Lo que primero que surge cuando uno ve la película de Che Sandoval es algo así como la pregunta del millón: ¿Por qué en la Argentina no habrá comedias así? El director chileno le escapa al costumbrismo ramplón como a la peste, pero tampoco es que intenta convencernos de que ese humor culposo presente por ejemplo en el cine de Larraín es la garantía de alguna forma secreta de sofisticación que desconocemos. Sandoval construye una película robusta donde la comicidad no funciona como vía de escape a una sarta de males establecidos con mano de hierro desde el guión con la complicidad del espectador, sino más bien como si fuera algo así como el ADN que constituye el motor de una catarata prácticamente incesante de situaciones a cual más disparatada. El personaje principal es un cuarentón medio desaliñado, abandonado por su esposa y su hijo y al que algunos le dicen Naza por su afición a la cocaína, que se cree galán aunque no pegue una pero que tiene sin embargo el orgullo de un dandy y se comporta por momentos como si lo fuera. La película, que en ocasiones hace acordar a una especie menos automática de After hours, no tiene bajones de ritmo ni escenas de transición y avanza a toda velocidad, en lo que parece la forma más feliz y amigable, pero también más precisa, de mostrar la caída libre de un tipo que se resiste al descenso con uñas y dientes. Soy mucho mejor que vos sugiere (y demuestra) que se puede contar una historia con un personaje un poco desagradable, un poco necio y un poco torpe y que resulte al mismo tiempo interesante. La película de Sandoval (director de la también recomendable Te creís la más linda pero erís la más puta) está bien filmada, bien actuada y musicalizada de un modo exquisito y representa parte de la avanzada chilena de un cine de aspecto industrial que no reniega de la calidad.
Derrumbe frente al espejo Force majeure parte de una idea simple pero pertinente. Una “familia tipo” cabalmente banal, bien ensamblada, en apariencia sin mayores preocupaciones -podríamos convenir en llamarla feliz- está de vacaciones en una exclusiva zona de esquí de los Alpes suizos. En una de las primeras escenas, un insistente fotógrafo caza-turistas inmoviliza a los protagonistas bajo la luz que baña el paisaje helado. En un inglés balbuceado (nuestros esquiadores son suecos) el hombre dispara indicaciones. La mujer y los dos hijos (uno de cada sexo, faltaba más) están ansiosos por alcanzar las pistas en su primer día en el lugar y no parecen muy convencidos de dejarse retratar; el clima está espléndido, el cielo es de un azul que hiere la vista. El padre acepta la imposición del hombre con la cámara como una pequeña concesión resignada y pone a los miembros de su familia uno al lado del otro. La imagen que conforman frente al camarógrafo es una escalera perfecta, empezando por el marido y terminando en el niño. El director Ruben Östlund parece querer fijar ese orden jerárquico en la cabeza del espectador con el fin de prepararlo para la escena principal de la película. El día transcurre mediante breves secuencias que describen la insignificancia propia de la rutina de unas vacaciones laboriosamente programadas. “Mi marido siempre está trabajando, no tiene un minuto”, le dice la mujer a su confidente en el lobby del hotel, una cuarentona que admite estar casada y con niños como ella, pero que se está tomando unos días lejos de las ataduras familiares en compañía de su joven amante italiano. Incluso durante el descanso, en efecto, el padre de familia yace con el celular sobre el colchón y echa miradas a la pantalla creyendo que su esposa no lo advierte. Esa actividad compulsiva incluso genera un intercambio de bromas entre la pareja. La idea del hombre proveedor requiere la tolerancia de la mujer en esos pequeños desvíos producidos a expensas de la atención diaria a su esposa e hijos. Un mediodía apacible, de vuelta de una excursión sin mayor emoción, los protagonistas almuerzan en la terraza del restaurante del hotel, frente a un imponente paisaje de picos y laderas cubiertos pacíficamente por un manto compacto de nieve. Un sonido sobresalta entonces a los comensales que se distraen emocionados con una visión panorámica de privilegio: lo que parecía un “alud controlado” se transforma en una tromba de nieve que avanza con enorme estruendo sobre la parte descubierta del hotel. En medio de los gritos y el desconcierto de la gente que intenta protegerse, la madre se agacha con sus pequeños hijos entre brazos y espera lo peor; el padre, por su lado, manotea el celular de la mesa y sale corriendo hacia el frente del plano hasta desaparecer por un costado de la pantalla. El director no corta en ningún momento; la escena parece congelada, atravesada por una nevisca que baña con inocencia las mesas mientras se oyen voces de alivio (no era nada: efectivamente, se trataba de un desprendimiento de una masa de nieve provocado) y se verifican los movimientos de los pasajeros que regresan y entre risas se reacomodan en sus asientos. A medida que el aire se disipa y la visión se aclara, se destaca la figura de nuestro padre de familia, que vuelve a su mesa y se sienta sin decir una palabra. El estremecedor efecto humorístico de la resolución de la secuencia está llamado a producir en el espectador una sensación de derrumbe que flota en el aire como una señal. La siguiente escena muestra a los personajes marchando hacia las pistas en una cinta transportadora. El hombre cierra la fila, un poco rezagado. La mujer va adelante, bufando discretamente; los niños, mudos e implacables. El gesto de Östlund parece justo, incluso necesario: un hombre demasiado satisfecho de su posición en el mundo ha sido destronado. Pero a la vez queda la impresión de que su ocurrencia es demasiado ramplona. De todas formas, ya es tarde para detener la avalancha, y la narración se acelera a partir de esa escena clave. Al principio, el hombre finge no saber qué pasa; la pareja deja a los