Los cuentos de Anderson Wes Anderson parece vivir dentro de una caja de música. Eso lo sabemos desde hace rato, más o menos desde que decidió convertir la melancolía en estilo y la geometría en aspiración máxima, desvarío o mera ilusión. ¿Qué es lo que dice este dandy, este hombre fuera de época desde el interior de la caja? Que a lo mejor, la desesperanza solo puede paliarse parcialmente simulando una suficiencia que no se posee, esbozando frente al mundo una sonrisa en la que no se cree del todo. Algo así como el eco de una potencia lejana, el resplandor de una estrella distante, muerta y enterrada hace rato, como si todavía gozara de la fuerza necesaria para guiarnos entre los restos de un paisaje destrozado y lleno de peligros. Acaso una porción importante del encanto distinguido de las películas de Anderson parte de la añoranza por el brillo vital y alguna forma de bienestar y de plenitud pertenecientes una época que jamás ha existido. Pero no se trata solo de eso. El Gran Hotel Budapest tiene como protagonistas a Gustave H (Ralph Fiennes), un estrafalario seductor de mujeres mayores, a las que insiste en cortejar con la mayor dedicación para poder eventualmente heredar, y a su lugarteniente, un chico sin patria, exiliado de una Europa convulsionada de entreguerras, llamado Zero (Tony Revolori). La pareja trae a la mente con mucha más fuerza y decisión a aquella que conformaban Tenenbaum y su servidor indio en Los Excéntricos Tenenbaum. Allí se contaba la historia de una familia y de una ciudad hundidas en la decadencia, a la que los colores apagados, sutilmente fuera del tiempo, prestaban la apariencia de una resistencia señorial, a la vez que se encargaban de señalar el aspecto fatalmente cómico del esfuerzo empleado en vano para rescatar del pozo algo que ya no existe más. Aquí el que cuenta la historia es el botones Zero, que asiste deslumbrado a todo ese espectáculo ciertamente decadentista surgido del Hotel Budapest donde trabaja, y en el que el galán estafador oficia de estravagante conserje. Como ocurre siempre con el cine de Anderson, la película es un poco chillona, desbordante de torsiones, de manierismo, de veloces trucos de prestidigitador, de rasgos sacados de un manual triste de perdedores a una escala casi imposible. También una vez más, la película se muestra rematadamente autoconsciente y con una autoridad a la hora de disponer todos los elementos con los que juega que puede por cierto resultar apabullante. Lo curioso es que hay de todos modos algo conmovedor que recorre la filmografía de este director esteta y que se ve de nuevo aquí, como una marca de fábrica de Anderson: se trata de una suerte de acuerdo entre las formas rígidas que parecen guiar sus encuadres y la vibración insospechada –es decir, poética– que surge en algunos planos y respira amablemente a centímetros del espectador. Como por ejemplo, cuando Zero le cuenta a Gustave acerca de la chica de la que está enamorado, y vemos entonces un insert del rostro de ella sobre un fondo que estalla súbitamente de colores psicodélicos. Ese plano de la cara de la chica probablemente no dure más de dos segundos, pero resume en forma brillante la capacidad del director para ofrecer lo que se podría llamar una emotividad no consensuada, una especie de burbuja, que aparece de repente y aparentemente sin que venga a cuento, para deshacerse delante de nuestros ojos antes de que podamos atraparla y endulzarnos lo suficiente con ella. Como todo cineasta que no pretende ser un narrador consumado, Anderson está más preocupado por los detalles mínimos de sus películas, puesto que su universo no cobra vida verdadera a partir de la hilación completa entre escena y escena sino de lo que anida en el fondo de cada una de ellas, esa cosa irrepetible que se ajusta a la lógica simétrica que une plano y figura, pero que habita en realidad en el medio como un fantasma, destinado siempre a surgir de repente, con el compromiso de romper la frialdad del conjunto mediante sutiles cuotas de emoción y de verdad inesperadas. En el fondo, con su cuento cómico de pícaros perdidos en el centro de una civilización arrasada que espera todavía el último golpe de barbarie –en la película son más o menos claras las alusiones al ascenso del nazismo–, El Gran Hotel Budapest funciona por momentos como una suerte de oda a los pequeños gestos majestuosos ( el de Gustave, por ejemplo, que echa de menos su colonia preferida cuando acaba de escapar sucio y harapiento de la cárcel), aquellos capaces de sostener la esperanza de que en el medio del desastre se puede salvar aunque sea la ilusión de una vida mejor. Anderson se ha transformado en algo así como un experto en encontrar cosas inhallables que se vuelven imprescindibles cuando las tenemos de pronto delante nuestro, restos que su personajes se ven obligados a velar porque en ello les va la dignidad y a menudo la vida. Si escarbamos un poco detrás del aspecto severo de las simetrías de sus planos y de la planificación maniática de la mayoría de las escenas que componen sus películas, veríamos tal vez el mecanismo de esos objetos viejos y olvidados como cajitas de música, el corazón secreto que late detrás de la máquina. Anderson solo parece esperar que podamos oír esa música leve y un poco tristona, puesto que el cine se inventó, quizá, para tomar nota de aquello que ha desaparecido o está a punto de hacerlo.
