¿Quieres ser Nicolas Cage? Así podría haberse titulado perfectamente esta comedia de enredos (y con algo de biopic y elementos de documental, claro) en referencia al ya clásico ¿Quieres ser John Malkovich?, de Charlie Kaufman. Es que Nicolas Cage hace aquí de... Nicolas Cage y las referencias a su vida real y a su carrera son constantes, aunque probablemente haya algo de exageración (¡o no!). El Cage de la ficción -como el real- no está pasando por el mejor momento de su carrera (aunque Mandy y Pig fueron dos golazos). Alguna vez una estrella taquillera, hoy sus acciones cotizan en baja y él está desesperado por volver a los primeros planos. Así, es capaz de perseguir, presionar y hartar a un director que podría darle un papel interesante. A nivel íntimo sus cosas tampoco van bien: divorciado, la relación con su ex (Sharon Horgan) y con su hija adolescente Addy (Lily Sheen) no es precisamente fluida y funcional, mientras que en lo económico sus deudas se acumulan (le debe ¡600.000 dólares! al hotel Sunset Tower en el que se hospeda desde hace un año). Así las cosas, no tiene más remedio que aceptar una propuesta de su sufrido agente (Neil Patrick Harris), que le dice que un millonario español llamado Javi Gutierrez (Pedro “The Mandalorian” Pascal) está dispuesto a pagarle un millón de dólares por participar de una fiesta de cumpleaños y algunas otras andanzas conjuntas en la paradisíaca zona de Mallorca. Claro que Javi resultará ser un traficante (de drogas, de armas) y lo que sigue es una sátira a las películas de acción de Hollywood con dos agentes de la CIA (Tiffany Haddish e Ike Barinholtz) siguiendo el caso. Además de burlarse de los tanques, esta película dirigida y coescrita por Tom Gormican (Las novias de mis amigos) juega el juego de la buddy movie (y el bromance) con más hallazgos que carencias. Entre los primeros aparece un Cage rejuvenecido mediante efectos digitales que se convierte en su alter ego y especie de consejero y cuestionador del Cage actual. También, como suele ocurrir en estos casos, con el transcurrir de la película el chiste principal empieza a desgastarse y solo queda una acumulación de bromas más bien menores aunque siempre simpáticas. De todas formas, El peso del talento es una película con unas cuantas buenas ideas, creatividad, ingenio, cameos y un espíritu (auto)paródico que los fans de ese actor de culto en que se ha convertido Cage (y muchos otros también) seguramente disfrutarán y celebrarán.
En la primera escena vemos el momento en el que el matrimonio de Andy y Vicky McGee (Zack Efron y Sydney Lemmon) descubre que su beba Charlie es capaz de encender un fuego con su mirada ¿O en verdad ha sido solo una pesadilla paterna? La acción salta una década y Charlie es ahora una chica que sufre de bullying en la escuela, pero trata de contener “la cosa mala” (así la llama), que no es otra cosa que una reacción violenta con efectos incendiarios cuando sufre un ataque de nervios o de ira. Papá Andy, que también tiene habilidades anticipatorias y telekinéticas, trata de explicarle que ella no es “rara” sino “especial” y de enseñarle a controlar el enojo. Pero una niña con semejantes dones, habilidades y capacidades está en la mira de una oscura organización gubernamental y a padre e hija no les quedará más que huir y esconderse. Ryan Kiera Armstrong, quien con sus escaso 12 años ya es toda una veterana de Hollywood con actuaciones en Mi amigo Enzo, It - Capítulo dos, Black Widow, La guerra del mañana y muchos otros títulos, fue la elegida para interpretar a la joven protagonista, mientras que esta vez sí se escogió a un descendiente de pueblos originarios (al igual que en la novela) como Michael Greyeyes para el papel que en la primera versión encarnó George C. Scott. Pero, más allá de esos y otros cambios, y del hoy más ambicioso despliegue de efectos visuales (muchos ojos rojos y lanzamiento de llamas), lo de Keith Thomas, director de The Vigil, es “de manual”. No hay en la hora y media de Llamas de venganza una escena que trascienda una absoluta medianía, que sorprenda (las diferencias con, por ejemplo, la Carrie de Brian De Palma son abismales). Quizás por eso en los Estados Unidos se optó por un lanzamiento en simultáneo en salas y en la plataforma de streaming Peacock. Es que el film -tan prolijo como intrascendente- no desentona en el ámbito del consumo hogareño, pero al mismo tiempo no merece una recomendación demasiado entusiasta como para invertir en una visita al cine. Si Llamas de venganza, que estuvo por ser dirigido primero por el alemán Fatih Akin y luego por Akiva Goldsman, resulta un film del montón (el original tampoco era ninguna maravilla), al menos sirve como una suerte de reivindicación para John Carpenter. En efecto, el maestro estuvo muy cerca de rodar el proyecto de 1984, pero a último momento fue apartado (luego incursionaría en el mundo de Stephen King con Christine). Esta vez, al menos aparece como coautor de la banda de sonido junto a su hijo Cody. No es lo mismo que tenerlo detrás de cámara al mando del rodaje, pero sus aportes musicales se agradecen.
