máscara que compone Edgerton exhibe los rasgos de los seres que reptan en las sombras, que no tienen lugar bajo el sol; los que no han “hecho carrera” ni tampoco han formado una familia. El personaje de Hall, por su lado, esa mujer que el marido, siempre con talante amable pero inflexible, muestra en la fiesta frente a sus jefes como si fuera una especie de bibelot de lujo al que hay que insuflar vida mediante arrullos inconfesadamente paternalistas, cierra la otra punta frágil de este triángulo singular. Los personajes parecen rodar por una pendiente que conduce al centro de un dolor profundo. Esta película modesta y esmerada funciona a modo de recordatorio del abismo que aguarda en el lugar menos acreditado de las vidas corrientes y como muestra elocuente de la perseverancia de las heridas no cicatrizadas.
¿Quién golpea a mi puerta? Nadie nunca espera una película nueva de Eli Roth. Esa situación debería ser la regla. Si alguien la contradijera estaría un poco loco; sería uno de esos trastornados que persiguen causas perdidas, emociones inexplicables, rastros marcianos en un cine industrial reticulado, sin aristas visibles, cuyas fórmulas se han probado una y mil veces. Sin embargo, a pesar de que no esperamos ver una película con la marca Eli Roth bien a la vista –porque el poder de evocación del nombre ha menguado, porque en realidad nunca dijo mucho, o porque, para ser sinceros, nos habíamos olvidado de que existía– el hombre no parece dispuesto a ceder y entrega con cierta regularidad películas aquí y allá, como si fueran pequeñas detonaciones cuya estridencia está llamada a recordarnos un grito salvaje, la existencia de una mente de niño perverso operando en las entrañas del cine de género, no para hacerlo estallar sino para producir en ellos alguna clase de desvío y corroer ligeramente sus certezas. ¿Cuántas veces se contó la historia de un burgués satisfecho de sí mismo y del mundo que ha sabido crear a su alrededor (su pequeña mónada), que a partir de un renuncio insignificante es sorprendido por el golpe de las esquirlas de algo monstruoso? Con una delectación cuya carga malévola parece saborearse en cada plano, Roth utiliza aparentemente de base una película sin mayor cartel de los años setenta protagonizada por la huesuda Sondra Locke, rubia actriz olvidada de varias películas de Clint Eastwood pero también directora (y que resulta ser una de las productoras de El lado peligroso del deseo), para retomar a ese hombre tranquilo, no con el fin de explayarse acerca de la persistencia de una naturaleza oscura en los rincones de las almas apacibles, sino para insistir sobre la raíces más básicas imaginables del “cuento del mal que viene de afuera”. Es una noche de lluvia, la familia compuesta por la mujer bella y amable y los niños adorables no está; el hombre trabaja tranquilo frente a la computadora en un proyecto arquitectónico (su especialidad), mientras la música de un vinilo tras otro llena la casa de una amable sensación de bienestar con rock del bueno (Black Sabbath, Kiss, y así más o menos siguiendo). De pronto, knock, knock, alguien que golpea a la puerta: dos adolescentes hermosas empapadas de pies a cabeza dicen haberse confundido de dirección. En su relato acerca del arquitecto que da el mal paso, pobre, Roth acierta sobre todo con el timing de la espera que precede al desastre: en esos momentos no sabemos bien qué estamos viendo. Imaginamos que las chicas mostrarán en algún momento un carácter maligno. Pero también podría ser que el burgués amante de los discos fuera un monstruo y que ellas solo deban defenderse y correr por la casa. La elocuente maestría del director para estirar la situación en la cual esas tres criaturas se estudian bordeando el peligro durante casi la mitad de la película constituye el placer verdaderamente inesperado de El lado peligroso del deseo. La torpeza del título local no consigue echar a perder el tono de melancolía que habita secretamente en esa porción de la película; el personaje principal se encuentra ante una situación que su estado de hombre de familia le ha hecho olvidar: no sabe qué hacer con esas chicas en shorts que le invaden de poco la casa entre risas, que lo halagan y le agarran del brazo cuando le hablan en un crescendo embriagador de confianza. De a poco vemos que ese hombre bueno está perdido, no porque vaya a cometer una torpeza capaz de arruinarle la vida para siempre, o de quitársela, sino porque las chicas son el testimonio de que el mal es en última instancia inexplicable. Ese mal no se sabe de dónde viene –la secuencia en la que él, creyendo sacárselas de encima sin mayores consecuencias, las lleva a la puerta de la casa donde dicen vivir termina con las chicas esperando que el auto se pierda de vista para dar media vuelta y enfilar hacia un costado del plano con rumbo desconocido– ni tampoco hacia dónde va. Aunque pasada la mitad la película se encamine un poco rutinariamente hacia algunas formas más o menos acreditadas del formato de la criatura que debe sobrevivir como pueda en un espacio de dimensiones reducidas –ese dispensario de sobresaltos, montaje abrupto y música efectista– el verdadero corazón de El lado peligroso del deseo, el que puede hacer que la pasemos por alto o que nos recuerde alguna forma entrañable de miedo atávico, está cincelado con golpes de una incertidumbre radical que no estamos acostumbrados a ver en el cine mainstream de cada semana.
