La vida secreta de los pianos Breves apuntes dispersos sobre una maravilla oculta: en una calle de Bruselas más o menos anónima, no demasiado rutilante a la vista, que la cámara tiene la delicadeza de tomar de noche, con las ventanas abiertas emitiendo una extraña calidez lunar, viven y trabajan tres generaciones de pianistas de origen argentino, cuyo modo declinativo se formula así: Tiempo, Lechner, Binder. La calle de los pianistas, esta película singular, bien podría ser tranquilamente la joya secreta de la cartelera porteña actual. Por supuesto, también hay que decir que los pianistas de marras no son músicos de tres al cuarto sino lo más parecido a artistas geniales que podamos concebir. La película es una indagación poética conmovedora acerca del estatuto de lo genial, no desde el punto de vista de su interés ontológico sino sobre el momento jubiloso de su manifestación, ese temblor sutil donde la naturaleza del genio parece enviar señales inequívocas de su existencia. Al mismo tiempo, desde la primera escena, con una elegancia que parece flotar grácilmente en cada uno de sus planos siempre discretos y precisos, La calle de los pianistas ofrece una impugnación rotunda sobre el carácter problemático, esencialmente infeliz de la vida de los artistas; el apartado “vida entregadas a su arte”, en efecto, se desentiende esta vez de cualquier atisbo de sordidez remanida que llena los casilleros del rubro con una avidez maratónica, empeñada en ver una suerte de lado oscuro como la contrapartida indispensable de todo artista de valía que se precie. La película ofrece imágenes felices pero nunca ingenuas, en las que Karin Lechner y su hija de catorce años Natasha Binder (sobre todo ellas dos, el núcleo evidente del film) ensayan el piano a cuatro manos, leen distraídamente los extraordinarios diarios personales de juventud de Karin, desperdigados en pilas de cuadernos de toda clase, o compran un vestido para que Natasha luzca en una futura presentación a dúo de las dos mujeres. Cuando Karin Lechner responde al micrófono en un programa de Radio Nacional en el que es entrevistada antes de su presentación en el Colón, la voz fuera de cuadro de Sandra de la Fuente le concede cómicamente la posibilidad de un suspiro cuando se menciona a Natasha. La película hace de la lidia constante entre madre e hija, amorosa y a veces secretamente tensa, el núcleo elusivo del relato. La calle de los pianistas es también una película acerca de la trasmisión del saber. La prosa exquisita de Lechner se convierte en el salvoconducto a través del cual la hija descubre una madre joven en el trance de dudas, tribulaciones y tenacidad que conforman ahora también una parte de su mundo, su vida de mujer-niña como artista singular. La película empieza con un plano detalle en el que se puede apreciar cómo se produce el sonido del piano cuando es golpeada una cuerda, revelando una trastienda que tendemos a olvidar del instrumento, su naturaleza ineludiblemente percusiva. Como si allí habitara un espíritu que hay que sacar a la luz. Del mismo modo, el realizador Mariano Nantes parece buscar con denuedo y sensibilidad una cierta cualidad del trabajo artístico no tan publicitada, relacionada con el juego, con la ligereza y con la tranquila fluidez con la que los músicos se afanan sobre su instrumento, sin pausa y con intensidad, pero también sin una carga traumática que se ofrezca como corolario de una entrega a un oficio difícil, sin concesiones. Cuando Lil, la madre de Karin, le da lecciones a la pequeña Mila, hija de Sergio Tiempo, el clima del trabajo en conjunto forjado en el calor del cariño y el reconocimiento mutuos produce escenas de una gracia formidable. Pero la emoción menos esperada de la película, para quien esto escribe, surge de un momento en particular, muy preciso: aquel en el que se puede ver una grabación de Natasha Binder a los ocho o nueve años en una presentación acompañada por una orquesta. En dos o tres planos previos, la niña Natasha inspecciona con displicencia el escenario, hace algún comentario acerca de la proximidad del público que ocupará esos asientos que ahora lucen vacíos (la distancia se le antoja demasiado estrecha) y se pasea no muy convencida de un lado al otro con pasos zancudos (la niña ya es delgada como un junco). Entonces, sin previo aviso, la vemos tocar, los músicos veteranos alrededor de su figura leve inclinada sobre el piano; las caras luminosas de los que han asistido esa noche para ver a la niña genio, el avatar más reciente de la familia. Esa emoción, entonces, misteriosamente, es algo de otro mundo: ver a esa chica tocar, incluso para los que no estamos entrenados en las minucias técnicas de la ejecución de la llamada “música culta”, depara un shock para el que nada nos ha preparado. Pero no es sólo verla tocar: es su naturalidad y su entrega, pero también, por qué no decirlo, su arrogancia. Una cosa acaso un poco animal, capaz de arrancar lágrimas, que también resulta ser etérea, ferozmente inasible. En ese momento, se me ocurrió que mediante aquella grabación sin mayor lustre ni intención artística que la película incluye en su seno con un sentido de la oportunidad clarividente, estaba asistiendo, ni más ni menos, a la manifestación de un don: eso que llaman genio y que la Calle de los pianistas rodea y ausculta sin pretender confinar jamás en un sentido concluyente.
