Mis días con Gloria es una de esas cosas que suelen filmar en San Luis, hermosa provincia cuyos paisajes se muestran de manera profusa en varios de sus planos, acaso como compensación a la torpeza general que afecta la película. La curiosidad mayor del asunto resulta ser la presencia en el elenco de Isabel Sarli, que interpreta a una diva del cine retirada a la que le anuncian que le quedan pocos días en este mundo. Como Gloria Swanson en El ocaso de una vida, la vieja vive de los recuerdos de sus remotos triunfos; igual que lo que ocurre con la geografía puntana, Mis días con Gloria aprovecha para exhibir con entusiasmo fragmentos de la filmografía de la Coca, que la ex actriz ve a solas en la oscuridad de su living. Se agrega a la trama un personaje también terminal encarnado por Luis Luque (con su aspecto inmejorablemente desalineado, Luque parece especializado en personajes al borde del abismo), un asesino a sueldo que quiere dejar la profesión, asolado por un trauma que no termina de quedar claro y al que se hace referencia en un parlamento de increíble ineptitud. El toque de actualidad periodística está dado por el detalle de que el hombre trabaja en realidad para un mandamás de la policía local, papel que recae en el insólito Nicolás Repetto. Isabelita Sarli, por su parte, se parece bastante a su madre (y eso que es adoptada). Como otro de los guiños que la película destina a los seguidores del cine de la dupla conformada por Sarli y Bo, en un primer plano se puede ver cómo los pechos de la chica son convenientemente magreados por dos manos masculinas que ingresan desde fuera de campo. Jusid nunca fue lo que se dice un virtuoso, pero tampoco es que filme espantosamente mal. Lo suyo es más bien una corrección anémica, como si a las películas se las sacara de encima con desgano, a la que se le viene a sumar una terrible dirección de actores. Pero encima el hombre no tiene suerte con los guiones. O quizá se trata solo de mal gusto. Si se piensa que hay cuatro personas escribiendo Mis días con Gloria, aunque la cantidad no constituya garantía alguna, parece demasiada gente para un resultado tan magro. Porque lo que ocurre es que la película acumula citas, da manotazos para ver si de la historia del cine puede extraer algo que le aporte un poco de vida. Hace tiempo que el policial argentino es problemático. Para decirlo más claro: es un problema. El color local solo agrega en esta ocasión una pátina sobre la que la mirada se puede deslizar con una familiaridad precaria, siempre sujeta a la trampa de su propia impostura. La película hace como si el cine le perteneciera. Pero la verdad es que el cine parece que se le escapara, o que solo pudiera obrar en forma de evocación estéril. Aquí no interesa la clase B, ni un pájaro en su jaula importado de Melville, ni la película de Wilder mencionada arriba y a la que se alude expresamente desde el título. En realidad ni siquiera importa Sarli, que figura al frente del cast pero cuyas escenas parecen metidas a la fuerza en la historia principal, que es la del personaje de Luque. Mis días con Gloria se asemeja a un experimento de entrecasa en el que se manipulan materiales que exceden la destreza de los participantes. Al final, solo queda el residuo de algo que por costumbre llamamos cine. Imágenes que no nos hablan (como en el tosco montaje que se hace de las películas de la Sarli, a modo de tributo, ahora sí, a la diva real) pero que se encargan de ejercer la simulación de una pertenencia dudosa.
La industria del cine suele deparar objetos de a pares, gemelos o mellizos que pueden mirarse extrañados o guiñándose el ojo ante el hallazgo de una filiación secreta. Este año los espías vienen con todo. Agente Salt era una fiesta de disfraces un poco macabra en la que se descubría, de golpe, que debajo de una de las máscaras había un alma que jadeaba. En Asesinos con estilo no se descubre nada semejante. Un espía difuso (Ashton Kutcher, sorprendentemente correcto) se enamora y quiere dejar la profesión. Él y la oportuna chica (que ignora de qué vive su príncipe) se casan y se van a vivir a un barrio que no es cerrado pero se le asemeja, por las casas bien prolijas y de una opulencia rancia, y las sonrisas de los vecinos, que trasmiten la sensación de que es lindo pertenecer a esta comunidad con rentas anuales tan altas. Sonríen, por lo menos hasta que se pudre todo. En el comienzo, unos planos de las playas de la Costa Azul habían servido para despachar apresuradamente tres o cuatro postales que indicaran que alguno de los responsables de la película vio Para atrapar al ladrón, por ejemplo, y que no se olvida de los titanes de antaño: Kutcher va en cueros, camino a zambullirse en esas aguas míticas mientras una rubia (Catherine Heigl) lo mira con ganas. Un minuto después, en un diálogo se menciona “el día en que Cary Grant empezó a tomar ácido”. Para los que desconocen el dato, el bueno de Cary fue uno de los primeros voluntarios de renombre que se ofrecieron para hacerse pruebas ingiriendo L.S.D., la droga pergeñada en un laboratorio estatal norteamericano en los años cuarenta. Es cierto que en Para atrapar al ladrón no hay espías, pero acá tampoco, en realidad. El personaje de Kutcher parece más un asesino a sueldo que otra cosa, y la película chirría haciendo entrar los cadáveres (gente que se convierte en fiambre de modo muy violento, hay que decirlo) en el tono de comedia romántica sofisticada que intenta evocar con dichas menciones. Asesinos con estilo se permite por momentos esgrimir gracias exquisitas como esas para simular un espesor del que a todas luces carece, pero