Unas tetas enormes. Algo raro: Nicolás Del Boca podría ganarles a todos. Consigue financiación como sea. Filma barato, en locaciones, usa no actores. Lo suyo es la urgencia de la vida, lo cotidiano que se vuelve poético a fuerza de mirar con insistencia: las pequeñas historias desbordadas por la dolorosa humanidad que constituye su alimento básico. El hombre es un campeón, un genio del mal. El peor director del mundo, si quisiera. Pero filma poco, el tipo. Al punto de que su nombre casi no suena. En verdad, toda su vida se la dedicó a la televisión, haciendo los éxitos de su hija Andrea, y éste es su debut cinematográfico. Para qué, si así estábamos bien. Filmada en Long Beach, California, Estados Unidos, Un buen día es una película de cámara pero realizada a cielo abierto: los protagonistas excluyentes son dos argentinos varados fuera de su país. El rebusque es la condición ineludible del argentino, dice la película, que no se ahorra lugar común sin recorrer. El varón y la mujer se conocen de casualidad, por ahí. Ella trabaja de mesera, pero su verdadera ocupación es la de abandonar carreras de modo sistemático. Además tiene una crisis terrible, un asunto disparatado que el guión se reserva para más adelante. Hay que esperar. Él pinta casas y está escribiendo una película. También, no tarda mucho en saberse que tiene una tragedia en su haber. Son dos a quererse, seres que deambulan por el Bulevar De Los Sueños Rotos: Un buen día es costumbrismo con detalles sórdidos. Para eso te quedabas en la tele. Desde el minuto uno la chica le pregunta al tipo si no la estará chamuyando para acostarse con ella. Más televisión, pero de una comedia con adolescentes, no como este par que ya está para ponerse en la fila de desocupados a ver si sale algo. El hombre le dice que no, que en realidad lo que quisiera hacer con ella es otra cosa, y ahí va esa delicia de frase que tan bien recuerdan los que vieron el trailer de la película, inmejorable compendio de la torpeza y de la cursilería de Un buen día, que son prácticamente infinitas. Como si fuera un Antes del atardecer destrozado por una devaluación salvaje, los protagonistas hacen sus piruetas y dicen sus partes de diálogo en un símil de “tiempo real”, mientras se dejan ver porciones de playa bastante feúchas, y cada tanto se sientan a alguna mesita para tomarse una colación durante lo cual se oye (todo pero todo el tiempo, se oye, y fuerte) una música que acompaña. Lástima que los actores son muy malos y tienen la peor marcación disponible en nuestro querido planeta Tierra. Y que la película exhibe a cada paso errores de continuidad, de planificación, de guión. Hay uno muy divertido que no se sabe si es de guión o de casting: ella dice que nunca podría triunfar en el negocio del cine porque para eso hacen falta tetas grandes. ¡Y resulta que la actriz tiene unas tetas enormes! Loco, si eligieron a esa chica –porque no había otra, porque les pareció que estaba buena, whatever– cambien la línea, es lo mínimo. Pero no, se ve que es mucho pedir eso. Un buen día nos deja una lección, acaso sin querer, a lo Ed Wood: lo único que importa es la voluntad que le pongo, lo que yo creo de mí mismo, esa realidad que invento en mi cabeza y que no tengo por qué compartir. Un buen día atrasa muchísimos años, como ciento cincuenta años. Es una película que a su mala factura le suma, casi por necesidad, una moral arcaica para que le haga compañía. Las disertaciones de los personajes sobre el sexo, por ejemplo, podrían integrar una antología del prejuicio y del sentimentalismo. Se trata en verdad de un cine prehistórico, de antes de que se inventara el cine, una cosa casi imposible de describir con palabras. Si estamos con buena predisposición de ánimo, no nos queda otra que la risa –que igual siempre viene bien– a modo de efímera compensación.
Balada para un loco. Al revés de lo que ocurre con otros documentales, Como bola sin manija encuentra a su personaje antes de empezar a rodar. Rubén, el sujeto en cuestión, vive aislado del mundo desde hace treinta años, instalado en el fondo de la casa de su sobrino. Fascinada por su criatura, la película rodea a Rubén, ausculta sus gestos, sus contradicciones. La cámara se le pega a la cara, lo toma en todos los ángulos posibles ¿Eso se llama afecto o acoso? De pronto, el espectador se siente tan agobiado como Rubén, cercano en una empatía que se genera al calor de un rechazo común por ese ojo que mira y acecha sin descanso. Las razones del deseo de aislamiento de Rubén son un misterio: Como bola sin manija oscila entre el impulso de bordear al personaje en busca de un instante de iluminación súbita, que brote de modo espontáneo del diálogo y del gesto imprevisto, y sonsacarle una respuesta a la fuerza, martillándole la cabeza con preguntas directas. Una de las sobrinas le tira las cartas del Tarot aderezando la charla con citas a Lacan mientras la otra, una simpática bibliotecaria (¿Todas las bibliotecarias tienen anteojos o solo las que aparecen en el cine?), le acerca víveres e intenta sacarlo a como dé lugar de su empecinamiento. Por su parte, el sobrino varón (claramente el villano de la película) se dedica a disminuirlo jocosamente hablándole a la cámara. Una de las aristas enigmáticas de la actitud del hombre se relaciona vagamente con el abrupto corte a una amistad de años con el Manija, otro solterón igual que él con el que supo compartir noches de calaveras muchos años atrás. Todos sospechan un asunto de faldas (ambos fueron mujeriegos empedernidos en su juventud), pero Rubén lo niega de plano. Allí se puede apreciar que hay algo demasiado calculado en la película. Cuando el Manija se