Los inmigrantes senegaleses deambulan por las calles de varias ciudades argentinas, la mayoría de ellos como vendedores ambulantes. Suelen pasar bastante inadvertidos, salvo para los sectores más reaccionarios (y racistas) de la sociedad, para la policía (que suele echarlos y/o detenerlos y/o decomisarles su mercadería) y para unos cuantos cineastas, que han fijado su interés y su cámara en ellos. Hace casi cuatro años se conoció Estoy acá (Mangui Fi), valioso documental de Juan Manuel Bramuglia y Esteban Tabacznik que describía las historias de vida y la amistad entre dos senegaleses radicados en Buenos Aires, y ahora es el turno de este trabajo de Andrés Guerberoff, quien reconstruye la historia y explora el día a día de Mountakha, un hombre que supo ser camionero en Dakar (donde quedó su familia) y hoy se dedica a la venta callejera (aunque sueña con manejar también en Argentina y, por qué no, dedicarse a la actuación). En ese sentido, una charla con un amigo sobre la experiencia de haber filmado Zama, de Lucrecia Martel, en Salta, y el mundo de los castings para comerciales y películas resulta realmente hilarante. Cine dentro del cine. Pero no todo son alegrías y proyectos, por supuesto, para este hombre que ha pasado por Córdoba, se instala en Buenos Aires e irá hacia Las Grutas, aunque su intermitente y sufrida conexión con Dakar también es parte del asunto. Los reclamos constantes de su esposa, su sentimiento de culpa, su trabajo en estaciones de trenes como la de Retiro, su obsesión por el dinero, su profunda religiosidad, la dinámica muy particular de la comunidad senegalesa y su interacción -a veces secreta- con los argentinos... Borom Taxi, con su espíritu observacional, su cámara nunca intrusiva pero no por eso aséptica, tiene múltiples facetas y matices para explorar en su apenas una hora de duración y el resultado es por momentos entrañable, en otros emotivo y en varios pasajes, triste hasta lo desgarrador.
Apenas medio año después del estreno de Venom: Carnage liberado y a tres meses del arrasador éxito de Spiderman: Sin camino a casa, Sony y Marvel siguen alimentando la franquicia con un nuevo spinoff dedicado en este caso a otro de los antagonistas de El Hombre Araña, que ahora alcanza el estatus de personaje protagónico. Si la primera parte de esta película del director de Protegiendo al enemigo, Crímenes ocultos y Life: Vida inteligente no es particularmente brillante al menos nos permite conocer los orígenes del personaje. Michael Morbius y Milo son dos niños que comparten una extraña enfermedad genética que los mantiene prácticamente postrados. Más allá de sus dificultades para caminar, Morbius tiene atributos dignos de un genio que con el tiempo lo convertirán en una eminencia en el campo de las investigaciones sobre la sangre. Tan eminente que este bioquímico ganará incluso el premio Nobel aunque terminará desairando a los suecos y rechazando la distinción. Lo que realmente obsesiona al doctor Morbius es encontrar la cura a su dolencia (y la de su amigo Milo, que ya de adulto se ha convertido en millonario y es interpretado por Matt Smith). Y la encuentra combinando su ADN con el de los murciélagos para convertirse en poderoso vampiro, pero dependiente cada 6 horas (luego cada 4) de ingerir sangre humana. Las consecuencias, por supuesto, serán inmanejables. Sí, Morbius tiene muchos puntos de contacto con Drácula, Batman, Crepúsculo y la larga saga de películas sobre murciélagos y vampiros, pero el film nunca alcanza a convencer dentro de los cánones del terror, de la estética de cómic ni de la épica romántica (la colega y objeto del deseo de Morbius es la Martine Bancroft de Adria Arjona). Tras la presentación del universo de la historia, los dos amigos se irán distanciando con la atractiva Martine primero y con el mentor Emil Nikols de Jared Harris después como terceros vértices de sendos triángulos dramáticos. Pura fórmula dominada para un creciente enfrentamiento y sostenida con un despliegue de efectos visuales que a esta altura no resultan demasiado convincentes ni espectaculares. Ni Venom ni Morbius cumplieron con las expectativas, pero ambas han logrado cautivar a un público lo suficientemente masivo como para que este multiverso se siga anabolizando. De hecho, las escenas que se intercalan durantes los créditos finales (con la aparición, por ejemplo, del Adrian Toomes de Michael Keaton) no hacen más que prometer nuevos spinoffs, crossover y todo aquello que haga que la máquina de producir (y recaudar) no se detenga jamás.