El Sarmiento después de Sarmiento Hay películas que dudan y también las hay que dan todo por sentado; a veces no todo, pero varias cosas, tal vez más de las aconsejables. Pero incluso en casos semejantes, cuando una película es buena, hay casi siempre flotando en ella un aire de incompletud, de argamasa no del todo terminada, como si el motor que echa a andar las imágenes fuera la convicción de que el cine no tiene en realidad razones universales, perfectamente reticuladas y comunicables, sino interrogantes no siempre bien formulados, titubeos, la respiración cortada de aquel que no sabe, el que no cuenta con algo específico para ofrecer sino solo, si tiene suerte, algo para encontrarse, como una especie rara de verdad parcial: esbozos, parpadeos, intuiciones. Después de Sarmiento pertenece a la segunda categoría, esa fuente fértil en la que abreva una buena porción del cine que importa algo; películas que encuentran cosas que les salen al paso, a veces a su pesar: claroscuros, iluminaciones incompletas. Hay que admitir de entrada que el título de la película suena un poco descorazonador. Su tema, no se necesita insistir mucho en ello, es la educación. Su escenario es la escuela N° 2 Domingo Faustino Sarmiento, institución pública fundada a fines del siglo diecinueve enclavada en pleno barrio de Recoleta. ¿La idea de que nos encontramos “después” de Sarmiento significa que ya no estamos habitando en absoluto el territorio mental de Sarmiento, no vivimos en sus ideales, en el diagrama ideológico acerca de cómo y con qué herramientas se construye una modernidad posible para la Argentina? Algo de eso hay. Un dispensario de planos precisos, cautelosamente refinados, exentos de comentarios o indicaciones de ningún tipo, se encargan de sumergir al espectador en la actividad diaria del colegio de marras al que asisten mayormente chicos provenientes de la Villa 31 y de otros barrios de clases apenas un poco más acomodadas. El tono de observación desapegada de esta película singular parece por momentos planear sobre los rostros de los alumnos y los profesores, como si se tratara de descubrir un enigma acerca del cual las mejores preguntas no han sido todavía debidamente enunciadas. ¿A dónde irán esos chicos? ¿En qué se convertirán sus vidas? ¿Cómo harán para constituirse, si acaso lo logran, en sujetos de ciudadanía plena, ahora que aun parecen estar a tiempo? El breve asunto de la dificultad para organizar el centro de estudiantes que encuentra enfrentados a los alumnos del turno mañana con los del turno tarde no desplaza del todo el halo conmovedor con el que surgen naturalmente esas preguntas acuciantes. Después de Sarmiento se demora con todo el tiempo del mundo, incluso amorosamente, en fragmentos de clases, reuniones entre la directora y las maestras, actos escolares. El registro de la visita de algunos ex alumnos de cartel pertenecientes a distintas generaciones, entre ellos Albino Gómez y Antonella Costa, es una curiosidad de pedigrí que sirve para airear moderadamente el relato acerca de las vicisitudes en las aulas de esos chicos en sus años formativos fundamentales. El director se ha impuesto en casi todo momento que las escenas transcurran dentro de la escuela. No hay tampoco –salvo alguna pincelada mínima, coma la del chico que al terminar el primer año se despide de sus compañeros porque vuelve a su provincia– historias individuales recortadas del flujo narrativo que ofrezcan una construcción dramática diferenciada. En ese sentido, Escuela Normal, la gran película de Celina Murga –que curiosamente tomaba como centro la primera escuela fundada por el propio Sarmiento en la ciudad de Paraná– de la cual Después de Sarmiento podría ser algo así como una hermana menor, parece llevar una leve ventaja en contundencia emocional y en la elegancia en su estructura. La falta de una narración fuerte en la película de Márquez no afecta sin embargo la elocuencia con la que un conjunto de ideas centrales se cuelan en los intersticios de esas secuencias montadas siempre con espíritu austero y rigurosidad expositiva. La principal de esas ideas podría ser la pregunta acerca de la igualdad: ¿cómo producir un efecto igualador capaz de garantizar un piso común de oportunidades en alumnos cuyas condiciones de vida fuera de la escuela los predispone desfavorablemente a recibir los beneficios de la enseñanza? Por momentos, la película exhibe ráfagas de una desesperanza radical. ¿Qué hace la escuela después de Sarmiento, es decir, cómo se las arregla con la aparición de problemas impensados, que desbordan largamente los asuntos relacionados con la currícula o incluso con los métodos de instrucción? La constatación diaria de un país degradado incluso en el territorio inestable de los sueños perdidos, aquellos que, con todas las prevenciones del caso, forjaron alguna vez una idea de progreso para la Argentina, tiene sus replicas más bien desencantadas en el modo en el que los conceptos de contención reemplazan tal vez de modo sumario a los de igualdad y los de inclusión a los de libertad y autonomía ciudadana. Mientras tanto, la sombra de las acciones políticas concretas que operan fuera de los claustros, ese magma ignominioso al que parecen aludir las escenas de los chicos que, ante la cara de desazón de la profesora, olvidan de inmediato lo que se les acaba de leer o trastabillan en la lectura de un texto simple, constituye una suerte de fuera de campo para esta película cuya esencial discreción no alcanza a resguardarla de una ineludible inflexión lúgubre.