sus fichas verdaderas se juegan en otra parte, como se ve enseguida. Es que, previsiblemente, el pasado de juegos violentos del personaje de Kutcher no lo quiere dejar en paz, a solas con su esposa y su prosperidad: hay una recompensa de muchos ceros para quien lo mate, y de inmediato se desata una cacería, podríamos decir que humana. Entonces sí, se da una cosa muy impresionante: el barrio tan pituco y pulcro se vuelve un campo arrasado, una zona de guerra. Aunque no es solo eso: como un reverso aterradoramente gracioso de Agente Salt, cada rostro se enrarece, cada cual se vuelve un desconocido. El tipo que se quedó en un sillón durmiendo del día anterior porque la fiesta terminó muy tarde y, pobre, no era capaz ni de sostenerse en pie, se puede aparecer en la cocina con un cuchillo enorme, queriendo ganarse unos cuantos pesos mientras estamos distraídos esperando que el huevito frito esté a punto. Asesinos con estilo muestra la codicia desatada y lo hace a golpes de esa comicidad primitiva que se deriva de los cuerpos que se persiguen, se caen, se disparan, se pegan. “Ahora vamos a robar un auto”, dice ella con una elegancia gloriosa, ya metida de lleno en su papel de esposa de un hombre cuya cabeza tiene precio. Katherine Heigl la rompe. No es Grace Kelly ni por las tapas sino una Claudette Colbert tuneada, mejoradas sus formas, de tetas altas y mohines compradores. Se ve que el casting quiso disponer una pareja chispeante con Kutcher y ella pero no salió. El hombre se defiende, la verdad, pero la chica le da diez vueltas: cuando se la ve cargando con la misma destreza una pistola enorme o un bebé, igual de peligrosos los dos, Katherine Heigl respira el aire del futuro.
La última película de Mariano Cohn y Gastón Duprat presenta un campo de batalla en el que los contendientes luchan por un espacio que podría ser menos físico que mental. Un hombre (Rafael Spregelburd) se desayuna un buen día con la novedad de que su vecino quiere romper una pared para abrir allí una ventana con vista a su casa. El tipo es el no va más del refinamiento según ciertos parámetros modernos en boga, vive en una casa de diseño, es exitoso en su trabajo (trabaja sin moverse de su casa, por lo demás) y su gustos musicales le permiten disfrutar de esa cosa tan difícil de digerir denominada ruidismo repantigado en un sillón con un trago en la mano. Del otro lado, separado por dos metros escasos, viene a romper tan excelsa rutina un bruto gritón de ocupación incierta (Daniel Aráoz), de modales impredecibles e inclinado al parecer a la mala poesía: “Yo lo que necesito es un poquito de luz que a vos te sobra”, responde el zafio por toda explicación con musiquita cordobesa en las palabras cuando el otro le pregunta que qué se cree que está haciendo. Mediante el oportuno anacronismo del uso de la pantalla dividida habíamos visto antes el efecto de los martillazos simultáneamente sobre ambos lados de la pared de marras. Como ya había quedado claro en sus otras películas, los directores son amantes de una simetría casi obsesiva en el encuadre y la disposición de los planos cuyo alcance no siempre llegaba a tener una justificación plena. Y aunque en esta oportunidad ese rigor parezca en principio estar al servicio del subrayado un poco sumario del juego de opuestos que El hombre de al lado se encarga desde el vamos de poner en escena, lo que esa primera imagen sugiere no deja esta vez de funcionar de un modo especialmente pertinente. La parte de adentro de la pared es oscura, la de afuera es blanca: esas dos tonalidades, en la película, solo pueden compartir el plano o el espacio mediante un artificio. Solo lo comparten idealmente, amparados en el presupuesto de la urbanidad y de la buena vecindad. Pero no todo es tan sencillo. Una de las curiosidades más notables de El artista, la anterior película de Cohn y Duprat, era el conocimiento de primera mano que los realizadores parecían exhibir acerca del particular universo en el que se afanaba el protagonista. El hombre de al lado muestra al dúo moviéndose en ese terreno otra vez como pez en el agua. La precisa descripción del orden social en el que se mueve Leonardo (Spregelburd) incluye como uno de sus componentes a la corrección política, bajo cuya fachada se esconde el desprecio de clase y se disimula mejor la mala conciencia de los personajes derivada de los propios privilegios. Como ocurría con El artista, nada desentona en la verosimilitud de la película, ningún detalle parece estar fuera de lugar, y una parte no desdeñable de su gracia a veces sublime proviene de la posibilidad privilegiada de contemplar y comprender un todo perfectamente ensamblado y coherente y al mismo tiempo poder advertir y señalar el costado ridículo o despreciable de sus rutinas y automatismos como si fuesen ajenos. Pero, ¿en qué vereda se paran en realidad Cohn y Duprat? ¿Hacen películas cool que solo simulan poner en crisis lo cool, como señalan algunos con desconfianza, haciendo ingresar en su propio mundo un elemento desestabilizador con el que no terminan de simpatizar pero que les resulta útil a afectos de lograr más eficazmente su impostura? Aunque no tengo claro si esa objeción en particular que le hacen sus detractores al cine de la dupla es desacertada, se me ocurre que tanto El artista como El hombre de al lado no deberían considerarse como el mero ejercicio de una mirada más o menos irónica e impiadosa sobre una porción del mundo. En El artista un extraño ingresaba de casualidad al mundo del arte y lo que pasaba es que a la larga se encontraba lidiando no tanto con los signos de una farsa que al