La película que vamos a ver a continuación ha nacido como muchas otras: con un apoderado empresario, con un megalómano no-necesariamente familiarizado con las artes cinematográficas, pero movido por el irrefrenable impulso de trascender. El hombre, elegantemente plantado en su amplio despacho, se acerca al ventanal y deja que su vista se pierda en el horizonte infinito que se atisba desde las alturas de una torre de cristal que, por supuesto, es de su propiedad. Ahí, en ese momento, surge la idea, y así prende la mecha: el mecenas, perdido en una visión inconcreta, es incapaz de establecer contacto visual con ese secretario que, a fin de cuentas, será el encargado de ponerlo todo en marcha. Pero la primera imagen que hemos visto, como no podía ser de ninguna otra manera, ha sido la del retrato de un payaso triste, o sea, un personaje que debería hacernos reír, pero que a la práctica llama a sentimientos opuestos: a la incomodidad, a la vergüenza ajena, a la depresión. El cine de Mariano Cohn y Gastón Duprat se siente cómodo vagando por la fina línea que separa unas pulsiones de las otras. Actitud post-humorística (en la decisión de querer reírse de aquello que en principio no debería ser gracioso) empleada de nuevo para mirarse al espejo. Total, que la dupla argentina vuelve a burlarse de su propio reflejo. Competencia Oficial es una sátira meta-fílmica que retrata el proceso de gestación de la que está destinada a ser una de las mejores películas de la Historia (la razón por la que, recordemos, el rico empresario será reconocido por los siglos de los siglos). La producción, como otras muchas hermanadas en el método de concepción, se justifica en la glotona aglutinación de talento. Se trata de la adaptación para la gran pantalla de una prestigiosa novela de un Premio Nobel de Literatura, dirigida por la realizadora más reputada de la autoría internacional e interpretada por los actores más famosos de la escena mediática y experimental. Del mismo modo, la película que estamos viendo nosotros implica el hermanamiento de nombres ilustres del panorama latinoamericano: Cohn y Duprat repiten con Oscar Martínez, y se estrenan con Antonio Banderas y Penélope Cruz. Esta última, por cierto, aquí bien podría ser una suerte de alter ego de Lucrecia Martel. Además, el productor (en la vida real) es Jaume Roures, magnate catalán destinado a poner su nombre en alguna avenida barcelonesa, a razón de sus más o menos peregrinas aventuras en el mundo de la política, de los deportes y, claro está, del arte. Todos los elementos, dentro y fuera de la pantalla, hacen lo posible para mezclarse los unos con los otros. De hecho, Competencia Oficial está trufada de escenas en las que la toma general coexiste con el primerísimo primer plano, y en las que los personajes se confunden con los de al lado… mientras sus acciones se empeñan en burlarse, una y otra vez, de la barrera que separa la ficción de la realidad. Cohn y Duprat en su salsa, disparando cual simios armados con una metralleta: indiscriminadamente, sin pensar demasiado (o nada) en las implicaciones de sus actos… o ni tan siquiera en el por qué los están perpetrando. Cine de situaciones que en realidad son viñetas. Un chiste nos lleva a otro, sin demasiada voluntad de tocarse con el siguiente, o con el que venía antes. Competencia Oficial tiene el encanto (pero también el engorro) de la puerilidad, la de esas mentes infantiles incapaces de distinguir las causas de las consecuencias; los crímenes de sus posibles castigos. Ahora vemos una trituradora engullir preciadísimos galardones cinematográficos con sus fauces metálicas, ahora vemos a una cineasta bailando el nuevo baile de moda en