La noche más oscura Se puede hacer no una sino varias películas con una idea sola. 12 horas para sobrevivir tiene una sola idea, la misma que su predecesora La noche de la expiación. En un futuro cercano (como se decía antes) el gobierno de los Estados Unidos decreta un día para que durante doce horas una vez al año cada uno de los habitantes del país haga lo que le parezca. Enseguida se ve con claridad que la película cuenta también con una pasión, que es la de la violencia. ¿Cómo funciona esa violencia? En apariencia, las autoridades pretenden que haga las veces de elemento purgativo para una sociedad enferma de frustración y desigualdad. Pero en el relato su concreción pasa por alto como un suspiro cualquier ribete político –las improbables preocupaciones de la película en ese terreno son hechas a un lado casi sin miramientos, un poco ridiculizadas a causa de la avalancha de estereotipos que se presentan como representantes de posturas ideológicas en pugna– para derivar rápidamente hacia el costado de la acción pura: un grupo debe sobrevivir en medio de la locura que la disposición gubernamental desata en la ciudad de Los Angeles. El director James DeMonaco orquesta un espectáculo en el que las máscaras horribles que portan muchos de los dementes sueltos que pueblan la película disparan un miedo atávico, muestran un deseo y dispensan al rostro verdadero, ocultándolo, de terminar de asumir ese deseo como propio. La profusión de máscaras en los espacios siempre abiertos de la película exhibe el territorio liberado provisoriamente de la sujeción a un orden social. Mientras tanto, en la superficie, las muecas congeladas impactan con la fuerza de esas caras extrañas que asustan de golpe a los niños. En última instancia, la dimensión filosófica parece ceder siempre el paso a la confrontación directa con el horror circundante. La película no se preocupa por la verosimilitud de su historia, ni por ofrecer la cohesión dramática de un conjunto perfectamente delineado y reticulado, como si la animara un espíritu de Clase B apenas lujoso, plagado de sombras y de baches, con una predilección brutal por la sangre y la naturaleza física de los cuerpos que habitan la pantalla. DeMonaco hizo una película casi pegada a la otra, quizá apremiado por demostrar que el insólito caso de su película anterior (una producción pequeña que se convierte en hit) fue, ni más ni menos, el producto venturoso de ese mismo espíritu: pedir poco para lograr mucho, saltar al vacío con una sonrisa desafiante, sin pertrechos ni legitimación. En 12 horas para sobrevivir no hay tiempo porque el tiempo es eso que ocurre mientras se trata de conservar la vida, o de quitársela a otro. Las imágenes pasan a toda velocidad –el corte manda– con una especie de alegría llena de ferocidad donde el cine parece recobrar, durante instantes que miramos con melancolía de tan breves, ese sentimiento primigenio de temor y temblor por la aventura, por el miedo, por la convicción secreta de que las noches más oscuras y peligrosas pueden volverse en la pantalla un motivo de placer cada vez más escaso.
Llegando los monos Un reclamo de cuño humanista se afirma distintivamente en El planeta de los simios: Confrontación, la película que representa un segundo capítulo en esta suerte de reinicio de El planeta de los simios: hay que convivir con el otro, esa sombra que no nos pertenece y sin embargo se mueve a nuestro lado. Nos necesitamos los unos a los otros, casi con desesperación; por lo tanto debemos colaborar, mirarnos a la cara sabiendo que podemos confiar. Creer en nuestro semejante es creer también en nosotros, sumar esfuerzos para el bien general. Esa idea recorre toda la primera parte de la película. Los monos por un lado y los humanos por otro habitan un mundo devastado por la peste pero descubren, incluso a su pesar, que se necesitan mutuamente. Los humanos encuentran una represa en medio del bosque que hay que hacer funcionar para recuperar la electricidad. Los simios ocupan el bosque pero se ven obligados a aceptar la presencia de los extraños, al principio a regañadientes, si no quieren entrar en una guerra directa con un enemigo pertrechado con armas mucho más sofisticadas. Las heridas que se heredan de una convivencia pasada problemática persisten en algunos de los monos, sin embargo; y en las filas de los humanos hay más de uno que desearía ahorrarse problemas y exterminar sin mayor dilación a esos habitantes inoportunos del bosque. Como se ve, hay radicales y contemporizadores en ambos bandos (si queremos perseverar en la saga zoológica, esos que en geopolítica se denominan halcones y palomas); es decir, la película no se ahorra la clase de funcionamiento “en espejo” que facilita la alegoría inmediata e invita al espectador a sumergirse en ese humanismo extendido que entiende al mono como la representación apenas disimulada de un pueblo sojuzgado por otro. El director Mat Reeves, que con Let Me In había mejorado sutilmente la sueca Let The Right One In (esa especie de Melody vampírica), podría haberse consagrado de una vez por todas como un especialista en encuentros cercanos entre seres heridos y desarrapados si no estuviera tan ocupado en insistir sobre la dimensión alegórica de su pequeña fábula. ¿Qué hace uno cuando tiene miedo? Parece ser su pregunta. Quiere eliminar al otro, es la respuesta que no se hace esperar. El director ha montado un espectáculo bienintencionado de más de dos horas y media de duración en el que vemos reflejada una tensión histórica y contemporánea –todos los fuegos, el fuego– con la mayor transparencia de la que el cine mainstream es capaz. El planeta de los simios: Confrontación (nótese que el título en castellano hace explícito lo que el original elude) suplanta cualquier atisbo de misterio por una intriga sumaria (¿logrará la política de las palomas imponerse sobre la política de los halcones?) y entrega su elección edificante como elemento reparador, mientras la música inunda cada escena. Es una lástima, porque Reeves filma bien y logra incluso algunos momentos muy lindos de verdad, como la escena de baile multitudinario en la calle, con The Band haciendo The Weight de fondo (un relumbre solitario, debo admitir, capaz de arrancarme un escalofrío). Además utiliza el 3D con una maestría discreta y ligera, como si hubiera comprendido de forma cabal que la profundidad de campo no es un mero arte decorativo, que tiene como fin alagar de modo espurio los sentidos del espectador, sino una auténtica cuestión de fe en la posibilidad del plano para incrementar dramáticamente el relato. En El planeta de los simios: Confrontación la única emoción verdadera, tristemente, es aquella que está destinada a pasar casi inadvertida.