niños encerrados y se pone a discutir en el pasillo. Östlund se muestra especialmente inclemente cuando la mujer cuenta lo que pasó en una cena con su amiga y el italiano ocasional. Como es previsible, el trauma contamina sin remedio la relación del matrimonio. Los chicos se enfrascan en sus computadoras y se empeñan en desconocer la autoridad de sus progenitores. El malestar adquiere una forma cómica devastadora frente al espectáculo del hombre despojado de sus atributos de protector de la prole. Östlund filma siempre planos casi neutros, bellos pero sin exagerar, destinados a reforzar el carácter prescindente de su protagonista masculino, que ha perdido la compostura y deambula sin cólera por las escenas, como un animal avejentado. En otra cena con amigos, esta vez en la habitación de la familia, la mujer vuelve a sacar el tema y el hombre se retira avergonzado y va a echarse en la cama junto a su hijo que ha escuchado el tenor de la discusión y tiene la vista fija en su iPad. Lo notable es que la película elude en todo momento la sordidez: el director controla cada detalle para que el relato avance sin estallidos ni desajustes de tono, como si la naturaleza inevitable del quiebre emocional de los protagonistas se permitiera una cierta elegancia desencantada, incluso la posibilidad de breves bifurcaciones narrativas, como cuando cada integrante del matrimonio sale de común acuerdo a esquiar por su cuenta. Force majeure narra un cuento sin moraleja evidente, en el que la institución familiar parece construida según un esquema basado en relaciones de fuerza consuetudinarias. La potencia ostensible de la película reside en la habilidad de Östlund para guiarnos a través de un campo minado, en el que los personajes se enfrentan al misterio que los define ante la mirada de los demás, pero sobre todo delante de sí mismos.
Dos corazones latiendo como si fueran uno Hace un rato ya que los hermanos más queribles del cine mundial no se complacen en exhibir groserías; o no lo hacen con esa enjundia, sumamente aplicada y precisa en partes iguales, que alguna vez fue una de las características más salientes de sus películas. Solo un poco cada tanto, una explosión, un parpadeo brutal, una breve incursión por los viejos, buenos tiempos. Tonto y Retonto 2 no hace falta decirlo, retoma a sus personajes originales tantos años después. La idea de emplear a los mismos actores, casi sin maquillaje, pone la cuestión del tiempo en un primerísimo plano. ¿Cuántos son los años que pasaron? Parecen un millón. Mientras Jim Carrey, siempre más o menos atlético, es capaz de disimular un poco las arrugas debajo de una buena cantidad de pelo terminado en ese flequillo absurdo, Jeff Daniels, con peluca escandalosa, enfatiza su costado de lumpen cansado, golpeado por la vida, con ojeras brutales y panza prominente. Es probable que no sean un millón, pero de todas formas son muchos años. Los Farrelly ya no se inclinarán con tanta dedicación a las obscenidades, pero el refinamiento adquirido, lejos de neutralizarlos, los ha vuelto más perspicaces y atentos. La estructura de la película se parece un poco a la de Los tres chiflados, ese hermoso objeto incomprendido, rebosante de melancolía y con sabor metálico en la boca. Se trata de salir a correr por un mundo que, básicamente, se las arregla mejor sin ellos. En las primeras escenas de esta nueva Tonto y Retonto nos enteramos de que el personaje interpretado por Daniels está por morir. Pero la buena noticia es que descubre que tiene una hija desconocida que podría salvarlo donándole un órgano. Deben encontrarla como sea, entonces, y después convencerla de la necesidad imperiosa de la donación: ciertamente, un asunto difícil. Como los hermanos chiflados de aquellos cortos venerables, los amigos se tienen fe sin importar lo negro que luzca el cielo, ni lo inalcanzable que parezca el horizonte. La inadecuación radical de ese par de tontos produce el humor, pero también una forma rara de piedad, que los directores saben deslizar siempre gentilmente, de película en película, como si quisieran entregarles a sus espectadores, sin ningún dramatismo pero con perseverancia, un recordatorio acerca de las desventajas de “no encajar”. Cada uno de los dos amigos por su lado es como un niño peligroso, tal vez un poco psicótico, capaz de cualquier barrabasada imaginable solo por diversión. Cuando se juntan se vuelven un caso de patetismo más acentuado todavía, porque para los Farrely los locos desahuciados siempre tienden a agruparse, con el fin de proporcionarse calor esencial los unos a los otros. El humanismo incandescente de los hermanos se exhibe en el departamento desastrado de Daniels, en el desfile de discapacitados a los que nunca se les niega una buena trapisonda (just for fun), en el paternalismo de los poderosos, en la soledad inconmensurable de esos dos que solo se tienen a sí mismos y a los que el mundo mira de soslayo, como a una parte sobrante. Tonto y Retonto 2 resulta ser tan buena y tan apreciable como cualquiera de las películas de este par de autores tan inteligentes y tan poco dados a dejarse arrastrar por esa clase de comicidad en boga que podríamos describir como adolescente. De ningún modo se trata de una excursión regresiva, ni de una vuelta a un presunto edén de obscenidades, menos emotivo, más dedicado al shock de fluidos y sonidos corporales. Como en Stuck On You (la película de los hermanos pegados al nacer), los protagonistas de Tonto y Retonto 2 no pueden en realidad no estar juntos todo el tiempo. Cada uno es una parte distinta del mismo corazón, aunque no lo sepan. El espectador, de todas formas, se dio cuenta hace rato del aspecto entrañable involucrado en el cine de los Farrelly: en sus películas, la emoción late siempre en el fondo de cada escena, como el complemento del esmerado efecto cómico que se desprende naturalmente de sus gestos zafios, de su barbarismo de relojería y de su bello slapstick a todo color.