TikTok, ahora vemos a dos intérpretes jugarse el pellejo bajo una roca “damoclesiana” de un par de toneladas de peso. Mariano Cohn y Gastón Duprat se pasean por los no-espacios de la creación artística, dirigiendo nuestra mirada hacia sus vacíos rincones, sin mucho que decir con dicho gesto; simplemente apuntando hacia lo que puede despertar la risa primitiva, simple, efímera. Bien pensado, en la manera que tiene Competencia Oficial de auto-boicotearse a sí misma (a la hora de tirar las bromas a destiempo, en la tosca dirección actoral, o en la repetida incisión en golpes de efecto que se ven venir a la legua), se puede intuir el que quizás sea el verdadero chiste magistral del conjunto. El que de algún modo lo justificaría todo. A sabiendas de lo que estos dos directores opinan del prestigio (ese motor, pero también esa prisión), no es nada descartable la lectura de la película en clave de Caballo de Troya plantado en las mismísimas oficinas de Mediapro, el imperio de ese omnipotente empresario que, sin salir de las sombras, quiere que todo el mundo le recuerde. Es como si todo estuviera condenado al más estrepitoso de los fracasos, pero ahí está la criatura, en la “Competencia Oficial” de Venecia, disputando un León de Oro condenado a ser arrojado por el retrete… jugosísima guinda para que Cohn y Duprat sigan riéndose de todo el mundo.
Lo primero que hay que decir sobre El país de las últimas cosas no está referido a cuestiones artísticas (ya nos ocuparemos de ellas) sino a la perserverancia de Chomski para no darse por vencido en su idea de adaptar la novela publicada en 1987 por Paul Auster. El director se acercó al autor neoyorquino hace casi dos décadas y lo convenció de que sería una buena idea rodar la transposición en Argentina (las devastadoras secuelas de la crisis de 2001 la convertían en una decisión lógica). En el mientras tanto el director de Hoy y mañana hizo un poco de todo: desde encargos como Feel the Noise y Una vida hermosa hasta una incursión en el universo de Adolfo Bioy Casares como Dormir al sol, pasando por la comedia Maldito Seas Waterfall o un documental como Existir sin vos. Una noche con Charly García. Y finalmente llegó el momento de filmar esta novela apocalíptica y distópica sobre un universo sórdido, degradado y con niveles de violencia y miseria extremos. Entre explosiones, derrumbes, robos y francotirados que disparan sin miramientos se acumulan los cadáveres, que luego se utilizan en “centros de transformación! para producir combustible. La descripción del ambiente es notable. En ese sentido, hay que destacar que la fotografía en blanco y negro de Diego Poleri, la dirección de arte de Wilhem Pérez, los efectos visuales, la música del gran Christian Basso y el sonido de Fernando Soldevilla le dan al film una dimensión audiovisual fascinante. El problema, sin embargo, es que los conflictos íntimos de la protagonista, la Anna Blume de Jazmín Diz, no están a la altura de ese entorno subyugante. Construida como una larga carta, un diario íntimo, El país de las últimas cosas (que encuentra algunos puntos de contacto con el cine de Alejandro Agresti y de Hugo Santiago) propone una historia de amor con Sam (Christopher Von Uckermann) y de resiliencia en medio de un contexto desolador y deseperanzado de saqueos, peleas y gente sin techo que revuelve la basura, un mundo multiculural donde conviven diversos idiomas, pero donde también impera la traición y ley del más fuerte. Cierta solemnidad y frialdad que se desprenden del relato conspiran contra la empatía y la potencia dramática de un relato construido con indudable destreza y profesionalismo, pero al que resulta mucho más fácil admirar que sentir.