La felicidad y cómo lograrla. Al margen de la colaboración en la escritura de guiones para las películas de Wes Anderson, y aunque contaba en su haber con tres largometrajes anteriores, la primera noticia más o menos consistente de Noah Baumbach la tuvimos en la Argentina con The Squid and the Whale; una auténtica película de familia, una historia de adolescencia aturdida y un esmerado repertorio de balbuceos con el que el director pretendía inyectarle dosis de glamour y novedad a la evidentemente poco confiable etiqueta “familia disfuncional”. Baumbach arrojaba a sus protagonistas a un vacío que parecía devorarlos en cada escena, y la película consistía en una especie de carrera de obstáculos cómica y estremecedora, en la que de lo que se trataba era de observar –pertrechados con todo el morbo que fuéramos capaces de acopiar como espectadores privilegiados – a qué nueva vuelta de perplejidad y desconcierto se verían sometidos los personajes de una escena a otra. El humor elusivo, la brillantez instantánea de los diálogos concebida como una de las formas menos publicitadas de la malevolencia; el tono “ladrillo a la vista” de la ciudad de Nueva York –de una melancolía desdeñosa, creada en un laboratorio, pero de todos modos efectiva–, hacían de la película una experiencia singular de bajo perfil, capaz de arrancar tímidamente al director de su papel de compinche inveterado de Anderson para investirlo de un insospechado peso propio. En Mientras somos jóvenes, su anteúltima película hasta la fecha (en los últimos años el director parece haber puesto un pie en el acelerador y obtenido una inesperada regularidad), Baumbach se ha vuelto un poco más discreto, acaso más sobrio, aparentemente menos dispuesto a tratar de sorprender al espectador con algún truco de último minuto todo el tiempo, pero también con toda la pinta de haber perdido algo de su sensibilidad para el retrato impiadoso y de la elegancia con la que sus personajes alcanzaban un relumbre de humanidad salvador a pesar de sus defectos. Los protagonistas son una pareja de cuarentones relacionados con la producción de documentales. Baumbach los muestra razonablemente felices aunque un poco resignados, quizá acostumbrados sin darse cuenta a vivir una clase de vida que no se ajusta con exactitud a la que hubieran deseado pero que tampoco parece calzarles mal del todo. Los personajes conocen entonces a otra pareja mucho más joven, que parece funcionar por oposición respecto de esa satisfacción improbable que se insinúa en un pasar cómodo y en el repertorio de pequeñas rutinas domésticas que se desprenden de una existencia poco rumbosa pero apacible. Estos nuevos amigos, especialmente el varón, resultan ser unos vivillos de campeonato, que solo buscan introducirse en el mundo del documental (el suegro del protagonista es un director famoso), pero la película deja entrever que su energía y su pasión son auténticas, precisamente la clase de cosas que los protagonistas tuvieron en sus años dorados y ahora admiten con perplejidad haber perdido. Mientras somos jóvenes es tal vez la película más trabajosa y menos fluida de Baumbach; el corazón de la trama amagaba con ser el descubrimiento doloroso de un vacío sin nombre disponible, que los personajes padecen prácticamente sin saberlo mientras se convencen de las bondades de una vida carente de ataduras, sin hijos ni trabajos demasiado demandantes. Pero el director se distrae inexplicablemente con algunas contorsiones de guion que dan lugar al despliegue de una serie de gags no siempre inspirados, que parecen diseñados para proporcionarle a Stiller una situación cómica donde pueda ofrecer sus piruetas más pedestres. Para decirlo rápidamente: la película no tiene la gracia estilizada y vanidosa de The Squid and the Whale, pero tampoco es Greenberg, ese ejercicio sentimental genuino, donde la mirada dolorida del descastado era el modo en el que la añoranza por lo que pudo haber sido adquiría los ribetes de una tragedia expresada en susurros. Dicho esto, hay que agregar que Mientras somos jóvenes es una película más bien disfrutable, que se puede ver con el entusiasmo moderado con el que sus personajes descubren que, pese a todo, todavía están a tiempo para alcanzar cuotas dudosas de felicidad.
Mi ángel de la guarda es un gato negro Se puede decir mil veces, un montón de veces; todas las que sea necesario. Las películas de Asia Argento se parecen a muy pocas cosas, o se parecen a cosas que hemos visto cada tanto, no siempre bien; imágenes que miramos pero que a su vez nos miran, incluso torvamente, malencaradas, amenazantes, y a la vez inesperadamente bellas y estimulantes; imágenes desde lo profundo de un cine sin compromisos ni legitimación plena: duro, sentimental, chillón, un poco cruel, un poco sin concesiones. Imágenes destinadas a tocarnos un nervio que acaso desconocíamos –una “fibra íntima”, podríamos decir, pero de verdad, decidida a impugnar de plano los lugares comunes de la emoción–, capaces de entramparnos en un abrazo de oso o empujarnos fuera de la sala, fuera de la pantalla, del otro lado del trago fuerte, mucho más allá del espanto y la risa. En suma, se trata nada menos que de la emoción: luz, color, movimiento, sonido, música; o sea el cine. Asia Argento es el cine, como lo son o lo han sido otros; no tantos, después de todo. Incompresa lo dice todo en el título, casi no hace falta decir más. La niña incomprendida de marras podría pertenecer a la estirpe de las criaturas del cine que no encajan, las que son legión en una parte especialmente apremiante de eso que con alevosía y devoción llamamos “cine moderno”: niñas desarrapadas y tristes, lúcidas sin atenuantes; perplejas e inermes, pero inconsolablemente indestructibles; chicas que quisieran morirse pero que también quieren vivir, despertar dentro de un cuento de hadas y saber que pueden esperar un hogar, un pase de magia luminoso, acaso una alegría repentina e insensata, un gesto de cariño capaz de ser juzgado irrefutable. En cierto modo, Argento hace una película de eso que casi parece una especialidad francesa –son muchos los nombres que se pueden mencionar, con las