Aunque no se trata de un fenómeno meteorológico, tampoco queda claro qué es Eclipse. La palabra “movie” se le puede aplicar si nos atenemos estrictamente a algo de lo que sucede con sus planos: se mueven, no es fotografía entonces. Es decir, sin siquiera aspirar a ello, prácticamente por inercia, Eclipse podría asemejarse al cine aunque más no sea por aproximación. Eclipse es demasiado cauta, no ya para ser cine sino para constituir algo medianamente relacionado con el arte. Como tercera parte de una famosa franquicia, autosuficiente y estática, apenas se deja estar y con eso le basta: cuando el sistema da resultados tan contundentes (en el terreno que se quiera), para qué mover una pieza, para qué inquietar a nadie. El técnico que triunfa tiene asegurado el puesto. A Bella se la disputan dos chabones; cada tanto uno se convierte en vampiro y el otro en lobo. Parece inamovible, eso, y seguro que continúa en la siguiente parte. La figura geométrica de Eclipse es el triángulo y su dispositivo narrativo es el de la espera, el de la dilatación permanente del tiempo. El deseo se cuece en la expectativa que los seguidores de la película ya conocen a esta altura de sobra: cuándo se saca la remera el hombre lobo, cuándo se besan Bella y el hombre vampiro. Bella ama al vampiro y el lobo la ama a ella: interpretada por Kristen Stewart, que está más linda que comerse de parado una porción de pizza en Banchero, Bella es el centro de la película y hace las veces de una adolescente arquetípica, que debe lidiar entre su deseo y las restricciones que se le imponen. En algún punto, Eclipse es en sus tres cuartas partes una maquinaría casi perfecta al servicio del deseo que no termina de consumarse (porque la franquicia debe seguir su marcha, impulsada por una moral arcaica que funciona menos como una prescripción que como un resorte narrativo). Igual que en un telenovelón de otras épocas, en Eclipse abundan los primeros planos de un modo que podría resultar insólito si los seguidores de la saga estuvieran para entretenerse con exquisiteces semejantes. Por momentos, la película es un desfile de caras serias: en Eclipse nadie sonríe ni de casualidad, acaso para sugerir, en otro de los movimientos de simulación que la película practica, que se está ante un drama de proporciones oceánicas, casi como si fuera una novela victoriana (con sentido de la oportunidad, la película acaso advierte que de una cierta moral se puede extraer la impostura de una dramaturgia que la acompañe). Eclipse se despliega en una serie de imágenes apáticas, graves, cuya abulia general se ve ocasionalmente interrumpida por dosis escuálidas de suspenso que, en la economía perfectamente controlada de la película, hacen las veces de erotismo. Por ejemplo a veces, si uno tiene buena voluntad, se puede adivinar la raya de Bella cuando la llevan a cuestas y el jean que se le desliza un poquito hacia abajo deja al descubierto una porción ínfima de piel. Qué ligera, graciosa y libre sería esta película si sobre el mismo rígido esquema de porquería se aplicaran algunos ajustes oportunos. Que Kristen Stewart se deje de amagar y termine de escandalizar a su anticuado novio el vampiro sacándose toda la ropa de una vez por todas, que exhiba por fin sus descarnados dones (desde Adventureland que el pueblo quiere saber de qué se trata); que el muchacho lobo haga lo propio, que deje de usar los puños por un rato y vuelva ciegas a las niñas con la luz inesperada de su candil, cosa que después ellas regresen a casa y no puedan contarles a sus padres que en esta oportunidad un poltergeist se metió en el guión (nada, una pavada de amor, la película, deberán decir cuando les pregunten qué tal el cine). Pero habrá que seguir soñando: los espectadores están demasiado protegidos en Eclipse, nadie verá nada inconveniente y sus progenitores, como el padre policía de Bella, podrán irse a dormir tranquilos con la virginidad de sus hijas resguardada.
En el fondo, se trata de un problema de moral: cómo hacer para que persista, cómo sostener su influjo en un mundo que se cae a pedazos. Pero no todo es tan sencillo. Porque este mundo de La carretera, literalmente, se viene abajo (no se ve tan seguido en el cine el espectáculo sobrecogedor de árboles que caen así: humanamente caen, desarrapados como cadáveres). En ese paisaje atemorizante de fin de los tiempos, construido a golpes de colores terrosos, esparcidos aquí y allá en desolados planos generales, se mueven penosamente un padre y su hijo. Van buscando el océano, que es donde parece que empezó la vida. Falta la comida en el escenario terrible que propone La carretera, por lo que no se trata tanto de que la moral no tenga ya sentido alguno sino de que se ven al fin sus límites, su carácter perturbadoramente acomodaticio. Si tengo que sobrevivir vale todo, incluso me puedo comer al vecino. Que ya no es más un vecino sino un cuerpo sucio que anda errando por ahí, concentrado en su hambre, abrazado por su propia desesperación. El padre tiene sueños recurrentes en los que el aire y la luz se cuelan en ese escenario monstruoso, sin embargo. Son recuerdos de una mujer y una vida burguesa. En el presente glacial del personaje, la calidez viene del pasado, es un eco lejano que duerme durante el día y que parece el vestigio de una vida anterior, como una reminiscencia platónica. “Sí, somos los buenos”, le informa el padre al niño para consolarlo. Todavía y a pesar de todo lo somos. No lo dice así pero lo piensa. El padre quiere que el hijo crea en ese cuento en el que él ya no cree. Una tos del hombre en los primeros minutos de película, como en un melodrama, señala la condena sobre ese cuerpo desgastado: así que se trata de legar algo (rápido, rápido, antes de que se nos cierren los ojos y se termine todo. Y no de la mejor manera), igual que en el pase del testigo. Cormac Mccarthy, el autor de la novela que dio origen a la película, estaba pensando cuando la escribió en su hijo menor, que por diferencia de edad podría ser su nieto: qué mundo espantoso que le queda cuando yo no esté. El niño de La carretera tiene que permanecer santo: es él el que se conduele cuando el padre deja a un hombre desnudo y muerto de frío en medio de la calle; el que insiste para que socorran a un viejo medio ciego que se encuentran en el camino o se queda maravillado cuando un escarabajo se le sube a la mano. El que dice más de una vez, “no dispares, papá. No lo mates”. Convenientemente, la película arropa su fábula apocalíptica con la carga de un ideario cristiano en la que el padre se ofrece como figura sacrificial para que el hijo pueda seguir manteniendo su pureza original. Que el niño siga