Los niños terribles Una familia de monstruos: como suele ocurrir en el cine de David Cronenberg, en Polvo de estrellas hay algo monstruoso. Esta vez los monstruos son más de uno, por lo que los detalles y las acciones monstruosas se multiplican hasta formar una verdadera constelación a través de la cual se irradia, circula y se retroalimenta el halo bestial que los envuelve. La familia es la de Hollywood, que habita según la película un universo autocontenido y aislado, suspendido en la estupefacción, el ego desquiciado, el miedo y el dolor; incluso la psicosis. Pero lo notable es que Cronenberg está lejos de ofrecer un recorrido turístico morboso por el “otro lado” de las estrellas, ese paraje remanido apto para el solaz de los espectadores sedientos de lugares comunes, de revelaciones de consenso que se hacen pasar por verdades ocultas. Su película esgrime en cambio una visión hipertrofiada de esa fantasía del lado oscuro, para desentenderse de a poco de ella (es decir del mundo de Hollywood) y avanzar hacia una instancia atormentada propia de los grupos endogámicos, cuyos miembros parecen destinados a fundirse y a destruirse entre sí, en esta oportunidad bajo un manto de fatalismo con reminiscencias míticas. Un hermoso poema de Paul Eluard sirve de contraseña a dos de los personajes protagonistas, la joven interpretada por Mia Wasikowska y el pequeño actor tiránico que encarna Evan Bird, dos hermanos separados por la tragedia familiar que buscan volver a unirse a pesar de la opinión de sus padres, una ama de casa asexuada y glacial y un líder espiritual de actores que mezcla variantes sádicas de psicoanálisis con la efusividad de un pastor evangelista. Siendo una niña, la chica supo provocar un incendio del que le quedaron secuelas esparcidas por todo el cuerpo. Se la confinó luego a una institución psiquiátrica y fue desterrada de la familia. Su vuelta marca el principio de la película. Wasikowska está acurrucada en el asiento de un ómnibus y tiene puesta una remera con una inscripción que alude a la exitosa franquicia que su hermano menor rueda en Hollywood. Cronenberg establece la fetichización secreta del vínculo que une a los hermanos y describe en el mismo movimiento el modo en el que el mundo del espectáculo se proyecta con eficiencia como mercancía de pertenencia común. La segunda línea de la película le pertenece a Julianne Moore, a cargo de una actriz un poco venida a menos, que busca revitalizar su carrera mediante la obtención del papel principal para la remake de una película protagonizada por su madre treinta años atrás. Este último detalle, en la forma de un pasado que echa una luz descarnada sobre el presente, parece reafirmar la idea del círculo fatal que une a los personajes, esas criaturas feroces y desvalidas incapaces de enfrentarse a los fantasmas que se les aparecen de repente, como si fueran emanaciones malévolas de sus propios temores. En una película donde los cuerpos tienen una preponderancia evidente, Moore está espléndida en sus excesos, en sus arrugas, en su desesperación de niña grande perseguida, metida en un cuerpo cuya desnudez exhala un erotismo mórbido. El director canadiense hace convivir esas figuras espectrales de manera cruenta con los personajes, que pueden ser sorprendidos en plena mañana con una aparición sentada en la bañadera que los mira y les recuerda la naturaleza frágil de sus mentes. Cronenberg, como otras veces, más bien casi siempre, ha filmado una historia donde la muerte ronda en cada plano, incluso se palpa discretamente con una perseverancia maldita alrededor de los protagonistas, esos seres que en esta oportunidad no parecen existir fuera de sus obsesiones de éxito y de su cadena implacable de traumas. La película establece una continuidad entre un puñado de vidas aisladas, revolcadas en el hedor sostenido de sus humores y pequeñas miserias, y el pasado que acecha como una criatura maligna o espía sus casas luminosas por donde circula el miedo propio de las “familias del mundo del espectáculo” según dicta la leyenda, que sólo pueden mirar hacia adentro de sus casas (en Polvo de estrellas apenas hay lugares públicos) y verse en el espejo de una esterilidad sin escapatoria. Cuando Wasikowska y Moore se encuentran, los planos extraterrestres de Cronenberg parecen adquirir una consistencia líquida, sutilmente inestable, a través de la cual se percibe que el núcleo implosivo de la película podría estar basado, precisamente, en la convivencia forzosa dentro del plano de figuras heterogéneas (como en esa escena en la que dos actrices rivales se encuentran de casualidad en la puerta de un shopping). En un momento decisivo, teñido de una violencia hiperbólica, la sangre que salpica la cara de Wasikowska y le chorrea profusamente del pelo parece el corolario visual de las repetidas menciones al ciclo menstrual presentes en varias líneas de diálogo, como si toda la sangre no tuviera más remedio que explotar y liberarse. El plano final (gélido por cierto, aunque muy bello) es todo de Wasikowska y Bird, los hermanos malditos y fatales, condenados a duplicar a sus padres (a los que les robaron los anillos de casamiento que ahora tienen puestos). Los dos están acostados en el suelo y miran el firmamento; quizá se toman de las manos. Pese a todo el dramatismo que pueda suponerse, el plano es de una neutralidad desarmante, y eso es en parte lo que al final resulta tan conmovedor: a la psicosis, que encuentra su expresión en el brote y el estallido, Cronenberg le opone nada menos que una escena inesperada de amour fou.