apresta a exponer el verdadero motivo de la disputa con su amigo, la escena se interrumpe abruptamente. Después, sin que Rubén lo sepa, sus familiares planean un encuentro entre los dos amigos. El gesto de la sobrina a cámara luego de que Rubén le franquea tranquilamente la puerta de su casa al Manija, instala de modo definitivo la sensación incómoda de una complicidad entre los familiares, los realizadores y el espectador sumiso. Como ejercicio de cine un poco chapucero, Como bola sin manija parece querer asumir para sí una autenticidad irrefutable a partir de la precariedad del registro, como si de esta debiera predicarse una sinceridad en las intenciones de la película de manera automática. Pero el constante movimiento de la cámara, el sonido más bien defectuoso y la imagen difusa van aquí de la mano con un cierto amaneramiento y falso tono en los testimonios. Por momentos, uno tiene la sensación de estar viendo a tres grandulones tratando de que un niño haga gracias para diversión de los invitados. En otros, la película dispone inesperadamente unas breves ráfagas de aire y de luz, como cuando la sobrina bibliotecaria va con el Manija de paseo al Jardín Japonés, y el espectador se encuentra con algunas de las escenas más genuinamente felices y amables de la película. El hombre, cerca de cumplir los ochenta años, solo quiere que lo dejen en paz pero parece que eso no es posible, porque hay una película por hacer. Como bola sin manija tiene en su centro a un personaje extraordinario: un resistente. La voluntad secreta de la película acaso consista en iluminar violentamente esa inexpugnable obstinación y hacer de esta un espectáculo risible. Pero lo curioso es que quienes rodean a Rubén no parecen tampoco estar muy en sus cabales. Como si se tratara de una máquina defectuosa, súbitamente dispuesta a contradecir el manual de instrucciones, la película revela, en un movimiento único, el absurdo que rodea a Rubén y desautoriza subrepticiamente a sus acosadores. Es un provisorio triunfo del cine. De los pocos que la película exhibe, pero contundente.
Pet Sounds. En el orgulloso diagrama de sus diálogos, la mayoría de las veces lacónicos y perfectos, en verdad casi sin parangón en la historia del cine argentino reciente, probablemente resida la secreta armonía de la película, así como es allí donde pareciera estremecerse el corazón de su silenciosa y genuina ambición: película con el oído en constante atención y alerta en más de un sentido, Ocio parece querer trabajar el sonido hasta extenuarlo, hasta volverlo la marca de una parte fundamental de su programa estético y, por lo tanto, el feliz subrayado con el que uno se siente invitado a recorrerla. Ocio no es una película sobre música pero en la que la música juega un papel preponderante. Aunque no es solo eso. Acá de lo que se trata casi siempre es de oír, desde las canciones que el protagonista escucha en la soledad de su cuarto (escenas que incluyen el detalle maravilloso de que esas canciones no suenen del todo bien, acorde con la precariedad del equipo en el que se reproducen) hasta los martillazos constantes que componen en parte el intrigante fondo sonoro de la casa. Son sonidos domésticos que se vuelven un canto ominoso, el tañido de un tiempo que ya no alcanza a contenernos y nos expulsa. Los repentinos ataques a pura guitarra eléctrica de Ariel Minimal desde la banda de sonido, primos hermanos de los loops elegíacos de Neil Young para Dead Man, de Jim Jarmusch, son disrupciones que le pelean al costumbrismo en su propio territorio. Con ritmo urgente y desengañado, Ocio se dedica a horadar el fondo inoxidable de su historia barrial para que el barrio se vuelva una superficie de tensiones irresueltas. Recurriendo a una paráfrasis de las bellas palabras del poeta Martín Armada: para que en el barrio llueva un mar de piedras y debajo se pueda ver, en vez de un Edén, una cosa muy distinta: un páramo iluminado con el súbito resplandor que emana de una conciencia lastimada y macerada a los tumbos. Son tres seres los que en la casa se arriman y se repelen, como animales arrojados a un mundo de interrogantes: el personaje principal, su hermano y el padre de ambos. Son figuras caídas que hacen lo que pueden con una desesperación que no se nombra, provisorios titanes bajados de su templo a fuerza de hondazos tras la desaparición física de la madre. En esa casa la vida late ahora a media asta, la evidencia de la pérdida se cuece sobre un fondo de monosílabos y de gestos que se arrastran: comer sin hablar una pizza que se enfría sobre la mesa (si es que no vino fría de antes, porque afuera es invierno y llueve); arrimarse padre e hijo en la misma cama, también en total silencio, sin el menor chistido que le otorgue una forma explícita al desamparo. Desde la confección del guión, Lingenti parece extractar la novela de Fabián Casas, recortar breves momentos que en la película lucen como punzones dispuestos a dar estocadas. Todo desplegado siempre en planos sobrios, austeros. En Ocio la frugalidad manifiesta de las imágenes es la expresión palpable de la ética del menos es más. Somos tres islas. Es lo que dice el narrador en el libro de Casas. En la película no hay narrador que diga nada. Es que en la pantalla, Ocio se desentiende de la voz de una primera persona omnisciente y abre el juego a una pena que ya no se enuncia desde un cuerpo con nombre propio sino que, en cambio, resulta el telón de fondo de un modo de estar en el mundo, levemente ausente pero con el nervio alerta, continuamente acicateado por el fantasma de la caducidad de las cosas. Por su insobornable urgencia. De golpe, la palabra se aligera hasta