La angustia corroe el alma La película menos inspirada de un gran director igual puede tener algo perturbador. Lo que no quiere decir necesariamente que se trate de una buena película. Más bien puede ser lo contrario. El clan, la última película de Pablo Trapero, un paso más en la dirección de un cine con vocación masiva que incluya una fuerte marca autoral, esa combinación que el director argentino parece empeñado en alcanzar desde hace años, quizá muy especialmente desde Leonera, resulta tan fallida como misteriosa. Cuando uno termina de ver El clan, la historia de los crímenes de la familia Puccio sigue siendo un enigma, detalle que por cierto no mejora la película. Trapero tenía todo para esgrimir otra clase de misterio: de qué modo y por qué las bestias se transforman en bestias, y cómo su condición de tales convive con las formas burguesas y el ejercicio de una ciudadanía más o menos sensata y respetable para los extraños a la familia. Puccio venía aparentemente de ejercer actividades pesadas en tiempos de la última dictadura argentina y luego se transformó en cuentapropista del crimen secuestrando y matando personas, acaso un poco protegido por algunos de sus amigos que se reciclaron y siguieron ocupando cargos en las fuerzas de seguridad una vez comenzado el período democrático. Pero en la película no se establece nunca en forma cabal la relación que los Puccio tenían con sus víctimas. Trapero no se preocupa por aclarar si pertenecían a un mismo círculo social, si frecuentaban los mismos lugares, si tenían puntos específicos de contacto. Hay algunas referencias menores relacionadas con que algunas de las personas secuestradas eran conocidas de los miembros de la familia, especialmente en el mundo del rugby al que pertenecía Alex, el hijo mayor, pero no se describe con claridad qué lugar ocupaban exactamente en la sociedad de San Isidro de los primeros años ochenta que la película recorre. ¿Había una cuestión de clase flotando en la decisión de secuestrar a esas personas y no a otras con igual o más dinero? ¿Puccio veía prosperar a sus pares mientras su fortuna declinaba, perdía ascendencia en la sociedad sanisidrense después de haberse construido a sí mismo desde un origen poco o nada aristocrático? No se sabe. No se ve actuar a los Puccio con las víctimas antes de que estas se conviertan en tales, no se sabe mayormente si unos y otros comparten fiestas, clubes, lugares casuales de encuentro. Arquímedes Puccio está casi siempre en su casa, barriendo la vereda del negocio familiar, comiendo con su familia u ocupándose de las tareas escolares de sus hijos. La película no explica con claridad la operatoria de los secuestros, solo lo mínimo; algún diálogo donde Puccio estudia los movimientos de las presas y da alguna indicación a sus hijos (primero Alex, después Maguila) y a sus colaboradores, un par de tipos de avería, probablemente viejos compañeros de andanzas. De modo que El clan no termina de funcionar como thriller. Puccio quiere dinero, eso es obvio. ¿Tiene alguna otra motivación? ¿Envidia? ¿Algún rencor secreto? No lo sabemos. Las víctimas parecen elegidas al azar; Puccio es una máquina que solo parece vivir para su tarea, su trabajo extra, con el que hace el verdadero dinero y pone negocios. Una situación dramática relevante podría haber sido observar cómo en la normalidad vive el horror. El plano secuencia que es parte fundamental del trailer oficial de la película demuestra que esa era con toda probabilidad una de las ideas centrales de El clan. La escena muestra a Puccio, interpretado por un concentrado y relativamente medido Guillermo Francella, llevando un plato de comida en una bandeja desde la cocina, pasando por el living, subiendo al segundo piso, pasando por delante del cuarto de su hija menor (la integrante más chica de la familia, la única que presuntamente ignora lo que ocurre en la casa), luego por un segundo cuarto vacío, cuya puerta cierra a su paso, para desembocar finalmente en el baño donde está maniatada y con los ojos vendados la víctima. La metáfora no puede ser más clara: en lo doméstico habita el horror. Pero, veamos: ¿es una declaración general, como cuando Hitchcock afirmaba que había que devolver el asesinato al seno de la familia, donde pertenecía de pleno derecho? Trapero se muestra más modesto y parece confinar su figura retórica, montada en una secuencia muy bien realizada y elocuente, solo al universo de la película y de esa familia que habita en ella. El director tiene un monstruo, o quizá más de uno, pero las implicaciones monstruosos de su historia permanecen vaporosas y se pierden en la tensión evidente de los momentos calientes de la película: los operativos de secuestros propiamente dichos, la tirantez ocasional de Puccio con Alex; la irrupción de la policía en la casa. El uso de la música, especialmente las canciones que marcan la época, produce un contrapunto un poco fatuo con la violencia al modo de Scorsese, como si Trapero buscara imprimir sobre las escenas una adrenalina extra para sorprender al espectador con un deleite inopinado que lo haga establecer cierta empatía incómoda con los secuestradores. Hay dos secuencias bien logradas en ese registro: un secuestro fallido que concluye antes de tiempo y el final, donde el tono trágico se precipita definitivamente sobre la película. Respecto de la falta de un universo cohesionado en el que conviven el horror y la cotidianeidad, eso que el trailer prometía, o que por lo menos demostraba que sabía que tenía como posibilidad, es probable que haya que achacarla a los titubeos proverbiales de Trapero para diseñar situaciones de “normalidad”. No hace falta decir que Trapero es un muy buen director, uno de los mejores; pero su mundo es siempre el de los seres dañados, desconcertados, que se ven obligados a aprender todo de nuevo. No ha habido rasgos de normalidad verdadera en casi ninguna de sus películas, por lo menos no en el sentido cotidiano más taxativo, con gente reunida alrededor de una mesa viviendo un día común y corriente. Esa