Padre e hijo Quizá sea hora de decir que Celina Murga se ha convertido, muy rápidamente, en una especialista en relaciones: ese modo frágil de convivencia que comparten sus personajes, que atraviesa de ida y vuelta el paisaje humano y que parece temblar en la superficie del plano, como un interrogante capaz de conservar, si es necesario por la fuerza, el carácter distintivo de aquello a lo que arribamos siempre con un poco de retraso como para poder observar de frente y bajo una luz plena. Puesto que Murga filma prácticamente lo mismo en cada película –la pregunta de su cine podría ser la pregunta acerca de qué grado nuevo de precisión, de verdad emocional y de calidez se pueden conseguir extraer de un tema único–, su estilo quirúrgico de acupunturista, de descubrir el punto exacto donde habrá de fijarse la cámara, se vuelve también el meollo ineludible de La tercera orilla. Su cuarta película –segunda bajo el padrinazgo de Martin Scorsese, ese plato preferido del periodismo criollo que busca y reclama el “toque Marty” como un signo inequívoco de legitimación– presenta dos familias unidas por el mismo hombre, un médico y hacendado módico de una ciudad de provincia, que en una práctica aparentemente no tan rara ha formado una familia nueva sin abandonar ni renunciar a la vieja. El personaje es un pater familias por partida doble, entonces, una especie de rey en sus propios términos. La antigua mujer, que también es una de las dos actuales –en un gesto de simultaneidad que la película establece con un aguijón de ironía cuya desesperanza esencial se ve aplazada por el cuidado casi amoroso con el que Murga dibuja siempre sus mundos– se acostumbra a ver partir al hombre hacia su otro hogar y llora después en silencio de espaldas a sus hijos. Sin embargo, el foco principal de atención de la película es otro: Nicolás, el hijo mayor de la primera familia, un adolescente retraído cuyo rostro es lo primero y lo último que aparece en plano en La tercera orilla. En las películas de Murga suele ocurrir que los personajes llegan tal vez demasiado tarde o demasiado temprano. En Ana y los otros, Ana regresa a su Paraná natal después de una década; las formas del cortejo y de las relaciones amorosas provincianas se le han vuelto ajenas, una incógnita que se ve obligada a escudriñar en los gestos, en los rostros de los hombres que se le acercan y en los pliegues de los diálogos captados al azar, mientras se dedica a rastrear el nombre de un viejo amor de su adolescencia. En el giro más sorprendente de la película, Ana toma un auto prestado y sale en busca del sujeto en cuestión llevando un niño a modo de lazarillo. Todo hace suponer que todavía está a tiempo. Pero el largo plano del final tiene una carga de incertidumbre que se queda clavada en el ánimo del espectador. En Una semana solos , la pequeña Sofi debe empezar a ver las cosas por primera vez, a constituirse en individuo, siempre suavemente –Murga es probablemente la directora más afectuosa y delicada a la hora de acompañar el trayecto de sus criaturas, la única capaz de velar por ellos de una manera tan precisa sin abandonar nunca la distancia justa–, ensayando poses de diva frente al espejo y enfrentando luego a un público improvisado desde arriba de un escenario. En cambio en La tercera orilla parece representarse el momento justo del protagonista, su “aquí y ahora” más brutal. Nico no añora un tiempo perdido en la memoria, ni es capaz de avizorar un tiempo futuro, y eso es en parte lo que hace que la película por momentos se vuelva tan angustiante. Nico no sabe quién es, pero intuye quien no quiere ser. Y sobre todo, sabe donde no quiere estar: hay todo un trabajo muy minucioso de Murga a la hora de comunicarle al espectador el sentimiento de incomodidad del personaje, que básicamente no puede compartir sin una cuota de malestar el mismo espacio, ni siquiera el espacio físico, con el padre. Es impresionante el modo en que Nico se descubre imponiéndole a su hermanastro una conducta a seguir: quiere convertirlo en “un hombre” que no se deje martirizar por sus compañeros de curso, así como en una escena el padre lo lleva a él al prostíbulo. Los dos fallan, claro. El más chico en defenderse de sus ocasionales torturadores y Nico en hacer su papel de cliente bien dispuesto delante de una prostituta. Es muy emocionante advertir cómo sin decir una palabra el chico se resiste todo el tiempo a ser una sombra, un muñeco teledirigido por el amor avasallante, casi despótico que emana la figura del padre. Sus rebeliones son como parpadeos, breves iluminaciones en el interior de cada escena que la directora dispone prácticamente desde el minuto uno de película. En ese sentido, Murga parece haber llegado a un punto tal de depuración de su arte para los acontecimientos minúsculos que el gesto final del personaje –aunque siempre mediado por la elegancia que la caracteriza– parece en comparación un poco aparatoso. Lo cierto es que si la película se resumiera en el mero enigma acerca de qué actitud tomará el chico con aquello que parece estarle destinado, tendríamos derecho a una sensación un poco insatisfactoria, como si Murga supiera todo de antemano y solo se dedicara a jugar al gato y el ratón con el espectador, distribuyendo la tensión subterránea del relato y dilatando astutamente el momento en el que su personaje claudica o encuentra por fin una forma de liberación. Pero la directora no hace nada de eso. A esta altura es ocioso decir que Murga no inventa nada, no tiene trucos ni artimañas de ninguna clase que ofrecer. Su cine es mucho menos un mecanismo aceitado por donde se expide el relato que un ente orgánico, cuya justificación última inunda sutilmente al espectador de una escena a otra. Para Murga siempre cuenta el estilo. Ese modo intransferible de enhebrar imágenes, ideas, sentimientos, retazos de un mundo al que el cine que importa solo accede bajo la cláusula de quedarse fatalmente un poco más acá, como Nico espiando a su padre atrás de una puerta. Murga, por su parte, nos lleva de la mano gentilmente y comparte con nosotros su emoción pero también su pudor, al abrigo de todo cálculo y golpe de efecto, como si se tratara de un tesoro. Una vez más, sus ojos son también los nuestros.