espectador enseguida le resultaba evidente (de allí la comicidad más bien programática de la que la película se permitía en parte hacer gala), en la que el objeto artístico adquiría su legitimación mediante procedimientos disparatados (cuando no espurios), sino que descubría algo bastante más desgarrador e inesperado: el carácter de la confección del arte como el de un saber esencialmente intransferible. Si el modo de recepción de una obra artística se encontraba sujeto a un flujo variable de taras cuya índole el personaje principal intentaba rápidamente aprehender para seguir a flote y no ser desalojado de ese mundo, el germen profundo de la obra de arte se le terminaba en cambio revelando como un enigma de orden superior, un misterio inabordable que concluía prácticamente sumiéndolo en la melancolía y la enajenación. De manera igualmente imprevisible, el relato que Leonardo les hace a sus amigos acerca de uno de sus encuentros con el inoportuno vecino se encarga de precipitar la película hacia un abismo de ambigüedad prácticamente único, en el cual lo que parece salir a la luz es la secreta identificación del dueño de casa con “el hombre de al lado”. Si hasta ahora habíamos visto al vecino asomado a su dichosa ventana o parado en la vereda con dos estatuas horrorosas en la mano, es decir, como un ser unidimensional, solo diagramado como la figura salida de un mal sueño, ahora, en la narración de Leonardo (que incluye una lograda imitación cómica del tono y los dichos de su antagonista), aparece nada menos que como un modo deseable de estar en el mundo: el otro es finalmente la bestia capaz de doblegar a ese mundo, de sortear situaciones incómodas (el que le dice “rajá de acá” a un limpiavidrios); el que es capaz de decir “negro” en forma peyorativa. No como Leonardo, a quien todo lo perturba, que apela a estrategias psi para no aparecer cediendo ante la indiferencia de su hija adolescente; que no tiene relaciones íntimas con su esposa y que es inmediatamente rechazado cuando se le insinúa sexualmente a una alumna. La escena de ese relato es poco menos que extraordinaria y sus resonancias alcanzan para despojar a los directores de la pátina de muchachones frívolos que por costumbre se les endilga, siempre dispuestos a jugar con hacer asomar al público a esa vidriera inexpugnable de los modernos.
Una historia sin esperanza. Se ve que Angelina Jolie últimamente la pasa pésimo, por lo menos en la ficción. En El substituto era una madre soltera a la que le quitaban a su hijo y después de hacerla peregrinar por todas partes le entregaban un chico que no era suyo. Cuando la pobre mujer protestaba, la querían convencer de que era una madre desamorada y la encerraban en un loquero en donde, como es proverbial, sufría toda clase de vejaciones y maltratos. Conseguía salir pero se había quedado sin hijo, sin trabajo y con la mirada reprobatoria de una sociedad patriarcal que no la dejaba ni a sol ni a sombra. El final la mostraba con una sonrisa dolorida, obligada a aceptar las condiciones que el mundo le imponía. Clint Eastwood, el director de aquella película, retomaba en parte la dramaturgia de algunos melodramas de los años treinta y cuarenta en los que la condición de la mujer era objeto de cuestionamiento e incluso de encarnizado desvelo. Al personaje que Jolie le toca componer en Agente Salt no le va mucho mejor. Aunque lejos de aquel humanismo vagamente feminista de El sustituto, la película de Philip Noyce nos trae de vuelta a una mujer acosada y perseguida, también por culpa del amor. En este caso a su marido. Agente Salt resulta ser un thriller cuyos vericuetos demenciales, tomados de fuentes diversas que incluyen el cine y las novelas de espías baratos, contienen personalidades cambiadas, agentes dobles, conspiraciones mundiales y falsos desertores. Igual que en Boarding Gate, la extraordinaria película de Olivier Assayas que procesaba materiales similares y de la cual parece por momentos una hermana menor y bastante menos sofisticada, Agente Salt pone a una mujer en fuga desesperada en el medio de su trama. Esa mujer tenía una misión pero de golpe se ve tratando de salvar su vida. Del mismo modo, ambas películas son una maraña inextricable solo si uno se atiene al trámite engorroso de intentar describir su argumento. Pero en cierto sentido, también, la película de Noyce constituye en parte un montaje de contundentes postales de nuestros días, que si no las vemos con total claridad a diario en cambio podemos adivinar, en forma difusa pero irrevocable a la vez, como un reverso apenas novelesco de la fachada que nos rodea: todo está bajo vigilancia, una miríada de monitores nos apuntan; si nos vamos a dormir, hay alguien que por nosotros permanece despierto, como si fuera el agente de una burocracia impenitente, condenado por oficio a narrar el drama ajeno. En Agente Salt prácticamente no hay una escena cuyo desarrollo no sea seguido sin perder detalle por otros personajes en una pantalla. Quizás a modo de compensación, la película abre con una pudorosa sesión de tortura en la que Angelina Jolie (la agente Salt que indica el título) yace semidesnuda y cubierta de sangre. Porque, en esta ocasión, lo virtual no quita lo sufriente. Lo curioso de la película es que no se dedica a invocar solamente esa paranoia a esta altura familiar, cuyos fantasmas practican el juego convenientemente acreditado que tiene lugar en las altas esferas de la política, sino aquella otra cosa que toma la forma del desconcierto e incluso del horror más cercanos, ese sentimiento de malestar al que la familiaridad nos exime de nombrar: en