clase de cosa se nota que al director le cuesta muchísimo, sencillamente no se siente cómodo con ellas. En Nacido y criado, la “parte burguesa” de la historia es débil, suena falsa, poco creíble. El blanco de los ambientes tiene incluso una gravedad clínica, la escena de sexo no destila felicidad ni gozo (al margen, Trapero es quizá el director que mejor filma el sexo en el cine argentino), como si el matrimonio estuviera ya destruido, antes de la tragedia que divide el relato en dos. La película gana después, con la pantalla anchísima atrapando a su personaje en los paisajes alucinatorios del sur argentino: está perdido, no sabe qué paso. La aventura del protagonista es también la del espectador, que aprende cosas del mismo modo en que lo hace el primero, ese tema magnifico del cine de Trapero que tal vez encontraba su expresión máxima en El bonaerense. En El clan, en cambio, no se aprende nada. Los personajes están ya inmersos en la historia. El espectador no ve lo que ellos ven; no miran al mismo tiempo que ellos. No sabe si son psicópatas, si a su modo son víctimas de un sistema de relaciones institucionalizadas donde la pertenencia social lo es todo; no sabe si lo único que quieren es dinero. Solo ve esa familia, el clan, inmerso en su mónada; sus integrantes están aislados del mundo que los rodea salvo por los breves apuntes del éxito deportivo de Alex. Cuando el chico se pone de novio, ya ha juntado una cantidad de plata grande y empieza a dejarse ganar por la conciencia acerca de lo terrible de su situación, el padre intenta ponerlo en caja diciendo: “Vos cobraste la plata ¿y ahora te querés borrar? ¿Quién te convirtió en el crack del rugby, el que todos admiran? Yo lo hice. Yo”. Desgraciadamente tampoco vimos eso. La relación de dependencia de la familia con el padre tenemos que darla por supuesta, no asistimos a ella, no está construida cinematográficamente (salvo en una breve escena en la que el padre acompaña al hijo a comprar zapatos, Alex quiere unos, pero luego delante del vendedor elige los que le ha indicado el padre). Respecto del probable temor reverencial del resto de la familia hacia la figura paterna no vemos nada. Siempre es la palabra del personaje de Puccio versus imágenes que faltan. En definitiva, no sabemos nada. Ese escamoteo –de motivaciones, de imágenes, de pistas acerca de cómo los personajes están donde están, como se convirtieron en lo que son – se extiende de una manera descorazonadora a toda la película. La última víctima, la señora que levantan una noche caminando tranquilamente por la calle, parece haberse convertido en víctima de casualidad. ¿Era, otra vez, un personaje encumbrado de la sociedad de San Isidro? La película se pierde las implicancias que podrían desprenderse del contexto social, esa sombra siempre al margen, que solo accede a manifestarse torpemente en su fase histórica, cuando unos pocos carteles dispersos brindan alguna clase de información acerca del momento institucional del país, acaso queriendo ubicar al espectador en el tiempo como si se tratara de una crónica en la cual únicamente el dolor tiene la última palabra. La película luce apurada, va a toda velocidad hacia la tragedia, eso lo vemos bien, en la que el peso de la figura del padre destruye directamente al hijo. Trapero se muestra dispuesto a pulsar una cuerda nueva, en la que la frialdad del horror parece contaminar cada escena, incluso aquellas que deberían representar la normalidad de la familia: los diálogos no cuajan del todo, las actuaciones no siempre dan el peso. Hay una sensación de incomodidad no deseada en esos momentos, por lo cual, cuando lo terrible se manifiesta al final del pasillo no se produce el contraste que el plano secuencia del trailer imaginaba, ese recorrido que empezaba, acaso no casualmente, en la cocina con un plato de pollo y terminaba en el baño, con un hombre desahuciado. De algún modo, sin embargo, El clan se las arregla para ofrecer chispazos perturbadores con su confusión narrativa, o en sus alardes en la banda sonora que incluyen varias canciones célebres (una novedad casi absoluta en el cine argentino), como Just A Gigoló en la versión de David Lee Roth, un tema de Creedence o el omnisciente Sunny Afternoon de los Kinks, que aparece dos veces con su letra, y una tercera vez en un ominoso remix con su introducción estirada e intervenida que acompaña el plano secuencia de Puccio yendo a darle de comer a su víctima. Lo que queda claro es que algo corroe el alma de los personajes, un angustia ontológica cuya irradiación alcanza también al espectador, que asiste a ese espectáculo montado como un circo lúgubre, oscuramente incomprensible. En definitiva, la película podría estar cobijando la tesis de que las relaciones que sostienen la sociedad son una farsa, una mascarada. Pero como no se exploran los vínculos de victimas y victimarios no sabremos si no es algo que no se construye porque se da por hecho, como si el espectador ya supiera eso y no hubiera necesidad de demostración alguna. Uno podría preguntarse, entonces, para qué está la película, si una proposición tan audaz, en caso de que exista, se da por supuesta. En un plano culminante de Familia rodante, una comedia del director jugada aparentemente en tono costumbrista, la abuela de la familia miraba hacia el fuera de campo con ojos inescrutables durante largos segundos en los que se adivinaban los restos melancólicos de una fiesta de la cual parece ser la única sobreviviente lúcida. En El clan, Trapero no tiene a nadie que mire de esa manera, con semejante expresión de desencanto y perplejidad, o que aporte una mirada ambigua que resignifique lo que se ha visto, que eche una luz, aunque sea dudosa, sobre lo que antecede a ese momento. El hecho menos acreditado y acaso más inquietante de su película es que sus personajes ahora son animales sin capacidad de reflexión ni sorpresa, son criaturas mecanizadas acerca de los cuales nadie piensa tampoco. Un mundo negro e inexplicable en el que la película parece sumergida sin remedio.