prevenciones del caso, desde La fille de l’eau de Renoir, hasta Mouchette y de ahí en adelante – agregándole un talante italiano que todo el tiempo parecería bordear el espasmo y la parodia. La chica protagonista se llama Aria, tiene unos nueve años, es bella como ella sola y en la primera escena está perdida en la mesa familiar. La madre está sirviendo la comida y tira sin querer las albóndigas en la falda de su marido quemándole las manos. El hombre, un actor en decadencia, ex estrella, supersticioso e histérico, la llama aparte y la golpea concienzudamente fuera de la vista. La madre, después, le pega a Aria: un solo cachetazo a cuenta de una nimiedad, una contestación a medias o algo, que le parte el labio. Más tarde va hasta su cama, abraza a la niña con todo el amor del mundo y le da un beso de buenas noches. Algo del cine de Argento se encuentra en esa sucesión de escenas, ese remolino en el que fluyen emociones encontradas, en apariencia inexplicables. El tono grotesco de algunas secuencias se solidariza con los fragmentos inesperados de canciones, los cambios repentinos de registro en las actuaciones y los actos inmotivados de la mayoría de los personajes, sobre todo de los adultos. Aria aguanta todo; al otro día marcha a la escuela tan campante con el labio hinchado. Cada tanto, su voz en off revela una inteligencia dolorida que se resigna estoicamente a la desdicha y un alma de poeta en potencia, capaz de tomar nota del desquicio que la rodea pero impotente para torcerlo a su favor. El padre descubre una infidelidad y se va de la casa. La hija más grande, una adolescente, se va con él y en varias escenas se sugiere con una ligereza sorprendente una predilección incestuosa del padre por la hija a la que llena de regalos y atenciones. La pequeña Aria queda en el medio, castigada, olvidada y subestimada en partes iguales. En una oportunidad la madre la echa de la casa y debe marchar junto a su padre; luego es el padre el que la echa y debe pasar la noche afuera, con un grupo de punks competentes, fumando porro y durmiendo a la intemperie. Argento registra todo con un espíritu impasible, cerca de la sensibilidad del pop, en el que se puede salir bailando de la situación más desfavorable, como si supiera que su criatura es demasiado fuerte para sucumbir y estuviera convencida de que puede soportar mucho más que eso. La niña se consigue un gato negro que lograr hacer entrar en la casa para espanto del padre idólatra que se agarra las partes bajas y se aleja rápidamente. Cuando lo abraza y el ronroneo llena toda la pantalla, la voz en off susurra satisfecha, sin la menor nota lastimera, palabras de una chica de nueve años: “Una de mis hermanas lo tiene a papá, mi otra hermana la tiene a mamá, y yo te tengo a vos”. Incompresa exhibe la perversidad de un cuento infantil animado súbitamente por un grito de dientes apretados propio de la filosofía punk: no importa nada, aguantemos, rompamos todo. Podemos llorar, porque somos chicos, no tenemos tanta fuerza y estamos solos, pero eso no puede durar mucho tiempo porque hay que seguir y en algún lado nos esperan las canciones, la vida y acaso la muerte. Sobre todo –y es el quid de las películas de Argento– nos espera algo que no sabemos bien qué es.
Romances de provincia 3 corazones tiene como centro y tema principal una reconocida perversión francesa. Se trata del amour fou: amor loco, desesperado, que enciende y condena a los amantes a la extinción; una clase de asunto sin salida que sólo puede avanzar y estallar, desgarrando todo a su paso y arrastrando en la marea a los participantes. Marc y Sylvie aciertan a conocerse una noche en la que él ha perdido el último tren de regreso a París y rumia su descontento frente a una botella de agua mineral en el primer bar que encuentra. El hombre está ansioso, dominado por el stress, y carga con un corazón cuyo funcionamiento en los últimos tiempos se ha vuelto poco confiable: la película no se priva de establecer desde el principio un juego elemental entre el órgano denominado corazón y el corazón de los sentimientos llamémosles románticos. Marc ve a la mujer pasar por la vereda y sale tras ella; está claro que es un cazador inveterado, un hombre de “todas las mujeres”, como se sincera cuando logra ganar su confianza. Un movimiento de la cámara y un estruendo fugaz de música preceden la veloz salida de Marc tras su presa y dejan ver una calle vacía, bellamente iluminada. ¿Es el vacío sin nombre que acecha el futuro de los amantes, el mismo que señala con desolación anticipada la no concreción de su unión? Como sea, Marc camina al lado de Sylvie y entabla rápidamente conversación; le hace lo que se llama un chamuyo, convite de sociabilidad que resulta tan conveniente como pedestre. Benoit Jacquot, el director, filma la caminata con gracia y sin mucha imaginación. La cámara, como en buena parte del cine francés contemporáneo, se mueve levemente, como si flotara, y sugiere la precariedad del instante. Los dos actores están muy bien: él (Benoít Poelvoorde), cien por ciento francés, proverbialmente feo y desaliñado; ella (Charlotte Gainsbourg) con cara de bambi, ojeras cruentas y cuerpo de adolescente que se empeña en desmentir los cuarenta años de la actriz. “Esto parece un pueblo fantasma”, dice Marc. “Así es la provincia”, replica Sylvie, colérica pero secretamente divertida. No ha pasado nada entre esos dos, pero están enamorados, el amor loco lo prescribe así. Antes de despedirse acuerdan una cita para dentro de una semana en el Jardín de las tullerías. El día convenido Marc va con retraso porque no puede deshacerse de unos clientes chinos muy cargosos (en uno de los gags con menos comicidad del año), acude a toda velocidad y en el camino le da un infarto. La mujer espera lo que considera un tiempo prudencial y se marcha. Toma el tren de vuelta y llega arrasada en lágrimas a la casa de su madre (Catherine Deneuve), en la que vive luego de su separación. Tiempo después, su ex marido la convence de volver a estar juntos y parten a los Estados Unidos. Más tarde Sophie (Chiara Mastroianni), hermana de Sylvie, va a París por el tema de una deuda impositiva que tiene con el negocio que compartían y que ha quedado a su cargo. Ese tema es nada menos que el que incumbe al oficio de Marc: encargarse de poner en orden a los deudores con el fisco y facilitarles planes de pago. Sophie y Marc se conocen y, fatalmente, se enamoran. El corazón de nuestro dudoso héroe no afloja, a pesar de los achaques. 