Las chicas solo quieren divertirse Uno está tentado de decir que hay aquí una película pálida, una cosa minúscula, ciertamente una nimiedad. Una película que es como un programa de televisión, volátil, a veces un poco engorrosa, que cae en la trampa de su propio palabrerío y que, de a ratos, tiende incluso a excusarse a sí misma de no ser más que una especie de vacío sin fondo, donde la letra de un libro nacido para ser best-seller (faltaba más) va a inscribirse, casi como una pirueta inevitable. La gracia de todo el asunto es que dentro de la película asoma una historia de chicas: la rubia es una suerte de vampiro, una princesa de una casta extraña a la que hay que cuidar y que se disputa una “tribu” enemiga. La chica morocha, su mejor amiga, tiene poderes sobrenaturales y asiste por la fuerza a la academia del título, institución centenaria en la que, mientras se instruye sobre las materias propias de su condición y se prepara para sobrevivir junto a otros jóvenes congéneres que participan de su misma naturaleza, aprovecha para encandilarse soñadoramente con su entrenador, un guardaspaldas adusto y taciturno que prácticamente la dobla en edad. Academia de vampiros podría ser un destilado de Harry Potter y de Crepúsculo aderezado de a ratos, no siempre orgánicamente, con algo de slapstick y de comedia de enredos. Lamentablemente, estas dos últimas líneas no llegan nunca a hacerse visibles del todo, porque es evidente que los responsables de la película están mucho más interesados en explotar el filón que se les ofrece al mimetizarse en la estela de la saga de vampiros hormonales de la señora Stephanie Meyer. Si embargo –hay verdades que no son del todo concluyentes– por momentos la película nos dice como en susurros que no estamos ante un espectáculo completamente desestimable. Hay que oír los diálogos que la película dispone con precisión y suficiencia en cada escena, disparados como fuegos artificiales en los duelos verbales en los que se embarcan los personajes, siempre midiéndose y retándose unos a otros, con el brillo de una elegancia isabelina que viene a contrastar cómicamente con las figuras de esas chicas que parecen salidas de algún show tipo America´s Next Top Model. O verlas si no asistir a una fiesta, mediante una bella entrada en ralenti llena de color, que sugiere el tono de síntesis emocional que el director Mark Waters parece querer colar sutilmente, casi como un esbozo de marca autoral, en la uniformidad un poco desoladora del conjunto. Así las cosas, no es difícil advertir que la estrategia del espectador feliz debería ser la de dedicarse, perversamente, a desestimar todo clímax, toda vuelta de tuerca de la trama –¿a quién le importa, en realidad, quién cambia de signo en esta historia, quién parece bueno y al final no lo es?– , pero también todo posible happy ending o final abierto (ese signo de interrogación que las franquicias de su clase dejan flotando en el último plano), y concentrarse, en cambio, en los desvíos milimétricos, en las imprudencias, las breves oscilaciones que la película regala en cuenta gotas, como si fueran el testimonio de un orgulloso secreto.
La guerra de una mujer sola Mika, este documental inusual, empieza como un misterio. En los primeros minutos, después de alguna información de rigor, un plano se cierra sobre las aguas del Sena. Debajo del agua, o más bien esparcidos en las aguas, perdidos y recuperados líricamente para la película, yacen los restos de Mika, la protagonista. Mika es un verdadero enigma que nunca terminará de resolverse: una chica argentina de clase más o menos acomodada, que en los años veinte abraza la idea de la Revolución y recorre a partir de allí una parte importante de la historia sísmica del siglo. La palabra Revolución es intimidante, va con mayúscula porque encierra un ideario, una causa cósmica, un modo de vida y una poética que le es afín. La película reconstruye fragmentos de Mika a través de viejas entrevistas a la protagonista y, sobre todo, de pasajes de su libro Mi guerra de España leídos por la voz en off de la actriz Cristina Banegas. Mika conoce en esos años a un joven llamado Hipólito Etchebehere. Se casan, van primero al sur argentino, donde tienen que inventarse una manera de subsistir (ya que ambos son jóvenes y burgueses, poco acostumbrados a vivir del aire), se ponen a estudiar, fabrican prótesis dentales, juntan el dinero que pueden y parten a Europa. Primero van a Alemania, donde a principios de los años treinta, según consigna Mika en su relato, los militantes comunistas tenían fusiles y ametralladoras en sus habitaciones y estaban listos para tomar el poder por las armas de un momento a otro. Después, frente al ascenso del Nacionalsocialismo, parten a España, donde esperan poder ver realizado el ideal revolucionario pero son sorprendidos por la rebelión franquista. Mika es una historia constante de derrotas que se sortean con el ímpetu de una pasión cerril llamada militancia. Es curioso que casi no figure la palabra “obrero” en la prosa fluida y afiebrada del libro cuyos fragmentos lee Banegas, siempre con énfasis beligerante y soñador. El relato, en cambio, echa luz profusamente sobre la conformación de los grupos de milicianos a favor de la República, describe los movimientos de tropas, el clima de camaradería, el fervor patriótico, evalúa la calidad del armamento, recuerda el sonido de las canciones y el entusiasmo cincelado en los rostros a veces imberbes de los que marchan al frente. Es el relato de una guerrera convencida. Pero también, como contrapartida necesaria, ese relato se demora con especial dedicación en la descripción de su marido. Hipólito Etchebehere aparece en las palabras de la mujer lleno de luz, despidiendo de su rostro la fosforescencia de una gracia