El gordo y el flaco Tenemos amores, predilecciones, placeres secretos, del mismo modo que tenemos cosas odiadas, enfrentamientos, rechazos, aversiones no siempre explicables. La fuente de los placeres puede provenir de objetos simples, no importa si están hechos de madera no del todo noble: no son novedades, ni estilos radicales, ni vienen tampoco a representar alguna clase de cumbre que nos había sido esquiva hasta ahora. Comando Especial 2 es uno de esos objetos. Se sabe que una comedia puede ser también un campo de batalla: un modo de representar la pregunta acerca de dónde viene la risa y, sobre todo, qué máquinas hay en pugna para producirla, a partir de la fricción entre qué elementos es que surge y se despliega, como un manto, el efecto cómico; ese rayo en cierta manera misterioso que, si hay suerte, nos envuelve, nos contiene y nos cobija. ¿Dos tipos metidos en trajes que ya les quedan demasiado ajustados? Puede ser. Pero entonces ese plano distintivo –el único en color– de la película Excursiones, esa comedia triste de Ezequiel Acuña, debería arrancarnos una carcajada, o al menos una sonrisa, y en cambio nos llena primero de admiración (por el hecho de que al director se le haya ocurrido), y de un sentimiento contradictorio después, cercano a la melancolía, en el que advertimos pronto los pliegues, las costuras, la hechura final de lo que significa, en el fondo, una situación que no puede ser sino trágica: ya no hay hogar, no hay forma de volver atrás, ni de reparar aquello que ha sido destruido, ni de hallar un consuelo completo en esos recuerdos que guardamos cerca nuestro, como si fueran sueños preferidos o amuletos de la suerte. De modo que hay que concluir, otra vez, que el mecanismo de la risa es un animal imprevisible, difícil de domesticar. En Comando Especial 2, segunda parte de esta saga de policías encubiertos derivada de la serie televisiva, que consiste en mostrar a un par de grandulones metidos de incógnito como estudiantes de una universidad estatal (así como la primera parte los mostraba en el papel de improbables alumnos en la secundaria de un colegio), no tiene nada que ver el elemento tragicómico que se deriva naturalmente de la imposibilidad proverbial de volver el tiempo atrás, ni el estado de añoranza por una presunta edad de inocencia hundida en la bruma de los recuerdos: en Comando Especial 2 todo es un tiempo presente, construido a base de pequeños momentos de risa despreocupada, de estallidos de química actoral, de desbarajustes a veces virtuosos en el modo en el que los agentes infiltrados se esfuerzan por pasar desapercibidos al tiempo que buscan pistas que los conduzcan hasta un traficante de drogas. La edad de los protagonistas apenas constituye un problema para ello, quizá porque la película incorpora con toda naturalidad en la trama el hábito histórico del espectador de ver personajes adolescentes interpretados por actores que han pasado con creces la edad que representan. Como mucho, al personaje de Jonah Hill le dicen un par de veces que tiene cara de viejo. Así que el estilo cómico de la película no es el de la desesperación de lo que ya no se es, sino el que se construye laboriosa y poco refinadamente, con ingenio y trucos efectivos de despliegue físico, de esos que las comedias americanas contemporáneas que importan algo desgranan con la velocidad suficiente para que cada escena luzca brillante y autocontenida. Comando Especial 2 no es del todo libre; no pretende serlo tampoco. No busca la libertad, como no busca un estilo nuevo, ni una forma novedosa de comedia: todo eso sería pedir demasiado, y además una evidente injusticia. La película confía en sus actores, en la administración meticulosa de sus groserías –como cuando los dos están colgando de un helicóptero y Tatum busca una granada que Hill tiene guardada dentro de su pantalón: “Ahí no, ¡esa es mi pija!”, grita Hill. “¡Esa también es mi pija!”, vuelve a gritar– , y confía, también, en el engranaje acaso demasiado aceitado propio de cierta franja de la comedia americana actual, con su sintaxis codificada –el momento en que la cámara toma al dúo entrando al pasillo de la universidad y lo recorta dramáticamente de lo que parece una fiesta permanente a su alrededor– , sus planos de puro oficio, sus gags más o menos protocolares: en suma, su eficiencia. Comando Especial 2 es una máquina, o una criatura de diseño entrenada para la producción de una risa límpida, que no surge de la inadecuación de los personajes al mundo que les toca, sino de las peripecias que dispone el guión en todo momento, como si en cada escena se tratara de empezar de nuevo de cero. Dicho todo esto, hay que agregar que se trata de una película muy divertida. Poco extravagante, poco distinguida, pero querible: uno se ríe de los estallidos de slapstick modesto, como también se ríe de la historia de una amistad masculina celosa, hipertrofiada, de esos dos chicos grandotes con “caras de viejo” y con un amor casi desesperado del uno por el otro. Cuando los dos compañeros deciden dividirse las pistas e investigar cada uno por su lado, el carilindo encuentra a un nuevo amigo, un efebo presuntuoso amante del deporte (que en otra época con toda seguridad habría sido interpretado por Owen Wilson) y el menos agraciado encuentra una chica preciosa. Pequeña revancha del mundo del cine: el gordito coge alegremente con la chica más linda y más sensible de la facultad, mientras el galán presunto se dedica todo el día a hacer fierros como un nabo. El cine siempre será capaz de deparar momentos que parecen mágicos, incluso en el contexto menos pensado.