3 corazones podría ser una comedia pero no lo es, más que nada porque el director luce demasiado envarado, demasiado seguro de que tiene entre manos un dramón acorde a la tradición siempre trágica del amor imposible. La película fluye apática y más o menos elegante, con encuadres pertinentes, un poco rastacueros, que observan con una complacencia indisimulada los modales y los usos de la alta burguesía de provincia. Por otra parte, no está tan mal la escena en la que Marc se mete en la computadora de Sophie y se le aparece Sylvie en el Skype, y él al verla retrocede en las sombras del cuarto, espantado y sin saber si ella lo reconoce o no. En todo caso, Marc la reconoció a ella y vive mortificado a partir de allí, esperando que todo estalle. La idea peregrina de la película es que algo incómodo e innombrable habita en el corazón de las vidas silvestres, algo a lo que sólo se puede dar rienda suelta en la clandestinidad. Jacquot se preocupa por las imágenes bellas, los detalles del mobiliario, el desempeño equilibrado de sus intérpretes, la discreción del comentario musical. Es decir, todo lo que hace a un “film correcto”. En algún punto, la esterilidad de la película se predica justamente de la adscripción entusiasta a un tono (el buen tono, por supuesto; toda una idea del cine), a una política de la imagen adecuada, del timing narrativo, del sentido de la oportunidad dramático. En medio de ello, sin embargo, el director se dedica a mostrar, con una delectación más bien lúgubre, las consecuencias un poco descorazonadoras de los arrebatos emocionales de los personajes. ¿Algún momento para recordar? Sí, sin dudas. Aquel un poco grotesco, epítome a su pesar de un drama civilizado que pierde los estribos, en la que el personaje de Gainsbourg advierte que ha sido descubierto en su infidelidad y se abraza a las rodillas de su marido en plena calle rogándole entre sollozos que la perdone. La escena tiene lugar en un barrio de caserones y nadie presta atención a lo que ocurre fuera del perímetro de esos parques majestuosos. Para la película, los que encarnan el dolor verdadero se convierten en parias.
A los chori, a los chori El género recobrado (o algo así): Naturaleza muerta va hacia el género desde el primer fotograma; en principio, con una unción que resulta risible y pertinente en partes iguales. El género de terror, para la película que nos ocupa, parece en esos primeros minutos ser el de producción reciente, el de esos destellos perfectamente reticulados y seriados que inundan las pantallas y se pueden ver después, casi enseguida, en la televisión, con la falta legítima de atención que se les dedica a las cosas que olvidamos prácticamente mientras las estamos viendo. Naturaleza muerta abre con una chica en shorts apetecibles que se mueve en una casa inmensa en medio del campo, cuyas luces son lo único que se puede ver con claridad en la noche cerrada. La chica (Mercedes Oviedo, en una participación tan fugaz como competente) se sienta a la mesa a degustar un asado surtido que ha retirado amorosamente del horno. En cuanto se decide a ensartar el tenedor en un regio chorizo este le escupe proverbialmente la remera mínima. Esa escena naturalista, más propia de la publicidad de un removedor de manchas o de una comedia chusca, se acompaña en todo momento con música estruendosa que informa al espectador que está delante de un ejemplar esmerado del género al que la película pretende pertenecer mientras anticipa lo que sigue. La mujer va a limpiarse la remera y advierte un movimiento inadecuado en una casa de la que se creía la única ocupante. Entonces se da cuenta de que algo no está bien: en la casa efectivamente hay alguien, o algo, que la acecha. De modo que opta por salir corriendo despavorida a campo traviesa hasta que ese algo la alcanza y le proporciona, sin que lo veamos cabalmente, lo que podemos suponer que es una muerte espantosa. Ese es el prólogo de la película y también, hay que decirlo, su sección menos imaginativa. A partir de allí, luego de una presentación con carteles rojos muy simpáticos y un auto en la ruta, el director Gabriel Grieco parece disponer un mood diferente, menos burocrático, más aireado e intrigante. La protagonista real de la película es una periodista relegada en su trabajo que recorre un pueblo del sur argentino con su camarógrafo para ir a cubrir un caso que no le interesa a nadie relacionado con el poder contaminante de la bosta de ganado. En el medio se topa con el episodio de la chica desaparecida y adivina el filón noticioso capaz de sacarla de la postergación laboral en la que se encuentra. El asado de la primera escena no era un detalle casual destinado a complacer el espíritu nacional sino el elemento que vertebra el asunto central de la película. La periodista está diseñada a la manera de esas muchachas movedizas y pizpiretas del cine americano, que dan brazadas para salir a flote en un mundo de hombres. La película no es que mejore demasiado, pero se desprende con cierta soltura del mimetismo sin horizonte del principio para encontrar un paso con algún rasgo de originalidad y de ligereza, a mitad de camino entre la historia sórdida de pueblo chico y la aventura en pos del crecimiento personal con toques de humor de la protagonista. Luz Cipriota es una actriz muy bonita y se desenvuelve bien entre mohínes rigurosos y gritos de espanto lanzados con bastante solvencia. Naturaleza muerta se guarda una serie de truculencias de baja estofa para el último tramo (que incluye imágenes auténticas de faenamiento de animales), acaso a modo de concesión apresurada a la estética de “pornotortura” puesta en boga hace poco menos de una década. A esa altura resulta evidente que la película es también un monstruo un poco solitario y errabundo en busca de su verdadero rostro.