Un cine llamado a no concluir Siempre en el cine que más importa nos perdemos en las imágenes. Perderse quiere decir habitar el plano, hacernos parte de él; no leer una historia –los denominados “contadores de historias” podrían ser la plaga más insospechada del cine actual– sino quedarnos parcialmente a oscuras con nuestras preguntas, mirando siempre, a mitad de camino entre la ilusión y el desaliento, sin saber nunca del todo cómo reaccionar. En Me perdí hace una semana el espectador afortunado se pierde, acompañado por esa cadencia tan característica de las películas de Fund, esa convicción forjada plano por plano, como un presentimiento o una segunda piel. En la película vemos unos cielos de atardecer flotando sobre Crespo, el pueblo de Fund; vemos ropa mal colgada (no tendida) sobre un alambre; vemos unos chicos que dejan de jugar cuando advierten el paso de la cámara y de pronto nos miran. También vemos las casas bajas, el paisaje gris en contraste con el rojo discreto, a un costado del plano, del sol que baja entre nubes en el horizonte. Tenemos una pareja de jóvenes en crisis y una película que falló, o no se pudo filmar, o fracasó en medio del rodaje. Una película imposible, e invisible, como aquella de la segunda parte de Hoy no tuve miedo. El director dispone la voz en off de los protagonistas para aludir a la historia de esa película, o a un intento de esa historia: fragmentos indóciles de relato cuya dignidad esencial consiste en no completarse nunca, en ser siempre una vacilación, incluso una negación. Enseguida se advierte que Fund no inventa nada para agregar a su propio sistema, sino que se dedica a volver sobre él con la perseverancia de un maratonista, reacomodando piezas, contemplando la posibilidad de pequeñas variaciones, probando un punto de vista, observando y sopesando la necesidad de otro. Ocurre que en realidad ya inventó casi todo lo necesario: su cámara parece mirar todos los detalles contenidos en el plano con una transparencia clarividente pero, a la vez, cada segundo transcurrido nos recuerda que no sabemos qué va a pasar en el siguiente. Hay un efecto muy hermoso y muy logrado, en esta y en el resto de sus películas, que consiste en dejarnos atrapados en cada minucia de las brevísimas peripecias que se despliegan delante nuestro: ¿qué hará ahora ese perro que salta delante de la cámara? Mirar un plano que se sostiene durante un tiempo que desafía nuestras expectativas significa que no se alude al tiempo sino que se está inmerso en el tiempo, tanto el del espectador como el de los personajes o el paisaje. Fund no trabaja sobre una idea de progresión, ni de intriga; no tiene una historia que contar sino un tono, una especie de emoción sostenida siempre contra todo obstáculo y todo cálculo. La principal insolencia del director, si se puede hablar de insolencia, es la de hacer un cine minoritario, poblar la pantalla de imágenes cuya única esperanza es la de sostener un cierto asombro, una cierta curiosidad, una cierta duda; incluso una cierta cualidad especular: acercarse a lo que no se sabe mediante una mirada no conclusiva, un discurso que tampoco sabe, que balbucea y vive siempre en peligro, a merced de una única convicción que es la de seguir en funcionamiento –seguir “hablando”– sin importar qué pase. Como siempre, el aire conmovedor que atraviesa sus películas surge en buena parte de la gracia impasible con la que cada objeto o ser vivo (en su cine abundan los perros, por ejemplo) parece discurrir delante de cámara, esperando tal vez ser filmado. Pero lo mejor de todo –ese pequeño tesoro que se guarda y que es bueno recordar que se tiene– es que el cine de Fund no luce para nada trabajoso; sus imágenes son fluidas, la naturaleza de las escenas es estremecedoramente orgánica y legible, pero no renuncia nunca a una vocación por el misterio, por no cerrar nada, por no terminar, por no sacar nada en limpio. No es difícil ver que hay una especie de fatalismo en Me perdí hace una semana: las películas fracasan, no se concluyen, no terminan, no están llamadas a reconfortarnos sino a sumirnos en la incertidumbre. Nunca sabemos bien qué estamos viendo: una película, el ensayo de una película, un esbozo de historia, un borrador. Las películas de Fund son como la conciencia del cine después del cine, la puesta en escena de la imposibilidad de un relato y la obstinación melancólica con la que se registra esa imposibilidad.