sobrenatural, un aura que encandila a quienes lo rodean y transforman de inmediato en un líder indiscutido a ese muchacho de salud siempre precaria, que había entrado a la militancia “como se entra en una secta religiosa”. La militancia es un credo, entonces, y quizá también una forma de locura sin clasificar. En tanto, las filmaciones de archivo que registran momentos de la guerra –gente que huye, familias que esperan un reparto de comida, soldados que arrastran cadáveres– operan casi como significantes puros y ponen, tal vez incluso a su pesar, un paréntesis liberador en el misticismo bélico que se desprende del texto y constituye la columna vertebral de la película. Un fragmento especialmente largo de Mika describe –siempre mediante la voz en off– el momento en que el grupo integrado por la protagonista es perseguido por las tropas que responden a Franco y debe refugiarse en una iglesia. Hipólito Etchebehere ha muerto unos días atrás –“la bala le partió el corazón, murió con una sonrisa en la cara” le indican quienes lo vieron caer, y uno se imagina enseguida una imagen beatífica, la mueca congelada de un mártir. Mika, esta extranjera, la única mujer, ha quedado al mando de un grupo de soldados cansados y a punto de morir de hambre. El caso es que pasan allí encerrados un tiempo que parece una eternidad. Les disparan con ametralladoras y obuses. Tienen pocas balas, no tienen comida ni medicinas. Entre los refugiados hay civiles, niños, mujeres embarazadas, viejos. Algunas mujeres empiezan a dar a luz y no hay con qué atenderlas. Las escenas que se describen parecen salidas de una novela alucinante sobre el desvarío de la guerra o un cuadro de Goya. Por momentos dan ganas de dejar la película e ir a buscar el libro, para leer sin intermediarios las páginas de esa mujer que asegura que estaba decidida a salir al aire de la noche para recibir los balazos de sus enemigos antes que quedarse a morir como un perro, bajo los techos y las columnas incrustadas de oro de la iglesia. Es poco probable que los directores hayan hecho a sabiendas el retrato fascinante de una persona que no parece estar del todo en sus cabales, cuyo interés genuino reside más en su carácter esencialmente indescifrable, a su manera poético (apto para el cine, justamente por ambas cosas) que en el de constituirse en presunto modelo de ciudadano comprometido con la suerte de sus semejantes. En realidad, todo en la película lleva a concluir que se trata de una adhesión absoluta al personaje a partir de un ideario revolucionario más bien confuso pero que se acepta de antemano sin replicar. No hay nada parecido a teoría política alguna en Mika; no se explica en qué consiste una revolución, cómo se hace para conseguirla ni de qué manera esto redundaría en una mejora en las condiciones de vida de los oprimidos. Para la película la Revolución es una cuestión de fe, algo que atañe solo a los conversos y cuyo supuesto se da por descontado en el espectador. La Revolución aquí es poesía de la guerra, es un montón de palabras arrebatadas, son destellos que iluminan por dentro a los personajes y les arden en la mirada. En tanto, casi por fuera de la película, persiste el misterio de esa mujer, al margen de su dimensión mítica aprovechable para la causa revolucionaria (sea lo que esto fuere). Acaso el mérito mayor de Mika es rozar los bordes fantasmales del personaje y traer de vuelta los retazos de su voz como si fueran ecos, una música perdida: esa clase de cosas esquivas que parecen ser la materia fundamental del cine.
Una historia en línea recta Es muy probable que Alexander Payne no haga nunca eso que, con no poca ampulosidad, se suele llamar obra maestra. Entre tanto están sus películas (movies), para las cuales nos preparamos en cada ocasión como si fuéramos a recibir a un pariente querido, o a un amigo que no nos molesta recibir con puntillosa regularidad. Esos trazos familiares, lógicamente, se mueven: hay una especie de dandysmo subterráneo en Payne, que hace películas como si buscara algo pero pareciera estar seguro, al mismo tiempo, de que no irá a encontrarlo jamás. Ese algo es el futuro, una vida nueva, una brisa humana, la posibilidad de recuperar un sueño que se creía perdido tras lo que corren sus personajes. Incluso puede ser una sensación de bienestar, esa clase de cosa inasible que se vuelve esquiva a causa de su propia naturaleza. Tal vez de ahí surge esa ironía melancólica que sus personajes llevan como una carga en sus espaldas o una falla congénita. Mejor dicho: el director tiene esa carga –ese signo– del que se desliza por los paisajes y escenarios con una incertidumbre cruel que se le ofrece al espectador en forma de fluctuación, de titubeo, y que los protagonistas de sus películas destilan como los restos infértiles de una implosión, una catástrofe interior a la que apenas atinan a poner en palabras. Nebraska nos trae los ecos del disco de Bruce Springsteen del mismo nombre para lanzar a los personajes a las rutas del interior profundo de los Estados Unidos. Un viejo tozudo (Bruce Dern) cree haber ganado un millón de dólares en una revista por suscripción. La primera imagen de la película lo encuentra caminando peligrosamente por el medio de una autopista. No se sabe si es la senilidad u otra clase de locura lo que lo lleva a creer que puede atravesar dos estados caminando para ir a reclamar su dinero a la dirección que figura en el folleto donde se lo designa presunto ganador del premio. En todo caso, en el cine de Payne suele estar primero la voluntad y después la acción compulsiva, esa pendiente hacia el derrumbe por la que ruedan inconscientes los personajes hasta que se dan cuenta de que ya no parece que vayan a tener oportunidad de dar vuelta atrás. El hijo menor del hombre (un oscuro