Las bellas del bardo Más notas perfectas destila una felicidad insensata: la clase de sentimiento poco frecuente –por lo tanto precario, convulso; una cosa que hay que hay que acunar y cobijar, como si fuera una criatura exótica – de que se asiste al momento en que un mundo completo se construye y desarrolla delante de nuestros ojos: con amor, con temblor, con una desusada autoridad mediante la cual lo más vulgar y pedestre se transforma en una variante de arte mayor para tener en cuenta. Primero una confesión antes de seguir: no vi Notas perfectas, aquella celebrada primera entrega de la que estas otras notas son continuación. O, para ser sinceros, vi algo: diez o quince minutos desganados e impacientes en la pantalla no tan hospitalaria de la televisión, un día cualquiera de dios, haciendo zapping. Es decir que no la vi; quince minutos un poco pendencieros, es verdad, que parecieron suficientes y consideré definitivos, como pasa a veces con algunos trailers, para mandar la película sin más trámite al galpón de los trastos que por descartables nos dan toda la impresión de haber envejecido demasiado rápido. Más notas perfectas, casi no hace falta decirlo, retoma la historia de las chicas que cantan a cappella representando a la universidad de poca monta a la que pertenecen. Las chicas constituyen una representación tan esquemática de distintos grupos étnicos, tamaños e inclinaciones sexuales que esa representación se vuelve un gesto de astucia, como el segundo grado de un lugar común. Lo importante, sin embargo, es la gracia que las protagonistas son capaces de desplegar en la pantalla: espléndida, tosca pero distintiva, incorrecta y querible; en el fondo, definitivamente ingenua. Pero es bueno recordar que muchas veces las cosas más bellas pueden ser un poco ingenuas, en el sentido de que se presentan desnudas en el mundo, sin afeites, un poco a merced de la censura y el reproche, la embestida cínica. Las chicas solo quieren cantar, pero en realidad solo quieren divertirse, estar juntas; cantar para sentirse en comunidad (“¿Qué vamos a hacer si se desarma el grupo?”. Es la pregunta que resume de modo lastimero el temor ante el peligro de la disolución, no del conjunto sino de la amistad, ese don sujeto a la dinámica de la volatilidad proverbial de los afectos). La película exprime ese deseo de estar juntos, de “hacerse en el mundo”, como si se tratara de una corriente eléctrica: efusiva, sin concesiones ni marcha atrás. Más notas perfectas se expide acerca del mundo del pop, de las canciones populares, de las competencias entre bandas, del universo farragoso del estrellato efímero, de los concursos televisivos, todo a través de una catarata de chistes casi infinita, no para refutarlos, o demonizarlos, sino para abrazarlos, hacerlos propios; hacer un hogar de la chatarra adorable, ese tesoro que tiene la consistencia de los recuerdos, pero también de los sueños. Si las canciones están en nuestra vida desde que nacemos, eso quiere decir que son nosotros, que también nos contienen, nos pueden tener, como lo hacen nuestras vivencias ligadas a ellas: la película es al final una oda llena de color al poder de ciertos objetos culturales para moldearnos y arroparnos; una burbuja que nos habla, porque somos también parte del mundo que imaginamos, que encontramos en ese momento jubiloso en el cual nos formamos en la cultura, ese magma que nos rodea. Más notas perfectas hace un arma del amor desmesurado hacia las formas más sensibles y menos acreditadas de la canción. No las “originales” que salen de la cabeza de quien interpreta sino las canciones que son de todos, porque están, o han estado, en la radio, en las fiestas, en el boliche, en el acervo de todo el mundo: el mushup, la reutilización plebeya, la concatenación estilizada de hits; los concursos en los que se desafía al otro en el terreno común del saber compartido. Elizabeth Banks (radiante actriz cómica en su primera incursión como cineasta) se muestra como una directora tan competente como perceptiva para captar esos destellos de comedia colorida extraídos del mundo de las competencias entre bandas. Los primeros cinco minutos de película exhiben un timing cómico perfecto y un acercamiento rebosante de cariño hacia el mundo de la cultura popular en su faceta de cochambre más exquisita. Las Bellas de Barden (tal el mote con el que se presentan las muchachas: Barden es el nombre de la universidad) se están luciendo sobre el escenario, pero el número termina en un desastre de proporciones cuando la gorda rubia del grupo queda colgada de un arnés y las calzas se le rasgan por la mitad dejando ver sus carnes. Dos comentaristas llenos de maldad (uno de los cuales es la propia Banks) se expiden acerca de la actuación: están acabadas, sumidas para siempre en la vergüenza. La southern exposure de Fat Amy al quedar frente a un público boquiabierto mirando ese espectáculo inopinado allá arriba parece catapultar al grupo hacia el descrédito. El aire de fábula de la película –los seres que caen y dan brazadas en medio de la correntada esperando que aparezca la oportunidad de redimirse– es apenas una estructura que sirve para vertebrar los números musicales y el repertorio inacabable de chistes incorrectos y groserías más o menos disimuladas que la película dispara con una elocuencia sensible y feliz. Las escenas que estallan de color –hay que ver sobre todo el bellísimo plano de las chicas que caminan por una calle de Copenhague: si eso no es un destello desprendido de algún musical de la MGM es Una mujer es una mujer, de Godard– están forjadas con un regocijo y una pertinencia que parecen conducir la película hacia una rara dimensión de refinamiento no asumido. Cuando Fat Amy, figura elusivamente distintiva de Más notas perfectas (encarnada por la australiana Rebel Wilson, casi un complemento necesario de la pequeña muñeca con cara de roedor bonito de Anna Kendrick, la indiscutida protagonista) grita “Screw your judgments!” mientras deja plantadas a sus amigas alrededor del fuego y sale corriendo para darle el sí al chico que le revoloteaba y que ella, acaso para protegerse del desencanto, rechazó de mala manera, la película parece desafiar en la cara a sus detractores suponiendo con antelación un dictamen desfavorable de su parte. En todo caso, esta elocuente muestra de amor a las canciones y a los números musicales a veces un poco esperpénticos, no necesita regular un ápice su entusiasmo para que creamos que su devoción es auténtica, incluso cuando cada actuación parece estar en el borde filoso que convierte un modelo en una sátira feroz de sí misma a fuerza de manierismos y afectación: todo en la película es un poco enfático, un poco chillón, un poco demasiado sentimental. Pero precisamente por ello la pantalla puede, durante minutos que son oro puro, volverse un rostro desconocido, el gesto inesperado que surge de lo que se conoce de memoria para establecer de un golpe el brillo de la diferencia, un valor secreto, como si de la acumulación de disparates hermosos y archisabidos surgiera una emoción verdadera atravesando las capas con las que la película pretende contar un cuento de chicas que cantan y atrapar al público con las ropas familiares de los realitys y de los conjuntos producidos en serie: Rebel Wilson haciendo “We Belong“, de Pat Benatar, mientras rema en un bote produce un momento tan gracioso como emotivo en sus propios términos. Con sus modales apasionados de relato de amistad en medio de una competencia en la que los personajes prueban su valía frente al mundo, esta película de chicas barderas y hermosas es una refutación de la solemnidad programada de las franquicias, así como una apuesta a la reformulación de la comedia musical, hecha con toda la comicidad y la conciencia del mundo acerca de los mecanismos de ciertas formas subestimadas del espectáculo que no tienen que pedir disculpas a nadie por serlo.