perderse, se vuelve espectro de sí misma hasta convertirse en la música finita –en verdad, un hilo– capaz todavía de expresarlo todo con el mínimo aliento: “No, ella no se encuentra”, dice uno de los hermanos por toda explicación cuando atiende el teléfono que suena en la casa en silencio. Imbuida de un desencanto rotundo, definitivo, la película de Lingenti y Villegas se permite, sin embargo, aligerar fugazmente el tono mediante breves segmentos de comicidad lunar, espacios vacíos en medio del dolor en los que el peso ontológico del mundo aparenta dimitir con su misterio a cuestas para dejarnos en su lugar otro de carácter no menos insondable. Y se respira: las disertaciones rapsódicas de Picasso (un sorprendente Santiago Barrionuevo, cantante del grupo de rock platense El mató a un policía motorizado) en el techo de la casa junto a sus amigos, el metegol en el que se dirime vagamente una deuda de dinero pero que más bien pretende establecer la supremacía entre bandas rivales de ocasión, le sirven a Ocio para interrumpir la circularidad inconsolable de su recorrido con la ayuda del enigma lejano de la risa. Pero también, porque aquí el realismo de ocasión y la gravedad se combaten con dosis parejas de verdad y justicia, el rock se planta en toda su dimensión liberadora: retazos de una cultura que sacude el estupor cotidiano, que inserta la idea de “lo otro”, lo que no soy yo y me llama. Como cuando uno no sabía inglés y repetía palabras sacadas de los discos de rock como si fueran un mantra. Las canciones, los libros, las películas; en definitiva, siempre la aventura. Como cuando, en uno de los momentos más hermosos del cine de este año, el personaje llamado Roli está contando una historieta que leyó y vemos cómo su lenguaje se transforma, su mundo se transforma. Su cara se transforma. Roli se pierde. Maravillosamente, ya no es él. Los directores sostienen su rostro durante minutos enteros en un plano fijo que es todo un recorrido ejemplar de la acción de eso que siempre se comenta: un poder enorme, capaz de trastocarnos desde la raíz. En general, llamémosle cultura. Decididos a habitar un mundo, Lingenti y Villegas despliegan una constelación de signos cuya contundencia está por lo menos a la altura de su casi infinita nobleza: llenar un territorio, plagarlo de ecos reconocibles. Es que no es meramente una pequeña porción de la vida de un individuo, el joven protagonista de la novela, de lo que se trata aquí. Por el contrario, los directores asumen una tarea de mayor alcance que la de reproducir parcialmente la letra de Casas, y no es difícil suponer que el background de Alejandro Lingenti como consumado cronista de rock y musicalizador exquisito tiene mucho que ver en ello. Ocio termina constituyéndose en un fragmento sin tiempo de la cultura del rock (“Un trozo de este siglo”, diría Javier Martínez), registrado con una precisión arrolladora, al tiempo que alcanza a erigirse como pudoroso e irrenunciable gesto de amor.
Dos cabalgan juntos. Vikingo extrae a su personaje principal del anterior trabajo de Campusano, el documental sobre motoqueros Legión. Se trata justamente del propio Vikingo: un movimiento de cámara lo acerca al espectador, para terminar recortándolo en un plano ligeramente contrapicado sobre un fondo sonoro de guitarra eléctrica que opera a modo de fanfarria. Como su apodo permite suponer, este Vikingo del conurbano bonaerense pertenece a una estirpe de guerreros indomables. Desde el vamos, el director desdeña el arrebato antropológico, pero su cercanía con el mundo retratado es engañosa. La evidente simpatía de Campusano por los personajes no le impide mantener una distancia laboriosamente cimentada mediante la apelación a los géneros cinematográficos. Vikingo puede hacer acordar de manera fugaz a Los guerreros, la película que Walter Hill filmó a fines de los setentas a modo de actualización y a la vez canto de cisne del cine de pandillas. Allí, uno de los protagonistas recogía del suelo un ramo de flores de plástico, abandonada minutos antes por una pareja burguesa. En Vikingo la comunidad de motoqueros, que incluye amigos, mujeres, hijos y novias, saca provecho de los retazos que la sociedad formalmente aceptada y legitimada deja de lado. En la película de Hill, la policía constituía un grupo más en la lucha por la administración del poder disputado por bandas rivales. En cambio en Vikingo no hay Estado. En una de las primeras escenas, el Vikingo encuentra a un tipo durmiendo entre cartones en una pieza abandonada. Pero lo que llama su atención sobre el hombre es una moto a medio construir que descansa a su lado. El Vikingo acaba de reconocer a su prójimo. Le trae algo de comer, comparan tatuajes y hablan de su gusto por las motocicletas. Al rato, el hombre que se presenta como Aguirre se instala en la casa del Vikingo ante la mirada hosca de su mujer. Bajo una lluvia que se abate sobre la precaria casa, la familia comparte la comida con el recién llegado. El exterior es salvaje y cruel con los que están solos, así que hay que juntarse y repartir el pan. Son momentos que parecen sacados de un relato sobre los cristianos primitivos, con la cósmica prescindencia de la mujer en el cuadro, ocupada en las tareas de la casa y en cuidar a los niños. Los motoqueros de Campusano representan la supervivencia de un conjunto de valores en medio de un desmadre general, en el que una visión propia del mundo se resigna en el fragor de la lucha ciega por la supervivencia. El gusto por una cierta clase de música, por un saber común, por salir a los caminos en mutua compañía, conforma un credo y una pasión. La novedad es que ni siquiera el grupo cerrado de los