Oh, Lucy, dónde quiera que estés, ¿podés oírme? Me acuerdo, en otro siglo, de una película que no era buena pero impresionaba discretamente a su manera: sus colores, su sintaxis de aviso publicitario, su estrategia emocional (una chica misteriosa, en cierto modo perdida aunque inalcanzable, objeto de veneración de todo el mundo); la preocupación, ciertamente conmovedora, de “conectar” con una idea de la ciudad moderna, en la que la violencia de los seres amontonados contrasta con el entusiasmo babélico de encontrar una clase de belleza escondida entre el cemento y el metal, en el ruido, en la despersonalización que produce para el cine criaturas abandonadas y libres que hablan solas, cada una en su idioma. La película se llamaba Diva y su director era Jean-Jaques Beinex. ¿Por qué pienso en Besson y en Beinex al mismo tiempo, como si fueran una unidad, una especie de deidad menor del cine francés con dos cabezas? Probablemente porque Besson, la parte que nos ocupa de ese binomio impensado, comparte con su compatriota la vulgaridad estética, la pasión por el público, la predilección por los escenarios urbanos y la ambición temprana de ir a posicionarse como representante de un “nuevo cine francés”, cosmopolita y amnésico, que les hiciera creer a todos que las películas francesas podían hacer saltar la taquilla local y de paso venderse bien en el resto del mundo. Un par de años después, Besson contestaba con Subway, una película ambientada en el sistema de subtes y protagonizada por un hada madrina buena caída en desgracia que tenía una pistola por varita mágica. Beinex descubrió a Béatrice Dalle (con 37° 2 le matin), pero Besson dirige desde entonces sin parar, escribe, produce y diseña franquicias. Ahora ya sabemos a quién de los dos le fue mejor. Lucy es otro producto de la fábrica Besson, que a veces larga al mundo cosas más o menos entretenidas y olvidables, juguetes caros destinados a engrosar una filmografía sostenida con un orgullo de maratonista. Lucy es una banalidad querible, filosóficamente balbuceante, muy tosca en su aspecto formal pero llena de vida: la historia breve de una mujer perseguida por hombres malos, engañada, golpeada, desencantada, que mediante un vuelco del destino adquiere el poder suficiente para escaparse y volver sobre sus opresores, ahora para demostrarles de qué materia está hecha una chica. Lo malo es que ese poder es también su perdición. La película luce siempre urgente, chirriante y bañada de una frialdad descorazonadora que el ritmo machacón de la banda de sonido se encarga de acrecentar y resignificar. ¿Estamos delante de un thriller drogón en el que una party girl termina envuelta en una trama policial por culpa de las malas compañías? ¿O Besson pretende, además, reflexionar mediante sus imágenes cursis y sus metáforas de jardín de infantes acerca de la capacidad de adaptación de esas criaturas de Dios llamadas humanos? Parte de la gracia inesperada de la película es que se encuentre jugando todo el tiempo al borde del ridículo, exhibiendo de a ratos una enjundia que nunca termina de convertirse en parodia y disparando sobre el espectador momentos tan risibles como inclasificables. La elección de Scarlett Johansson parece increíblemente adecuada y justa. La verdad es que hacía mucho que Scarlett no lucía con tanta autoridad delante de la cámara. Cuando unos matones la tiran al piso y la patean dan ganas de dejarlo todo, atravesar la pantalla y rescatarla. Cuando la llevan por un pasillo a la rastra, los primeros planos se abalanzan sobre su mirada extraviada de miedo, y el abismo de las ojeras parece crecer y condensar, en un rapto de milésimas de segundo, una melancolía de millones de años que encuentra su culminación en esa encerrona absurda en la que una vida despreocupada se hace añicos. De pronto, advertimos que la inspiración verdadera de la película podría ser la pregunta acerca de cómo se sobrevive en un mundo que se ha vuelto inhumano, con la buena de Scarlett como núcleo central y víctima propiciatoria: en realidad Besson no necesitaba firuletes retóricos, ni necesitaba, tampoco, esa gravedad impostada en la figura del personaje de Morgan Freeman que destila un discurso de autoridad irrelevante. Lo único indispensable de verdad era una chica hermosa perseguida y castigada. Cuando Lucy cae en la cuenta de que va a morir, la ciudad maldita, como una Babilonia contemporánea, ni siquiera parpadea. El movimiento sigue, las luces de neón siguen. La película no llega a hundirse en la tristeza porque el montaje, la música y los colores chillones siguen también, tan inmutables, como en una fiesta de la que Lucy se retira siendo todavía demasiado joven.