pensando en que hay bondad, eso es lo importante. Mientras, el hombre se encarga del trabajo sucio, es decir, de la supervivencia. Una secuencia termina con un plano medio que se abre y deja ver una cruz en lo alto sobre los cuerpos de los dos muy juntos, abrazados para darse calor, uno cobijando al otro igual que en una pintura pietista. Como en ninguna otra película suya, Viggo Mortensen parece un Cristo, enloquecido y agonizante: Cristo en plena pasión, cuando ya no sabe nada y solo el cuerpo sigue andando, como si no le perteneciera, fatalmente hacia la cruz. Pero, ¿qué es en verdad lo que intenta resguardarse, lo que no debe perderse aun cuando todo lo demás se cae? Padre e hijo aluden a un “fuego interior”, figura cursi cuya fuerza retórica no se desmerece del todo, importada directamente del libro: que no se apague el fuego es la consigna. Misteriosamente, en la película la moral reside en el hijo, que no tiene nada que añorar, que se crió en ese ambiente horroroso en donde el prójimo es un caníbal en potencia y que, por su corta edad, no ha conocido tiempos mejores, aquellos en los que un hombre no valía solo por lo que se podía extraer de él. ¿O La carretera sugiere una impensada sofisticación al afirmar discretamente que sí, que siempre fue así, que no hubo nada parecido a aquellos “viejos buenos tiempos”? No lo sabremos. El director prefiere desparramar flashbacks con los que se justifica la presencia de Charlize Theron en el cast y se ratifica la idea de un pasado soleado. En el libro, en cambio, es el chico el que sueña. Pero lo hace con una criatura monstruosa que lo observa chapoteando en el barro. Después se despierta y ve que lo que está a su alrededor no es mucho mejor. La película parece adherir a la idea corriente de que el mundo es maravilloso y de que lo peor que puede pasarnos es que se acabe. En muchos de los planos de La carretera, cuya anónima majestad no logra confundirse del todo con la gramática de MTV, se consigue al menos trasmitir el dejo de una inquietud sin nombre: todo es un pasaje, tarde o temprano nos vamos, no se puede perder el tiempo.
La felicidad. No se conoce un manual que dé indicaciones al respecto: dónde encontrarla, cómo conseguirla. Ni siquiera se puede saber de forma cabal en qué consiste. En un ambiente difícil, en donde campean los trabajos precarios, la violencia y el abandono, para Mariana, la felicidad puede obtenerse, también, un día cualquiera en el que desembarca en un colegio nuevo, con guardapolvo inmaculado y dos trenzas, junto a sus padres vestidos de punta en blanco mientras se oye una versión instrumental de la canción Gloria. Así descripta, toda la secuencia podría ser una estampita animada surgida de la iconografía peronista sino fuera porque está filmada en cámara lenta; porque mientras el espectador escucha Gloria los alumnos y sus maestros cantan evidentemente alguna canción patria y porque durante buena parte de la película Mariana ha dicho que no le gusta su nombre y que en cambio decidió llamarse Gloria. Caetano hace una película política cuyas implicancias finales terminan constituyendo un fondo de ambigüedad prácticamente única. Es que lo suyo es la potencia del cine y sus posibilidades expresivas, ni más ni menos. Siempre sus películas se trataron de eso, en definitiva: de producir un realidad plástica, poética, para sembrar allí el asombro, el fastidio o el escozor. Como en Tumberos, su primera incursión televisiva, el elemento político es parte del diseño final de la película, un hilo dorado que dibuja ribetes aquí y allá a través de los planos: un modo de lectura incompleto pero de una riqueza secreta e implacable. El director hace el esbozo de una degradación argentina, en la que una pareja asiste impertérrita a su descenso en la escala social, con la distancia extrañamente luminosa que proviene de un acercamiento ligero y desprejuiciado que puede lindar con el pop, Milagros pop. Mariana (o Gloria) es Milagros Caetano: un auténtico milagro, la chica. En algún punto parece como si Caetano padre hubiera concebido la película para el lucimiento de Caetano hija. Como una serie de variaciones sobre el rostro, el andar y el habla de la niña, Francia despliega sus diversas zonas de intensidad y esplendor casi siempre sujetas a los desplazamientos del personaje que encarna la actriz. Ella es la idea de gloria, en Francia. También, la idea de la música pop, de las películas y del juego en general como última frontera contra el dolor del mundo exterior. En la modesta tragedia Nac & Pop de la película, la palabra Francia es la cifra clave en la que se deposita el concepto de lo otro, lo lejano; lo deseable pero acaso inalcanzable. Una palabra que está ungida con tres colores. En la película probablemente nadie irá a Francia, pero tampoco hace falta. La fe poética que Caetano desgrana, desencantada y poderosa a la vez, insiste en una redención paradójica, forjada en el hábito de agachar la cabeza y sobrevivir como un burro (un poco a merced de la tómbola cósmica que se encarga de regir el destino de todos), y la fuerza de Mariana, que parece operar el milagro de un final en el que los padres se reconcilian y la prosperidad aparenta renacer para todo el mundo. Gloria o muerte. Es que Mariana/Gloria es finalmente el sujeto sobre el que el director hace residir la ética de la película. De la llama que Gloria representa es desde donde se irradia el particular espesor político que distingue a Francia, mucho más que el que podría elucidarse a partir de esa imagen de país reconciliado que se mencionó al principio si no se la observa con atención. Porque resulta que del personaje a cargo de Milagros Caetano se predica también una estética: arrastrado por el sorprendente fulgor de la chica, desapegado e indomable a un tiempo, el relato se fragmenta, se disloca, adopta la forma vaga de un juego en el que el dolor no puede reclamar un sitio preferencial sino que debe resignarse a estar en pie de igualdad con otras contingencias de la vida. Si Gloria saca fotos con su celular, Caetano detiene cada tanto los planos y los enmarca como si fueran una fotografía; si la maestra y las autoridades del colegio privado le parecen ridículas a Gloria, sus padres terminan viéndolas del mismo modo. Y nosotros también: notamos la caricatura, el detalle en la actuación que las hace salir del costumbrismo (siempre bajo sospecha de fraude) para ingresar en el terreno de la subjetividad, de la verdad poética. Como Gloria en su cabeza escucha Gloria, en fin, su primer día de clase en la escuela pública (en una mañana radiante, peronista) es, también, un derivado de su fe y de su felicidad. Pura Gloria en movimiento.