el fondo no sabemos quién es el otro, ni los demás saben quiénes somos nosotros. Agente Salt es un baile de máscaras enloquecido en el que las proezas físicas casi sobrehumanas de la protagonista se ofrecen como contrapartida de la tristeza espectral que en forma subterránea atraviesa sus planos e impregna el rostro de la actriz. Si Salt da saltos increíbles, por ejemplo, solo verosímiles en el marco disparatado de “guerra fría” con los mismos participantes de cuarenta años atrás que el guión dispone como mapa de lectura apenas pertinente; si se deja caer desde un puente sobre un auto que pasa por debajo a toda velocidad o se sube a una moto en movimiento no sin antes despachar de un golpe a su conductor, es porque solo así parece poder complementarse en forma dramática –cinematográfica, diríamos- el dolor de su tragedia íntima. Y el cine capta más y mejor que ninguna otra arte el contorno cambiante de las cosas, sus formas y volúmenes variables. Si la película se guarda algunas vueltas de tuerca acerca de la personalidad real de la protagonista, éstas cuentan mucho menos en el balance final que esas corridas circenses en las que Angelina pone el cuerpo como casi nunca. Es ésa mujer que huye lo que importa. Su cuerpo buscado, perseguido, golpeado y exhausto, su cuerpo calumniado y manchado de sangre, le impone un tono a la película y le dicta un mandato: el cine, quizás, también se inventó para esto, para captar las formas diversas del movimiento en todo su esplendor, las oscilaciones fenomenales de las figuras en el paisaje. Noyce hace una película que se ve como un suspiro, del mismo modo que lo que nos rodea nos pasa a veces delante sin que atinemos a aprehenderlo cabalmente. Después de todo, tal vez no se trate, como dice uno de sus personajes, de una historia sin esperanza sino de una desesperación y un dolor que nunca pueden contarse del todo, básicamente porque el prójimo es en el fondo un enigma. Y acaso nosotros también lo seamos. El cine, mientras tanto, incluso aquel pergeñado dentro de la industria con un poco de honestidad o un poco de inspiración, está ahí para darnos señales débiles, intermitentes, de aquello que no comprendemos: parpadeos incansables de un mundo cuyo sentido no termina nunca de ser completamente visible.
La corrección nunca fue un valor artístico, pero Otro entre otros despliega su modesta dramaturgia apaciblemente, sin sobresalto alguno a la vista, y consigue extraer a fuerza de un empuje casi imperceptible las conclusiones menos evidentes de su tema. Según se nos informa en este documental, resulta que de una cantidad determinada de judíos argentinos hay otra cantidad no desdeñable que además son gays. Así lo dice la película y procediendo de ese modo en el desglose de la estadística: judíos primero, gays después. Otro entre otros se trata al fin de comunidades, de familias construidas con el viento a favor de las similitudes, de los lazos comunes que juntan a las personas y las reúnen en afinidades, en gustos, en elecciones y en destinos compartidos. Pero también en sufrimiento y consternación. Otro entre otros no se interroga por la ontología de esa diferencia que se repite en el título, doblemente aliterada (esa “otredad”, como les gusta decir a los científicos sociales, y para seguir con el trabalenguas), pero pone en evidencia el carácter perturbadoramente ilusorio de la homogeneidad de todo grupo humano. Con el aporte de unos pocos testimoniantes, la película de Pelosi expone las voces en primera persona de aquellos rechazados dentro de la comunidad judía por su condición homosexual. Lo notable sin embargo, es el carácter conciliatorio que está en el corazón de Otro entre otros, la estela invisible que emana de los protagonistas y que les hace abrazar su judaísmo y su homosexualidad al mismo tiempo. Es decir, no hay renuncias en la película sino una vocación abarcadora insobornable y es en esa tensión en donde parecería jugarse su verdadero drama: no en la incomprensión de los padres, en el desconcierto y eventual alejamiento de los amigos de toda la vida o en la cósmica prescindencia de las autoridades religiosas sino en el desgarro del que se ve expulsado. Pelosi muestra un grupo de personas pujando por no dejar de pertenecer a una comunidad cuyos lazos son al fin y al cabo menos religiosos que culturales y emocionales. En un momento la cámara sigue a uno de los personajes por el que fuera su jardín de infantes y ahora es un edificio abandonado: “acá recuerdo algunos de los momentos más felices de mi vida”, dice. No es que la niñez sea la felicidad porque se encuentra exenta de compromisos sino porque representa, acaso, la tibieza edénica en su máximo esplendor: el grupo nos contiene, la comunidad nos contiene. Pero luego resulta que esa familia tiene fallas y entonces hay que armar otras nuevas, constantemente. Otro entre otros parece sugerir que la pasión humana más desarrollada es la de crear facciones y se guarda una sorpresa para los tramos finales al tiempo que su fuerza inicial empieza a diluirse conforme se institucionaliza: la revelación de la existencia de JAG, la asociación que reúne a los Judíos Argentinos Gays. Uno podría imaginar en el futuro que algunos integrantes de la JAG se vieran discriminados por sus inclinaciones políticas y lucharan por formar un grupo que los representara dentro de la misma asociación. El tono general de Otro entre otros no contempla esa posibilidad y prefiere detener ahí la serie de divisiones y subdivisiones y anotarlo como un triunfo definitivo a modo de corolario. Pero podría haber otra película esperando en el horizonte.