Entre la grandilocuencia de la trilogía de Christopher Nolan, la capacidad de provocación de Guasón y la desmesura pop bastante insustanciosa de tantas otras producciones de DC Comics, la Batman de Matt Reeves apuesta, en cambio, por un tono medio que a mi me convenció bastante, pero que puede ser también un ancla para su desempeño comercial. El director de Cloverfield: Monstruo (2008), la remake Déjame entrar (2010) y dos entregas de El planeta de los simios como Confrontación (2014) y La guerra (2017) se viste del David Fincher de Pecados capitales y Zodíaco para concentrarse más en construir un film noir sobre asesinatos seriales que en explotar el existencialismo del superhéroe. Sí, la película llega a las tres horas (duración para mi gusto desmesurada, pero al mismo tiempo con una narración que nunca decae) y también tiene una voz en off en primera persona sobre los pensamientos y sensaciones del “caballero de la noche” que por momentos cae en cierta solemnidad, pero en esta Batman -muy distinta no solo a las de Nolan sino también a las de Tim Burton o Joel Schumacher- todo parece más aplacado, más contenido, más... humano. Desde la máscara del protagonista hasta los autos o las motos, pasando por el look de los villanos (El Pingüino de Colin Farrell o el Carmine Falcone de John Turturro parecen salidos de una película de mafiosos neoyorquinos de Martin Scorsese), Reeves decidió atenuar tanto la épica como la exageración pop sin por eso descuidar la acción (hay muy buenas set-pieces automovilísticas o luchas cuerpo a cuerpo más propias del cine coreano) o la tensión romántica con la Gatúbela de la ascendente Zoë Kravitz. En esta Batman modelo 2022 conviven con bastante armonía desde la tradicional iconografía de Halloween con música si se quiere vintage (el leit-motiv musical es Something in the Way, canción de cierre de Nevermind, el álbum de 1991 de Nirvana) y encuentra en el vapuleado Robert Pattinson un muy atinado protagonista, aunque es cierto que se luce más en su vertiente de hombre murciélago que en su faceta “de civil” como Bruce Wayne (el Alfred de Andy Serkis también está bastante desaprovechado). Aunque hay algunas cuestiones ligadas a los traumáticos pasados tanto de Bruce Wayne como de Selina Kyle, la película también coescrita por Reeves prescinde de contar de nuevo la historia de estas criaturas heridas para -quedó dicho- apostar sobre todo al cine negro. En ese sentido, adquiere una importancia fundamental el “comisionado” James Gordon de Edgar Wright, aliado del protagonista en la faz investigativa. Porque esta Batman es eso: un buen -por momentos muy buen- ejercicio detectivesco. Si resultará o no un atractivo suficiente como para convertirse en pasión de multitudes es algo que se desvelará en los próximos días cuando el film llegue de manera masiva y global a las salas de cine.
La mayoría de quienes integran el equipo de Jackass delante y detrás de cámara (aunque por la propia dinámica de la propuesta casi no hay límites entre uno y otro lado) eran unos veinteañeros cuando todo arrancó allá en el 2000 en la por entonces influyente cadena MTV. Hoy, todos están muy cerca de (o incluso ya han pasado) los 50 años. Es pertinente que los detractores de esta acumulación de bromas pesadas, pruebas de riesgo y ostentaciones de penes en primer plano les (y nos) pregunten: ¿No les da vergüenza a estos grandulones que se hacen los eternos adolescentes seguir haciendo lo mismo después de más de dos décadas? Y, quienes creemos que estamos frente a una forma de arte cómico, de provocación frente a los prejuicios y de celebración de la camaradería masculina absolutamente genuina, podemos contestarles que no, que no les tiene que dar vergüenza, que la hora y media de gags con abejas y osos, con arañas y víboras, con toros y escorpiones, con enanos y obesos, con habitaciones oscuras y cámaras ocultas, sigue siendo de los mejores exponentes del slapstick en el cine. Ahí está como ejemplo la secuencia inicial con el ataque de una suerte de Godzilla a una Manhattan en miniatura que en verdad es... el pene de Chris Pontius. Por supuesto, hay en Jackass por siempre reflexiones sobre el paso del tiempo, referencias a las viejas películas y cuestiones ligadas a la corrección política (sobre todo cuando participa Rachel Wolfson, la primera y única mujer del grupo, y le piden su “consentimiento”), pero en esencia sigue siendo la misma propuesta de siempre: testosterónica, disruptiva y si se quiere anacrónica. La exaltación de la broma pesada, del espíritu lúdico, del morbo, de la inmadurez, de ese costado infantil que todos tenemos y de la risa cantogiosa. ¿Masculinidad tóxica, homoerotismo reprimido, reivindicación de la white trash? Los ensayos intelectuales se los dejamos a otros. Porque la saga de Jackass, con sus pitos picados, apretados y golpeados, sus cuerpos electrocutados, sus vómitos, su mierda, sus cámaras ocultas, sus explosiones, su violencia de dibujo animados a-la-Tex Avery y sus cameos de famosos (en este caso, desde Eric André hasta Machine Gun Kelly, pasando por Tyler, the Creator) es una experiencia catártica y liberadora, una reivindicación del mal gusto y la inmadurez en tiempos en que todo es políticamente correcto, controlado, pulcro y bienpensante. El lujo es vulgaridad, cantaba el Indio Solari en Un poco de amor francés. En el universo de Jeff Tremaine, Johnny Knoxville y compañía... la vulgaridad es un lujo. Y el resultado es tan hilarante como decididamente contracultural.