Se trata de “hacer lo que dicta el corazón”. No sé cuántas veces debimos tropezar con eso ya, cuántas cosas horribles se hicieron en su nombre. Y no hablemos solo de películas. Bueno, la fórmula tiene ganado un lugar en la historia de la cursilería, pero es cierto también que a partir de consignas todavía menos decorosas se han conseguido películas bastante pasables. Sophie, la protagonista de Cartas a Julieta, quiere escribir. Pero también quiere a su novio. En realidad no sabe bien qué cosa quiere más, y en ese trance acepta laburitos que mucho no la convencen pero se deja estar, total le va bien sentimentalmente. La cosa es que ella y su novio viajan a Italia, se supone que de vacaciones, aprovechando que él tiene que ver a los proveedores del restaurante que está por abrir en Nueva York. Enseguida la chica se da cuenta de que algo no anda en su relación de pareja. Mientras que ella quiere pasear y que le hagan arrumacos, el tipo está loco por los aceites, el formaggio y las especias. A Sophie le pasa un poco como al personaje de Scarlett en la película de Sofia, que estaba de acá para allá, en Tokio y sus alrededores, como perdida, mientras el salame de su marido se la pasaba sacándoles fotos a estrellitas de rock, y entonces ella se ponía a mirar el lugar, sus cosas, las actividades que la gente hacía para que sus vidas y las de los demás fuesen más llevaderas. Y claro, se emocionaba, porque era sensible, no como el otro, que vivía de turista. Sophie también se emociona cuando descubre algo extraordinario que ocurre en Verona: no solo que las chicas le dejan cartas en un muro a la Julieta de Shakeapeare (como las preadolescentes que le escriben a Hanna Montana, algo así) sino que, encima, hay un grupo de mujeres que se encarga de retirar esas cartas y contestarlas puntillosamente. En un largo plano, Sophie sigue a una de esas mujeres sin que ella se dé cuenta y, como estamos en Italia, la cámara no se priva de mostrarnos como quien no quiere la cosa un proverbial culo mediterráneo: es una pincelada de color, como cuando Hitchcock quería establecer de una vez un ambiente y mostraba un detalle típico. Sigamos. De inmediato Sophie hace buenas migas con las falsas Julietas y, ya que está, y como quiere ser escritora, aprovecha. Porque escribir puede ser esto, también: ponerse en la piel del otro (escribir para perder nuestro rostro, dijo una vez Foucault). Contesta una carta, entonces, la de una inglesa que cincuenta años atrás le pidió consejo amoroso a la niña más nombrada de los Capuleto. Y a los pocos días se encuentra con una mujer mayor, inglesa y viuda, acompañada por su nieto Charlie, que viene a agradecerle. Pero como Sophie se toma el asunto en serio, la convence a su vez de que vale la pena buscar a aquel que hace medio siglo fue el motivo de sus desvelos. Y ahí van los tres, entonces, en busca de un amor que no fue pero que tal vez pueda ser. Porque si el corazón lo dijo por algo será. Sophie y Charlie, de paso, empiezan llevándose mal, por lo que, si la comedia romántica no falla, quizá (con perdón de la expresión), acaben bien. Total, el paparulo del novio de Sophie anda probando vinos en algún lado y tiene para rato. Amanda Seyfried, la actriz que hace de Sophie, nos decía poco. La veíamos de reojo en el afiche y no prometía nada bueno. De ningún modo parecía un buen augurio esa cara de wasp aguachenta, quizá criada en Birmingham, Alabama (podría ser), que nos espiaba desde el cartel. Pero eran prejuicios: la verdad es que nos ganó con esos ojos levemente enrojecidos, siempre a un tris del llanto. O con el modesto arte de sus sonrisitas tristonas; o de esas sombras que le cruzan de a ratos la cara, cuando el director la deja sola en el plano, y algo que se ve que no acierta a nombrar pero que se conoce como decepción la acecha como el fantasma de alguien que se quedó con cuentas pendientes grosas antes de morir. La película es en gran parte ella, entonces, más la cara apergaminada de Vanessa Redgrave, que ya no es una radical de izquierda como en los sesentas sino una señora respetable. Y no hay que olvidar al pibe inglés, que los ingleses en las comedias románticas siempre ganan con el acento y porque van mejor empilchados que los americanos. Y esas canciones de algo que a falta de un nombre mejor tenemos que llamar pop italiano. La verdad es que están buenísimas esas canciones (nunca pensé que diría esto de que el pop italiano también puede ser bueno, pero tampoco esperaba que me gustara Cartas a Julieta) que van puntuando el relato y acompañan a los protagonistas, y a nosotros con ellos: ese trío heroico medio descangayado, esos tres de un par perfecto que van hacia la aventura armados con un sentimiento que es todo ambigüedad: ¿hacia dónde vamos? ¿De dónde venimos? Preguntas pesadas para una comedia liviana. Y las canciones, que se oyen cuando ese autito va rápido por la campiña italiana, ésa en donde casi todo el mundo habla un inglés más que respetable (están como para que les den el First Certificate, digamos) y refuerzan la vibración que está flotando en el aire. El truco es viejo pero hay que saber usarlo. Y en la película saben. Es que hay una emoción genuina en esos momentos, como en todos los que importan: sensación de algo inesperado que linda con la aventura, con la gracia, con el amor, con la secreta convicción de lo irrepetible (porque el amor tal vez no vuelva). Y además hay cine acá, de vez en cuando: como en la escena del cementerio, en la que Charlie le achaca a Sophie haberla embarcado a su abuela en una insensatez semejante, y la chica, que también tuvo una vida difícil, sale angustiada de cuadro y enseguida el plano se abre y muestra a la abuela y al nieto junto a una tumba y a Sophie mucho más lejos, de espaldas a ellos, recostada en un muro: todos unidos en un dolor que es intransferible pero a la vez común. Pero hay que seguir porque, por ahora, se tienen solo a sí mismos. Sorprendentemente, Cartas a Julieta trabaja con un material conocido de sobra pero se las arregla para no producir ni una sola nota falsa, ni un mínimo desliz. Su amabilidad constante y su sobriedad tallan a cada rato imágenes convencionales y nos hacen creer que son únicas. Cartas a Julieta es una rareza, un tipo de cine que, teniendo todo para salir mal, sale bien. La vida nos da sorpresas.