Hombres o máquinas Trascendence: Identidad virtual es uno de esos misterios que asolan la pantalla todas las semanas. El carácter misterioso no se deriva de la oscuridad del tema de la película o de su naturaleza insondable, ni tampoco del alcance de su ambición, ni de su originalidad, ni de su rareza. Lo que ocurre es más bien todo lo contrario. El verdadero misterio relacionado con Transcendence: Identidad virtual resulta ser su mera existencia. La película cuenta la historia de un científico (Johnny Depp), una eminencia a nivel mundial especializada en investigaciones sobre la llamada “inteligencia artificial”. El hombre es asesinado por una banda de militantes antitecnológicos pero logra algo así como introducir su cerebro en la red y viralizarse inmediatamente por el mundo. Desde su nueva condición, el científico encanta primero a su mujer (Rebecca Hall), que apenas ha tenido tiempo de asimilar la pérdida, y despierta enseguida las sospechas de su colega y mejor amigo (Paul Bettany). La idea que se pretende hacer pasar por novedad es la de que la máquina y el humano encuentran una unión definitiva sin que se sepa cuál porcentaje corresponde al humano y cuál a la máquina y qué porción prevalecerá sobre la otra. El grupo de hackers parece tener razón en un principio, al haber advertido el peligro de una ciencia puesta al servicio de una eficiencia despojada de valores morales. Pero su caracterización como “luditas” del siglo veintiuno, dispuestos a combatir con metodologías violentas el avance tecnológico para volver a un improbable estado edénico, los reduce a un papel ambiguo del que la película no termina de hacerse cargo. Transcendence: Identidad virtual es un producto lujoso que carece prácticamente de cualquier atributo de los que acostumbran a estar presentes en los tanques de Hollywood, incluso los que damos por sentados. La trama es trabajosa, el arco emocional es fallido; la riqueza de detalles que suele aportar una gran producción se ve opacada por la torpeza del montaje y la falta de una dirección medianamente competente en las secuencias de acción. La emotividad discreta que aporta algún que otro plano de la película, con el personaje de Bettany recorriendo una ciudad devastada por la falta de energía, y después un par de escenas con Hall (sobre todo ella), recuperando la imagen de su marido en una pantalla, se diluyen penosamente en la gravedad y la falta de espíritu del conjunto. Transcendence: identidad virtual no tiene un gramo de humor o de audacia, ni los quiere tener, pero tampoco tiene gracia ni generosidad como espectáculo. Su tono de fábula falsamente humanista no logra disimular el carácter mercantil de una película concebida a partir del señuelo de un tema que se presta a priori tanto a la temeridad especulativa como a la ñoñería. Una gota de agua que se desprende de la punta de una hoja en cámara lenta mientras se oye la monserga pseudopoética de Bettany nos advierte desde el minuto uno hacia qué lado se inclina la película.
Los muertos también se ponen tristes Un hombre mira una película en la soledad de su departamento y descubre que un personaje lateral de la historia, un botones, está interpretado por un actor idéntico a él. Pero lo interesante es la manera en la que advierte el parecido. El hombre está soñando: sueña con una escena de la película que acaba de ver en la vigilia y alcanza a identificar, como en una revelación, su propio rostro en un costado del plano, debajo del gorro de rigor que lleva el empleado de un hotel. El hombre se levanta sobresaltado de la cama y se precipita sobre la computadora para verificar el hallazgo. A partir de ahí no puede menos que lanzarse a una investigación febril ¿Quién es ese actor? ¿Dónde vive? ¿Qué hacer con él? El protagonista de El hombre duplicado es un apagado profesor de historia, vive solo y es visitado cada tanto por su novia, una chica bellísima con la que tiene un sexo no demasiado satisfactorio. El profesor no le comunica ni a su mujer ni a sus colegas el descubrimiento, y empieza a dedicar sus tardes primero a rastrear al actor y a seguirlo después, como un enamorado. La película podría ser una comedia, sino fuera porque el horror del protagonista ante la comprobación de la existencia de su doble destila una angustia que se replica en la frialdad de los planos, en el trámite anémico de los diálogos y, sobre todo, en la cara de idiota de Jake Gyllenhaal (mandado a hacer para el papel). La vuelta de tuerca es que todo lo descripto, bien examinado, tiene también una cuota innegable de comicidad, como si el director se hubiera decidido a jugar todo el tiempo a dos puntas, quizá a la expectativa de ver con cuál de las dos le va mejor. Lo primero que salta a la vista es que las chapucerías previas más o menos simpáticas del señor Villeneuve –esos manotazos trabajosos mediante los que intentaba convencernos a toda costa de que el suyo es un cine que “toma riesgos”– no nos habían preparado ni por asomo para una película tan divertida e intrigante como esta. El hombre duplicado ofrece un régimen de imágenes depuradas, en cierto modo elegantes, casi perfectas. Detrás de cada encuadre se advierte con facilidad la mano de un director seguro, cuya idea del cine es la de que cada plano sea capaz de concitar un interés autónomo, al margen de su competencia narrativa, como se ejemplifica en esos paneos incongruentes donde se ve la ciudad envuelta en brumas desde la altura: la clase de cosa que anuncia a gritos la presencia de lo que antes se llamaba un autor, y que el director canadiense parece querer encarnar con un desapego que se hace pasar por refinamiento. Pero lo más sugerente en la película es que detrás de esa enfermedad apolínea por el control se alcanza a