Un grupo de viejos cazadores se reúne para comer, beber, cantar, charlar y compartir viejas leyendas de la región. Una de ellas es la de Luciano, hijo del doctor de un pueblo de la región de Tuscia (Viterbo) entre fines del siglo XIX y comienzos del XX. Para algunos, “un santo”; para otros, “un noble”; para el resto, “un loco”; para todos, un borrachín empedernido. Tras ese arranque documental, la más pura ficción. Historia de amor y aventuras (o desventuras), Re Granchio reconstruye la historia de un antihéroe, un tipo desaliñado, sucio, de tupida barba y siempre con una botella al alcance, pero también un rebelde frente a los poderosos, un impostor, un hombre desinteresado en el dinero y un enamorado. Esta primera parte “dialoga” con la filmografía de Alice Rohrwacher (Lazzaro felice) con sus mitos, tradiciones y su homenaje a exponentes del cine italiano como Pier Paolo Pasolini, Ermanno Olmi o los hermanos Paolo y Vittorio Taviani. Una tragedia en medio de una celebración santoral con Luciano como responsable hace que sea enviado al fin del mundo -o, como se titula la segunda parte, "In culo al mundo"- y entonces veremos al protagonista, ahora con el nombre de Antonio Maria de la Vera, sacerdote de la orden salesiana, entre marineros, mercenarios y buscadores de oro en la isla de Tierra del Fuego. Esta segunda mitad es una auténtica búsqueda del tesoro (supuestamente robado de un barco de la corona española) y aquí podemos encontrar ecos de La película del rey, de Carlos Sorín; Jauja, de Lisandro Alonso; y tiroteos dignos del mejor western clásico. Aunque por momentos luce un poco derivativa o con demasiados tiempos muertos, el resultado de Re Granchio (rey cangrejo) es -a tono con su protagonista- embriagador. Hay en el tratamiento visual y sonoro (son notables el trabajo del fotógrafo Simone D’Arcangelo y los aportes musicales de Vittorio Giampietro), en el uso de muchos actores no profesionales (como el omnipresente Gabriele Silli), en la recuperación de historias de la tradición oral, en la exaltación de épicas olvidadas y en la reivindicación de estos perdedores múltiples materiales de los que se nutren las películas más nobles y fascinantes. El cine como una odisea, un viaje en el tiempo, una aventura, una revelación.