Dos o tres cosas que yo sé de ella El director canadiense Jean-Marc Vallée tiene una idea, y probablemente también una esperanza, algo que cuelga en el horizonte de su película, como un augurio o una señal luminosa. La idea es sobre una chica –una mujer de pleno derecho, en realidad, aunque sea muy joven– curtida por el desencanto, las “malas decisiones”, las encrucijadas de la vida, el maltrato o la simple mala suerte. Esa chica, a poco de empezar la película, está sentada en el borde de la cama de una habitación de hotel mirando una mochila enorme, con toda seguridad mucho más pesada que ella. Primera prueba para esa joven que está a punto de emprender una especie de viaje purificador, sola con su alma y su dolor: ponerse esa mochila a la espalda. La situación puede tener su aspecto cómico, pero repica en la conciencia del espectador con un eco de desolación indudable, por cierto muy propicio para el planteo que la película propone desde el vamos; esto es, que la protagonista “carga” con cosas, debe ponérselas en las espaldas y partir con ellas para luego, si hay suerte, perderlas, sacarlas de sí, largarlas por el camino. No es difícil adivinar que esa escena marca el grado cero de Alma salvaje, y establece el principio de una terapéutica cuyo desarrollo más o menos feliz se dispondrá de allí en adelante. Cuando la mujer se pone efectivamente a marchar, hay todo un costado “el ambiente amable de los Estados Unidos profundo” que acierta a iluminar bellamente la película, con sus encuentros casuales en medio de la nada, las ráfagas espontáneas de solidaridad de los viajantes o los encuentros con ocasionales habitantes que acompañan por tramos el periplo de la protagonista: obviamente, se trata del viaje de la vida (una fórmula peregrina), pero la calidez emocional y el carácter no forzado de varias de las situaciones tienen un efecto muy hermoso. Pero después, casi como la contracara de la ligereza aireada y fluida de lo anterior, hay una retórica pesada que se derrama por todos los costados del relato. Los escollos lógicos de la existencia tienen todo el tiempo en Alma salvaje una representación visual en forma de pequeños obstáculos para esta mujer castigada y dolorida, que lo que quiere es hacer una larga caminata capaz de sanarla, perderse para el dolor y encontrarse a sí misma; fundirse con el entorno, acaso, y esperar algún estado cercano de comunión con la naturaleza no exento de esperables resonancias míticas. Primero calzarse la mochila en la espalda, entonces; después armar la carpa a un costado del camino; más tarde tratar de encender un calentador a gas y advertir que se ha traído el suplemento equivocado para tal efecto. Luego descubrir que los únicos zapatos que se tienen son demasiado chicos: la protagonista atraviesa pruebas, del mismo modo que el director practica con entusiasmo un manierismo hierático que proviene de Dallas Buyers Club (su renombrada película anterior), con el que el pasado se actualiza de manera permanente en el tiempo presente bajo el rostro de metáforas poco inspiradas. El término flashback pocas veces lució más apropiado que en esta oportunidad para describir el régimen narrativo de Alma salvaje. No es que la protagonista recuerde cosas y estas se manifiesten en forma de imágenes que informan al espectador sobre hechos anteriores, sino que las imágenes irrumpen constantemente en el presente, a veces como chispazos ínfimos, a veces como escenas completas: el pasado y el presente se vuelven casi indistinguibles en un mismo tiempo que es el de esa pobre mujer acosada por su otra vida, por lo que hizo antes, o le ocurrió antes, y viene a torturarla cruelmente hasta ahora. Enseguida se aprecia claramente que toda la película se inclina sobre una idea, que es la del trauma. Los modales más bien zafios de Alma salvaje, su torpeza narrativa, el dispensario elemental de sus figuras retóricas, sus trucos visuales de baja densidad que pretenden establecer una filiación ostensible con cierta porción desestructurada del cine americano de fines de los años sesenta (al director Sean Penn le ha salido siempre mucho mejor), apuntan en la dirección del trauma como motor definitivo para que la ficción se realice. En el principio estaba el dolor, podría decir la película. El rostro hermoso y cansado de Reese Witherspoon, su cuerpo desnudo, las estrías que no se intentan disimular, los pechos ordinarios, todo eso constituye, quizá, el testimonio más genuino de la entrega de esa mujer a un camino de superación del pasado a la que la película no le hace justicia, básicamente por distracción, o tal vez por falta de una fe auténtica en el material. El director hace uso de una voz en off omnipresente que se adhiere a cada plano y se suma a las capas temporales (hay flashbacks que operan dentro de otros flashbacks) y a la explicación machacona del origen de esa sombra de aflicción que no se despega de la mujer: Alma salvaje se vuelve insustancial y repetitiva cuando debió ser naturalmente misteriosa e inasible.
El tiempo pasa tan rápido Sin que nos diéramos cuenta, Liam Neeson dejó de pasear su jeta inconmovible de sujeto eternamente estreñido por dramas confeccionados con mayor o menor suerte –apartemos de ese lote el engañoso primer golpe de fama con La lista de Schindler – para convertirse en protagonista escrupuloso de películas de acción de pleno derecho. La verdad es que de pronto el hombre parece haber nacido solo para esto: cuando hace rato que está listo para hacer de padre de familia perfectamente establecido, reblandecido y aporcinado, su corpachón y su cara agobiada por una tristeza de otro mundo lucen perfectamente compatibles a la hora de encarnar con aplicada verosimilitud a un ex hombre peligroso que no ha perdido las mañas. No es necesario aclarar que parte del curioso encanto de estas películas de familia amenazada que constituyen la seguidilla de Búsqueda implacable reside en que en ellas el personaje de Neeson es precisamente ese esposo y padre dedicado: el pasado puede ser una amenaza perseverante para el presente, pero también una experiencia formadora insoslayable –digamos una didáctica– a la que recurrir para salvar las papas en el momento oportuno. Ex agente, ex peleador de batallas oscuras, ex killer por la gracia del Estado, vaya a saber: lo concreto es que ahora el hombre solo pretende pasar