A sus 17 años, Emilia (Tamara Rocca) está en esa etapa en la que la inocencia adolescente y las tensiones de la adultez conviven no siempre con armonía. Es un momento de dudas, contradicciones, indefiniciones, curiosidades, tentaciones y pruebas en busca de algo parecido a la identidad. La protagonista viaja a un pueblo perdido en medio de la selva misionera, justo en el límite con Brasil, donde no hay señal de celular, se habla portuñol, se escucha a los pastores evangélicos, y se instala en la posada de su tía Inés (Ana Brun), que alquila habitaciones a turistas y viajeros, pero cuyo equilibro emocional luce más que precario. Emilia está buscando a su hermano Mateo, que vivía en la zona pero ha desaparecido sin dejar rastro. Los vecinos -influidos por mitos y leyendas de la región- están convulsionados porque creen haber visto en la zona a una bestia -en verdad es el espíritu de un hombre malvado- que toma la forma de diferentes animales, en este caso de una suerte de buey gigante. Al lugar van llegando distintas mujeres, desde una muchacha negra llamada Julieth (Julieth Micolta), que no tardará en encandilar a Emilia, hasta otras respresentantes de la familia de la protagonista, quebrada tras la reciente muerte de la madre. Cuento de hadas con toques perversos y elementos propios del gótico, Matar a la bestia apuesta a un relato sugerente, a la construcción de climas y atmósferas, a la seducción y al erotismo, al misterio por sobre la trama, aspectos que en varios casos remiten -claro- al cine de Lucrecia Martel. El trabajo con múltiples capas de sonido cortesía de Mercedes Gaviria Jaramillo y la excelente fotografía tanto en interiores como en la jungla a cargo de Constanza Sandoval son aportes fundamentales para que la película resulte subyugante tanto en lo sonoro como en lo visual, pero aquellas narraciones elípticas que tan bien funcionaban en sus cortos aquí se resienten un poco en un largometraje dominado por la deriva. Así y todo, Matar a la bestia no deja de ser un film lleno de riesgos, de búsquedas y, también, de unos cuantos hallazgos.