Te extraño está animada por un inconfesado afán proselitista: la intimidad es el reverso de la Historia. En la Argentina tumultuosa de los años setenta, Javi participa de algunas escaramuzas en el señorial ambiente de su colegio privado. Pinta con aerosol las paredes del baño, hace explotar una bomba que lanza panfletos y les grita fachos a los integrantes de una especie de grupo de tareas que, antes de precipitarse al Falcon de rigor, golpean con ganas a unos chicos a la salida. Después, le guarda los fierros en una caja a su hermano mayor: la persona que a sus ojos verdaderamente cuenta, el que integra las filas de Montoneros. Pero Te extraño es la historia de Javi, y el cuerpo de su hermano que cae en manos de los militares a pocos días del golpe de estado del 76, se esfuma de la pantalla y solo regresa a modo de fantasma: como relato en boca de algunos de sus compañeros que velan febrilmente las armas en su exilio en México o como fantasía diurna (cada vez más delgada y a punto de convertirse en dolorida resignación) del protagonista, que de casualidad se encuentra con ellos allí, escapando él también de una sentencia de muerte. Cuando debería quizá describir ese juego dramático entre lo invisible y lo visible, entre la evocación de la militancia o la persistencia de su continuación, la segunda parte de la película se pierde un poco entre bellas postales mexicanas y un romance ocasional cuya gracia y amabilidad iniciales terminan desvaneciéndose de pura intrascendencia. Es que Te extraño se concentra en hacer de la porción íntima de lo humano un templo, pero a la vez amaga con dedicarse a diagramar la tragedia irresoluble de esas dos zonas que no se conectan: el hermano grande, que tiene una pistola en la cintura y efectúa regulares y misteriosas salidas nocturnas, y el hermano chico, que se mueve casi a su sombra, entre admirado y receloso. En la película, la militancia es una pasión que se cuece en la juventud, y la sugerencia de que Javi está a un tris de tomar las armas para terminar de fundirse con su hermano en oposición a la ubicua prescindencia de sus padres queda flotando como un interrogante. El director parece señalar que uno es la contracara necesaria del otro, pero su película tiene un tono tan discreto que esa reciprocidad no termina de establecerse del todo. En algún punto, es como si la esmerada dirección de actores, la ausencia absoluta de comentarios musicales y la serena belleza de muchos de sus planos conspiraran para diluir esa tensión casi por completo. Te extraño podría a su vez ser una película sobre modalidades estratégicas: deslizarse sobre las cosas o diluirse en ellas. Preservarse o aniquilarse. Observar la escena o ser parte de ella. Como en el momento en el que Javi ve un violento desalojo en el Distrito Federal, entra en la casa en cuestión y prácticamente parece flotar entre los objetos y los cuerpos sin que nadie lo detenga, la película de Fabián Hofman se reserva para sí un moderado asombro sobre el horror del mundo y la ambición secreta de dar señales de su existencia sin dejarse nunca arrastrar por él.