fanáticos de las motos puede ya permanecer inmune. Un vendedor de repuestos le expone sus razones a Aguirre, que le reclama por la venta de piezas hacia fuera del país: “Me manejo según lo que dicta el mercado”, dice. La economía más o menos informal no escapa a las reglas generales de la desigualdad imperante. El suspenso explícito de la película, construido de manera más bien reglamentaria, se genera a partir del sobrino díscolo del Vikingo, que anda en compañías poco recomendables y parece que va a terminar mal de un momento a otro: durante algunos pasajes, Vikingo cede el paso al policial y produce estallidos secos de violencia por los que se cuela el comentario social que describe la situación en los barrios pobres del conurbano. Pero la tensión subterránea de la película es otra: esa congregación que resiste parece encontrarse al borde de sus fuerzas. Vikingo está salpicada aquí y allá por hermosas escenas comunitarias que se encargan, por contraste, de remarcar la gris desolación del mundo circundante. Asados nocturnos, fiestas, bailes, música: como si se tratara de un John Ford proletarizado, la idea de colectividad, de un grupo de personas organizado al calor de intereses comunes, parece ser lo único en la película capaz de garantizar breves momentos de felicidad genuina. La diferencia fundamental radica en que no se trata esta vez de pioneros, de un conjunto humano que avanza hacia formas de organización cada vez más complejas, sino de una vuelta, un repliegue estratégico: en Vikingo fuera de la comunidad no hay nada. Un sistema moral de códigos más o menos rígidos es, en el universo de la película, una especie de fortaleza levantada frente al desamparo. En ese marco, la amistad masculina es el dato clave que le da forma al orden social y establece el núcleo fundamental de su conmovedora obstinación. Con Vikingo, Campusano construye un relato donde la devoción viril parece el último gesto de nobleza de un mundo que se convirtió en inhumano sin que nadie se diera cuenta.
Magia y pérdida. El proyecto del director Gustavo Fontán parece ser enorme, imposible. Filmar lo infilmable, eso que a cada rato se escapa: la memoria y el tiempo, las huellas secretas de aquello que, a falta de un nombre mejor, denominamos realidad; el sentimiento de pérdida y el modo implacable en el que sus señas permanecen sobre el mundo, como signos caligráficos cuya repentina visibilidad se adquiere a fuerza de mirar tenazmente a nuestro alrededor. Es que, en verdad, el cine de Fontán podría estar sostenido en la premisa de que el cineasta no sabe prácticamente nada de antemano. No tiene pertrechos suficientes ni una guía confiable, apenas lo asisten la intuición y la voluntad. Claro que con eso no se hace una “película” cualquiera, mucho menos una “peli”: más bien se hace otra cosa, de una calidad diferente. Un cine hecho en condiciones semejantes produce algo distinto, se aventura por los mismos senderos donde desfilan los fantasmas, que tienen semblantes difusos, proverbialmente elusivos. ¿La casa que vemos en Elegía de Abril es la misma que vimos en La madre? En todo caso, el chico es el mismo: Federico, el hijo de Fontán. Como si enhebrara un código de sangre, el director permite que la biografía y el sueño establezcan de una vez y para siempre una alianza de implicancias todavía por descubrirse. Elegía de Abril es un canto en estado de vigilia que no reniega de la pulsión incomprensible y arrebatada del sueño ni toma, sin más, lo pedestre y cotidiano como único reaseguro de un orden verdadero y perdurable. Por el contrario, este cine prefiere adentrarse sin red en lo desconocido, confrontar con su material para fundirse inesperadamente en él; para encontrarse, de golpe, con que no se sabe qué hacer, cómo seguir adelante. Como en el momento en el que la mujer que asiste al hallazgo de las cajas donde yacen unos libros intocados, salidos de la imprenta y olvidados desde hace cincuenta años, y cuyo autor es nada menos que su padre, se niega a seguir siendo filmada: “No quiero actuar más. Me cansé”, dice. Una vez más, el cine del director se torna una madeja de consistencia delicada ante la cual la percepción parpadea, incapaz de darse una tregua en la que el deslumbramiento ceda el paso a una comprensión cabalmente racional de lo que vemos. Elegía de Abril replica el nombre que da título al libro encontrado y se convierte, con un movimiento terminante, en rotunda continuación de la poesía por otros medios. Aunque tiene en su centro el vacío de una pérdida, Elegía de Abril es melancólica de un modo extraño, apenas perceptible. El desdoblamiento de personajes reales y actores produce un vuelco definitivo que establece el modo en el que el cine puede acercarse al mundo: encarnándolo, poniéndole una cara y una voz. Pero lo mejor del caso es que ese mundo al que se intenta domesticar con la representación no termina nunca de desvanecerse. En cambio, persiste como síntoma y advertencia: el cine sólo se acerca al mundo, hace fintas con su propia sombra, como mucho se repliega sobre sí mismo para apechugar el sinsabor de una derrota largamente presentida. En el cine de Fontán son esas presencias las que más cuentan. Las que se conjuran y hacen magia. Las que le comunican, no al suyo sino a todo el cine, que aquello que se agita y gira a nuestro alrededor es opaco y en última instancia inaprensible. Como en el mejor cine, la falta de certezas deberá ser un alimento. Una clase de combustible difícil de conseguir, un estallido de júbilo cocido en el silencio y la sombra que ponga la mirada siempre en marcha, que la afile, que extraiga el aliento provisorio con el que seguir buscando.