oír, como si fuera una amenaza, o un canto de sirenas que llega para seducirnos demasiado temprano, un coro de risas que parece hablarle directamente al espectador. En algún punto, es difícil darnos cuenta de si la película es o se hace. Es decir, si su responsable es un plomo pagado de sí mismo o un comerciante astuto, que trafica una bomba de tiempo con la marca Clase B escrita en clave, amorosamente envuelta en un celofán indie-qualité. Lo que podemos saber con alguna certeza es que Villeneuve tensa las cuerdas de una especie de thriller existencial, no muy convincente como tal, que rueda entre el disparate y la emoción surgida de la historia de un hombre a merced de su locura, en una ciudad vacía que en cualquier esquina es capaz de devolverle, como un frontón, el eco helado del desarraigo. El protagonista es el último hombre, el que ya no tendrá nunca una carcajada, ni la posibilidad de una vida dichosa. El hombre duplicado es terminal en la ambigüedad de su postulado (no hay vida, porque no hay felicidad; o eso que llamamos felicidad no existe, solo tenemos la vida) y cada escena parece conducir progresivamente a un desenlace fatal. Pero también es una película que se disfruta con esa fascinación insensata con la que nos entregamos a la contemplación de un mecanismo extraño, con toda probabilidad hecho para no durar, cuyo funcionamiento no termina de resultarnos familiar. El hombre duplicado es también una película que anuncia el fin del mundo, o la historia de un hombrecito gris, un muerto que camina, que solo cae en la cuenta de su situación cuando se ve enfrentado a su propia sombra, el reflejo que lo mira desde un rostro ajeno.
A las piñas Puede sonar brutal decirlo así, pero el boxeador Sergio Maravilla Martínez está todo roto. Le duele prácticamente todo. La kinesióloga y quiropráctica ausculta el cuerpo del boxeador echado sobre una camilla como si estuviera en una sesión de exorcismo: pellizca en una zona, masajea en otra; prueba un movimiento violento para identificar un dolor determinado y expulsarlo, sacarlo a la luz y respirar después, sabiendo que la batalla es desigual y que cada pequeño triunfo no debe ilusionarnos del todo y hacernos bajar la guardia. Los demonios de Martínez se multiplican. Se acerca a los cuarenta años, y con esa edad en ciernes crece la probabilidad de un retiro obligado antes de haber cumplido los objetivos trazados. Cuando Maravilla había pasado hacía rato los treinta años todavía no era nadie. Solo un descastado que viajó a los Estados Unidos y después a España porque no encontraba en la Argentina apoyo de ningún tipo. Su manager es un americano que se entera de su existencia mirando unos videos que alguien le ha pasado casi al descuido. Maravilla: la película es un modesto documental de cuño televisivo que por momentos luce lleno de vida. Maravilla está esperando su gran pelea pero no la encuentra. El mundo del box es duro. El capo del Consejo Mundial de Boxeo es un mexicano que parece el Padrino de Coppola, Grondona y Roberto Gómez Bolaños, todos juntos. La mezcla no resulta agradable. El boxeador preferido del Padrino es Julio César Chávez, hijo del gran campeón de México Chávez, al que considera poco menos que como un ahijado. Chávez Jr. empieza boxeando desde muy chico; la idea es moldearlo, convertirlo con paciencia en un peleador de importancia, no digamos a la altura de su padre pero que se le acerque todo lo que se pueda. La simpatía de los mexicanos está de su parte porque ven la posibilidad de una continuidad emotiva en la saga familiar, la leyenda que se extiende en el tiempo y pasa de padre a hijo, como un cetro. Maravilla es obligado a subirse a un ring para pelear con otros mientras Chávez se prueba de a poco enfrentándose a contrincantes de menor valía, adquiriendo destreza y potencia sin demasiado riesgo. El problema para Maravilla es que empezó de grande. Todos los testimonios lo describen como un atleta, pero los años se le acortan, la espera no obra a su favor. El elemento trágico principal de la película es el tiempo. ¿Cómo hace Maravilla para salir de esa encrucijada? En un momento un plano desde la altura toma al boxeador argentino caminando en medio de un laberinto verde en la ciudad de Madrid. La metáfora es obvia y prescindible. Por suerte la película tiene poco y nada de eso, y prefiere por el contrario dedicarse a la construcción de una tensión que tiene su mayor punto de apoyo en la creación de personajes a veces laterales. El manager, por ejemplo, es inolvidable, un puteador nato que vocifera contra las autoridades máximas del box y habla a cámara siempre desde atrás de una sonrisa triste. Manipulando con habilidad material de archivo el director establece con pertinencia el arco emotivo de Maravilla, que parte al exilio desde su Quilmes natal sin tener nada y debe hacerse a sí mismo, con altanería y una fuerza que no siempre está seguro de poseer. La quiropráctica, una española que no se separa de Martínez ni para tomar aire, cuenta en una escena cómo no pudo menos que ponerse a llorar sin que él se diera cuenta en una oportunidad en la que el boxeador debió subir al ring con el codo dislocado. Maravilla aparece en todo momento como un monje, que destila castidad y vive solo para recuperar el título que los manejos políticos turbios del negocio del boxeo le arrebataron. ¿Y si la gallega rubia de alma sensible, que sufre con el padecimiento del titán semidesnudo recostado en su camilla lo ama, pero él no tiene más que amor propio y lo único que pretende, en el fondo, es que el reticente público argentino lo reconozca de una vez por todas? Podría ser. La sensación que queda es que la película también puede ser contada como un drama silencioso de amores no correspondidos.