Los productores y productoras de Marvel quieren hacernos creer que la creciente intensidad y acumulación de sus películas son sinónimos de audacia y genialidad. También el hype por directores de renombre dentro del cine de género pretende que celebremos hallazgos autorales cuando apenas pueden distinguirse tímidos rasgos de estilo. Las películas de la factoría han quedado presas de su propia trampa: tienen que ser cada vez más complicadas, intrincadas, “importantes”, llenas de citas y homenajes, de nuevos personajes para que “justifiquen” el precio de la entrada y sigan engordando el MCU con nuevas posibilidades de largometrajes y series. Dicho esto, y por más Sam Raimi que figure en los créditos, para quien esto escribe esta secuela es inferior en casi todos los aspectos a Doctor Strange: Hechicero Supremo, el film original filmado hace casi 6 años por el mucho menos cotizado Scott Derrickson. Como no podía ser de otra manera, Doctor Strange en el Multiverso de la Locura empieza con el protagonista corriendo, en este caso junto a una adolescente latina (la América Chávez de Xochitl Gomez), mientras luchan contra monstruos. De inmediato, vemos al ex neurocirujano, hechicero y superhéroe Stephen Strange despertarse sobresaltado de lo que parece haber sido una pesadilla. Pero no. Estamos en la era del Multiverso y eso significa que los personajes pueden ir “saltando” de un mundo a otro y hasta encontrarse no solo con reglas y situaciones muy distintas sino incluso con versiones muy diferentes de sí mismos. En el terreno más mundano Strange no ha podido sostener la relación afectiva con la Christine Palmer de Rachel McAdams (esta película en particular y el MCU en general son una oda al sacrificio) y en la segunda secuencia -luego de anudarse la corbata con mucho estilo- vemos que asiste a la boda de ella. Claro que mientras bebe tragos se escuchan ruidos en la calle y allí aparece otro monstruo gigantesco con forma de pulpo listo para destruir media Nueva York. Otra vez a la lucha junto a América y con la ayuda del fiel Wong (Benedict Wong). Pero, más allá de las criaturas fantásticas, necesitamos una antagonista, que en este caso resulta ser Wanda Maximoff / Bruja Escarlata (Elizabeth Olsen), escindida entre sus ansias de poder, dominio y control, y el recuerdo angustioso y lleno de amor de sus dos pequeños hijos. La cosa se sigue enrevesando más y más, pero no vale la pena (ni conviene) adelantar más de lo que ocurre en esos primeros minutos. Más allá de algunas escenas con ciertos hallazgos estéticos en el uso de las CGI (por momentos como si fueran viajes lisérgicos), las “audacias” son más del tipo declarativo (pongamos como viajera multiversal a una joven latina como América criada por dos madres) que verdaderas sorpresas narrativas. En la función de prensa, muchos asistentes que son más parte del fandome que de una profesión medianamente seria aplaudieron al borde de la ovación cuando entre los Illuminati aparecieron algunos viejos y nuevos superhéroes que regresarán o se sumarán al MCU, pero lo concreto es que la segunda hora termina siendo demasiado mecánica por momentos y en otros agobiante. Para cuando llega el final queda cumplir con otro de los hábitos de esta franquicia: sobrellevar los interminables créditos para apreciar las dos escenas que sirven -como en este caso- para alguna revelación y una broma.
Ola de calor, de humedad y de cortes luz en una Buenos Aires infernal. Axel Brigante (Nicolás Francella), de 27 años, se despide de su novia Martina (Paula Reca) y llega no sin esfuerzo a su rutinario trabajo en el call center de una compañía de telefonía e Internet. Pero pronto descubriremos que el protagonista no es solo un eficaz operador de atención al cliente sino que mantiene un affaire con Ximena Solis (Emilia Attias), su voluptuosa e insistente jefa en la compañía. Pero justo cuando la ejecutiva lo empieza a bombardear a mensajes para que suba a su oficina y así mantener otro fogoso encuentro sexual (toda esta subtrama erótica está rodada con una estilización publicitaria algo demodé), Axel recibe una llamada en principio pesada (le exigen de mala manera la baja de un servicio que él no puede otorgar sin antes cumplir unos cuantos pasos para intentar disuadirlo), luego inquietante y finalmente amenazante por parte de un cliente que se hace llamar Figueroa Mont (la voz de Gabriel Goity), quien asegura estar apuntándole a través de una mira telescópica adosada a un rifle de alta precisión y listo para volarle la cabeza a él y a sus compañeros. Para colmo de males, tiene todo el tiempo sobre la nuca a Gustavo Días (Maxi de la Cruz), un supervisor presumido, arrogante y abusivo. Si la premisa puede sonar un poco básica es porque En la mira, ya desde su título bastante genérico, está construido en función de fórmulas y recursos ya bastante transitados (hay, por ejemplo, algo de la reciente Culpable, remake de Antoine Fuqua con Jake Gyllenhaal, y otro tanto del espíritu de Relatos salvajes, de Damián Szifron). Si lo suyo entonces no es la capacidad de innovación y sorpresa, hay que reconocerle a los guionistas Adrian Garelik y Ricardo Hornos (este último también codirector con Carlos Gil) que las melodías conocidas al menos no suenan del todo desafinadas. La puesta en escena tampoco tiene demasiados alardes ni virtuosismo, pero también es funcional. Estamos ante un thriller trabajado con buen ritmo y aceptable dosis de tensión que Francella Jr. -que está en casi todos los planos de los concisos 85 minutos- sostiene con prestancia y convicción, sin excesos ni gestualidad impostada. Rodada en apenas 26 jornadas (el 90% se filmó en Uruguay) a partir de una premisa medianamente eficaz pero al mismo tiempo algo obvia y previsible, se trata de una producción resuelta en muy pocas locaciones (ideal para tiempos de pandemia) que parece más propicia para un consumo hogareño sin grandes exigencias que para una incursión en el cine.