La música que escuchan todos. La segunda película de Ben Affleck se recuesta en una pregunta cuya formulación es sencilla solo en apariencia. No se trata tanto de irse o no irse del barrio sino en cómo registrar la necesidad de la partida. El título en castellano suena muy mal pero acierta en parte al describir el maelstrom en el que dan vueltas los personajes. La vida del barrio tiene por lo menos una cara mortal, un punto de fuga por el que se cuelan el desaliento y el rencor. Doug (interpretado por el propio director) y James (Jeremy Renner), su amigo de toda la vida, roban bancos pero no parecen poder acceder con ello a ninguna clase de prosperidad demasiado evidente. En el fondo siguen siendo contratados, obreros del crimen en una organización que se asemeja a un sistema de castas cuya esencial desigualdad pretende redimirse con un obligado aire de familia, una invocación remota que perpetúa la opresión bajo la máscara de las vivencias compartidas “desde siempre”. En un violento asalto, algo no sale como se lo esperaba y los ladrones se llevan también consigo una rehén. La joven mujer es liberada pero resulta que vive a pocas cuadras del lugar donde paran los asaltantes. El protagonista sigue sus pasos y queda prendado fatalmente de ella. El barrio (The Town, como indica el nombre original de la película) es un espacio en el que se verifica una convivencia forzosa. La aparición de la mujer en la vida de los personajes termina de establecer las diferencias que se disimulaban debajo de una vida de rutinas y de gestos comunes. De pronto, la música diaria –los “códigos” que alimentan y moldean al grupo– empieza a revelar su carácter insuficiente para acallar del todo el rumor del descontento. Doug se descubre un día como un sobrio rodeado de alcohólicos: un animal enfermo de soledad al que el calor de la manada (o de la monada) apenas alcanza a rozar. Las escenas que describen el breve romance de la inesperada pareja lucen débiles y parecen ejecutadas sin mucha convicción. Pero acaso lo que en verdad importa es el papel melodramático que juega la mujer como portadora de un salvoconducto liberador. Como si reemplazara la figura de la madre que el protagonista perdió de niño, la mujer interpretada por Rebecca Hall guía a su pesar los pasos del personaje. Affleck se muestra como un sólido director a la hora de diseñar secuencias enteras durante las que la violencia y la tensión apenas si dejan respirar. Por su parte, las rutinarias tomas aéreas, que proporcionan una idea general de los puntos en los que va a tener lugar la acción, más el uso predecible y particularmente insustancial de la música, constituyen algunos de los trazos más visibles de la factura industrial de la película. El director se sirve sin pruritos de varias puntadas con hilo grueso para enmarcar el centro devastador de su tema que, en cambio, solo ofrece interrogantes arrojados a contrapelo del lugar común. ¿Qué es el barrio, al final? ¿Una idea nefasta con demasiada prensa a favor? ¿Uno de los círculos menos reconocidos del infierno? El título local advierte de manera tosca acerca de su poder de encantamiento. Hay que salirse, entonces, cortar amarras de una vez. En una escena planificada con una sobriedad exquisita se expresan los ribetes dramáticos del conflicto que la conciencia le impone al protagonista. Imposibilitado de actuar, observa la persecución y la caída de su amigo bajo los disparos de un policía. Si ese hombre no oyera una voz dentro suyo no habría ningún problema. Atracción peligrosa exhibe el filo cargado de ambigüedad de la conciencia del sujeto que ya no pertenece a ningún lado y mira la suerte de su compañero como si se hubiera vuelto un extraño de sí mismo. La película tiene un final agridulce. ¿Podría haber sido de otro modo? Los desbordes de una juventud curtida en las adicciones, la violencia gratuita y el delito se curan lejos, en la otra punta del país. Una serie de planos muestra al personaje de Affleck con una barba con la que por fin parece asumirse la condición de adulto y con pilchas de andar vacacionando, todo bajo la luz de un atardecer que pretende propiciar de manera sumaria la reflexión y la sensatez. En ese vergel hecho de paradojas no parece quedar mucho lugar para el amor, sin embargo, sentimiento al que solamente se puede evocar como una promesa trunca, tristemente en suspenso.