Una emoción precaria Campusano tiene un secreto. A menudo el espectador de cine tiene un deseo, que es el de recuperar la felicidad perdida. Ese momento único en que el espectador y la pantalla se enfrentan, cara a cara, como si lo hicieran por primera vez: miramos ese rectángulo donde tiemblan luces y sombras, pero la sucesión de imágenes nos mira también, como integrantes de una familia perdida, que no puede menos que vibrar – incluso incesantemente- para llamar la atención sobre su existencia pero, además, para recordarnos nuestro estado de indefensión gozosa, ahí del otro lado, en la parte oscura de la sala. La felicidad del cine de Campusano proviene de ese encuentro en el que nos vemos dulcemente amenazados, a merced de un golpe de suerte; un ecosistema precario donde las partes se vuelven solidarias: el deseo nunca abiertamente formulado del espectador y la prepotencia del plano (que está ahí para imponérsenos a toda costa); la expectativa incierta del espectador versus lo que está allí con el propósito de exhibirse pero que puede guardar un resto de pudor sorpresivo. Nada menos que un mundo delante de nuestros ojos, que se nos acerca y nos reclama, del mismo modo que reclamamos el derecho a perdernos, ver imágenes para fundirnos, atravesar la pantalla, ser parte de lo que nos mira. Para volvernos a hacer mirar el cine como si no estuviéramos acostumbrados de sobra a sus trucos, su agenda, su dispensario de gestos, Campusano parece empezar siempre de nuevo. Uno de sus secretos es no andar con cuidado, ni andar discretamente. Imprimir imágenes como si se golpeara sobre una superficie metálica con una maza: para hacer ruido, para captar toda nuestra atención, para hacer salir fantasmas, fragmentos de historias olvidadas que parecen inventarse de nuevo, adquirir vida por primera vez. Fango tiene lugar en una zona del conurbano donde todo parece achatarse, las casas ralearse o volverse construcciones informes, derruidas, galpones, aguantaderos. La morfología del paisaje podría funcionar como espejo de la dramaturgia de la película. Fango es una historia de lealtades que no alcanzan, que se rompen o que terminan en desastre. Dos amigos buscan gente para formar una banda de rock (ellos la llaman de “heavy tango”), cuya figura central deberá ser un viejo bandoneonista retirado al que intentan convencer de la viabilidad del proyecto. Por otro lado, dos chicas secuestran, para castigarla, a una mujer que tiene amoríos con el marido de la prima de una de ellas. La amante resulta ser la esposa de uno de los amigos músicos, que mientras trata de armar el grupo se junta con unos tipos pesados para recuperarla. Como se puede ver, en Fango pasan un montón de cosas: el director se las arregla para amalgamar esas líneas paralelas destinadas a juntarse mediante un tono de melodrama que se impone por encima de los atisbos de género derivados con naturalidad de su película Vikingo. Los personajes de Campusano no le deben nada al cine que se ve todos los días, ni a la televisión, ni a la sociología. En realidad están solos; su orgullo es su fuerza, así como la necesidad de establecer lazos de afecto los distingue con el brillo de una ternura violenta, casi sobrehumana. En Fango estamos en tierra yerma; no hay nada, por lo tanto todo es posible. El director puede entonces dedicarse a crear un mundo. Un modo de hablar, de pelear con un cuchillo o un pedazo de lata (todos conmovedores, aunque a veces den miedo); un modo de ejercer la amistad, el amor, el deseo, la devoción o incluso la nostalgia. Campusano ha comprendido desde el minuto uno que el cine es una cosa seria. Más que una técnica o una veleidad, una manera de sostener, contra todo obstáculo, cierta clase depurada de emoción por la precariedad de la vida y la capacidad de las imágenes para dar cuenta de ella. Fango nos devuelve a los espectadores ávidos una alegría extraña, que contrasta con el andar de esas almas solitarias que atraviesan los planos de la película, siempre orgullosas y sufridas. Esa alegría es la de saber que podemos renovarnos en tanto espectadores: mirar desde el principio, como si aprendiéramos todo de nuevo.