tiempo con su familia sin que le rompan las pelotas. Claro que si las cosas fueran tan fáciles no habría película. Búsqueda implacable 3, último avatar hasta el momento de este sistema o franquicia que nadie creyó que podría extenderse tanto, empieza una tarde en la que nuestro hombre va de visita a lo de su hija con un oso de peluche enorme y una botella de champagne. Como ocurre en toda serie de películas que emplea a los mismos actores para interpretar a sus personajes a lo largo de un período de varios años, especialmente si hay gente muy joven involucrada, que se transforma visiblemente de una a otra (hay ejemplos célebres), el tiempo constituye un factor que se impone con una carga dramática inevitable. Búsqueda implacable 3 establece el paso del tiempo como motivo inicial de la película. La chica está embarazada, pero el padre que se presenta en el umbral con una media sonrisa colgada en la cara (esa clase de sonrisa que indica en quien la porta que no está seguro de cómo será recibido cuando se abra la puerta) no lo sabe. Esa chica que ya dejó hace rato de ser una niña y ese padre que no las tiene todas consigo, pero que no acaba de rendirse ante la evidencia de que no puede seguir comportándose como si su hija no hubiera traspasado aun el umbral de la adolescencia, configuran el efecto inmediato más perdurable del mapa emocional que la película intenta establecer con su protagonista. Cuando la hija lo convence con toda la delicadeza y el cariño del mundo de que el festejo adelantado por sorpresa de su cumpleaños no es una buena idea, y Neeson se vuelve al auto con el oso y la botella a cuestas, y habla luego con la madre de la chica (su ex mujer, para más datos), y nos damos cuenta de que la sigue amando, no necesitamos más para saber que Búsqueda implacable 3 podría no ser otra cosa que la historia de ese viejo hombre de acción que ahora tampoco tiene del todo una familia. En el momento en que la violencia por fin estalla, entonces sí, el hombre se encuentra de nuevo en su salsa, siempre con esa expresión neutra (a su modo tierna) del antiguo profesional cuyas habilidades dormidas se despliegan una vez más para conseguir lo único que le importa en la vida: la seguridad de sus seres queridos. El director francés Olivier Megaton no parece, ciertamente, un dechado de virtudes. Su torpeza a la hora de filmar la acción física es manifiesta; los planos demasiado cortos, el montaje fragmentado al extremo, transforman un tiroteo dentro de un kiosco de estación de servicio en un arrebato cubista de ocasión, sin pies ni cabeza, carente de la emoción necesaria. En cambio cuando Megaton filma a los actores como seres humanos, no entregados al diseño febril con el que están concebidas las escenas de violencia, vuelve la fe (y el interés) en el destino de los personajes. En una larga secuencia el antiguo agente es perseguido por un montón de policías desorientados y logra eludirlos, como un Houdini con mirada desarmada, escapando por un conducto cloacal. Hay que ver el movimiento que hace Neeson con los hombros cuando por fin sale a la luz y nadie lo está mirando: avanza tambaleándose, como si anduviera a tientas, golpeado en el cuerpo (es de suponer), pero también en el alma, y como si lo que intentara hacer es sacudirse el dolor de encima. El personaje no es el hombre que sabía demasiado sino el que todavía sabe demasiado poco. El espectador quizá tiemble un poco, a la par de ese hombre y de su circunstancia. Búsqueda implacable 3 se deja ver casi siempre con una atención más o menos esmerada, propia de los thrillers sin director, cuya factura de oficio está asegurada por los rudimentos de la industria que le son propios. Solo la sombra herida de un tipo con la vida destrozada (Neeson, en una performance tan definitivamente recoleta como estremecedora) nos acompaña fuera del cine.
Un cazador de zorros Foxcatcher seguramente esté un poco por debajo de lo que indicaba su reputación y acaso un poco más allá de ese horizonte chato y gris que parecen señalar con ferocidad sus detractores. Un hijo de las grandes fortunas de los Estados Unidos –las de los constructores del país, los benefactores concienzudamente selectivos, los hacedores de milagros que trabajan el hierro, la voluntad, la expectativa, incluso el dispensario de imágenes más o menos probables que pueden pasar a conformar de pleno derecho parte del bagaje mental de los norteamericanos de buena voluntad– viene a posar su mirada sobre Mark Schultz, un ex campeón de lucha que sobrevive con esfuerzo en gimnasios de mala muerte. El joven luchador es más bien ingenuo, no ha sabido hacer dinero, su oficio de campeón del pasado lo lleva a ofrecer charlas ante una sala colmada de niños de escuela que bostezan distraídos; su prestigio es algo que solo reluce entre los conocedores de la especialidad y constituye un plus dudoso de moralidad, cuya fuerza edificante explotan los funcionarios del deporte mientras Mark deriva por su modesto presente, atado a los recuerdos, solitario y ausente.Mark tiene en su hermano Dave, también campeón mundial en la misma disciplina, un entrenador aplicado y cariñoso y una figura de autoridad cuya sombra parece pesarle dolorosamente. Foxcatcher destila una desolación profunda desde el minuto uno, cuando el director Bennett Miller arroja al espectador sobre ese cuerpo enfundado grotescamente en malla que se retuerce sobre un muñeco que le sirve de contrincante en el espacio descorazonador de un gimnasio desierto. El ex campeón se prepara para una competencia de relativa importancia. Su deporte es un asunto solitario, de horas arduas horas de dedicación y recompensa insuficiente. La conclusión es clara: en el fondo de su alma el hombre está solo, no tiene a nadie; solo cuenta con su actividad y la dignidad difusa que de ella pueda extraer, cada vez con más esfuerzo y menos convicción. La película le acerca entonces, de forma no demasiado sutil, a un personaje que se encuentra en una situación equivalente, el extraño filántropo que le hace una llamada intempestiva para ofrecerle entrenamiento, comodidades, un sueldo y una promesa de gloria en el panteón de los héroes norteamericanos del que se alimentan los sueños de sus compatriotas más acreditados. La película de Miller no es de ningún modo un gran relato sino otra cosa muy distinta: una artimaña más o