La soledad de la corredora olímpica Hay una especie de belleza secreta en la artesanía sin concesiones de Juego limpio. Pequeña, discreta, sin la menor estridencia; hasta se podría decir televisiva. La película es sobre una chica que en la Checoslovaquia comunista de la década del setenta se prepara para participar en los Juegos Olímpicos. Los colores de las ficciones de los años setenta parecen inventariar un estado de ánimo cercano a la tristeza. La película tiene esos colores como motivo sustancial: estado emocional, naturaleza de las cosas mustias, ligeramente apagadas. La angustia corroe el alma de las corredoras, de Anna y su compañera en el equipo, incluso aunque no se den cuenta. El espectador, en todo caso, se da cuenta. Hay todo un espectro de emoción callada en Juego limpio, una naturaleza invernal de las cosas: las calles vacías, la arquitectura que se ha vuelto ascética, funcional; las palabras que flotan en una suerte de media lengua, la lengua de los que llevan la opresión dentro suyo, naturalizada, vuelta parte de la cotidianeidad. Anna solo quiere correr. Pero, ¿quiere eso en realidad? ¿O quiere escaparse? La primera escena de la película la muestra corriendo por un parque desierto. La última escena parece replicar la del principio, como si Anna regresara a una situación límpida en la que puede correr libremente, lejos de la mirada del entrenador, un funcionario de Estado seco, elusivamente melancólico. He ahí una pista de la película: todos son funcionarios, o aspiran a serlo; todos hacen circular esa tristeza intrínseca del Estado, de un estado de cosas; todos son cuerpos estatales, materia a merced de normativas, diligencias, revisaciones periódicas. A todos se les inyecta una dosis de Estado, como a Anna, que se le suministra algo, probablemente una hormona, llamado Stromba. Con eso en sus venas, difuminándose por su cuerpo de atleta, Anna podrá ser una deportista más completa, podrá “ganarles a las alemanas”, ser más competente; podrá ascender de categoría, tener cosas, “privilegios con los que de otro modo no podrías soñar”. Anna es cuerpo del Estado, entonces; ese cuerpo debe “funcionar” como es debido. O sea rendir más. A Anna le salen pelos en los pezones, le crece más rápido que de costumbre el vello de las piernas; algo le patea el hígado. Cuando convence al entrenador amable, rígido, de bigote riguroso, que le permita a su madre darle la inyección en su lugar, Anna se queda sola en el vagón de tren, baja la ventanilla y su cara parpadea por un segundo de felicidad. Pocas películas recientes son capaces de exhibir un pequeño triunfo como si fuera una victoria definitiva con esa clase liberadora de pudor y de alegría insensata. La chica tiene un plan minúsculo: convencer a la madre de que el mencionado Stromba, esa medicación de la que nada se sabe, no es bueno, de que no lo quiere tomar más. La madre acepta. Dejan el Stromba, pero después confiesan en una consulta médica haberlo dejado y el entrenador monta en cólera. Si paga él van a pagar ellas, pero también los jefes directos del entrenador, que esperan un buen resultado deportivo. Seguramente, también, pagarán otros, que están a su vez encima de aquellos. En Juego limpio hay cadenas de responsabilidades, como hay obediencias debidas que no pueden soslayarse; no se puede “hacer la vista gorda”, mirar a un costado y dejar pasar las cosas, porque siempre en algún lado se enteran y salta todo, como piezas de dominó al servicio de los mandatarios de más alto rango. La película tiene un tono discreto, conmovedoramente intenso cuando más concentrado y libre de énfasis se presenta. Anna tiene un novio con el que sale cada tanto, practica el sexo en una cama fría en la casa de sus padres. En la primera salida de la pareja vemos un grupo de música, un dúo metódicamente irrelevante –unos especie de Pedro y Pablo pero todo mal, con canciones que parecen de amor juvenil, muy cursi e inofensivo– , pero lo curioso es que, como en toda buena película, la canción que los vemos interpretar no suena mal, incluso alcanza una fuerza tan convincente que, por el breve momento en que se escucha, se derrama por las imágenes con una capacidad de evocación infinita. Juego limpio ofrece ráfagas de una emotividad distintiva en ocasiones como esa. Si el mundo es un lugar extraño, sus habitantes deben moverse como criaturas extrañas, inasibles, libres incluso bajo un régimen de carácter dictatorial: Anna quiere correr, pero no acepta, por puro convencimiento íntimo, salido de algún lugar desconocido de su constitución como persona esencialmente libre, seguir ingiriendo eso que le dan; decide que no quiere someterse, no acepta continuar con el tratamiento al que la obligan mediante la ingesta de esa droga misteriosa. La película hace su centro en esa lucha de Anna, pero también de su madre, esa mujer que veinte años antes fue deportista olímpica pero se volvió revoltosa y terminó como barrendera en un teatro. A Anna y a su madre les hacen las mil y una. La negativa a tomar la droga (un anabólico en fase de prueba, en definitiva) sirve argumentalmente para mostrar la naturaleza burocrática del mal encarnado en el Estado policial. Por si fuera poca ofensa, la madre pasa a máquina los manuscritos políticos de un disidente al régimen con el que tiene un amorío errático. Si la descubren peligra la carrera deportiva de su hija. Pero son las inyecciones del anabólico que la chica decide no tomar más las que disparan el desencanto original, abriéndolo y dejándolo al aire, como una revelación. Al principio Anna cree que puede dejar la droga y seguir entrenando sin avisarle al entrenador, por ende engañando a las autoridades. Después advierte que no, que no puede escapar: debe hacer