La música del azar. La variedad de intereses de Ricardo Becher encuentra su reflejo en las figuras que aparecen en la película que lo tiene como homenajeado. Escritores, músicos, cineastas, actores, productores: Becher ejerció en algún momento de todo eso y las amistades del director a las que vemos pasar por la película nos traen un fragmento de información sobre su desempeño en esas actividades. Becher es múltiple: el hombre está grande y reside en una casa de retiro para viejos pero, por alguna razón, sigue operando, su voz se escucha, sus textos se leen. Es solo el cuerpo el que se herrumbra y sufre achaques, parece decir; el que se demora y a su pesar se dobla bajo el yugo de los años acumulados. En cambio, una luz incandescente insiste con su brillo, incansable, en alguna parte. Ricardo Becher: la recta final, el homenaje de Tomás Lipgot a su maestro en la Universidad del cine, es el retrato de un aventurero. Un verdadero dandy de la escasez, que gusta de intercambiar palabras en inglés con su amor de toda la vida (José Campitelli, el Negro tantas veces mencionado en su novela La séptima década) y cuyos lujos se limitan ahora a un café con leche en el bar de la esquina y a breves paseos por los alrededores acompañado de sus amigos. La escena del diálogo con Javier Martínez es elocuente a la hora de ilustrar la heterodoxia del cineasta. Si la película de Lipgot parece una excusa para la charla más o menos azarosa, para la melodía común cocida al calor de la amistad y el cariño que se despliega en cafés compartidos, lecturas y salidas en auto, el encuentro entre el retratado y el legendario cantante al frente de Manal termina de establecer el carácter de templada aunque insobornable vitalidad de Becher. “Fijate en la música de moda, por ejemplo, en el rap: ¡es terrible eso, es la decadencia!”, dice Martínez. “No, mirá, no generalicemos. Están los Beastie Boys, Public Enemy…”, le retruca con seriedad, pausadamente, el hombre de ochenta años que vive en un geriátrico. “No, no, es la decadencia”, vuelve Martínez. En ese momento están autorizadas las risas, claro, porque la escena constituye casi un sketch, pero lo que se advierte con nitidez es que Becher está atravesado por una curiosidad inclaudicable, aquella que es capaz de llevarlo de Schöenberg y sus desvelos dodecafónicos hasta la introducción de la canción Sweet Child of Mine, que escucha extasiado durante un viaje en auto en una de las más hermosas escenas del cine argentino reciente. No hay lamento ni autoconmiseración en la actitud de Becher ante la posibilidad de una muerte cercana. Acorde con ello, el registro de Lipgot toma la forma de una celebración en la que el principal oficiante se encarga de irradiar el tono general: el hombre parece tener en su poder la piedra filosofal y con ella transforma la tristeza en oro. Pero no se trata tampoco de mostrarse como un viejito piola, ese peligro siempre latente, como alguien que atisba oportunamente el fin y a quien se lo ve ansioso por congraciarse provisoriamente con los jóvenes antes del último adiós. Más bien, el director de Tiro de gracia es un conspirador pertinaz, que no está dispuesto a ceder un ápice a la condescendencia ni al compromiso de ocasión. Porque Becher parece arreglárselas para que su tiempo no sea el que se fue, sino todo el tiempo, todos los tiempos. Becher es un hijo perdido de la Beat Generation, un pájaro zen cuyo vuelo recorre sereno y ligero el paso de los días. Lipgot fragmenta continuamente su película y encuentra para ella una impronta musical sincopada, cortante, un hervidero de tambores negros con el que Buenos Aires se vuelve una imagen mental de ese sujeto que resiste, rodeado del calor nocturno de su tribu. Casi todos los testimoniantes se refieren en algún momento al carácter comunitario de los proyectos cinematográficos del cineasta, y en general, de las conversaciones que la película exhibe se desprende la vocación eterna de Becher para crear familias, facciones, grupos en los que sus miembros se ven transfigurados, vueltos distintos a como eran antes de pasar a conformarlos. En ese sentido, el triunfo secreto de la película podría ser el de ir decantando su materia hacia un terreno autoral indiscernible que se rubrica con una pregunta apasionante: cuál cosa es de Lipgot y cuál de Becher. Lipgot aparece como un alumno aventajado de Becher, pero, a la vez, el influjo del maestro es tan grande, tan poderosa su capacidad de influencia, que más de una vez las aguas parecen superponerse amorosamente y conformar un territorio cuya neutralidad se impone, no contrariada sino, casi, estallando de júbilo: una auténtica “zona Becher” en la que el hechicero hace circular el conocimiento del que todos terminan bebiendo por igual a la luz danzante de las llamas. Es que parte del gesto fascinante de Lipgot es el de dejarse arrasar por el objeto de su película: en Ricardo Becher: recta final está presente el nombre de Becher desde el título; luego su rostro, sus palabras, sus textos escandalosamente poéticos; su filosofía disidente, sus gustos, sus seres queridos, sus películas (se puede ver allí, creo que completo, su corto Crimen, que tanto incomodó al falso progresismo de la década del sesenta que recién comenzaba cuando se estrenó). Por lo que la película de Lipgot termina siendo también una porción de esa galaxia a la que se rinde tributo y de la que Becher parece operar como sereno demiurgo. Como en ese momento clave, cuando el que da su testimonio es el director Paulo Pécora y Becher termina prácticamente dictándole desde el fondo del plano, en una toma muy bella, una palabra que el otro no acertaba a encontrar. Discípulos y maestro son uno, en la película: se funden todo el tiempo. La palabra debe transitar, no importa tanto quién la pone primero en movimiento. Las ideas recorren a los miembros de la cofradía, se trasforman. Están en el aire, esas ideas, a merced del azar. Solo resta saber captarlas. Y después ofrecerlas. Sos un aventurero Navegás los mares Subís al Himalaya Buscando la verdad y la belleza en su estado natural Lou Reed, Adventurer