menos decorosa para describir un presente de promesas rotas, tal vez un poco en la tradición desencantada de cierta porción del cine americano de los años setentas. Esa es la parte buena de la película: Miller diluye con habilidad la tensión dramática en el misterio extendido de la naturaleza verdadera del personaje de Carell. Enseguida queda claro que el heredero es un monstruo; el espectador lo intuye pero todavía no es capaz de vislumbrar de qué manera, bajo qué maniobras tortuosas, se evidenciará del todo su carácter oscuro. He ahí el placer leve, un poco incómodo, que la película es capaz de deparar. El director dispone planos fríos, ligeramente imbuidos de una sensación de desastre inminente; la ausencia casi absoluta de comentarios musicales –sorprende, y no de la mejor manera, el uso de la canción This Land Is Your Land, a cargo de Bob Dylan, para aludir con una ironía fatua a la esencial desconexión del personaje del ricachón con una pertenencia a la historia de la nación de cuyo orgullo hace usufructo simplemente por herencia– constituyen una novedad a medias para el mainstream, quizá malgastada en la pretensión más bien insensata de que la austeridad programática produce de suyo un objeto más o menos relevante. Está claro que lo que Miller ha intentado hacer no es una película de visión agradable, que se siga con ese afecto minucioso, tal vez un tanto improcedente, que destinamos a los placeres de digestión inmediata. La emoción contenida de las escenas, la sobreabundancia de maquillaje, el regodeo con planos que parecen acompañar el carácter absorto de los personajes –esas criaturas estupefactas que no parecen nunca comprender cabalmente el hilo trágico con el que están zurcidas sus vidas– ofrecen un aire de evidente artificio cuyo encanto esquivo pertenece al reino de la ironía o de las causas perdidas de antemano. Foxcatcher nunca será una gran película, acaso porque la pierden un poco su seriedad, su exceso de cálculo y esa suficiencia silenciosa con la que cada escena parece contenerse a sí misma, como si el director se abstrayera, con plena conciencia, de ofrecer un relato con fluidez y coherencia interna para enrostrarnos una idea precocida acerca de la naturaleza triste de sus personajes y el mundo que los rodea.
El pueblo de los malditos Como ocurría con El guardián, la anterior y muy recomendable película de John Michael McDonagh, protagonizada también por Brendan Gleeson, la acción de Calvario tiene lugar en un pueblo costero irlandés. Se trata probablemente del pueblo más triste del mundo. El personaje principal es un cura que en plena confesión recibe una sentencia de muerte. Como la amenaza no viene acompañada de una muestra de arrepentimiento, ni contiene por tanto un pedido de absolución, no se encuentra sujeta al protocolo del sacramento de la confesión, de modo que el confesor no se ve obligado a guardar silencio. El cura sin embargo no hace ninguna denuncia; solo deja pasar el plazo de siete días anunciado para su cumplimiento, inmerso en sus rutinas y en su soledad. La localidad es chica pero el trabajo no falta. Como es de rigor, las confesiones abundan sobre casos de adulterio, golpizas y algunas formas más o menos variadas de concupiscencia. El Padre recorre las casas tratando de arreglar lo que oye en confesión, pero nadie le hace mucho caso. El lacónico negro con quien una mujer golpeada le mete los cuernos a su marido le dice que mejor se ocupe de sus propios asuntos, que a las mujeres irlandesas les gusta que les peguen. La incorrección política que flota en el aire en el cine de McDonagh es menos una muestra de humor bárbaro que una manera de que la vida en la que están inmersos los personajes se exprese con un grado de complejidad desusado. La hija que el sacerdote tuvo antes de ordenarse, una colorada presuntamente recuperada luego de una historia de drogas y depresión, hace su llegada al pueblo como un miembro más de esa grey que parece todo el tiempo penar en silencio, no siempre convencida de que la salvación de las almas es recompensa suficiente para el tránsito gris por ese lugar olvidado sin remedio que les ha tocado en suerte en esta vida. El joven ricachón, que se acerca a caballo al cura y su hija que pasean tratando de ponerse al día después de meses de no saber nada el uno del otro, exhibe una arrogancia solipsista y un desencanto aristocrático a los que la tristeza penetra con un filo secreto: los personajes de Calvario están solos y condenados, la resignación los carcome y apenas atinan a rondar por los mismos sitios, el bar, la iglesia, el boliche modesto, buscando una confirmación del sinsentido con el que parece girar el mundo. El director ha filmado unas cuantas escenas secas, sorprendentemente elusivas, sobre las cuales se deposita siempre una mota de comicidad extraña, que aligera el tono melancólico con el que se desenvuelven los protagonistas, al tiempo que les otorga el beneficio de un misterio que no aparenta derivarse de la letra prescripta por el guión sino del estado de estupefacción con el que se perciben a sí mismos y al lugar que ocupan en el mundo. La referencia a Georges Bernanos establece una relación lejana con Diario de un cura rural, pero la espiritualidad dolorosa de Bresson, o su ascetismo programático (es decir, la otra cara de la misma moneda), no son parte del andamiaje de McDonagh: Calvario es poco sofisticada, tiene menos aspiraciones, sus trucos están demasiado a la vista; el vehemente esplendor pop de la película anterior del director cede el paso a la materialidad discreta con la que se construyen algunas tomas bastante convencionales (esos planos aéreos de transición sobre el mar, ambientados con música de relleno). La película tiene en el fondo una obsesión humilde, un ejercicio que nada le debe al ideario católico que sobrevuela en la superficie: la espera inmóvil del momento en que un hombre se enfrenta a una muerte violenta, bastante esperable si se ausculta con cierta perspicacia el clima de sentimientos larvados que late desde el minuto uno de película. Cuando el cura mira a la cara a su agresor, a pesar de lo que este le ordena (o le ruega: “No me mire, Padre, no me mire”), se puede ver con claridad que el futuro estaba marcado. En Calvario, la muerte a manos de nuestro prójimo es aquello para lo cual solo hay que tener un poco paciencia.