No se sabe a ciencia cierta qué tienen los años ochenta de bueno más allá de algunas músicas (no justamente las más reconocibles a priori como parte de la década). El caso es que el cine americano (aunque no solo él) parece volver a ese período con sospechosa insistencia. Como prácticamente en ese cine no hay registro de películas ambientadas en los ochenta con adultos como protagonistas, la época parece remitir con exclusividad a un territorio de ilusión: el domicilio ideal de la inocencia y la credulidad pero también de un supuesto espíritu salvaje cuyos ardores se añoran en la adultez. En Adventureland, un verano memorable, acaso la película sobre esos años construida con mayor sofisticación y lucidez, se tenía la deferencia de ahorrarle al espectador el pasatiempo dudosamente risible de situarse en una altura olímpica desde la que relevar con más comodidad las taras de la época. Pero, al mismo tiempo, se evitaba cualquier gazmoñería sentimental que la señalara como una verdadera “edad de oro” en la que la ineptitud y las bajezas se hacen perdonar en nombre de una improbable vitalidad primigenia. Loco viaje al pasado (pocas veces un título sonó tan torpe y sin embargo fue tan preciso en su descripción de la película a la que alude) se erige como muestrario de las posiciones más frecuentes del cine mainstream con respecto a los ochenta. No importa explicar acá de qué modo tres adultos más bien desgraciados de esta década del 2010 que nos toca vuelven sin solicitarlo mediante un viaje en el tiempo a aquella otra en la que fueron jóvenes. Basta decir que la estratagema que presenta el guión se presta bien a la hora obtener una doble mirada capaz de conciliar superioridad y sensiblería, cancherismo y condescendencia respecto del período retratado. La película se solaza en esos males, deslizándose con indisimulada fruición sobre el infortunio de los personajes y sus toscas desventuras en ese tiempo flotante que resulta utópico no por deseable sino por insostenible. Sobre un previsible fondo de anacronismos, dispuestos con más voluntad que gracia, los tres hombres tratan de orientarse en ese mundo que es el suyo pero a la vez ha dejado de serlo hace rato. En tanto, el chico que los acompaña en el obligado viaje, el apocado y tímido sobrino de uno de ellos (la película se guarda para los tramos finales una sorpresa irrelevante con respecto a la filiación del personaje), sirve para establecer la comparación entre cómo se la gastaban estos locos muchachos de entonces y este deslucido presente del cual él vendría a ser un involuntario representante. Los protagonistas solo quieren regresar lo antes posible al futuro, por mal que la estuvieran pasando allí, y para ello se ven impelidos a seguir con docilidad la senda de todos y cada uno de los actos realizados en aquellos días bajo el peligro de que la menor alteración los condene a un destino diferente al alcanzado. Sin embargo, en contravención con su propio sistema, la moral utilitaria de la película (en la que conviven la misoginia más trasnochada y la amistad viril como bien supremo) no se priva de ofrecer una oportuna trampa ejercida en el espacio-tiempo con la que los amigos ven cambiado su futuro de desdichas por uno distinto, en el que el éxito económico y la prosperidad que les habían sido negados hasta entonces se establecen como las cifras a partir de las cuales se consigue la felicidad y se consolida el afecto entre las personas. ¿Triunfan la intrepidez y el espíritu de aventura en un mundo cuyas posibilidades parecen cruelmente selladas de antemano? No tanto. Más bien se impone una cierta idea del mundo y de los Estados Unidos. Como en las comedias malas de los ochentas con las que Loco viaje al pasado se solidariza, el humor no establece distancias críticas sino que, en alianza estrecha con el sentimentalismo, resulta el eslabón necesario con el que todo conflicto se suaviza hasta ocultar sus causas. Para colmo de males, ninguna poética de cuerpos enloquecidos como la puesta en práctica por algunos cómicos americanos de los años noventa viene en auxilio, aunque fuera transitorio, de este viaje al pasado cuyo regreso se corona en una larga mesa familiar. Loco viaje al pasado es lo que queda de la comedia cuando se le extirpa el misterio desestabilizante de la risa y se deja en su lugar la moral triunfante: puros gracejos avejentados bajo cuya mueca el protocolo del orden puede retomar imperturbable su curso.
Ya sabemos que la globalización no descansa. La sangre y la lluvia es un policial colombiano que resulta no ser del todo colombiano, y menos todavía un policial, sino un destilado de imágenes más bien impersonales, un espectáculo levemente anónimo de cuya obligada frialdad parece predicarse su estatuto de objeto apto para la circulación a escala mundial. Es que a pesar de que en la película abunden, aquí y allá, los simpáticos modismos locales (así, unos tipos son “unos manes” y una chica es “una pelada”, por ejemplo), La sangre y la lluvia está atravesada de punta a punta por una especie de anemia, una languidez esencial que podría funcionar a modo de postulado sobre el mundo moderno y su carácter particularmente opaco e intransferible. Con la ayuda de un trabajo de fotografía deslumbrante, el director Jorge Navas filma una ciudad nocturna, violenta y desesperanzada, y el hecho de que su protagonista sea un taxista le proporciona en los primeros minutos de película la coartada para observar la vida en derredor con ojos que parecen mirar a través de una pantalla en la que personas, objetos y paisaje en general se encuentran inmersos en un movimiento continuo. Si el espectador piensa por un momento en Taxi Driver, el director ya lo pensó antes que él: las calles sucias, las luces de neón, el semáforo titilante, las fugaces escenas de violencia que pasan como un parpadeo delante del parabrisas remiten al escenario, pleno de un decandentismo muy años setentas, de la película de Scorsese. Navas invoca un repertorio codificado en el que la errancia, la soledad y el precario deslizamiento sobre las cosas del mundo se constituyen en signos de una neurosis urbana universal. Igual que lo que ocurre con sus personajes principales, La sangre y la lluvia no se deja aprehender con facilidad y exhibe permanentemente la incomodidad del desarraigo. El amague de policial que la película esboza (alguien mató en un pasado reciente al hermano del taxista, éste rumia su ira mientras espera cruzarse alguna vez con el responsable y, al mismo tiempo, es acosado por una banda de mafiosos que lo consideran cómplice en el asesinato de un jefe local) queda abolido e irresuelto en pos de la materialidad intercambiable de los sujetos que la recorren. Eso es lo que en verdad importa acá: los cuerpos que deambulan. No tiene ningún interés qué cosa los motiva a hacerlo. Ya se lo olvidaron o quizá nunca lo supieron cabalmente. Son solo cuerpos sin nombre y sin historia, que arrastran un dolor igual de nebuloso e incierto. Cuando otra golpeada criatura nocturna viene al encuentro del taxista, la película termina de establecer el tono general de su fábula: Ángela es un ángel de la noche a la que antes de toparse con el protagonista vemos bailar sola en un boliche, esnifar cocaína y masturbarse de espaldas a un compañero ocasional, que también se masturba mientras la mira. La película es un catálogo de la soledad que transcurre en Colombia pero que podría hacerlo en Marte. ¿Es ahí en donde reside, entonces, el modesto encanto que cada tanto asoma en la película? Esa falta perturbadora de raigambre, de conexión con alguna identidad reconocible, parecería ser el motivo central de La sangre y la lluvia. El mundo se transformó en un lugar ilegible, justamente por ser siempre igual en todos lados, en la ciudad de Bogotá o en la de Helsinki. Como exponente global de un cine sin particularismos, que obtiene con cierta comodidad financiación internacional y que se recibe bien en festivales, la película de Navas parece operar como síntoma de la perplejidad indecible que la habita.