vendedor de equipos de audio, abandonado por su mujer y con el aura maldita de un alcoholismo heredado latente en la sangre) decide cargarlo en el auto y llevarlo a destino, aunque está seguro de que el mentado premio no es nada más que un truco publicitario. El director aprovecha entonces para filmar carreteras, carteles de avisos plantados en el camino, cielos siempre nublados, sembradíos grises, tractores abandonados, paisajes desiertos que parecen salidos de un mundo paralelo en el que la vida diaria se reduce a esperar la muerte sentados en la galería con una lata de cerveza en la mano. Payne se revela en esos momentos como un maestro para hacer de la impresión de derrota un motivo visual, ciertamente no exento de belleza. El blanco y negro de las imágenes es deslumbrante, y el control sobre la emoción obligada de ese viaje insensato de padre e hijo es siempre pertinente y oportuno. La nobleza de Payne como cineasta elude con elegancia el golpe de efecto y nos hace avanzar con fluidez por los tramos de su historia de redescubrimiento de los lazos de familia en medio de esos paisajes mustios. Pero hay una pregunta inevitable: ¿Hacia dónde van en realidad los personajes de la película? ¿Hacia la gracia que brilla al final del camino mediante una purga concienzuda de las desavenencias del pasado? ¿Hacia la salvación por el reconocimiento, al fin, de los valores filiales y la puesta en valor de la historia personal en relación a la cuotas de felicidad a las que se puede aspirar? Pero quizá más importante todavía es interrogarse hacia dónde va el cine del director. La seguridad que exhibe Payne en la composición de cada imagen –de un preciosismo ausente hasta ahora en su filmografía– y en el carácter lineal de la estructura narrativa parece ir a contracorriente del credo que se adivinaba en algunas de sus mejores películas, ese modo casi aleatorio en el que los personajes solo pueden esperar verse a sí mismos cada vez más perdidos. La comicidad conmovedora del cine de Payne residía en parte en saber administrar el dolor y el desconcierto de los personajes, de manera que tuvieran siempre una contrapartida de dignidad en medio del descalabro. En Nebraska no hay un solo plano capaz de hacernos estremecer como el que cierra Las confesiones del Sr. Schmidt, ni una desesperación tan genuina y ridícula como la que embarga a George Clooney corriendo por una calle cuesta arriba en chancletas en Los descendientes. Es decir, esos momentos físicos que iluminaban sus películas, esos giros sorpresivos que rompían con una cierta dosis vulgaridad la unidad del relato. Payne se hizo adulto, tal vez menos sensible a las sorpresas y a los raptos de emoción, aunque estuviera teñida de comedia. También se volvió un poco previsible. Acaso su película más redonda resulta también una de las menos inspiradas.
El ojo del cine Hay películas documentales que se sirven como un plato de sobras frías. ¿Qué se hace con esas sobras? Se las observa como los restos venerables de un banquete que acaso no termina de interpelarnos, un paisaje que miramos como algo más o menos ajeno, por cierto no del todo apetecible; algo que fue y que dejó de ser. Su apariencia real actual, como un acto reflejo, se reviste ante nuestros ojos de una dignidad que no terminamos sin embargo de aceptar cabalmente. El documental, esa expresión sagrada: ¿cuánto hay de verdad ahí, en realidad? ¿Mucho más que en una ficción cualquiera de la factoría Pixar? ¿En serio? El ojo del tiburón no se dedica a invocar, como un abracadabra, el carácter presunto de una naturaleza verdadera que se acepta de antemano, como un acuerdo previo con el espectador o una garantía. Por lo menos no lo hace a la manera suplicante de un documental standard, que cambia la música extraña de una expresión genuina – siempre adelante, siempre por descubrirse – por una credibilidad burocrática, previamente establecida y legitimada por la marca “documental”. Ciertamente, el director no inventa la pólvora siguiendo a sus pescadores de un costa olvidada del Caribe nicaragüense en sus tareas diarias y en sus casas con el estilo de “mosca en la pared”, la actitud de estar en medio de lo filmado sin inmiscuirse, sin interferir ni violentar lo que se registra. Pero consigue momentos de una gracia notable observando esa vida que parece fluir a un ritmo olvidado, apenas resguardado de los avatares de la coyuntura política, y a la que el mundo moderno ingresa en cuentagotas, en forma de celulares o de algún videojuego con el que se pasan las horas muertas de la tarde. Los dos chicos protagonistas, que husmean en la selva, disparan con sus gomeras u observan el trabajo de los adultos, podrían a su manera estar habitando una franja sutil y precariamente melancólica de alguna película de “ingreso en la adultez”, ese territorio esquivo donde lo familiar se vuelve progresivamente extraño, como el peligro latente que se huele en un planeta recién descubierto. Una hermosa toma submarina que acompaña el chapuzón de los personajes refuerza la idea de hacer el recorte de la mirada de los chicos y tender un puente hacia la del espectador, que cae en la cuenta de que no observa desde afuera sino a su lado. El ojo del tiburón hace gala enseguida, casi como una declaración de principios, de una dignidad rara, forjada en el recorrido apacible de sus largas tomas fijas o de sus planos secuencia con cámara en mano, siempre pertinentes y precisos: la seguridad de la película, desplegada con una serenidad sin alardes ni florituras de ninguna especie, es acaso la de haber encontrado una zona de la experiencia del mundo a la que el cine debe acercarse con pleno derecho, más como una obligación que como una necesidad. Porque si no lo hace, esa experiencia puede perderse, desparecer y olvidarse.