Almas perdidas El cine mira caminar a los muertos. Esta verdad de Perogrullo se impone como un halo de fascinación renovada alrededor de la figura del actor Philip Seymour Hoffman a la hora de referirse a El hombre más buscado. Pero tampoco viene mal para describir el modo no tan evidente en el que los personajes de la última película de Anton Corbijn son registrados por la cámara. El holandés Corbijn es un fotógrafo de rock que un buen día sorprendió a todo el mundo convirtiéndose en cineasta de pleno derecho sin pedir permiso. Control, su primera película, era un biopic sobre la banda Joy Division (cuya imagen pública ayudó a crear y a difundir mediante sus hermosas fotografías, algunas de ellas hoy célebres) que desafiaba al espectador sin miramientos ni piedad algunos, con su viraje secreto hacia el melodrama y la exhibición de un pesimismo radical que transgredía incluso la reconocida oscuridad programática de la que el grupo del talentoso suicida Ian Curtis hacía gala. El hombre más buscado trae de inmediato una especie de eco, una vibración familiar que parece provenir sobre todo de El ocaso de un asesino, su película anterior. Si es verdad que allí el protocolo de un thriller de aspecto más o menos difuso cedía misteriosamente su lugar ante la carga de una tristeza inesperada en medio de la luz invernal de los Abruzos donde transcurría la acción de la película, del mismo modo la ambición del director no parece en esta oportunidad estar dirigida a construir una historia de espías contemporánea en toda regla (aunque se juegue con sus reglas y su apariencia). El punto de partida de El hombre más buscado trata sobre los integrantes de una agencia de seguridad alemana que es puesta en alerta ante la aparición de un enigmático chechenio que desembarca en Alemania sin papeles. Günther, el jefe del equipo interpretado por Hoffman es una criatura desastrada que sobrevive a base de cerveza y cigarrillos, completamente postergado y desestimado por sus superiores: un fantasma impenitente. La película está atravesada por un discreto lirismo y la convicción de que el cine debe renunciar a la tentación de la epifanía y sostener a pulso, contra todo obstáculo si es necesario, un cierto carácter neutro de las imágenes si tiene todavía la pretensión de ser verdadero. Corbijn conserva el tono entre gélido y espectral presente en los mejores momentos de sus películas anteriores, pero le agrega como elemento novedoso un grado inesperado de elusividad y desamparo en el círculo en el que los personajes giran, como si se tratara de animalitos de laboratorio, o quizá de almas perdidas. Hay que ver el peso concreto pero inextinguible a la vez que se hace evidente en los hombros del muerto estrella de la película (hablamos de Hoffman, claro), pero también, sobre todo, en la cara increíble de Nina Hoss, que lleva inscriptos una desdicha y un sinsabor para los que acaso todavía no se inventaron nombres: esos dos, llamados a convivir fatalmente, a rozarse, a mirarse amorosamente de soslayo y a confiar uno en el otro, ciegamente incluso, ¿cuánto tiempo más sobrevivirán? ¿Cuánto tiempo más podrán durar? El hombre más buscado luce en verdad como un desfile de seres que penan, que no tienen hogar y que solo tienen trabajo; que habitan oficinas impersonales, en una ciudad olvidada (Hamburgo) que podría ser cualquier sitio olvidado del mundo occidental: “Jugabas al borde, y cruzaste los límites”, le dice el protagonista a la joven abogada sospechada de “trabajar para terroristas” (Rachel McAdams) que termina constituyendo, incluso a su pesar, un eslabón indispensable en la cadena de colaboradores que conduce al arresto de una figura encumbrada de la comunidad islámica de Alemania. Esos límites nunca están precisos en el universo en el que se mueven los personajes, y la película los muestra siempre haciendo equilibrio, a solas con sus conciencias, aferrados a sus tareas secretas, a merced de los vientos de la política: abatidos y despechados. En una escena sorprendente, el protagonista se levanta de la mesa de un bar donde charla con una colega norteamericana que le pisa los talones (Robin Wright), va hacia el hombre que acaba de pegarle a una mujer, lo tira al piso de una trompada y vuelve a su asiento sin decir palabra. Hoffman impresiona una vez más, como en toda la película, pero en ese momento inolvidable casi podemos ver la estela de un dolor cósmico impresa en la pantalla, mientras el actor se dirige hacia el fondo del plano y regresa de él apenas resoplando dignamente, como un oso entrampado en medio del bosque. Corbijn ha conseguido filmar la sensación de desamparo del mismo modo que se filma un paisaje, o un objeto cualquiera de la puesta en escena. Pero, además, ha filmado el pánico apenas disimulado de aquellos a los que no les queda nada –ni amor, ni prestigio, ni esperanzas– pero aun así parecen no resignarse del todo a perder eso que ya no tienen.