caso, aceptar lo que el sistema ha preparado para ella como peón del Estado, representarlo, ganarles a las alemanas y a las estadounidenses; no puede dejar de “hacer carrera”. Es decir, no puede no querer representar a la República Socialista. El no, ese pequeño gran gesto, puede hundirla pero al mismo tiempo liberarla. Puede llevarla a terminar sus días en una fábrica, manipulando bulones en la fragua. La madre puede quedar presa por colaborar con un subversivo. Merced a un giro inesperado del destino, la modesta revancha de Anna es que Checoslovaquia, recibiendo consejo de la Unión Soviética, decide no mandar delegación a los Juegos Olímpicos. Los últimos planos de la película la muestran corriendo otra vez por el medio de un parque vacío. Anna podría estar sonriendo, quizá por dentro. No avanzó como deportista; tampoco pudo, como se le había ocurrido en un momento aceptando el plan de su madre, salir del país, emigrar como su novio y antes su padre. El “no”, la palabra no, flota en el aire como un signo de beligerancia que tiñe todo de colores apagados, hermosos a su manera. Juego limpio, esta pequeña gran película, es una criatura perdida, un “sí” melancólico acerca del carácter difuso del mal con minúscula, burocrático, convertido en razón de Estado, y de una chica que corre para salvarse. A Anna no le alcanza para todo: salva una parte y se queda sola, corriendo. La soledad de la película es olímpica. El deseo de libertad también.
La chica de flequillo En un gesto elocuente, Los besos recupera parte de un cine que parecía olvidado, la clase de cosa de naturaleza esquiva que supo alumbrar nuestras pantallas para prácticamente desvanecerse luego sin remedio, como una promesa trunca o un sueño perdido casi de antemano. La película luce como una digna representante de la familia del cine cordobés reciente, y parece probar con inesperada eficacia una suerte de tercera vía que la ubica entre la cinefilia potente de los directores de la capital de la provincia congregados alrededor del cineclubismo (que contiene por añadidura un acercamiento más o menos esmerado a los géneros cinematográficos: De caravana, Tres D, El último verano, por ejemplo) y sus hermanos menos organizados y estruendosos, como Atlántida y Miramar, provenientes de localidades alejadas y que traen ecos persistentes de lo que se dio en llamar Nuevo Cine Argentino. Un bello blanco y negro engalana la imagen de la película, menos como un ornamento, o un cierto arrebato de vanidad vintage, que como un marco en el que se avienen a flotar sutilmente los personajes: un poco indolentes, un poco solos, un poco engañados respecto de un presente que sus cuerpos atraviesan con soltura y determinación pero al que no alcanzan en realidad a aprehender del todo. La directora y actriz principal Jazmín Carballo ha filmado una película con personajes en un limbo de juventud por el que aciertan a deslizarse con una especie de elegancia edénica: parlanchines y decididos a pasarla bien –“hagamos algo”, es una frase que resuena a modo de contraseña entre ellos: no un mandato sino un conjuro; acaso un ruego–, a hacer uso del tiempo como quien apura un trago, deja todo para mañana, y se despreocupa a conciencia mientras gasta los restos escondidos de energía que parecen parpadear con las últimas luces que acompañan melancólicamente la vuelta a casa. La protagonista se llama Lisa; protagonista quizá a su pesar: uno puede imaginar sin dificultad que ha sido empujada hacia el centro de la escena: su sonrisa en el aire, interviniendo apenas para meter un bocadillo, como en ese momento magnífico de charla entre chicas filmada con toda la gracia y la delicadeza del mundo. Poseedora de un ligero aire a Scarlett Johansson, es la encargada de hallarse siempre en el medio de los encuentros y desencuentros de los demás, peripecias que terminan incluyéndola, y que hacen de Los besos una experiencia tan poco frecuente en el cine argentino que nos toca en suerte últimamente. En los primeros minutos, Lisa se prueba una ropa, escucha con disimulada altivez las máximas de vida de su compañero recostada inocentemente a su lado y juega luego con él tirándose agua con un regador. Después sabremos que el muchacho prepara una película y que ella es la protagonista haciendo una prueba de vestuario. Carballo (responsable también del guión y del montaje; una auténtica chica maravilla a la que habrá que seguir el rastro) organiza las escenas en esta primera parte como si fuesen esquirlas, fragmentos autónomos de una línea de tiempo inasible en la que el espectador afortunado se sumerge con un regocijo reservado, a la expectativa de la emoción o la desesperanza. El tópico de los jóvenes que están viendo de qué modo los recibe la vida, o que están a la espera de hacer algo –con sus trabajos, con el estudio, con sus sentimientos, con su futuro – hacía mucho que no lucía tan contundente, con tanta convicción y a la vez con una carga de misterio semejante. El encuadre apretuja a los actores, los rostros exhiben la gracia descarnada de los seres que deambulan en la noche sin prisa, sabiendo que hay que dilatar el instante: hablar hasta marearse, pasar el rato como si no se concibiera otro modo de estar en la vida que bajo el calor del momento. La directora no cede ni una sola vez a la tentación del plano/contraplano; las palabras flotan en el fuera de campo; las miradas se pierden soñadoras en un más allá que se intuye como la garantía última de un realismo que se fija a las imágenes para recordarnos que solo podemos acceder a fragmentos parciales de experiencia. Si los primeros tramos de la película parecían prepararnos para una forma dislocada de relato, una sucesión de momentos fotografiados con habilidad, sin