Con La casa muda (2010), Dios local (2014) y No dormirás (2018) el uruguayo Gustavo Hernández ya había demostrado su destreza como narrador, su ductilidad en el manejo del plano secuencia, su amor por el cine de género y su capacidad para sostener relatos en espacios cerrados. Todas esas características se renuevan y en algunos casos se potencia en Virus: 32, un film que no aportará demasiado a la larga historia de películas de zombies, pero que se sigue con interés por el manejo de la tensión y el suspenso, así como las ideas visuales de las que hace gala el realizador montevideano. Y una Montevideo nocturna y apocalíptica es el ámbito de este sucedáneo de Exterminio, de Danny Boyle, pero -claro- con una impronta local tan propia de la ciudad (y del club) donde transcurre. Es que la locación principal de Virus: 32 (el número hace referencia a la cantidad de segundos que hay para sobrevivir antes de la reacción y un nuevo ataque de los zombies) es el Neptuno, un club que parece anclado en el pasado con sus cafetería, sus gimnasios, su piscina, sus vestuarios, sus calderas y sus oficinas que -con la ayuda de la dirección de arte- nos ofrecen un look vintage. Iris (Paula Silva) es una madre joven que nunca se ha ocupado demasiado de Tata (Pilar García), su hija de ocho años, pero cuando Javier (Franco Rilla), el padre en apariencia bastante más responsable de la niña que está separado de Iris, la deja a su cargo ella no tiene más remedio que llevarla al Neptuno, donde trabaja en rutinarias tareas de vigilancia. En ese club nunca pasa nada, pero ese día se desatará el virus del título y decenas de zombies sedientos de sangre irrumpirán en el lugar en un juego de gato y ratón por las distintas instalaciones. A mitad de película aparecerá en escena Luis (Daniel Hendler), un personaje a todas luces contradictorio que además atraviesa circunstancias extremas que es mejor no anticipar.
Para no andar con vueltas lo primero que hay que decir de El hombre del norte es que es una película deslumbrante. Hay en cada plano el sello de un autor con ideas visuales que escapan de las fórmulas, una puesta en escena poco convencional y en muchos aspectos arriesgada. Sin embargo, lo segundo que hay que establecer es que el tercer largometraje de este cineasta de 38 años es que carece de la capacidad de sorpresa y subversión de La bruja (2015) y The Lighthouse / El faro (2019). Es que, más allá de su brillantez formal y del universo que construye, estamos ante un típico relato de venganza, de revancha, dentro de una familia y de la mitología nórdica (desde apelaciones al dios Odín hasta el Valhalla). La historia arranca en el año 915 desde el punto de vista del príncipe Amleth (Oscar Novak), un niño de diez años que vive con su madre, la reina Gudrún (Nicole Kidman), y su padre, el rey y guerrero Aurvandil War-Raven (Ethan Hawke). Su vida (y la del resto) cambia por completo cuando es testigo del asesinato de su padre por parte de su tío Fjölnir the Brotherless (Claes Bang), quien se queda con el trono y con Gudrún. El pequeño logra escapar y, luego de pasar varios años con sanguinarios vikingos (hay una escena en la que arrasan un pueblo que es un auténtico baño de sangre), se convierte en un furioso luchador. Llegado el momento, se hace pasar por un esclavo y termina en Islandia (aunque buena parte del rodaje se realizó en Irlanda), adonde se ha refugiado tras varias derrotas su tío y todavía rey. Es el inicio de un camino de venganza que incluirá una historia de amor con otra esclava llamada Olga e interpretada por “nuestra” Anya Taylor-Joy (recordemos, protagonista de La bruja). Entre viajes en barco, volcanes en