Los días de la bestia Un hombre que gruñe: Depardieu/Devereaux se mueve entre los cuerpos de las mujeres emitiendo ruidos extraños, mitad por la lujuria, mitad por la respiración, que acaso se le complica en medio del ejercicio a causa de la edad, el sobrepeso y la rutina de excesos carnales de todo tipo que se le han ido acumulando encima a lo largo del tiempo. Depardieu es un animal, como lo es su personaje en Welcome to New York, nada menos que ese animal que en el curioso prólogo de la película afirma odiar, ante la requisitoria de unos periodistas que se preguntan cómo es interpretar a alguien de estas características. Lo más probable es que el actor francés, famoso entre otras cosas por su hedonismo, por su naturaleza histriónica (de la que hace gala tanto delante como detrás de cámara), por su carácter iconoclasta y su megalomanía, esté mintiendo un poco, tal vez para otorgarle un énfasis oportunamente dispuesto a otra de sus facetas más celebradas: la del anarquista irredento, enemigo sinuoso de la política (de lo que esta representa para el público en su imagen más difundida), refutador entusiasta de la democracia y de las instituciones. Lo cierto es que, gracias a Ferrara, es difícil ahora imaginar a otro actor capaz de meterse en la piel de un personaje semejante, de encarnarlo (en su sentido más literal) con tanto margen de entrega, de suficiencia y, por qué no decirlo, de magnanimidad. La anécdota que sirve de base a la película ganó en su momento los diarios y es bastante conocida: un funcionario de muy alto rango del Fondo Monetario Internacional, posible candidato a presidente de Francia por el partido socialista, es acusado por una camarera negra de haber abusado de ella en un hotel de Nueva York. El comienzo de Welcome to New York es majestuoso a su modo: sobre la canción America The Beautiful interpretada por el actor Paul Hipps –en una versión rugosa, descarnada, cantada con un desencanto brutal; sutilmente irónica pero imbuida de una emoción genuina– se suceden imágenes del downtown neoyorkino, la zona financiera de Manhattan con sus rascacielos encuadrados mediante soberbios planos contrapicados, de la gente que deambula, los empleados que fuman, y las filas de billetes que marchan por las máquinas impresoras. Todo un mundo en movimiento conectado por sus leyes particulares, al mismo tiempo oculto y transparente, espléndido e implacable en partes equivalentes. Inmediatamente, pasamos al interior de un edificio y nos encontramos con el hombre, ese funcionario con el cuerpo y la expresión de cansancio oceánico de Depardieu. A partir de allí casi no habrá exteriores, puesto que el director nos ha conducido al centro misterioso del poder como la película lo concibe, que respira su propio aire puertas adentro, insumiso y autónomo. La primera media hora de la película consiste en un recorrido asombroso por los cuartos de hotel donde Devereaux tiene sus encuentros sexuales con prostitutas. Ferrara dispone las escenas sin el menor atisbo de amonestación o de repulsa. Las chicas se entregan a su trabajo entre risas, como niñas crecidas que entienden con lucidez el costado fatalmente cómico involucrado en el juego de ese hombre poderoso que eyacula sobre ellas entre estertores y toses ahogadas. La impresionante masa corporal de Depardieu se desliza con dificultad pero también con pericia alrededor y sobre los cuerpos hermosos de las jóvenes profesionales. La neutralidad de los planos alcanza un sentimiento de banalidad insobornable que mantiene la imagen siempre a salvo del juicio moral. Para Ferrara no hay sometimiento alguno en esas escaramuzas venéreas sino participación voluntaria, contrato entre particulares, conformidad de las partes. En el universo de la película cada uno hace lo que le toca. Pero en la secuencia del abuso también está claro cómo son las cosas. La película no escatima ese momento de la mirada del espectador, ni se dedica a construir un enigma fatuo acerca de la veracidad de la acusación. Las mujeres negras que desfilan con carteles después de la detención exigiendo un juicio ejemplificador certifican la existencia de las víctimas de un poder cuya propia dinámica lo vuelve omnímodo. Pero lo notable es cómo el director evita las soluciones fáciles. Como tantas veces en sus películas, Ferrara tiene entre manos a una criatura exótica a la que observa evolucionar por los planos con fascinación, curiosidad y empatía. Su personaje es un representante cabal del mundo en el que se desenvuelve: admirable por su potencia, insondable en su funcionamiento psíquico, esencialmente amoral e impredecible. No es un villano sino un ser voluptuoso, que no reconoce límites para su apetito, básicamente porque no los reconoce para nadie que tenga la capacidad suficiente para asumirlo. En el fondo, el personaje parece delineado como una especie de santo pasoliniano (el paso lógico de Ferrara sería filmar alguna vez la historia de Pasolini: ya lo hizo en su última película), que se vuelve digno precisamente a fuerza de perseverar en su perdición frente a la mirada de los que lo rodean. Devereaux es una especie de cínico que antes fue un idealista. Si alguna vez tuvo la vocación de cambiar el mundo, ahora el desencanto lo ha golpeado; lo que le queda entonces es reptar sin ilusión por los engranajes de un sistema que lo contiene y le permite explotar al máximo de sus fuerzas su inclinación lúbrica. Ferrara filma siempre planos impasibles, donde las escenas de las mujeres que se desvisten para ejercer su oficio encuentran una inopinada correspondencia en aquella en la que el funcionario caído en desgracia comparece pasivamente delante de los policías que lo revisan. Cuando queda detenido con arresto domiciliario en una casa para millonarios, intenta seducir primero y violar luego a una joven periodista que pretende entrevistarlo. Después del forcejeo la chica escapa, corriendo semidesnuda, y Devereaux queda sentado en el sofá, bufando discretamente su fracaso. Por un instante, da la impresión de que ese hombre derrotado mira durante un segundo a cámara, como si quisiera compartir con el espectador su desconcierto. La escena parece vibrar con un tono de desesperanza, que antes se deslizaba con cautela a lo largo de la película pero alcanza ahora un cenit inesperado de patetismo. Welcome to New York podría ser la historia de un monstruo que no acierta a descifrar de qué manera se convirtió en tal.