Una película condenada a muerte se escapa Como todo el mundo sabe Jafar Panahi está preso en su país y a pesar de las muestras generalizadas de solidaridad con su causa no parece que su suerte se vaya a modificar en lo inmediato. Contra todo pronóstico, quizá estos datos acerca de su injusta situación personal conspiren para que esta extraordinaria película que es Esto no es un film a Film haya sido percibida como un objeto acaso demasiado serio, cuya importancia real descansa no en sus valores cinematográficos intrínsecos sino en la coyuntura biográfica de su director. En realidad, resulta que Esto no es un film es cualquier cosa menos solemne, quejosa o pesimista. La película se dedica más bien a hacer un breve pero contundente diagrama del cine actual y a devolver de un golpe y con el mismo impulso la figura del autor al centro de la escena: Panahi demuestra que el guión puede ser nada más que literatura. Y que el cine que importa se sostiene siempre a pulso, en la cámara y en la vitalidad misteriosa y muchas veces inasible de eso que se agita delante, lo que descubre el ojo y registra el cineasta. La iguana que el director tiene de mascota, que se le sube encima para espiar por la ventana qué es lo que pasa afuera mientras este habla por teléfono con su abogada parece una señal furtiva: cuando Panahi toma finalmente la cámara y sale a la calle asistimos a uno de los finales más hermosos que se hayan filmado. El futuro de las películas es siempre incierto y allí radica su fuerza principal. Ese final tiembla, porque el cine tiembla.
Branagh se pierde Siempre hay un momento en el que una película puede echarse a perder. Kenneth Branagh lo sabe (¿lo sabe realmente? Dado lo largo de su trayectoria, debería. Pero hay personas que son incorregibles). Sea como fuere, Código sombra: Jack Ryan tenía pasta para ir hacia algún lado, usando con un poco de gracia al personaje de Tom Clancy y el trauma del 11/9: trazar un rumbo primero, insinuar un horizonte, e ir hacia allí después, como un buen producto de Hollywood que se precie de tal, y todos contentos. Pero no ocurre eso: Branagh quiere, mediante el uso de algunos planos particularmente inútiles, mostrarnos algo. Hacer cine, debe ser su consigna. Y hacer cine, en el buen entender de Branagh, es desviar con breves golpes de efecto una historia sencilla, distraernos del espectáculo de acción que trabajosamente lleva a cabo, con un par de tomas contrapicadas, por ejemplo, que cortan el crescendo de la película e instalan algo: el deseo, otra vez, del cine. Hacer como que se hace una cosa para sugerir que se está haciendo otra. Código sombra: Jack Ryan está en las manos equivocadas, eso parece evidente. Hay que decirlo de una vez: Branagh no se encuentra del todo a gusto en ningún momento. Su desempeño como actor no resulta tan mal, incluso parece que se divirtiera haciendo a ese ruso curtido, con la cirrosis asomándole en la piel y la muerte en la sombra, hablando a su lado, como si le cuidara la espalda. Pero Código sombra: Jack Ryan debería ser una película de acciones trepidantes, de emoción física; un panfleto que marchara a toda velocidad sobre la “seguridad nacional”, el sacrificio patriótico y otras supersticiones, que se dirigiera al centro del corazón del espectador: se combate la violencia con violencia, del mismo modo que los hombres de buena voluntad tienen derecho a pelear por un mundo más justo para todos, aunque el precio a menudo parezca demasiado alto. Esta película, que Branagh dirige con escasa soltura, incluso con un engorro palpable, acaso como una suerte de expiación tardía por sus bodrios shakespeareanos, no es un vehículo para la emoción de ningún tipo, pero tampoco para la ideología, aunque sea crasa. Branagh está muy solo acá, a merced de una maquinaría que lo excede, sin saber qué hacer excepto conducir de a ratos a los actores. Está verdaderamente solo con su máscara inglesa imperturbable (¡no envejece nunca ese hombre!), dirigiendo a su chica inglesa (Keira Knightley, atlética y un poco perdida, a veces con cara de enamorada como marca el guión) y al esforzado Chris Pine, mientras desperdicia una escena de acción tras otra; desperdicia a Kevin Costner, además, y suelta algunas frases en ruso (presumiblemente con buen acento) mientras mira a sus enemigos, para que un resto de maldad se escape también de sus ojos, de la manera en que los malos viejos esculpen con astucia el miedo en el otro, como si se tratara de una enfermedad contagiosa. Pero no alcanza: la película llega demasiado tarde para contarnos una nada, el vacío que deja el terror a través de los años en la piel de los sobrevivientes. Torpe hasta lo indecible, bastante solemne, sin un gramo de elementos autoparódicos que alcancen a redimirla ni siquiera en forma parcial, Código sombra: Jack Ryan no convence nunca porque no cree lo suficiente en sí misma. El cine de género siempre es un asunto de fe.