Llamen urgente a la perrera. Parece que nos invaden los perros. Hay perros que ladran y muerden. Hay perros que esperan, que aguantan,que aman, que añoran; por todos lados, perros. Se multiplican en el cine como los superhéroes o ciertas figuras legendarias de la literatura de aventuras. Los defienden Oscar Wilde, Nietzsche, D.H. Lawrence. Fernando Vallejo le da a su perra besos de amor interminables y después le lava los dientes. Allá ellos. Baruch Spinoza, en cambio, no los defendía ni justificaba en absoluto. Pero no tenía que escribir sobre películas. A mí, que no me conmueven ni medio las mascotas, que no me importan nada, en suma, me toca comentar andazas de perros en la pantalla grande. Qué vida de perros. En la Argentina no tenemos Marmaduke con las voces de actores norteamericanos originales sino que los ventrílocuos son otros, mucho menos célebres, con voces anónimas que salen de las bocas dentadas de los cánidos. Los perros hablan hasta por los codos, acá. Marmaduke se llama el Gran Danés que le da su nombre a la película. Un poco tosco, un poco palurdo, un poco provinciano. Habla con complicidad a cámara en un pasable castellano y desliza incluso algunas frases metadiscursivas. Dice, por ejemplo, canchero: “Y ahora: fundido a negro”. O le presenta al espectador los integrantes de la familia de humanos con la que vive, que no se enteran de que están siendo presentados. Después, como al hombre de la casa le ofrecieron un trabajo nuevo, mira por televisión Orange County al lado del gato para interiorizarse acerca del lugar al que la familia está a punto de mudarse con mascotas y todo y lo comenta. Pero guarda, que el lenguaje perruno (en verdad una especie de esperanto, porque les permite entenderse a todas las razas de perros entre sí, y además incluye a los gatos) no se compone de ladridos que el artilugio del cine traduce para beneficio de su fábula. Ladrido y habla están perfectamente bien diferenciados en el mundo según Marmaduke. Y el primero no se sabe bien para qué lo usan estos canes endemoniados de la película. Lo raro es que cuando están con algún humano y hablan a cámara (sólo oyen el espectador u otros animales, como quedó dicho) a nadie le llama la atención que estén moviendo la boca como locos sin emitir sonido alguno. Al principio nomás, la película sugiere una pista de lectura posible con la descripción codificada que se hace del ambiente de la escuela preparatoria, que incluye a sus matones deportistas y sus chicos tímidos a punto de ser golpeados junto a la fila de lockers. El perro se compara con el humano, debemos entender. El perro debe sobrevivir a un ambiente hostil en el que es mirado como pajuerano. Enseguida, la película sube la apuesta, y a las dificultades del animal se le agregan en paralelo las del atribulado padre de familia, que debe lidiar con su nuevo empleo y descuida por ello a su mujer y a sus hijos. Marmaduke, la película, no se ahorra la torpeza absoluta en el diseño de personajes y situaciones, ni tampoco la mala conciencia que hace que, al final, toda diferencia quede abolida cuando los perros chetos, de pedigree, conviven en una horrible danza de movimientos robóticos con sus colegas cabecitas negras (los “corrientes”, dice la deficiente traducción). Marmaduke es Gran Danés, pero el nuevo jefe de su dueño le ha mirado los dientes y ha dictaminado que no es del todo puro. Por lo que a nuestro perro le toca ser el artífice último de ese paisaje falsamente integrado del final: es él quien opera a modo de nexo entre dos mundos que hasta ayer no pensaban reconciliarse. Con su puerilidad y su absoluta falta de ingenio y gracia para la comicidad (cuya idea parece reducirse a flatulencias caninas y a tropiezos y caídas humanos varios) la película no termina de ser cine pero tampoco se sabe con exactitud qué es. ¿Se trata de un espectáculo concebido para niños muy pequeños? Esperemos que no, pero me declaro incompetente para dilucidarlo.
Vida perra. En las películas americanas parece que la sabiduría viene siempre de oriente. Con más razón si en el asunto está involucrado Richard Gere, que, como casi todos saben, tiene contacto fluido con los lamas. Lo curioso, según se nos informa en Siempre a su lado, la película que tiene al director Lasse Hallstrom como director y a Gere como productor asociado, es que aparentemente hasta los perros orientales son sabios. El nieto del personaje de Gere cuenta la historia cuando tiene que hacer una tarea en clase que consiste en pasar al frente y discurrir sobre el tema “Mi héroe”. El cuento de la película viene así envuelto en un larguísimo flashback que se encarga de proporcionar el marco adecuado para el personaje central de la película, que con el paso de los años adquiere ribetes de carácter mítico: el perro. No se sabe bien por qué motivo, el bendito perro hace el viaje de Japón hasta los Estados Unidos y termina vagando en una noche helada por una estación de tren de provincia. Gere lo encuentra y se lo lleva a su casa. La esposa mucho no lo quiere porque en la primera noche de su estadía en la casa el perro les arruina un encuentro erótico. Pero pasados los días, al ver por la ventana al marido arrastrándose en cuatro patas, tratando de enseñarle al animal que busque una pelotita y que la traiga de vuelta, se nota que se le ablanda el corazón: la pobre mujer se olvida del sexo (ya que advierte que está viviendo junto a un niño en vez de un hombre) y consiente que se quede, qué se le va a hacer. Si de buscar y devolver cosas se trata, el perro al final no aprende una goma, no le interesa saber nada al respecto. El perro lo único que hace es acompañar a su dueño a la estación, volverse a la casa y esperarlo de nuevo a la vuelta. No parece para tanto, pero todos están asombrados con la conducta del fiel cuadrúpedo. Un amigo japonés de la familia estudia el caso y explica que su renuencia a aprender cualquier juego es parte del espíritu independiente del rope. Que el tipo hace la suya, que es un animal que tiene algo especial, algo sagrado, y que no está para andar por la vida como un pavote recuperando palitos, que para eso mejor se busquen otro cualquiera. Todo eso no lo dice enojado ni mucho menos. Cuando no están en guerra, los japoneses en el cine americano capaz que te cagan a pedos pero sin perder jamás la compostura y la sonrisa milenaria de rigor. Pero ahora viene lo bueno (es un decir). Richard Gere se muere de un bobazo frente a una multitud de alumnos. El hombre es profesor de música y el espectador sospecha que puede haber alguna relación entre el aspecto sublime de su oficio y la conexión tan linda que supo establecer con el can. Pero nada que ver, es una pista falsa. Resulta que a partir del infausto episodio el animal sigue con su costumbre una y otra vez, a la misma hora, según pasan los años, mientras el empleado de la estación y el vendedor de panchos miran repetirse la escena acongojados. Hay un plano muy feo que lo muestra firme como una estatua al bicho, mientras el fondo va cambiando conforme se suceden las estaciones. Uno de esos días de Dios la viuda de Gere se lo encuentra en la estación y con lágrimas en los ojos le explica que la espera es inútil, que debe desistir de su actitud. Uno termina preguntándose qué diablos tenía de genial ese perro al final, y si esa fidelidad insensata no es la que prescribe el proverbio, la propia de casi todos los perros, después de todo. La verdad es que uno se sentía autorizado, en vista de la machacona postulación de la originalidad del perro que se hace durante toda