Melodías de una vieja canción crepuscular. ¿Qué hace un asesino cuando no trabaja? Según la película de Anton Corbijn, puede por ejemplo enamorarse y reblandecerse, lo que es muy malo para el ejercicio correcto de su oficio. El asesino a sueldo no tiene paz: el horizonte blanco de una vida burguesa, con una cabaña en medio de un bosque nevado con el que arranca la película, es un espejismo que parece pergeñado en una agencia de publicidad. Tarde o temprano la dura realidad del killer termina por imponerse y la persona que menos lo espera puede terminar con un disparo en la nuca. El ocaso de un asesino es la historia de un hombre hundido en el torbellino de su actividad. Pero ese trabajo de consecuencias peligrosas, ante el cual el contacto con los demás se yergue como un territorio de acceso vedado, resulta ser la única cosa en el mundo capaz de proporcionarle un sentido de lo material, de lo tangible. En su nueva misión, que acepta casi a regañadientes, Edward va a parar a un pueblito de provincia en medio de la región de Los Abruzzos, en el centro de Italia. Esta vez, como se le informa, ni siquiera tiene que tirar del gatillo. Recoge de la oficina del correo una encomienda en la que hay un rifle desarmado en piezas relucientes. De lo que se trata entonces es de ensamblar el arma y pasársela a la persona encargada de ejecutar el asesinato, en este caso una mujer. De manera sorpresiva, la película de Corbijn se despliega en una espera impenitente, habitada por el espíritu de repetición propio de los actos que podríamos llamar cotidianos: dormir, tomar un café, hacer ejercicios físicos, cenar frente a un aparato de televisión, caminar por los alrededores, visitar a una prostituta. Despojada de todo rastro de glamour o de gracia, la actividad de Edward adquiere sin que nos demos cuenta una tristeza ontológica, una resignada desesperación que el director alimenta con ráfagas casi imperceptibles de música y con el uso de una luz imbuida de una frialdad nocturna y terminal. Edward lleva en su cuerpo el tatuaje de una mariposa y la bella prostituta Clara lo llama, a veces, el Signore Farfalla o Mr. Butterfly. Para todo el mundo es “el americano”, título original de la película que alude a su carácter de extranjero, de outsider: es “el otro” por excelencia, el extraño. El ocaso de un asesino no se priva de ofrecer parpadeos de una comicidad distante y espectral para delinear el espesor de su personaje: en un bar, Edward está sentado a la mesa mientras se oye de fondo la canción de Renato Carosone Tu vuò fa l’ americano: “Te hacés el americano”. De nada se puede estar completamente seguro. Edward, ¿es o se hace? Lleva una cámara como coartada e informa que se encuentra en el pueblo en su calidad de fotógrafo de una publicación norteamericana. Pero, en realidad, el asesino ni siquiera tiene patria; no es como los demás, su actividad lo aparta de los que lo rodean y de sus asuntos. De algún modo, y acaso a su pesar, está ungido con el halo de un misterio inconsolable, quizá aquello mismo que atrae al cura del pueblo desde que lo conoce, impelido por su oficio a la caza de pecadores. Lo cierto es que quien lo toque, quien intente llegar a él del modo en que lo hace Clara, por ejemplo, solo obtendrá una cáscara. El hombre pareciera desvanecerse, incapaz de encontrar sosiego ni felicidad algunos. George Clooney, protagonista y productor de la película, compone una máscara a través de la cual se filtran retazos de una identidad posible, señas fugaces que dan cuenta de la opacidad esencial de lo que se conoce como realidad, concentrada esta vez en el semblante de un solo hombre. La película hace de ese hombre un caso único pero, al mismo tiempo, no deja de señalarlo como un probable caso testigo. En los tramos finales, Edward marcha rumbo a la imagen trémula de una mujer, Clara, recortada contra la luz, en un paisaje digno del Edén: más que una mujer, se trata de “la mujer”, un arrebato platónico que se presenta como un conjuro, una visión surgida de entre los pliegues de la fiebre y del dolor a partir de la urgencia que se cuece ante la inminencia del fin. En la película, las tres mujeres que se cruzan en la vida de Edward están interpretadas por actrices que se parecen: su amante del principio, su contacto y Clara podrían ser variaciones de un mismo rostro. La mujer resulta más bien una idea, la perspectiva desde la que es posible observar un mundo diferente. Lo otro, lo que queda, es apenas una errancia infecunda, el vagabundeo por la superficie palpable y desolada del mundo. ¿Es una broma inclasificable o una torpeza supina la mariposita que aletea a la izquierda del plano? Cualquiera de las dos cosas no termina de funcionar como metáfora y el gesto se pierde enseguida en su propia intrascendencia: la tragedia de un hombre no puede encontrar redención en la cursilería.
Últimos tragos. En algún momento tenía que pasar: una comedia alemana cuyo objeto es el mundo del cine. No es seguro que Doris Dörrie lo hubiera hecho mejor. Whisky con vodka empieza con las espaldas de Otto, un actor borrachín al que hacen participar en una película de pequeña producción a raíz de su histórica capacidad de convocatoria con el gran público. Esas espaldas, que la cámara sigue desde que el hombre se levanta del asiento donde lo están maquillando hasta el set en el que lo esperan sus compañeros, dejan adivinar una dignidad vencida, el caso patético de un ser que apenas atina a resistir mientras el mundo se le vuelve irremediablemente ajeno. Como no se sabe a ciencia cierta si el comportamiento errático de Otto les permitirá llevar a buen término la película, los encargados de la producción tienen la idea de una duplicación salvadora: se harán las escenas con el veterano actor como protagonista pero también, de forma inmediata, se filmarán las mismas escenas con otro actor contratado a último momento, un “doble” convenientemente sobrio por si las moscas. Si Otto no queda muy contento con la situación, tampoco Arno, el sustituto, un actor de teatro independiente que acepta en principio el trato por admiración hacia Otto. Pero Whisky con vodka está interesada en otros asuntos. El director Andreas Dresen juega al cine dentro del cine y le sale algo que no es una interrogación ni una elegía, aunque al final se encuentre más cerca de esto último que de otra cosa. Los arreglos musicales de jazz de big band con los que empieza cada una de las secuencias de la película marcan la inflexión de sensual abandono que la recorre: lo que se filma es una película “de época”, con chicas onda flappers y un argumento de enredos ligeramente libertino ambientado en tiempos de vacaciones en algún balneario europeo. El presente del rodaje de esa película resulta ser, en cambio, un conjunto desolado de trailers estacionados bajo cielos grises y en el que, de algún modo, parece reproducirse aquella trama de amoríos como en un espejo calladamente desesperado de la ficción. Como un artesano al que a veces le gana la astucia, el director dispone dosis homeopáticas de un humor lunar al tiempo que su película acierta al orillar –algo mecánicamente, ahí está su límite– la melancolía esencial que afecta a la “familia del cine”. Es que el cine sirve para fijar fragmentos de tiempo pero, ¿quién se acuerda, parece decir la película, del sentimiento terrible de esas criaturas que se quedan vacías después de la filmación, aquellas sobre cuyas siluetas no se opera el efecto reparador de la sustracción al paso, precisamente, del tiempo? Al final, solo quedan las fotos de conjunto sacadas de compromiso y el calor pasajero de los abrazos de rigor que se intercambian a modo de despedida. Whisky con vodka asume la tarea de cartografiar ese vacío como si fuera la primera vez y produce, entre tragos, cigarrillos y encamadas furtivas, la secreta ilusión de haberse acercado a su objetivo.