Kenneth Branagh nació en 1960 en Belfast. Su más reciente película como guionista y director transcurre en la ciudad del título en 1969 y narra las desventuras de un niño de 9. Sí, la geografía y las matemáticas dan para una historia de fuerte impronta autobiográfica con el pequeño Jude Hill interpretando a su álter ego Buddy. Tras unas tomas a todo color de la Belfast actual con su puerto, sus astilleros y los cruceros que llegan a la zona, la imagen vira al blanco y negro y nos transporta al 15 agosto de 1969. El hombre acaba de llegar a la Luna, pero en Irlanda del Norte es tiempo de violencia callejera con grupos de choque protestantes que intentan expulsar a la minoría católica que hasta entonces convivía de forma pacífica con sus vecinos. Pero Belfast, más allá de sus imágenes de golpizas, bombas Molotov, barricadas y saqueos, es más una película familiar y costumbrista que un film político. Claro que el convulsionado entorno atizado por el fanatismo religioso marcará a fuego el destino de los personajes. El querible Buddy vive con su madre (Caitríona Balfe), un padre bastante ausente (Jamie Dornan), un hermano mayor y la presencia casi permanente de sus abuelos (Judi Dench y Ciarán Hinds). El protagonista es un buen alumno, pero sufre en carne propia la violencia callejera, la crítica situación económica y el terror de sus padres, quienes al no querer sumarse a los grupos más ultras, se ven amenazados y luego tentados -como tantos otros- a abandonar esa suerte de guerra civil, ya sea a Vancouver, Sidney o simplemente Londres. Con un guion afecto a ciertos lugares comunes del coming-of-age (Buddy se fascina con Raquel Welch en el cine y se empieza a interesar por una compañerita) y a contrastes un tanto obvios entre la inocencia infantil y las miserias de los adultos, Belfast logra -de todas formas- trasladarnos a un tiempo y un lugar que evidentemente generan en Branagh sensaciones fuertemente contradictorias: nostalgia, amor, pero también cierto resentimiento y rencor hacia aquellos que conspiraron contra una convivencia armónica. Con una cuidada fotografía en blanco y negro, Branagh recrea aquellos recuerdos de infancia y -en una de las decisiones más felices de la película- cede la música a otro mito viviente de Belfast como Van Morrison, quien además aporta una decena de temas, como Wild Night, Caledonia Swing, Bright Side of the Road, Warm Love, Jackie Wilson Said, Days Like This, Stranded, Carrickfergus y And the Healing has Begun (ver soundtrack debajo). No pocos han visto en Belfast una nueva Roma por el regreso de un artista a sus orígenes, pero allí donde Alfonso Cuarón se arriesgó con un film por momentos incómodo y cuestionador, Branagh lo hace con una película bastante más convencional y sentimental.
Una de las mejores películas que vi en 2020 fue danesa y tuvo a Mads Mikkelsen como protagonista. Another Round / Otra ronda, de Thomas Vinterberg, abordaba la problemática del alcoholismo desde la perspectiva de varios amigos que intentaban “convivir” con esa dependencia. Y algo similar ocurrió en 2021 con otra notable producción de ese origen encabezada por el mismo actor, Riders of Justice, que inauguró el Festival de Rotterdam y un año después se estrena en los cines de Argentina como Justicieros. Tanto Otra ronda como Justicieros son películas duras, exigentes, provocadoras, incómodas, de esas que obligan a superar malestares y hasta irritaciones iniciales. Son propuestas que salen de las normas, los cánones y las fórmulas, y nos obligan -por lo tanto- a un esfuerzo adicional para no caer en análisis cargados de prejuicios y lugares comunes. De hecho, los primeros minutos de Justicieros me hicieron presagiar lo peor. Markus (Mikkelsen) es un militar de carrera que le informa a su esposa y a su hija adolescente que deberá quedarse tres meses en el frente. En ese mismo momento, el motor del auto familiar se niega a arrancar, ellas deciden tomar un tren y, a los pocos segundos, el mismo vuela por los aires. ¿Accidente o atentado? Lo concreto es que la madre muere; y la hija, Mathilde (Andrea Heick Gadeberg), sobrevive. “Otra película sobre las atrocidades de Europa que nos llevará a un ensayo sobre la cupla”, pensé con algunos films de Susanne Bier en mente. Por suerte, esta vez no pude estar más equivocado. Tras ese impactante y desgarrador arranque, entran en escena tres personajes extraordinarios interpretados por Nikolaj Lie Kaas, Lars Brygmann y Nicolas Bro, unos auténticos y queribles freaks, expertos en la tecnología (obsesionados con los algoritmos y las probabilidades) y en el arte del hackeo. Por cuestiones que son bastante largas de explicar (¡pasa de todo en las casi dos horas de Justicieros!) estos tres excéntricos antihéroes terminarán sumándose a Markus en un film sobre la venganza, una conflictiva relación padre-hija, el accionar de los grupos de ultraderecha y las profundas diferencias generacionales. Y lo hace yendo de la comedia negra bien deforme hasta el cine de acción con escenas hiperviolentas que incluyen elementos propios de los duelos del western clásico. Drama, humor, confesiones íntimas y una mirada muy desencantada y cuestionadora hacia la figura del hombre duro, distante, rígido e implacable. Los tres nerds / geeks y un joven inmigrante que sobrevive como taxi boy surgen como la antítesis del militar: son torpes, inseguros, contradictorios y sensibles. Como en Otra ronda, el director de Las manzanas de Adam reivindica en su quinto largometraje como director (es ante todo un prolífico guionista) la nueva masculinidad: una que no nos obligue a ser máquinas perfectas y proveedoras sino seres abiertos al error, la experimentación, la comprensión, la debilidad y la emocionalidad. Una de esas películas que crecen a medida que las dejamos sedimentar y las analizamos con mayor profundidad.