la película, a pedir mucho más: quizá que la espera rindiera sus frutos y el hombre volviera a la vida. Por ejemplo. Eso no hubiera estado tan mal, como en una especie de Ordet perruna que, en tren de imaginar, se llamara El ladrido en lugar de La palabra. No ocurre nada de eso, sin embargo. La película insiste en señalar ese aspecto canino de lo más habitual como si se tratara en realidad de algo fuera de lo común. Claro, lo es pero sólo en el modo hiperbólico con el que aquí se lo presenta. Así, exagerando un rasgo ordinario, que en manos de otro director podría perfectamente producir una parodia, Siempre a su lado se las arregla para pulsar su cuerda de lágrimas y sentimentalismo y ofrecer ambas cosas a precio de saldo. Todo servido con un realismo rutinario, como el que dispone el mal cine y repite la televisión: el más apropiado para el surgimiento del llanto ( y con acompañamiento de violines, faltaba más, no vaya a ser que alguien no sepa cuándo tiene que emocionarse). Pero el colmo llega un poco antes del final, con unos planos de Gere correteando alegre por el jardín como si fuera el mismo perro quien recuerda. Súmenle la carita del abnegado animal ribeteada de nieve, esperando a su amo cuando el tipo ya hacía un rato largo que estaba viendo crecer las margaritas desde abajo. Y la mujer que le dice “estás viejito”. Sumen más: la estatua que le levantan en la estación, en pétrea posición de esperar, obvio, costeada por los vecinos emocionados en agradecimiento por haber sido ungidos con una experiencia semejante. Del sueco Lasse Hallstrom se recuerda Quién ama a Gilbert Grape. Es una película de cuando no hacía tanto que había desembarcado en Hollywood: como compartía el lugar de nacimiento con Bergman, la superstición nacional pudo bendecirlo haciendo pender sobre su cabeza una improbable aura nórdica que enseguida el propio Hallstrom se encargó de dilapidar.
Los cines cierran. Especialmente los que están en los barrios, pero no sólo ellos. No se trata de un fenómeno circunscripto con exclusividad al pasado reciente, esa década álgida de los años noventa en la que las salas de cine se reconvertían en playas de estacionamiento, salas de bingo o templos dedicados al culto religioso. En una queja repetida, la película de Brunetto señala el inicio del desastre mucho antes, pero se encarga de diseñar su propio eje del mal en el que los dioses (nótese el plural) y los juegos de azar parecen constituirse en los enemigos más visibles del cine. Acaso por desinterés, se dejan otras variables de lado para el cierre. Cines, dioses y billetes se preocupa en principio menos por pensar cabalmente esa desaparición que en instalarse sobre un lecho de nostalgia en la que la alusión a la inefable película Cinema Paradiso parece operar como seña de pertenencia. Hubo un tiempo que fue hermoso: es el diagnóstico de la película. Había muchos cines en la Capital y en el conurbano, al que se le dedica en verdad la película, más que nada el partido de Avellaneda y su zona de influencia: los cines de barrio, salas majestuosas, al menos en sus ínfulas; salas de cine erigidas como panteones, como modernos templos de alguna clase de veneración pagana. Lugares en los que el público se religaba a sí mismo mediante esa ceremonia tenaz de las luces y las sombras, conseguía reconocerse como parte de un todo, de una argamasa cósmica que alcanzaba su forma definitiva en la fruición y la pasión compartidas. Como lo recordaba Edgardo Cozarinsky, eran los palacios plebeyos, que invitaban a la aventura y al éxtasis. Se podía levantar la vista al techo y mirar unas estrellas tan brillantes. Eso pasaba por lo menos en algún cine de esta ciudad de Buenos Aires. Es verdad: el espectador se transportaba. Hay bastante literatura al respecto. Al director de Cines, dioses y billetes no parece importarle, si embargo, el carácter de las imágenes del cine –su densidad y pertinencia particulares– sino más bien el fantasma comunitario que esas imágenes son capaces de invocar. O eran capaces, que de eso se trata el asombro doliente que se asoma en la película. No importan los directores. Los títulos, casi tampoco. Apenas. Lo que cuenta es el desplazamiento ritualizado del público a las salas, el acto de asistencia que nos confirma junto al otro en el gesto común, en el deseo y en la expectativa con las que participamos del rito. En La última película, de Peter Bogdanovich, cierra el cine, también: una sala de pueblo, en ese caso. Pero allí lo que realmente pesa del asunto es la clase de cine que se acaba, el momento de esencial clausura que a partir de ahí se verifica. Es el cine de los semidioses el que no va a estar más, pues son ellos los que tienen el secreto que el director intenta desentrañar en su libro Who The Devil Made it, es un cine único y por tanto irrepetible, confeccionado en buena medida en base a chispazos de genio aislados, fragmentos de saber a los que hay que atrapar para ver si nos dicen algo. Cinema Paradiso, en cambio, se acerca más a la idea de la experiencia común perdida que era hija directa de la situación del cine como industria. Brunetto intenta problematizar ese tipo de ausencia. Cine, dioses y billetes se ahorra en parte las lágrimas, pero su reclamo está cocido con el mismo barro que usó Tornatore. El mundo cambia, es una tristeza, dice la película de Brunetto: se levantan casas en las cuales la gente se dedica a timbear. O, en su defecto, casas en las que moran pastores gritones y dioses venales. Billetes y más billetes. Como si antes no se cobrara entrada o el cine no movilizara prácticamente desde su nacimiento negocios millonarios. Los trabajadores de las salas, proyectoristas, acomodadores, muchos relocalizados actualmente en los complejos de los shopings, recuerdan aquello en Cines, dioses y billetes. Sus relatos son amenos, amables, constituyen el murmullo de genuina melancolía sobre el que se asienta la película. Puede conmover el testimonio de esos hombres: son sus días de gloria los que se fueron. Aquellos en los que había cuadras de cola de espectadores. Son seres regios pertenecientes a una raza envejecida, diezmada a golpes de tiempo: titanes de una generación perdida. Nada menos. La película recuerda todo eso como un poema cantado en voz baja: cambia, todo cambia. Ya lo sabíamos, pero Cines, dioses y billetes insiste en hacer de las novedades operadas en el consumo de películas (pues también se trata de eso, si se lo examina bien) un problema existencial. El director establece el combate, presenta sus armas, pero el enemigo es más esquivo de lo que parece, y la película no alcanza a esclarecer de qué clase de oponente se trata, cómo llegó ahí, cuál es su estrategia. Entonces, sólo le queda la incomodidad, la admonición solapada de orden moral. Y el sentimiento de piedad por aquello que ya no es.