Todos se llaman Kevin Hay películas que nacen condenadas. Empujadas al descrédito, al escarnio o al ridículo, incluso al odio. Muerte en Buenos Aires es el blanco perfecto para un destino semejante –la clase de presa que parece estar esperando dócilmente ser despedazada– pero es también, con un impulso por lo menos desvergonzado, la que logra escabullirse de él: porque se desentiende de sus enemigos, porque no le importan, porque no les teme, porque sus objeciones no le conciernen. En la primera escena de la película un joven con uniforme de policía se yergue delante de cámara, ocupando casi la totalidad del plano; enseguida el personaje se mueve hacia un costado y deja ver, como en un pase mágico, una cama sobre la que yace el cuerpo ensangrentado de un hombre. Ese joven vestido de policía va entonces hacia el equipo de música, busca entre los discos de vinilo(la mano recorre una pila de discos y descarta Vasos y Besos, de Los Abuelos de la nada) y coloca en la bandeja uno cuya tapa está atravesada en letras grandes por la palabra Splendido. En cuanto empieza a sonar la música –una versión en castellano del clásico del pop italiano de los ochenta Splendido splendente– el policía se pone a bailar delante del cadáver. Son los primeros segundos de película y nos enfrentamos a una pregunta obligada, que formulamos en la oscuridad de la sala con una sonrisa solitaria de incredulidad en la cara: ¿Estamos ante un despropósito encantador o solo nos parece? Empieza una investigación por asesinato. El muerto es un personaje de peso, un miembro destacado de la alta sociedad porteña. El oficial a cargo (Demián Bichir) hace algunas preguntas y obtiene un nombre: Kevin. El nombre es una pista que lo conduce a su vez a un boliche gay: “Acá todos se llaman Kevin”, le dice el encargado del lugar al policía. La ambigüedad recorre de punta a punta una película cuyo tema es el misterio de la identidad en un sentido casi metafísico. Muerte en Buenos Aires hace gala de un humor zumbón que atraviesa cada escena como si fuera un salvoconducto para sortear con gracia el carácter endeble y siempre disparatado de la trama. La película desafía desde su inicio a los espectadores que esperan ver un policial de “buena factura” (sintagma odioso), guionado con habilidad y eficiencia, una narración bien reticulada y ensamblada y el efecto tranquilizante que se deriva con naturalidad de un horizonte de expectativas perfectamente calibrado (el género). Si es verdad que toda película policial que se precie tiene en su haber una muerte, del mismo modo que cuenta con una investigación, una incógnita y una moral más o menos discernible. Muerte en Buenos Aires es un perro verde, una rareza sin rumbo aparente, que carece de ambición para ser un policial como Dios y el género mandan pero no tiene, tampoco, la astucia necesaria como para ser su opuesto: es decir, una parodia, una variante en clave irónica. En lugar de todo eso, la película parece ensayar otra cosa muy diferente, una curiosidad a la altura de su desparpajo: una comedia lacónica montada sobre una idea de los años ochenta en la Argentina, más precisamente en Buenos Aires. ¿Qué incluye esa idea entre sus señas principales? Incluye cocaína, destape sexual e instituciones corrompidas; sobre todo incluye jolgorio, música y mucha noche (la película está filmada casi toda de noche, seguramente por una cuestión de producción pero que al final resulta muy oportuna). Como si fuera un despliegue de hits acerca de eso tiempo retratado, reconstituidos y actualizados desde el presente, la película presenta un asesinato que involucra la actividad “licenciosa” oculta de las clases altas, muestra la venalidad de la justicia, la ambigüedad moral de la policía; establece la sensación, con una alegría feroz no disimulada, de que todo se trastoca y de que todo es posible, básicamente porque esa ebullición tiene lugar en un mundo nuevo, un edén en sus años de juventud. Pero lo que resulta sorprendente en todo momento en la película es el tono: desapegado, casi sigiloso, diseñado para que los personajes sean observados desde la distancia más que para que nos involucremos con ellos desde cerca. El uso de un estupendo cover del tema de Virus ¿Qué hago en Manila? cuando el comisario recorre las calles de la ciudad de noche destila ráfagas de un lirismo seco e inesperado. En la escena en la que el Chino Darín baja las escaleras mientras se oye de fondo la música del disco que acaba de dejar puesto en la habitación, envuelto en las luces imposibles (presuntamente de un patrullero estacionado frente al edificio) que dibujan círculos rojos a su alrededor, podemos captar tempranamente esa actitud ligera y desmelenada de la película, su marca de fábrica más distintiva y acaso también la más disfrutable. Muerte en Buenos Aires no es “bizarra”, no pide ser aceptada con la excusa de que está mal hecha a propósito y por ello divierte; ni tampoco es una película que salió mal y resulta redimida a causa de la ingenuidad grotesca en la exhibición de sus defectos. En cambio es una película extraña, desprejuiciada e insospechadamente libre. Para Muerte en Buenos Aires el ridículo es una pasión desconocida.