erupción, escenas de batalla no exentas de gore e irrupciones fantásticas para narrar escenas oníricas y mitológicas, Eggers va construyendo un universo que en principio no deja de subyugar. Sin embargo, en determinado momento la película queda presa de su grandilocuencia y solemnidad, de un regodeo estilístico que se impone sobre la profundidad psicológica y, así, dentro de ese envoltorio tan vistoso, descubrimos un entramado dramático bastante limitado y hasta en ciertos pasajes un poco hueco. Hay en esta hiperestilización, en este triunfo de la forma sobre el contenido, algo similar a lo que ocurre con algunas películas del danés Nicolas Winding Refn, otro refinado, virtuoso y talentoso esteticista que tiene predilección por las historias de venganza. Como guionista (aquí en sociedad con el celebrado poeta islandés Sjón, el mismo de Bailarina en la oscuridad y la reciente Cordero / Lamb) el resultado es menos convincente en lo que resulta una nueva variación de Hamlet, el clásico de clásicos de William Shakespeare que a su vez estaba basada en la leyenda escandinava Amleth. Y, si recién citamos a Bailarina en la oscuridad, El hombre del norte significó también el regreso a la actuación de Björk en una breve aparición como la bruja Seeress. La multifacética artista islandesa es una de los tantas figuras que desfilan (por allí aparece Willem Dafoe, uno de los protagonistas de El faro) en un film testosterónico y nihilista que, aunque no sea del todo convincente en ciertos terrenos, merece ser visto en la pantalla más grande posible porque en términos coreográficos, de espectáculo eminentemente audiovisual, el disfrute está garantizado.
Los creadores de La promesa (1996), Rosetta (1999), El hijo (2002), El niño (2005), El silencio de Lorna (2008), El chico de la bicicleta (2011), Dos días, una noche (2014) y La chica sin nombre (2016) narran en su noveno largometraje la desgarradora historia del personaje del título (Idir Ben Addi), un muchacho de 13 años que en la Bélgica actual se debate entre la integración social que le proponen tanto su familia como su maestra de la escuela (a la que termina agrediendo físicamente) y el fanatismo religioso con el que lo manipula Youssouf (Othmane Moumen), el imán de la mezquita a la que acude. La pregunta que nos hacemos es casi inmediata, inevitable y angustiante: ¿estamos ante un posible terrorista yihadista en un futuro no tan lejano? Si bien no se ubica entre los mejores trabajos de estos dos notables realizadores, El joven Ahmed resulta un film bastante compacto, intenso y provocador en su mirada a una problemática cada vez más acuciante en la Europa contemporánea con el furor del integrismo que aprovecha el desconcierto, la frustración y la irritación de tantos preadolescentes y jóvenes para sumarlos a sus causas extremistas. En beneficio de El joven Ahmed podemos celebrar que evita el sentimentalismo de algunas de sus películas recientes, aunque también hay que indicar que el desenlace no está a la altura de la trayectoria de estos dos grandes maestros. La sensación analizando su filmografía en retrospectiva es que Luc y Jean-Pierre Dardene concibieron sus films más contundentes y conmovedores en la etapa inicial de sus carreras y que luego -aun sosteniendo el rigor de sus narraciones y la mirada humanista de sus historias- comenzaron a repetirse en ciertos esquemas y enfoques, más alla de ir variando un poco sus temas. El impacto, en ese sentido, ya no es el mismo, aunque siempre es de celebrar la vigencia de dos autores que de alguna manera marcaron a fuego el cine (hiper)realista europeo al punto de convertirse en influencia y referencia para varias generaciones.