La taquilla argentina viene siendo dominada desde hace 9 semanas por Spiderman: Sin camino a casa (está a punto de llegar a los 4 millones de espectadores) y ese reinado podría terminar desde este jueves 17 con el estreno de otro film de Sony protagonizado también por Tom Holland. Y, ya desde la primera escena (ambientada entre el cargamento que va cayendo desde un avión en pleno vuelo), el Nathan Drake de Holland pareciera estar haciéndole guiños constantes al Peter Parker de la saga arácnida. Basado en el popular videogame homónimo (de hecho PlayStation es una de las productoras principales del proyecto), Uncharted: Fuera del mapa no es una película del todo convincente, pero hay que admitir que tampoco cae en los subsuelos artísticos de tantos otros videojuegos llevados al cine, un subgénero que parece estar “maldito” en Hollywood, aunque entre las Super Mario Bros., Street Fighter, Sonic, Mortal Kombat, Lara Croft, Assassins’ Creed, Tomb Raider, Hitman o Resident Evil siempre aparece alguna que otra para rescatar. Ruben Fleischer -el mismo de la franquicia de Tierra de zombies / Zombieland y de otro éxito de Sony como Venom- intenta con variada suerte conjugar acción, aventuras, comedia y buddy-movie con la interacción entre los dos verdaderos protagonistas del relato: el apuntado Drake y el manipulador Victor Sullivan de Mark Wahlberg. Como tercera en discordia aparece Chloe Frazer (la anodina Sophia Ali), mientras que el otro personaje femenino importante es la villana Braddock de Tati Gabrielle; y Antonio Banderas pone piloto automático para componer al desalmado y conflictuado multimillonario Santiago Moncada (increíble pensar que estamos ante el mismo actor que hace no tanto nos deslumbrara en Dolor y gloria). Más allá de algunos diálogos inspirados y múltiples referencias a la cultura pop que buscan la complicidad del público juvenil, el guion de Rafe Judkins, Art Marcum y Matt Holloway es bastante limitado. Hay un enigma mezclado con trauma respecto del origen familiar y la suerte del hermano mayor de Drake (que se expone en un prólogo ambientado 15 años antes) y luego una sucesión de traiciones cruzadas con un MacGuffin que en este caso son dos llaves de la época del explorador Fernando de Magallanes, así como una búsqueda del tesoro que lleva a los personajes desde Barcelona (la hermosa ciudad catalana se muestra con más clichés turísticos que Woody Allen en Vicky Cristina Barcelona) hasta Filipinas. El resultado es un relato sin demasiadas sorpresas ni hallazgos (como una suerte de Misión: Imposible pasteurizada con algo de Los cazadores del arca perdida y Piratas del Caribe) y que al mismo tiempo se puede seguir -y en algunos pasajes incluso disfrutar- sin la más mínima exigencia intelectual. Fast cinema, film chatarra, película efímera que olvidaremos más temprano que tarde.