Un rostro no es un objeto. Un rostro es un sujeto, es un sujeto, es un sujeto. Witold Gombrowicz La primera película de Kris Niklison es un prodigio. Falta hacer el intento de precisar de qué clase de prodigio se trata. Animada íntegramente por una belleza secreta, casi fantasma, a Diletante le alcanzan tres o cuatro planos para establecer de manera implacable la política de su forma y el diagrama ético que ha de regirla. La directora filma a su madre, que vive prácticamente sola en la provincia de Santa Fe, en una casa frente al río Paraná. La madre tiene ochenta años, pero la palabra anciana no parece aplicarse de modo pertinente en este ocasión. La cámara de Niklison la observa afanarse serenamente sobre las piezas de un rompecabezas, leer La Nación, comentar admirada la pinta de Sadam Hussein en una foto en internet, armar una sierra eléctrica recién comprada o mandar con perfecta destreza un mensaje de texto. Una de las cosas que hacen extraordinaria a esta película es que, en su admirable gesto de curiosidad, parece estar devolviéndole al cine nada menos que la potestad para el registro minucioso de aquello que, si no se lo ve a tiempo, se pierde, se escapa, desaparece de la vista, acaso para siempre. Pero eso no es lo único. A menudo puede suceder que los documentales que se ocupan del retrato de un personaje digan menos del retratado que de quien está detrás de cámara. Es una tentación genuina y siempre latente esa. En Diletante, la directora despacha el asunto mediante el trámite de poner su voz en off durante los primeros minutos de la película. Sobre imágenes del gay parade de Ámsterdam, lugar en el que vivió, según nos informa, Niklison hace el esbozo veloz en primera persona de una vida (la propia) al tiempo que da señales del porqué de una elección; de paso, el prólogo resulta una deliciosa filigrana cuya brevedad se solidariza con su contundencia, y en la que conviven un cosmopolitismo espectral y un desparpajo que puede resultar tanto agresivo como adorablemente entusiasmado (y que tan bien conocen los que la han visto en las presentaciones de la película, sacándole fotos al público dentro de la sala y dispuesta a hablar después de la proyección con todo ser vivo que se le acerque). Pero, enseguida, en un pase de manos imperceptible, la vitalidad carnavalesca del desfile deja paso a otra cosa. Algo queda claro a partir de allí: la película se trata, al fin, de cuerpos. Ese es su tema y el motivo principal que recorre sus imágenes. Cuerpos anónimos que se sacuden y se exhiben brevemente al ritmo de la música o cuerpos familiares como el que aquí se ve retratado, cruzados por arrugas venerables, sentados junto a una ventana en la calma de una siesta de provincia. Lo mismo da. Esas dos secuencias que oportunamente se pegan lo dicen y el montaje en esta oportunidad no miente. Niklison ha establecido de una vez su lugar como cineasta: a partir de allí sabemos quién sostiene la cámara, quién observa. Con inesperada elegancia, la voz de la directora se esfuma y deja lugar al de la madre, que además demuestra ser una charlista consumada (la hija heredó eso, se ve) y cuyos diálogos con una un empleada doméstica en permanente fuera de campo, la mayoría imperdibles, constituyen la columna vertebral de la película. Sin mirar jamás a cámara, la mujer se explica, ratifica con firmeza sus gustos personales, hace un poco de historia familiar o expone el alivio de un humor ligero, grácil, a modo de última frontera levantada en contra de la muerte. A un primerísimo plano de su cara puede seguirle el de un árbol recortado contra el cielo: la directora mira pero también mira su madre (y nosotros con ella), y en ese juego en el que el espectador se desdobla es que la mirada ajena se le vuelve perturbadoramente propia. Son cosas del cine. En tanto, vemos pasar al casero, primero de derecha a izquierda del plano. Más tarde, en sentido contrario. Desde su pequeño matriarcado dentro de esa casa que seguro ha conocido tiempos mejores, las dos mujeres unidas por el hilo de la conversación (esa forma mediante la cual lo humano se hace ver de manera inapelable), se burlan un poco, con una malicia llena de cariño, del comportamiento y de los tics del hombre. Es verdad que de tanto en tanto Niklison no se priva de algunas piruetas que parecen un poco deslucidas e innecesarias (simpáticas al fin en su irrelevancia), como anegar planos que muestran atardeceres bucólicos con estruendosos comentarios musicales, por ejemplo. No es nada grave, pero el recurso es viejo y no termina de cuajar en el clima de particular serenidad de la película. Aunque Diletante tiene en su construcción un innegable planeamiento formal (expresado en el riguroso fuera de campo de la mucama o en los desplazamientos del casero, por ejemplo) hay en el cine de la directora un raro primitivismo (que a lo mejor constituye también parte de su libertad) que da por resultado algún pasaje como los mencionados. Pero quién podría reprocharle esos momentos, a la vista de los modales de nobleza casi infinita que su película está dispuesta a exhibir. Imbuida de una gracia impar, Diletante es capaz de mostrar los pliegues de la piel de un rostro humano como si fuera un paisaje extraterrestre. De ese modo, consigue su triunfo a partir del punto en el que buena parte del cine se retira: desnaturalizar el mundo a nuestro alrededor para encantarlo, para devolverle su carácter extraño e inescrutable, para restituir el feliz y definitivo esplendor de su misterio.