Tras dos muy buenos largometrajes como Ciencias Naturales y El Pampero, el cordobés Matías Lucchesi viajó a los majestuosos exteriores de Mendoza para rodar una película con dos poderosas protagonistas femeninas (personajes al servicio de figuras de la talla de Mercedes Morán y Natalia Oreiro), aires de western y una vuelta de tuerca del orden de los fantástico basada en leyendas sobre el hipogrifo, un animal mitológico con algo de águila, de caballo y de león. Uno podría decir que en la trama pergeñada por el propio director y el prolífico Mariano Llinás hay tres personajes centrales y uno secundario, pero en verdad los muchas veces hostiles paisajes montañosos de Uspallata y Potrerillos fotografiados a puras panorámicas en pantalla ancha por Ramiro Civita son también protagonistas de un film que pendula no siempre con la fluidez deseada entre el drama y el cine de aventuras. La primera escena de Las Rojas es desconcertante: Carlota (Mercedes Morán), reconocida paleontóloga, es entrevistada en el programa Ciencia Hoy de la televisión italiana y termina peleándose en cámara con el conductor. Estamos ante una mujer avasallante, de pocas pulgas, que no está dispuesta a (con)ceder en nada. Nos reencontraremos con ella en un aislado campamento ubicado en plena zona andina y hacia allí se dirige también Constanza (Natalia Oreiro), alguna vez promisoria paleontóloga pero que hoy cumple funciones administrativas para una fundación extranjera que financia proyectos como los de Carlota. Cuando la dueña del lugar se da cuenta de que Constanza está allí para controlar su trabajo y las finanzas las tensiones entre ambas resultan más que evidentes. Pero no serán ellas las antagonistas principales de este western contemporáno, ya que pronto aparecerá un tercero en discordia, Freddy (Diego Velázquez), al que Carlota ve como el diablo personificado porque constituye una competencia y amenaza a todo lo que ella ha ido consiguiendo (descubriendo), y con el que Constanza tendrá en principio algún tipo de acercamiento íntimo. No conviene adelantar más detalles de una película que, como quedó dicho, va del realismo puro a los más variados géneros y de allí a lo fantástico en un vuelco que por momentos remite a otro film rodado en Mendoza como Muere Monstruo Muere, de Alejandro Fadel. Más allá de algunos elementos dramáticos cautivantes, del imponente despliegue visual y sonoro (la música de Hernán Segret es bella, pero demasiado intrusiva) y del indudable profesionalismo de sus intérpretes, el resultado de Las Rojas no es tan satisfactorio como los antecedentes de Lucchesi hacían suponer. No deja de ser una propuesta valiosa, parcialmente lograda, pero había en este proyecto recursos y talento para algo más.
Un hombre que nunca se hizo cargo de nadie debe ocuparse de un niño tan brillante como problemático. La idea de C’mon C’mon: Siempre adelante no parece en primera instancia precisamente innovadora, pero Mike Mills y sus intérpretes la convierten en una experienca llena de sensibilidad, inteligencia y profundidad psicológica. Joaquin Phoenix es Johnny, un periodista que hace investigaciones radiales y se encuentra armando una sobre cómo los niños de distintas zonas de los Estados Unidos ven el mundo y su futuro. Su hermana Viv (Gaby Hoffmann) le pide ayuda porque su marido (Scoot McNairy) está atravesando una produnda crisis nerviosa y no tiene con quién dejar a Jesse (Woody Norman), su hijo de nueve años. Pese a ser un tío hasta entonces frío y distante, Johnny irá desde Detroit hasta Los Angeles y pronto viajará con su sobrino de allí a Nueva York primero y a Nueva Orleans después. En esos trayectos y lugares, Jesse se irá acercando de a poco a ese adulto que intenta acompañarlo como puede en su difícil trance y se irá fascinando además con la grabación de audios (las escenas “documentales” con los testimonios de niños y niñas son las menos convincentes de toda la propuesta). Tras Beginners: Así se siente el amor (película sobre su padre) y 20th Century Women (sobre su madre), C’mon C’mon: Siempre adelante está inspirada en la relación de Mills con sus hijos. El universo de su nuevo trabajo es el de un niño por momentos superdotado y sobreadaptado, pero que va acumulando múltiples capas de dolores, angustias y frustraciones. Y será este un viaje a aprendizaje mutuo: el de un chico que por momentos se comporta como un adulto y el de un adulto que nunca se ha responsabilizado por un chico. Filmada en blanco y negro con una propuesta bastante austera y despojada, C’mon C’mon: Siempre adelante es la película perfecta para Phoenix tras su desatado Guasón. Aquí, su Johnny es un tipo de una emocionalidad y una sensibilidad muy particulares que él construye con convicción y sin regodeos. Así, una película que tenía todo para caer en la manipulación y la demagogia resulta un bello retrato de una relación de dos almas en pena que buscan nuevas oportunidades. Emotiva, agridulce, honesta, por momentos divertida, siempre tierna, C’mon C’mon cumple con una frase clave que se escucha en cierto momento: “Be funny, comma, when you can, period”. “Sé divertido, coma, cuando puedas, punto”.