El amor nos despedazará Una película con “tema de vampiros” puede ser muchas cosas, no siempre del todo atendibles; algunas de esas cosas pueden incluso resultar cansadoras, acaso porque ya las vimos demasiadas veces. En la película de Martín Desalvo se retoma vagamente la cuestión para dar lugar, en principio, a una historia de aniquilación: algo, una enfermedad implacable (una especie de peste), se esparce por un pueblo olvidado de la provincia de Buenos Aires. Un médico recorre apesadumbrado las casas atendiendo pedidos urgentes de los vecinos dispersos por el lugar. La hija de su cuñado acaba de morir atacada por el mal, por lo que el hombre puede prever con resignación lo que le espera a cada nueva víctima. Sin embargo los personajes principales de la película son otros: Virginia, la hija del médico y su amiga Anabel, hermana de la chica muerta. Las dos mujeres se hacen compañía mutuamente en una casona alejada mientras los hombres se ocupan de tratar de entender qué es lo que está pasando. Anabel desaparece por las noches y anda sin rumbo aparente por el bosque sumido en la oscuridad. Virginia la encuentra a la mañana y la trae de vuelta en brazos como a una muñeca lánguida, envuelta en el halo de un sufrimiento etéreo como el de una heroína salida de un cuento de hadas. Luego ve desfilar en sueños escenas incomprensibles, en las que el estado de vigilia parece replicarse con una insolencia descorazonadora, al punto de no poder reconocerse la naturaleza de un estado o de otro. El estilo del director es siempre muy bello y elusivo, pero cuando tiene que emprender esa clase de secuencias alcanza una potencia superlativa; un trabajo metódico con el encuadre y la luz en el que las imágenes parecen dar todo de sí, pero a la vez escamotearlo todo: una habilidad consumada de prestidigitador. Las jóvenes pasan el tiempo paseando por los alrededores, charlando o escuchando música. En una escena muy lograda ponen un disco y una le dice a la otra si no quiere bailar con ella. Desalvo retrata entonces el movimiento leve de los cuerpos de las mujeres en el plano con una calidez eléctrica, discretamente emotiva: se trata con toda probabilidad de la escena más misteriosa de la película. Si en varias escenas la materia parece adquirir la consistencia porosa de los sueños, los momentos de cotidianidad de la película se benefician de un carácter sutilmente versátil mediante el cual, por ejemplo, el horror circundante es capaz de sublimarse dentro de la casa en una corriente de erotismo que procede a inundar el plano como una revelación: El día que trajo la oscuridad es también la historia de una relación de amistad entre mujeres tejida con susurros, que se balancea sobre el borde amenazante de un universo donde los hombres parecen tener la potestad de la acción. Los dos hombres, en efecto, se dejan ver esporádicamente por la casa con el objetivo aparente de verificar el estado de sus hijas y enseguida vuelven a salir, como si fueran fantasmas o muertos en vida, que se cruzan miradas propias de conspiradores y apenas pronuncian palabras. Eso monstruoso que se agita en las sombras del mundo exterior es un asunto que les pertenece, del mismo modo que es suyo el patrimonio de la violencia (van armados) y de las decisiones definitivas para doblegarlo: no existe un remedio para los infectados, por lo que hay que cortar el mal de raíz si se quiere evitar su propagación. El día que trajo la oscuridad tiene entonces su tema (el Mal está entre nosotros) y un campo de operaciones delimitado (dos universos: afuera y adentro; o masculino y femenino). Pero también vemos que tiene un alma, un corazón secreto, que consiste en postular la imposibilidad de la alianza de esas mujeres como no sea bajo una forma desesperadamente provisoria. Esta película esquiva, por momentos inabordable, debajo de su piel dura de cuento de terror deja entrever la estela de angustia de una unión con sentencia de muerte.