La pequeña Debbie Harry no puede ser feliz Dentro del lote de las películas malas hay películas desastrosas, películas tímidas, tontas o irremediables; incluso películas que se podría calificar de malvadas. Si decido quedarme responde posiblemente a otra categoría, por cierto no menos contundente que las anteriores. Además se encarga de demostrarnos –con un dejo descorazonador que solo es pasible de ser captado por un espectador lleno de fe– que las peores películas pueden tener también, a veces muy lejos, en algún momento perdido, su costado querible. ¿A qué grupo pertenece una cosa como Si decido quedarme, entonces? Probablemente a la especie de las películas cobardes. Vamos a ver. El director cuenta la historia de un chica adolescente con padres que alguna vez fueron rockeros, que se inclina por la música clásica, conoce en la escuela a un chico huérfano que toca en una banda de rock, se pone de novia y progresa en sus estudios del violoncello, al punto que consigue ser aceptada en Julliard, la famosa escuela de música de Nueva York. La voz de la protagonista guía el relato desde el plano número uno, como una pequeña hada perteneciente a la estirpe de los niños sabios, siempre un poco tristes, de esa tradición americana que tiene su hito en Salinger y se extiende más que nada, a veces enojosamente, a una porción importante de las comedias del cine independiente de los Estados Unidos. Si decido quedarme tiene algunas escenas logradas, quizá medio ñoñas pero efectivas, que contribuyen a cartografiar emocionalmente el relato, como aquella en la que un asado culmina con una sesión musical improvisada entre los jóvenes novios y los amigos invitados de los padres, ex rockers cuarentones que no han perdido todavía las mañas. O cuando la chica asiste a una fiesta disfrazada de Debbie Harry con la ropa que usaba su madre de adolescente. A los responsables de la película, sin embargo, se les ocurre que la chica tenga un accidente de auto en el que pierde a toda su familia y queda en coma. No estoy revelando casi nada, porque esto pasa en los primeros minutos y la narración está dispuesta como un vaivén entre el presente y el pasado de la protagonista. Si decido quedarme le da un cachetazo presuntamente realista al espectador, una forma de contrastar las aventuras mínimas de sus personajes con una dosis de sordidez inconducente. La película podría haber alcanzado un status de gloria modesta, entonces, ligera y orgullosa de su material, pertrechada con esa gracia un tanto risueña y también desesperanzada que exhiben los relatos de amores que se pierden y se encuentran pero pueden, de un minuto a otro, volverse a perder. O haberse concentrado en las oscilaciones venerables del coming of age, sus brillos apenas perceptibles, el arrebato de independencia en la que la chica tambalea, como si se deslizara por un plano inclinado, al tiempo que vislumbra las penas de la adultez sin reconocerlas del todo, con ese regusto agridulce con el que aquello largamente anhelado ingresa en la vida y ya se ha hecho demasiado tarde para volver atrás y no haberlo deseado nunca. La truculencia absurda del guión de la película, levantada a despecho del encanto de los actores (no es ninguna novedad que Chloe Grace Moretz es un prodigio), de las tonterías más o menos pertinentes en forma de comentario sobre la historia del rock, y de la hermosa luz crepuscular que inunda siempre los planos, parece diseñada para simular un tono de madurez, un relieve adusto destinado a informarnos que las comedias románticas no pueden ser solo eso. Si decido quedarme no nos trae noticias tristes acerca de cómo es la vida de este lado de la pantalla: los que somos adultos ya sabíamos que la muerte acecha en cada recodo del camino y que todo puede evaporarse de un minuto a otro. La película parece en realidad nutrirse de una cierta falta de confianza en las propias fuerzas que se hace pasar por malestar, por drama, por mirada adulta que reprocha la jovialidad insensata de esa familia tan simpática. Si decido quedarme es un poco falsa y un poco desalmada cuando debió ser solamente irresponsablemente feliz.
Noticias desde un país lejano Amancio Williams es una rareza; una película imbuida de una discreta sofisticación, cuyas escenas discurren transparentes e inspiradas y que se encamina secretamente hacia una forma de tristeza inesperada que concluye iluminándola en forma retrospectiva. Lo malo es que, también, se trata probablemente de una película destinada a perderse, echada sin miramientos a los leones de una cartelera que amenaza languidecer de irrelevancia ante el copamiento de las salas por parte de los “tanques” y la demagogia televisiva. El nombre propio que sirve de título a esta película singular es el de un arquitecto argentino, figura ineludible de la modernidad en nuestro país. Williams colaboró en la construcción de la denominada Casa Curutchet de la ciudad de La Plata (la que aparece largamente en la película El hombre de al lado) y produjo, en el año1942, una obra fundamental conocida como la Casa del Puente, ubicada en las afueras de Mar del Plata y construida en homenaje a su padre, el músico Carlos Williams. Hay una idea central muy hermosa que la película toma desde el vamos para sí misma, casi como si fuera una especie de santo y seña, tributo al arte elusivo de la arquitectura, a los Williams (padre e hijo) y a una Argentina que no parecía imaginar en su horizonte un futuro cercano que no estuviera esencialmente ligado a las innovaciones y a la prosperidad creciente. Esa idea es la de producir para el país un todo orgánico, en la que el confort no significara una destrucción de la naturaleza, ni la originalidad implicara una renuncia a la igualdad en pos del capricho de una modernidad presuntamente efímera. La película traslada ese carácter venturosamente plástico a su narrativa, y hace convivir de modo aireado y pertinente los testimonios en forma de entrevistas y las imágenes de archivo; o el uso nunca intrusivo de la música del mencionado Carlos Williams junto a las explicaciones perfectamente legibles acerca de la construcción de la casa. Como si se tratara de una composición musical de peso, Amancio Williams exhibe un equilibrio entre sus partes que respira en cada escena con una cadencia notable, dictada con precisión y ligereza (dos características del que el mal cine didáctico carece), para un espectador que puede informarse sobre algo que desconocía mientras se sumerge progresivamente sin darse cuenta en el relato de un país que no fue como se imaginó, que quedó trunco o fue a parar al catálogo de los sueños perdidos, acaso olvidados para siempre. La película no renuncia a una vocación de objeto fascinante, ciertamente extraño en el panorama del cine argentino actual por su capacidad para generar asociaciones impensadas, al mismo tiempo que sostiene, con una exquisitez subterránea, el eje puesto en la figura de un hombre cuyo nombre no aparenta decir mucho en estos días pero que vuelve en las imágenes con una fuerza sorprendente. La película parece en realidad reclamar prácticamente en cada plano no la necesidad sospechosa de una evocación estéril, sino la pregunta más o menos desolada por el presente a partir de una figura destacada del pasado. El director hace a su modo una apuesta política que podría operar como reflejo de los ideales del propio Amancio Williams, que se desempeñó en un país lejano atravesado por la idea del crecimiento y progreso ligado a la modernidad, en un tiempo en que esta palabra expresaba un futuro deseable pero –sobre todo– todavía plausible.