demasiado lustre ni singularidad específica excepto la arrogancia con la que sus criaturas son empujadas dentro del plano, recortadas y un poco preservadas de lo que no sea la emoción del momento presente, sin desvíos ni artimañas que las aparten de un descorazonador “estar ahí”, a solas con sus almas, ahora algo de un tenor diferente ha tomado lugar: la calidez innegable de las canciones (interpretadas por Un buen día para el pez banana, banda con nombre de inmediata resonancia salingeriana sin relación alguna con la dramaturgia de la película pero simpático, cuyos integrantes aparecen como personajes), la veracidad de los diálogos de los que se ha expurgado todo énfasis dramático, el talante taciturno con el que, si miramos con atención, vemos evolucionar esos cuerpos en sombras, con sus sonrisas cansadas y su pasión por descifrar los signos de la sociabilidad de la manera más honesta posible. Lisa, esta chica linda de flequillo y risa que desborda como un torrente –la serie de miradas cómplices y deseo secreto que fluye en una escena entre las cervezas y el humo del porro con sus dos amigos está extraordinariamente lograda– tiene de pronto una sombra que le cruza la cara, como una advertencia o un golpe de conciencia. La película presenta personajes en un estado de temblor y expectativa ante el verano que se niega todavía a desaparecer, como si sus salidas, sus encuentros, sus breves aventuras compartidas, sus idas y vueltas en el terreno sentimental, fueran un modo de perseverar en la insolencia distinguida de los jóvenes para no dejarse arrastrar hacia el callejón negro de la incertidumbre que parece aguardarlos de un momento a otro. Con un orgullo sutil y un sentimiento de empatía genuina acerca del carácter inapresable del tiempo que les toca a los personajes, Los besos constituye un caso de “película de jóvenes” en el que la fragilidad del instante se percibe con una fuerza y una belleza insospechadas.
El bolero del vampiro Campusano vuelve a la carga, esta vez probando un ángulo diferente, con una audacia y una inspiración que parecen pertenecerle solo a sí mismo. Cambiando esas zonas de casas bajas del conurbano bonaerense tan reconocibles en su cine, donde la ciudad parece cederle el paso al campo (porque el progreso no llegó todavía o porque se vuelve lastimosamente de él), por los edificios de departamentos de Puerto Madero, el director ensaya una forma de melodrama esquivo, que amaga con pasar a formar parte de la crónica policial sin caer nunca en la tentación de hacerlo. Desde la primera escena, imbuida de una impensada elegancia y una fluidez que se podría calificar de musical, el director se zambulle en aguas desconocidas, acaso con la convicción de que la narración es una excusa siempre pertinente para observar lo que nos rodea con nuevos ojos y con la vocación por pensar el mundo como un archipiélago de experiencias conectadas entre sí. Una mujer de unos cuarenta años, profesional no del todo convencida, casada e insatisfecha, conoce una noche a un misterioso empresario de origen dudoso del que queda inmediatamente prendada. La mujer tiene por únicas confidentes a sus dos amigas, un par de simpáticas solteras de su misma edad de ocupación incierta, que andan en forma permanente en busca de fiestas por la zona, quizá con la intención de darles a sus vidas el relumbre de una emoción extra. El mundo que expone el director es acotado; las mujeres, la hija adolescente, desatendida y colérica, el marido simple y desconcertado, habitan un universo circular donde no alcanza a pasar una ráfaga que indique una calidad de vida cómoda o realizada, aunque fuera parcialmente. La protagonista se entrega al extraño en cuerpo y alma, como el personaje de un bolero; los primeros planos de los recauchutajes que se hace periódicamente en la cara –de los que el director obtiene, por acumulación, un efecto devastador – sugieren el martirologio al que alude el título, en el que la obtención de una recompensa en apariencia insensata tiene su contrapartida en la pérdida creciente de autonomía sobre el propio cuerpo. Pero además, los rasgos un poco draculíneos del empresario podrían aludir a un probable carácter vampírico, moldeado como una fantasía del hombre sin ley ni ataduras, una especie de demonio decidido a disponer de la voluntad del prójimo para satisfacer sus apetitos. Lejos de presentar una invectiva contra los personajes, sin embargo, en la que se exponen los vicios presuntos de las clases altas practicados en el ejercicio impune de sus privilegios, Campusano consigue una empatía genuina con sus criaturas al tiempo que reflexiona de modo ejemplar acerca de la naturaleza volátil de los vínculos en una comunidad irremediablemente sesgada, que no acierta a imaginarse como tal (quizá el tema esencial del universo del director y la moral presente en sus películas). Placer y martirio está concebida como una historia de mujeres solas, tal vez las únicas capaces de contenerse entre sí; los hombres de la película, cuando no pertenecen un poco a la especie de los depredadores, como los tipos entrados en años que siempre quieren convencer a las inquietas amigas de ir a una fiesta, tienen la capacidad de rehacerse enseguida, como el marido que abandona la casa cuando descubre la infidelidad de la protagonista y a los pocos días se pasea por el barrio con una chica que tiene la mitad de la edad que su ex mujer. Con Placer y martirio Campusano ha conseguido una de sus películas más personales y estimulantes, recuperando un impulso inesperado en el poder de la anécdota y con la habilidad intacta para exponer pequeños relatos que funcionan como indagación social y pregunta tácita acerca del estatuto real de lo representado.