La casa está en orden. Mi familia es una película en concordancia con su tiempo. No se trata tanto de un objeto militante, la punta de lanza a favor de una causa por la que hay que bregar frente a la oposición o la indiferencia de sus enemigos, sino una película que viene a confirmar un estado de cosas, a adecuarse blandamente al horizonte de la moral ya conquistada y en plena vigencia, como una pieza que encaja en el único hueco que falta llenar en el tablero del rompecabezas. En todo caso, Mi familia se permite jugar con amagues de audacia que se encargan de otorgarle un aspecto diferenciado al tiempo que disimula su verdadero carácter, que es más bien conservador. Una familia conformada por dos madres (Annette Bening y Julianne Moore) y una chica y un varón ya adolescentes, concebidos por la pareja mediante el método de inseminación artificial, se ve perturbada por la aparición del donante anónimo al que oportunamente recurrieron las mujeres (Mark Ruffalo). Al principio hay una reticencia mutua entre él y la familia. El tipo parece demasiado despreocupado, demasiado libre y campechano como para hacer buenas migas con la rigidez un poco sumaria de la familia en general, que supongo debe representar la conciencia de buena parte del público americano que llenó las salas e hizo de esta producción independiente un éxito masivo. El recién llegado resulta ser un cuarentón que aún no ha formado familia, mantiene relaciones casuales con una empleada de su restaurant, admite haber abandonado los estudios siendo muy joven y le gusta andar en moto. En Mi familia, ese personaje está dotado de una simpatía cuyo halo de malignidad reside en parte en su carácter irresistible: de a poco, de un modo que puede recordar lejanamente al de Terence Stamp en Teorema, procede a seducir a todo el mundo. A años luz del accionar desestabilizador del personaje de Pasolini, sin embargo, y como estamos en una comedia americana, termina apenas acostándose con la más joven de las madres (Moore). Allí empieza el segundo conflicto importante de la película, que la directora adereza con lindas canciones de rock (se destaca Black Country Rock, de David Bowie, que suena como un leit motiv del personaje de Ruffalo) y algunos gracejos de mayor o menor fortuna: el dilema de la mujer que empieza a tener una doble vida amorosa, con el agregado de que en el diagrama obtuso de la película la condición sexual del personaje parece proponer un enigma extra: “¿Qué, ahora sos heterosexual?”. Le dice Bening, despechada, cuando descubre la infidelidad de su pareja. La palabra que utiliza en realidad es straight, que se usa a falta de una mejor o más precisa. Porque, en verdad, es la familia la que es straight, recta, ordenada, sin dobleces, en la cual las cosas deben ser claras, dichas de frente. Mi familia resume la aparente paradoja de ser una película a favor de lo gay y también, al mismo tiempo, de lo “straight”; es decir, de la unidad familiar y de los valores que de ella se predican, concebida como para que nadie se asuste: los hijos criados por una familia gay son como los de todos, nos informa, también pueden ser exitosos, tener perfecta salud mental y objetivos claros en la vida. La chica es muy recatada en temas sexuales y un bocho en el colegio, y el varón solo debe deshacerse de las malas compañías para empezar a “explotar su potencial”. En suma, los chicos están bien, como dice el título original de la película, que parece querer ofrecer una declaración contundente y tranquilizadora desde el principio. El personaje de Ruffalo se esfuma de la trama prácticamente recibiendo un portazo en la cara, expulsado para siempre de la casa y de la familia. De la misma manera que antes le había ocurrido al amigo skater del chico, peleador, improductivo recalcitrante y drogón. Mi familia aporta su granito de arena a la causa queer a fuerza de naturalizar (y neutralizar) lo que antes era percibido como disolvente y peligroso. Solo que lo hace al costo de adoptar como propia la moral reinante y de asumir lo gay como un elemento cualquiera, apenas uno más, del más estricto universo burgués, en el que lo verdaderamente imperdonable es no saber qué quiere uno en la vida.