Cabezas cortadas ¿Qué hay en las películas de Paulo Pécora? Hay paisajes, hay sueños, hay palabras, hay ruido, hay animales, hay libros con reproducciones de cuadros de pintores famosos. Entre todas esas cosas, más que nada hay cuerpos. Marea baja tiene un poco de todo eso, siempre con ese algo distintivo que –después de dos largos, un mediometraje e infinidad de cortos en varios formatos – se podría llamar el toque Pécora. Esto es, filmar a los actores moverse dentro del plano como si se tratara de verlos avanzar dentro de un sueño. Pero se debe hacer la aclaración de que los sueños preferidos del director son pesados, como si tuvieran una consistencia submarina. Los gestos son lentos –ya sea porque existe todo el tiempo del mundo o porque los personajes no esperan nada del tiempo, solo habitan en su propia conciencia, ensimismados y sombríos– y las palabras (cuando salen de la boca de los personajes) parecen fluir con una especie de rechazo de origen, una carga impuesta, una molestia: las palabras dichas son un hilo mundano, o una forma de estar socialmente contenido, y los personajes de Pécora buscan más bien alejarse, perderse, internarse en el paisaje agreste, incluso cuando flota en el aire la sospecha de que no hay lugar adonde ir. Marea baja es un intento bellamente concretado de hacer entrar el género en ese universo tan particular de sus películas. En este caso se trata del género policial. Pécora imagina (y tiene razón) de que le basta para ello filmar en principio un hombre solitario, un revolver y un fajo de billetes. El director tiene con eso todo lo que necesita, y el espectador también. En los primeros tramos de la película un hombre parece despertar apoyado contra un árbol. Después el hombre alquila una habitación a orillas del Paraná, en un ambiente selvático del Delta que recuerda al de El sueño del perro, la primera película de Pécora. La mujer encargada, al parecer también la dueña y única ocupante del lugar, cobra el dinero del alquiler y le informa que si quiere le puede conseguir un bote para cruzar al Uruguay. El hombre no dice nada. El pesimismo discreto pero categórico de Pécora vuelve obcecadamente sobre una idea: la ilusión de la huida solo existe como la rémora de una representación social, un signo sin peso alguno que los personajes insisten en llevar consigo con abandono, sin verdadera convicción ni esperanza. El hombre deambula por la selva sin motivo a la vista y regresa puntualmente a su habitación solitaria. No puede partir, no sabe hacerlo; o no quiere. Más tarde, en una escena sorprendente, la mujer se arregla frente al espejo y se dirige al cuarto del hombre con el fantasma de una sonrisa en la cara. El director toma nota de la evolución de los actores en el plano para enseguida diluir la escena en una elipisis que, justo antes del corte, se insinúa bañada por una luz melancólica. Pécora hace un policial sostenido en la espera y la incertidumbre, no solo acerca de qué va a pasar en la siguiente escena sino, sobre todo, de qué es lo que estamos viendo. Las cabezas cortadas de animales que el protagonista observa en la orilla con la marea baja constituyen un motivo visual que se agrega al conjunto imbuido de una carga ominosa. Pero la película no opera nunca mediante una sumatoria de partes que se enhebran para construir de manera sumaria el drama. Pécora decide desdeñar todo suspenso, así como rechaza también toda superstición relacionada con la idea de reservarle al espectador un lugar de privilegio para que “comprenda” la película siguiendo las pistas esperables que hacen de un exponente de género que se precie un objeto tan confortable. Marea baja, por el contrario, se balancea en el vacío, del mismo modo que sus personajes no saben a ciencia cierta dónde están parados, y si un abismo no se les abrirá bajo los pies de un momento a otro. Lo notable es que cuando ese momento llega nada nos ha preparado para ello: cuando después de un tiroteo un personaje se arrastra herido hacia la orilla del río, caemos de pronto en la cuenta de que nunca se nos hubiera ocurrido que en una película como esta un cuerpo podía morir tan delicadamente y exhibir, al mismo tiempo, una contundencia física semejante. Como esos cráneos desamparados que descansan cuando se retiran las aguas del río, hay todo el tiempo en Marea baja un intercambio sutil entre el carácter misterioso del sueño y el estatuto conmovedor de la materia, que habita los planos con el halo de una resignación dolorosa, como si se viera obligada a pagar alguna clase de tributo por su naturaleza prosaica. En esta película no hay “restos diurnos”, fragmentos de la vigilia que van a flotar al mundo de los sueños, sino criaturas que parecen haber emergido de ese mundo y ya no pueden hacer el camino de vuelta. Los planos de Marea baja parecen en realidad contener un desfile de almas perdidas.