La distancia. Hay películas que no sabemos de dónde vienen. Otras que parecen surgir de la nada, y van hacia la nada también, posiblemente perdidas de antemano para siempre, como botellas tiradas al mar o estrellas fugaces. En momentos en que se difunde con entusiasmo la idea de que lo mejor que le puede pasar al cine es apelar a los géneros –que le ofrece siempre al espectador un aire de familia, por lo menos un horizonte de previsibilidad al que recurrir para no perder pie– aparece una película así. “Así”, quiere decir sin actores, sin historia, sin género. Un pequeño milagro en medio del desierto: un orgullo secreto. La especie animal al borde de la extinción, que vuelve cada tanto para recordarnos un sueño antiguo, en el que íbamos al cine para sumergirnos en la pantalla y perdernos, para mirar y dejarnos llevar como sonámbulos, mecidos por las imágenes. El director Eduardo Crespo filma un pueblo de Entre Ríos (un lugar llamado Crespo, precisamente), filma un hombre, un chico y su novia, una familia, una maestra de danza. Filma también el trabajo, un noche en un boliche, una fiesta de bautismo. Cosas comunes y corrientes. Pero Tan cerca como pueda no es una “historia” sino un acercamiento sutil a los personajes, a la manera en que se relacionan y al mundo que habitan, construido con una delicadeza y una sofisticación que no son, por desgracia, para nada frecuentes. La primera escena muestra al protagonista en una sesión de kinesiología. Los que hemos padecido contracturas conocemos esos momentos donde en un instante se juega todo. Puede llegar el alivio, pero también la desilusión. Además de indicarle al masajista dónde duele, parece obligado disculparse por una mala postura diaria, por la repetición de un movimiento inadecuado o por haber dejado avanzar la dolencia hasta que ya no se pueda seguir sin la ayuda de un profesional. Desde ese instante en la película, el personaje va a estar marcado por lo primero que el espectador vio de él. Advertimos su incomodidad física, cierta indolencia en la postura; un modo de estar en el mundo en el que el cuerpo se resigna a existir bajo presión, metido hasta el cuello en algo que se parece al desamparo pero con la suficiente dignidad como para seguir “tirando” sin un quejido. Una poética del cuerpo unida a una ontología del sujeto. Crespo se revela muy pronto como un experto en una clase de arte auténticamente esquivo, casi inasible de tan discreto, que consiste, por ejemplo, en captar la fuerza que subyace en el modo de llevarse un cigarrillo a los labios de un personaje que está ubicado en un lugar cualquiera de la escena. O en la manera que tiene otro de acomodarse el pelo, de sostener un vaso y acodarse en una barra, o de simplemente estar parado en el balcón mirando caer el sol. Hay una potencia secreta en momentos como esos –y la película tiene muchos– que parece irradiarse sutilmente por los planos, convirtiéndolos en ese tipo de experiencia tan sensible a una porción ciertamente provisoria del cine. Esa que es capaz de evocar, una y otra vez, una pregunta que flota, siempre menos como imposición que como sorpresa; la clase de interrogante sin el cual el cine se ve reducido a alguna forma de entretenimiento más o menos justificable: ¿Qué es lo que estoy mirando? Como todo cineasta importante, Crespo no tiene en verdad una respuesta concluyente que ofrecer. Su película se dedica a esbozar una suerte de misterio transparente, en el que cada plano parece ofrecerse como testimonio de su vigencia y al mismo tiempo de su necesidad imperiosa: en Tan cerca como pueda todo es de una legibilidad conmovedora –el andar de los personajes, la sensación de soledad, especialmente del protagonista; la rutina como una de las formas menos socorridas de la desesperanza– pero, a la vez, no hay nada (o casi nada) que concluir al respecto. Ninguna certeza o mapa que nos instruya, que identifique una causa definitiva o nos invite, con todas las prevenciones del caso, a hacer sumariamente el “recorrido” de la película. Crespo se muestra mucho más interesado en trazar emocionalmente su territorio, dejar señales tenues (como quien deja caer piedritas para encontrar el camino de vuelta por si hace falta) que sirven no tanto para establecer de modo fehaciente un recorrido posible –por lo tanto, una decodificación, un modo de lectura– sino para iluminar brevemente su película, como el momento en que la cámara reencuadra apenas, para seguir por un segundo el trayecto del cigarrillo que rueda movido por el viento después de que alguien lo ha dejado apoyado en una piedra. Como suele pasar con el cine de Iván Fund (referencia obligada; ver la ficha técnica), Crespo parece empeñado en concentrarse en el fondo de cada escena –eso que, a falta de una palabra mejor, convenimos en llamar “alma”– para que florezca allí una especie de emoción secreta, construida en partes iguales con desapego y dedicación. El director prescinde de comentarios musicales, de diálogos emotivos, de encuadres “novedosos” y de belleza fotográfica. Incluso, la cámara parece desdeñar también la fotogenia, ese don particular mediante el cual el actor se recubre de un relieve especial y habita el plano llenándolo, como un semidiós o una criatura edénica. En lugar de todo eso, Crespo se conduce como si el acto de mirar casi desapasionadamente fuera el último gesto que tiene el cine para reestablecer con pertinencia un deseo primordial, siempre desafiado: mirar para volver a descubrir, al final, que aquello que nos rodea no puede ser descifrado del todo, que lo que miramos es en verdad un enigma que solo podemos completar, como un consuelo, con el uso de la especulación. Como si fuera un golpe, en Tan cerca como pueda, esta película formidable, el espectador afortunado puede intuir en los personajes –tan parecidos a esa sombra que viaja a nuestro lado, que deja caer los hombros, que se ilusiona con una chispa que creía perdida para siempre y que no acierta a describir el círculo de tristeza que lo envuelve– la distancia que los separa sin remedio de sí mismos.