Prácticamente sin que nos diéramos cuenta, las simpáticas trapisondas de Charlie Kaufman como guionista fueron adquiriendo un grado de visibilidad y una consideración subterránea, que a la larga contribuyeron misteriosamente a la construcción del estatuto casi de culto del que el hombre parece gozar hoy en día dentro del cine americano. Aunque hay antecedentes, algunos ilustres y otros no tanto, no es una consecuencia necesaria propia de su oficio que los guionistas se pasen a la dirección. Y el pasaje podría tener en ciertos casos algún atisbo de revancha o de intento de reivindicación personal, como si el escritor de marras dijera “ahora sí, ahora que dirijo yo no hay nada que me restrinja, mis ideas van a tener por fin un cauce acorde a su necesidad”. En Todas las vidas, mi vida, su debut detrás de la cámara, Kaufman parece empecinado en concentrarse en los aspectos más deprimentes y sórdidos de su escritura, que no se sabe si son poco apropiados para los directores con los que ha trabajado antes pero que en todo caso solían aparecer de a ratos, casi siempre en medio de un clima más o menos zumbón. La película arranca con lo que en otra oportunidad hubiera podido ser un tremendo gag cómico. Philip Seymour Hoffman, que es un dramaturgo y puestista insatisfecho con su desempeño artístico, se despierta con cara de agobio. Lo vemos cuando se sienta en la cama, abatido antes de empezar el día, pero en realidad lo que estamos mirando es un espejo en el que el personaje se está viendo reflejado. Las miradas confluyen. El director quiere tal vez que sepamos cómo Hoffman se considera a sí mismo. La radio trasmite un programa en el que el tema de conversación es el otoño (al que, como es habitual, en inglés se refieren como “fall”, es decir, “caída”) y tienen a una profesora de algo como invitada, que recita el fragmento de un poema alusivo. “Qué terrible, qué abrumador”, dice más o menos el conductor del programa cuando termina de escucharla. “Terrible, sí. Pero indudablemente verdadero”, dice la profesora. La cosa en verdad es poco sutil, ¿a qué juega Kaufman? No hay atisbos de comicidad en la escena, que se completa con el personaje de Hoffman deambulando por la cocina en busca del desayuno mientras su mujer, Catherine Keener, le limpia el traste a la pequeña hija de ambos para descubrir que la caca de la niña es de color verde. Después, Hoffman va a buscar el diario y se encuentra con noticias desalentadoras, entre ellas la muerte de Harold Pinter (el protagonista aclara que se trata de un Premio Nobel, quizá para subrayarle al espectador la importancia del finado); le ponen la tele a la nena y aparece un dibujo animado que alerta sobre el comportamiento impredecible de un virus. Enseguida, mientras Hoffman se está afeitando, el grifo pega un salto violento y le golpea la frente. La mujer irrumpe ante los gritos de su marido y no sabe si concentrarse en el agua que está inundando el baño o en la sangre que le chorrea por la cara a Hoffman. Toda la secuencia es demasiado grotesca para ser seria pero tampoco es comedia. A partir de allí, se sucede un rosario de desgracias inimaginable con las que el director se dedica a comentar el mal funcionamiento del mundo, en el que no deja de señalarse un carácter ominoso e inescrutable al que el esfuerzo del arte no alcanza a mitigar. Mientras, el paso del tiempo es el hilo rojo sangre con el que se zurcen las pobres vidas de los personajes, que se afanan con risibles ínfulas de trascendencia en el barro de la vida. La película resulta un poco tediosa en el dolor afectado y aquejado de sobreescritura de sus personajes, y bastante chapucera en la denuncia del obligado fracaso de toda empresa humana. Aunque se trate de una ristra de ideas que enseguida se sospechan de segunda mano (y cuya fuente quizá pueda rastrearse en los escritores acaso un poco anticuados por los que Kaufman siente predilección y a los que cita, como Arthur Miller, por ejemplo), no se puede negar que hay algunos trazos que se hacen reconocibles de inmediato en los seres desesperados, a menudo con personalidad desdoblada que habitan sus historias, a los que aquí se sazona convenientemente con el condimento de los vaivenes de la creación artística, no vaya a ser cosa que se pase por alto que el tipo está interesado en la clase de temas que ha desvelado a la humanidad por siglos. De modo que Kaufman quizá sea un guionista autor, lo que no es necesariamente una ventaja. Todas las vidas… está atravesada por el acero de un sentimiento trágico cuya pertinencia cinematográfica no termina de establecerse y se asemeja más bien a una condición previa, como si la película operara a modo de ilustración de una idea en la que la situación horrible del mundo no se predica del ejercicio del cine (ese trámite que al director parece resultarle un poco engorroso y que lleva a cabo de manera más o menos diligente y rutinaria, con sus planos de una sobriedad anónima, orgullosamente embargados de cierto primitivismo cool que no desentonaría en cualquiera de los directores que filmaron sus guiones antes). Por el contrario, lo que hay en Todas las vidas… no deja de constituir una vulgata apenas sofisticada (aunque a veces ni siquiera eso: hay que ver cómo se anuncian los síntomas de lo terrible aquí, con Catherine Keener estornudando en el hueco del antebrazo), un saber común cuya circulación se integra con golpes de pico a la película con la intención de otorgarle un halo de verdad irrefutable. Claro que ese halo está fundado nada menos que en la familiaridad, en esa cercanía un poco obscena de las cosas y los hechos a los que damos por naturales y que ni se nos ocurre poner en cuestionamiento.