El hombre de la Bolsa El lobo de Wall Street marca el regreso de los buenos muchachos de Scorsese. Una nueva historia de ascenso, caída y redención parcial, contada por uno de sus integrantes, solo que en el ámbito de la especulación bursátil en vez del de la mafia. Por lo demás, se incrementa el consumo de drogas, el sexo como performance y la ética del self-made man. ¿Qué es lo que más temen estos muchachos de la película, aquello de lo que huyen como de la peste? La calle, el lugar por donde circulan los hombres y mujeres mediocres, que tienen trabajos rutinarios, no siempre bien remunerados, familias comunes y peinados que delatan que están inmersos en los usos y costumbres de su época (como la mujer de Belfort, el protagonista; peluquera de profesión, por otro lado, a la que cuando puede cambia por una rubia despampanante). Jordan Belfort quiere ascender: empieza de abajo, como un pinche cualquiera, pero tiene la suerte de encajar bajo el ala protectora de un tipo curtido de Wall Street (Matthew McConaughey, en una lograda imitación de Christopher Walken con toneladas de botox: su aparición en la película es tan ridícula y tirada de los pelos como innecesaria); por lo que empieza a desarrollar lo que se podría llamar un don: el don de jugar con las expectativas de los otros. Por motivos que lo exceden, Belfort se queda sin trabajo justo cuando empezaba a entender de qué iba la cosa. Pero no se amilana: sabe que “tiene algo”. Comienza de nuevo, a escalar y a probarse frente a los demás. No tiene nada salvo su ambición, y una habilidad, algo intangible pero que puede hacer que las cosas se materialicen. Se dedica de inmediato a reclutar gente de donde sea: cretinos desesperados, animales que giran en la rueda día tras día, casos perdidos. Belfort les da un sentido a sus vidas, los adoctrina, les dice que pueden llegar donde se lo propongan, que no hay reglas, que nada los puede detener. Esta pandilla salvaje de corredores de bolsa toma drogas en cantidades industriales (se advertirá que el título poco refinado de esta nota contiene dos y hasta tres significados), es brutal, despiadada, no tiene frenos ni remordimientos. Scorsese describe sus correrías con dedicación y marcado deleite. Sus personajes no tienen el menor matiz ni relieve. Son hombres que se hacen fuertes por pura voluntad. Los demás son débiles, son los que no se atreven a dar un paso adelante y cambiar de vida. Belfort lo dice con todas las letras en una de sus arengas dirigida a sus empleados y socios. La chica que acepta que la rapen a cero delante de todos a cambio de diez mil dólares representa la manera en la que el director le pasa la posta al espectador para que vea al prójimo como lo ven sus buenos muchachos. Belfort anuncia lo que va a ocurrir y hay una algarabía general. Pero cuando efectivamente la máquina de afeitar le empieza a pasar por la cabeza ya nadie la mira, excepto el espectador, que puede captar el momento en que la expresión de la mujer se descompone progresivamente en medio del griterío. No hay necesidad de que ninguno de los personajes que conforman la escena mire nada, ahí, ya que el espectador lo hace por ellos y verifica que la humillación se lleve a cabo en toda regla. La escena resulta de una liviandad pasmosa, y queda igualada a otra que le sigue inmediatamente, en la que Jonah Hill se traga un pescadito de colores para desacreditar a un ordenanza que se preocupa por una pecera mientras los demás están en plena joda. Scorsese no se interesa por las consecuencias morales de momentos como esos, sino por el efecto más bien grotesco que de ellos se deriva, que viene a agregar a los trucos adocenados del director –sus imágenes detenidas, sus tomas subjetivas imposibles, su narración no lineal, su musicalización al tuntún– una gimnasia de estudiantina con aires de transgresión para seguidores de ¿Qué pasó ayer? tan obstinados como para soportar una versión de tres horas de duración. En La edad de la inocencia, el director aparecía fugazmente en el papel de un fotógrafo que retrataba a las familias adineradas. En Pandillas de Nueva York, cuando una turba entraba rompiendo todo en una mansión, el propio Scorsese hacía de dueño de casa espantado ante la aparición del populacho. La relación errática del director respecto del poder es su marca de agua, parte del oportunismo ideológico que suele atravesar su cine y que los incautos confunden alegremente con ambigüedad y lucidez. El lobo de Wall Street es la película de alguien fascinado por el poder del dinero para elevar a los hombres por encima de sus semejantes, para convertirlos en superhombres. Cuando uno de los personajes grita “Jodete, Estados Unidos”, lo que postula es el orgullo de no estar sujeto ninguna ley –el grupo de brokers está siendo investigado por el FBI– , cuyo supuesto republicano esencial es igualador y constituye un freno a los desmanes de los poderosos que se ejerce sobre los menos favorecidos. En esta comedia abrumadora, Belfort y los suyos no necesitan justicia sino que los dejen seguir siendo demonios, es decir, autores antojadizos de sus propias normas. Scorsese es considerado un director de las calles pero El lobo de Wall Street parece constituir una inversión del espíritu de sus películas más celebradas. En una escena en la que el protagonista y su principal protegido (Jonah Hill) están fumando crack, Scorsese encuadra a los actores a la izquierda del plano mientras se ve a la derecha una escalera que baja hacia la calle (con una bombita roja solitaria que cuelga del techo), que replica en sentido contrario por lo menos dos escenas de Taxi Driver: una, cuando su protagonista, Travis Brickle, entra a un edificio a rescatar a la pequeña prostituta encarnada por Jodie Foster; otra, cuando habla por teléfono con el personaje de Sybil Shepherd y mira repetidas veces hacia la salida que da a la vereda. Travis Brickle pertenece a la calle, y se siente ahogado e indefenso puertas adentro. No busca el poder sino que lo desprecia; es un resentido que no posee nada pero no quiere nada tampoco. Su repugnancia moral ante lo que lo rodea es cósmica. Su impotencia para relacionarse con el prójimo se traduce en violencia y desesperanza. Sus heridas son de tipo afectivo y sentimental: es un inadaptado sin escapatoria a la vista. Taxi Driver es una película sobre las calles; Mean Streets también. Pero en El lobo de Wall Street no hay escenas en la calle, como no sea para mostrar lo apretujada que viaja la pobre gente que toma el colectivo: los brokers son criaturas indoors, están siempre en mansiones, en yates, en aviones, en torres de oficinas, en cualquier lado que no sea donde circulan las personas comunes, los que no se atrevieron a soñar, es decir, el blanco preferido del desprecio de Belfort y su pandilla. El director observa con evidente delectación el catálogo de tropelías de sus personajes. Sin embargo, hay algo sórdido que inhibe definitivamente el pretendido tono liberador de sus imágenes: la falta de una alegría genuina, de una auténtica instancia en la que la brutalidad y la falta de escrúpulos se vuelva de verdad una vía de escape viable. Por momentos parece como si el director jugara al demiurgo que mira reír a sus criaturas con una cuota importante de reserva, dispuesto a sancionarlos en cualquier momento, tal vez lleno de aprehensión o incluso de ira. En El lobo de Wall Street no hay una pizca de felicidad verdadera, de libertad o de misterio. La práctica del sexo, el consumo de drogas o el desparramo de billetes verdes son acciones que lucen siempre mecánicas, que no parecen contar del todo con la voluntad de los participantes: son una compulsión, una serie interminable de movimientos espasmódicos que por momentos parecen de desesperación. En El lobo de Wall Street coger equivale a someter, como se ejemplifica en la escena en la que Belfort consigue doblegar la voluntad de un cliente reticente. La cocaína, por otro lado, se consume en función de su capacidad para incrementar la productividad. De este modo los personajes están atrapados entre dos fuegos. No quieren tener la vida de los otros, que viajan en el transporte público o en autos insignificantes y se atienen a lo que prescriben las leyes, pero la vez están entrampados, acaso sin saberlo, en el maremoto de su propia voracidad, que los deja siempre insatisfechos, disconformes y a menudo al borde de la muerte a causa de sus excesos. Con esta mirada doble de moralista encandilado, que oscila en forma constante entre la admiración y la envidia, Scorsese hace una película de consenso. Un espectáculo rutinario donde se erige al poder del dinero como motivo de veneración y al matonismo como fuente de gozo pero que no termina nunca de asumir el escándalo último de sus elecciones. En muchos pasajes la película parece una comedia, y probablemente lo sea. En cualquier caso, yo no me reí.