La habitación del hijo. En estos días Cabeza de pescado representa una auténtica rareza: cine fantástico argentino. La película de Massacceci despliega en un blanco y negro virtuoso un mundo de ribetes distópicos cuyo inconsolable horror no se halla tanto en la vida gris y carente de esperanzas de una ciudad sin nombre sino, sobre todo, puertas adentro. Calvino es un hombrecito sin carácter cuyo oficio lo hace codearse con criaturas de lo más extrañas, la estrella de las cuales podría ser ese animalejo que tiene aspecto de pez emplumado y que aparece en los primeros minutos de la película: desde El aura hasta acá los taxidermistas no tienen paz, pero en este vago futuro de Cabeza de pescado hay toda clase de virus sueltos y la zoología parece menos una ciencia que una improbable reseña de taras y aberraciones animales varias. Encerrado en una pieza de la casa de Calvino está Nino, el hijo atacado por una extraña enfermedad degenerativa. Las cenas familiares en el hogar de Calvino y Stella son reuniones lúgubres en las que el matrimonio y la abuela apenas comen y en las que irrumpe puntualmente un ulular de sirenas que llaman al toque de queda y anuncian el corte de luz. Cada tanto, la esposa procede a inyectarse el brazo con un polvo que se licua sobre un platito al calor del fuego como si fuese heroína. Única cosa dotada de color en la película, como los pececitos peleadores en La ley de la calle, la droga es verde y se llama, sin mucha imaginación, “green”. El green viaja en una bolsita. Un tipo se la vende a Calvino dentro de un auto y el atribulado taxidermista se la lleva a la mujer, que se abalanza con avidez sobre su contenido. Los horrores se acumulan en Cabeza de pescado. Stella aparece cada vez más estragada por el uso de la sustancia verde mientras los chirridos y gorjeos detrás de la puerta de la habitación de Nino se intensifican: el espectador no ve nunca ese rostro presuntamente deforme y el escamoteo acrecienta la sensación de alarma. Mientras, la televisión expone las fallas de una sociedad del futuro como un loop abominable. Un día cualquiera, delante de un misterioso personaje que agoniza en la habitación de un hospital fantasma, Calvino se encuentra con Rosy. Chico conoce chica. En el universo del fantástico Clase B de Cabeza de pescado irrumpe el melodrama, también Clase B. Así, los dos personajes tienen heridas: como es literal con el green, la película también lo es con la pobre Rosy, que en cada aparición muestra el rastro de un golpe diferente proporcionado por su marido, también ausente para el espectador. Las charlas amorosas de la pareja no tienen desperdicios, no necesariamente por los motivos correctos: entrelazados en la cama los dos, ella deja caer una lágrima por su mejilla mientras refiere una anécdota en la que, siendo una niña de pocos años de paseo con sus padres, los pierde de vista y se cree abandonada, no sabe si para siempre. El relato de Rosy termina con esta frase increíble: “por suerte al final me encontraron, llorando sola al lado de un enano de jardín”. El texto no parece un chiste (no hay el menor rasgo de parodia alguna en Cabeza de pescado y parte de su callada nobleza proviene incluso de su gravedad a veces bastante forzada) pero a la vez no puede ser del todo en serio. La película de de Massacceci es como uno de esos animalitos con los que trabaja Calvino. Su extraño ensamblaje puede hacer que por momentos parezca risible. Un zoom desaforado sobre el rostro demacrado de Stella viene a horadar toda posible virtud de la Clase B: aquí no se trata de filmar bien y rápido sino de dejar que florezcan las anomalías. Cabeza de pescado parece consustanciarse secretamente con su objeto al tiempo que enmascara su ambición en el horizonte de lectura del género.