Ciencias económicas. Gordon Gekko sale de la cárcel y entre las pertenencias que le devuelven hay una cosa enorme, un objeto arcaico y de aspecto risible. ¿Se trata del monolito de 2001: Odisea del espacio? No, es un teléfono celular. El tiempo vuela y algunos bienes pasan a ser piezas de museo en un abrir y cerrar de ojos. O en lo que dure una temporada a la sombra, en este caso ocho años. Al personaje de Michael Douglas también se le entrega, en tan ceremoniosa ocasión (bien codificada por el cine americano: el Estado deja en claro que no se queda con lo que no es suyo) un clip para sostener billetes; “sin billetes”, como informa rigurosamente el encargado de la sección de la cárcel. Después, Gordon Gekko sale a la luz hiriente del día y, mientras algunos compañeros de fortuna se van con sus respectivos familiares, se queda parado en la puerta. Por supuesto, no lo viene a buscar nadie. Ese hombre es un canalla, pero solo lo saben quienes vieron la película de la cual ésta es continuación. Wall Street es en parte la historia de ese hombre. Está presentado el personaje y su situación desventajosa. A partir de ahí, solo queda para él una carrera de obstáculos. Hay que ver qué destrezas despliega, con qué artilugios es capaz de torcer su infortunio. ¿Cómo hace Gekko para no ir a parar al rincón menos visitado del museo? Es la economía, estúpido. La clave está en la economía, que siempre da oportunidades. A Oliver Stone le gusta la historia y le gustan los héroes. O, para decirlo de un modo que sirve también para describir una parte nada desdeñable del cine clásico, el héroe como parte ineludible de la historia. El hombre inscripto en una trama de coordenadas reconocibles, que acentúan su heroicidad al tiempo que reclaman para él un cierto espesor político. Mi personaje heroico de Stone preferido es el del fiscal Garrison en JFK. Particularmente me gusta la escena en la que, como si fuera un experto en balística, el tipo se pone a explicar de qué modo tendrían que haber entrado los disparos en el cuerpo de Kennedy si el tirador hubiese sido uno solo como sostiene la versión oficial. Aunque poco tenga que ver con el cine, me impresiona el esfuerzo descomunal que se advierte detrás de esa escena. Cuando lo veo a Kevin Costner, bien compenetrado en su papel, estoy viendo también peritos, supervisores, técnicos, una voluntad que organiza todo eso y que dice “No, pará. No es como dicen, acá pasó otra cosa, vamos a explicarlo para que se entienda bien”. Y está bien que sea así, es correcto eso, porque para inmiscuirse en la historia de manera directa, como le gusta a hacer a Stone, hay que tomarse un trabajo, hay que hacer los deberes; hay que investigar y asesorarse, aunque sea para lograr un efecto de verosimilitud lo más contundente que se pueda. Y es que Stone, huelga decirlo, no es un cineasta refinado. Es un tipo con una misión. Liberal o antiliberal, da igual. La verdad es que nunca queda del todo clara la ideología real del director, pero el hombre juega a eso. Digamos, entonces, “liberal” en Estados Unidos y antiliberal fuera de allí, que vendría a ser más o menos la misma cosa. A Stone siempre le gusta contar que sus ex camaradas, combatientes en Vietnam como él, lo llamaban “nuestro bolchevique”. En todo caso, lo suyo suele ser el intento de desenmarañar “la otra historia”. A través de la saga de Gordon Gekko, el director pretende mostrar la trastienda del mundo de las finanzas. Como se ha dicho, su cine es de intervención. Qué mejor entonces que la hecatombe económica del 2008 para resucitar a Gekko, para hacernos ver que hay un sustrato inamovible allí, una placa tectónica que da cimbronazos, que se reacomoda pero que termina siendo fiel a sí misma. Para Stone, el capital especulativo es la base de la economía en su forma moderna. La historia se repite: la primera vez se da como tragedia, la segunda también. En los primeros minutos de Wall Street, después de la presentación de Gekko, una empresa está a punto de ir a la quiebra y su principal responsable termina por propia voluntad bajo las ruedas del subte. Jake, que revista en la empresa y está de novio con Winnie, hija del célebre Gekko, se siente devastado, como si acabara de perder a un padre. Por lo que enseguida busca a uno nuevo nada menos que en su suegro, figura que alcanza la estatura de mito para los jóvenes emprendedores como él. La chica, por su parte, es una periodista de izquierda (digamos liberal en el sentido americano, para no exagerar) y repudia al padre con todas sus fuerzas. Wall Street también es una historia de familia. Stone no es fino pero es ambicioso: hace películas de tesis que están a menudo imbuidas de un aliento mítico, como se trasluce a partir del cuadro de Goya que se exhibe en el despacho de uno de los peores personajes de Wall Street: Saturno comiéndose a uno de sus hijos. Pero Saturno es Cronos, y el tiempo aniquila a los hombres. En cambio, el capital queda, reproduciéndose y regenerándose. El dinero nunca duerme, asegura el subtítulo de la película. “A mí me gusta Stone porque es grasa”, me dice un amigo a la salida del cine. Pero esta película no le gustó. ¿Stone no es lo suficientemente grasa, acá? ¿Se puso reflexivo en contra de su propio cine? Seguramente no tanto, aunque tal vez se acentuaron su puritanismo y su costado sentimental. Pero también su pesimismo. Gekko vuelve como un pobre diablo y en el camino solo le va quedando lo diabólico. Se hace pasar por una cosa, después por otra. Luego tiene un gesto con el que parece redimirse definitivamente. Pero para que el diablo exista entre los hombres con un rostro humano debe haber complicidad, un sistema de creencias que disimule su existencia o que, por lo menos, simule no verlo como lo que realmente es; por lo que a la persistencia del mal se le suma la ingenuidad o, simplemente, la mala fe que hace que esa continuidad sea posible. Para el final, Stone da un salto hacia adelante en el tiempo y muestra la fiesta de cumpleaños del retoño de la joven pareja conformada por Jake y Winnie. La hija díscola parece que aceptó a su padre y todos contentos. ¿Se acabó la crisis? ¿Vuelven con todo los negocios inmobiliarios? Finalmente, Gekko es el paradójico héroe de Wall Street. Él sabe que la dicha y la bonanza son provisorias: son burbujas, como dice en algún momento. Y vemos burbujas entonces, que flotan en el aire, tan frágiles. Se ve que el director no abandonó la cursilería después de todo, pero la imagen del final feliz es tan falsa que la burbuja que asciende al cielo de Nueva York termina obrando, por oposición, como un símbolo más que pertinente del carácter pasajero de toda felicidad.