Lo primero no es la familia En el cine de Maximiliano Pelosi hay un deseo: el deseo de la interrogación. Sus películas son preguntas, del mismo modo que son espejos, o frontones que devuelven la pelota, insistentemente, cuando se echa a rodar el impulso que parece latir debajo de cada fotograma: salir, mirar, vivir, preguntar; ver qué clase de imagen devuelve el espejo. En Otro entre otros la “cuestión gay” incluía fragmentos, dislocaciones, subdivisiones. La pregunta era por la pertenencia. Estar o no estar, ser siempre “otro”. Gay, judío, descastado, desclasado, desastrado, metido hasta el cuello en el closet. Otro dentro de otros, círculos dentro de círculos, divisiones al infinito. Ahora, en Una familia gay, Pelosi se juega todo: es uno para lo otros. Un hombre que hace preguntas. Pelosi no pretende inventar nada, pero su presencia delante de cámara, discreta y contundente a la vez, se encarga de establecer el tono de gracia y generosidad que, dicho rápidamente, constituye la marca esencial de esta etapa de su cine. En el marco de la vigencia de la Ley de matrimonio igualitario, la película se hace la pregunta acerca de si una familia en su forma legitimada por los usos burgueses es necesaria, o si acaso es deseable. Delante del cura de su iglesia de toda la vida, Pelosi se informa de una cláusula que le resulta particularmente intrigante del precepto del matrimonio: la fidelidad. El director no sabe si así vale la pena. En una escena muy graciosa y bien lograda, Pelosi y su novio buscan un chongo en internet para hacer un trío; más adelante, se concreta el encuentro y la película adquiere un aire fassbinderiano teñido de una ligereza de comedia de enredos. En Una familia gay la planificación, la búsqueda de una tesis, cede el lugar a una especie de azar, un ir y venir en el que el propio director –campera de cuero y bufanda, siempre es invierno en la película– sale a la calle (mirar y filmar son la misma cosa) con un dandysmo casi sin esperanzas, pero tampoco sin una pizca de amargura: lo más probable es que no se case; no se quiere casar. Sus hermanas le dicen que se case. Después que si no lo pensó tanto entonces mejor no. La familia gay, podría decir la película, no existe porque una ley lo permita. Incluso parece ser algo que ya estaba antes, la condición natural de una lucha por la felicidad cuyas cuentas no se saldan con tanta sencillez. Una familia gay es un documento de esa lucha denodada; o un documental actuado, reformulado delante de cámara. Los planos cerrados de la fiesta de casamiento de una pareja gay amiga del director tienen una rara fuerza cinematográfica, al dedicarse con fruición a destacar las caras de los protagonistas y dejar, sobre todo, que esas caras hablen: son momentos como esos que señalan la creación de familias de hecho en la película, organizaciones que no se hallan sancionadas por la existencia de una ley que las legitime sino por el deseo y la necesidad: una cuestión vieja como el mundo. En la observación desapasionada de ese fenómeno, Pelosi encuentra la convicción y el carácter distintivo de su película. Filmar lo propio –el entorno, las pulsiones, la insatisfacción, la incertidumbre– cruzando la línea de un lado al otro, como un extranjero que ha perdido los papeles. La película no tiene respuestas y permanece siempre fiel a su primer reflejo: hacer preguntas siempre, incluso en el clima de optimismo que parece imponerse en torno a la cuestión en la Argentina de hoy, ya que esas respuestas nunca parecen alcanzar. En algún punto, da toda la impresión de que con esta segunda película Pelosi retrocediera, incluso venturosamente, hasta ubicarse antes de su película anterior y empezara de nuevo. Se trata, ahora, de poner el cuerpo y preguntarse todo como por primera vez. De pronto, vemos que el director no tiene en verdad un proyecto, no tiene una hipótesis ni puede esperar, tampoco, que el cine le proporcione alguna. Con toda su amabilidad, sus arrebatos de comicidad punzante, incluso con ese tono desapegado con que el director atraviesa los planos de la película, queda claro que Una famila gay no pretende tener la última palabra sino que aspira a una instancia acaso superior: habitar el mundo en estado de duda.