Small is beautiful. Lo que realmente importa en La pivellina es la materia. El circo puede ser un rectángulo marcado en el terreno con unas varillas de metal clavadas en la tierra sobre las que se ponen a girar unos platos en precario equilibrio, por ejemplo. A Walter, “El alemán”, le basta con pintarse un poco la cara y ya está listo para hacer el anuncio: vengan al circo, vengan a ver el espectáculo. Es un asunto de supervivencia el que mueve a sus integrantes, se trabaja con lo que hay; el oficio está marcado por la escasez y las vueltas de la vida. Es invierno y en el suburbio romano casi todo el tiempo parece que se va a largar a llover. Es decir, puede haber espectadores como puede no haberlos. Si sale algo en otro lado hay que levantar campamento e ir sin demasiadas dilaciones hacia allí, adonde esté el pan. La pivellina no es una película sobre el circo aunque trate en parte sobre gente que se dedica a él. En un gesto casi imperceptible, los directores parecen postular que formar parte del circo es un modo de ser en el mundo. Es estar siempre atentos, esperando a ver qué ocurre; hay que tener cintura para que no nos hieran los cuchillos, se debe tener en claro que el trabajo dura unos pocos meses y después solo queda apechugar el resto del año; es estar con los ojos abiertos, atentos con lo que pueda salirnos al cruce. La pivellina, la pequeña niña a la que alude el título y que Patti se encuentra mientras recorre en busca de su perro el paraje desolado que representa por esta vez su barrio, es un cuerpito que balbucea sentado solo en una hamaca en el medio de la plaza, materia abandonada que florece en la tarde fría. Con una justeza implacable, la película registra el flujo oscilante de relaciones que se establece a partir del momento en el que la niña ingresa impensadamente en la familia circense que componen Patti, su marido Walter y el adolescente Tairo, que no es hijo de ellos pero es prácticamente como si lo fuera Entrenados en el documental (este es su primer trabajo de ficción), los directores Covi y Frimmel realizan la proeza de evitar toda petición de principios innecesaria, todo dictamen que venga a contaminar la exposición marcadamente ascética de los hechos. Pero esos hechos tienen de algún modo aristas enigmáticas (¿por qué abandonaron a la pivellina?, ¿vendrán realmente a buscarla en algún momento como parece prometer un papelito que Patti encuentra en un bolsillo de la niña?), y la tentación de dedicarse a tratar de resolverlas y a jugar con el suspenso que de ellas podría derivarse es fuerte. Sin embargo, los directores parecen decir que al cine no le concierne otra cosa que la observación descarnada. Consecuentemente, el espectador es invitado a no dejarse jamás arrebatar por la impaciencia. En ese sentido, la película puede recordar un poco al cine de los hermanos Dardenne, solo que con más gracia, belleza y fluidez. Al revés de lo que suele pasar con los directores belgas, La pivellina no aparenta responder a una idea previa sobre el mundo que el cine viene a poner en imágenes (todo lo justas y oportunas que se quiera) sino que tiende a construirse serena y sutilmente delante del espectador. Como en el momento en el que se ve por primera vez, con toda claridad, el vínculo de amor que une a Walter con la pivellina cuando habla por teléfono con Patti y se aprecia en el fondo del plano una foto que se sacó junto a la niña. Lo que parece refutarse de este modo es la existencia de una verdad anterior a la película. Pero no es solo eso. La pivellina es una película profundamente anclada en la materialidad de las cosas, y acaso de esa vocación es de donde surge la inconsolable urgencia de sus planos: se debe mirar en torno nuestro, si no, hay porciones del mundo que desaparecen, acaso para siempre. Si, como todo parece indicar, el del circo es un oficio en vías de extinción, es imperioso entonces filmar a su gente y las pequeñas rutinas que le son propias. Pero lo asombroso (e inquietante) es que todo eso no parecía existir antes de que lo miráramos. O antes de que la cámara lo hiciera. En La pivellina se esgrime una realidad material del circo, anclada en los vaivenes de la fortuna y en la necesidad cruda de la supervivencia, en oposición a la idea del mismo que el espectador guarda en su cabeza. Pero lo más curioso es que esa verdad podría estar solidarizándose con una verdad del cine análoga: un registro que se predica de lo cotidiano, sin glamour alguno, más que nada un asunto de artesanos con todos los sentidos alertas y la piel en carne viva. Si el cine no está allí para verificar su existencia puede que haya algo del mundo que se pierda. Pero sin un mundo que cambie constantemente (como si el mundo fuera una esencia, una idea inmutable) el cine no tendría entonces razón de ser. Con inusual atrevimiento y convicción, con unos pocos actores extraordinarios, más la presencia radiante de la nena de dos años Asia Grippa como la pivellina, la película parece devolverle al cine el nexo poderoso con la realidad circundante así como la capacidad de producir lo maravilloso sencillamente a fuerza de buscar con la vista a nuestro alrededor. A ver con qué nos encontramos: un pequeño detalle, hermoso como esa niña, es capaz de hacer la diferencia que lo trastoca todo. Parte de la angustia indecible del mundo capturado en la película y trasladado a los espectadores se pone de manifiesto en la conciencia de que, de un momento a otro, la pivellina podría dejar de ser parte de nuestra familia.