El prolífico director de Donde cae el sol (2003), El árbol (2006), La madre (2009), El rostro (2013), El limonero real (2016) y La deuda (2019), entre otras películas, unió fuerzas con la escritora Gloria Peirano para este film que explora las sensaciones que provoca acceder a una casa vacía y próxima a ser habitada. Tras una película más narrativa como La deuda, Fontán (ahora en colaboración con Peirano) vuelve a la vertiente más sensorial y reposada de su filmografía con esta película que combina elementos propios del ensayo con otros del documental. A los bellos textos escritos y leídos en off por la propia Peirano se les suman las participaciones de diez personas de las más diversas edades que visitan un reluciente piso todo blanco y con generosas aberturas al exterior que acaba de ser construido y está listo para ser habitado. Los recién llegados reaccionan de diferentes maneras en sus recorridos. Algunos dan consejos, otros elogian las elecciones realizadas, pero a muchos les generan reacciones que van desde recuerdos íntimos hasta anécdotas inmobiliarias. Las casas como refugios, como lugares de encierro (en especial en tiempos de pandemia como este), como universos propios en los que uno es el dueño de todas y cada una de las decisiones. Como en toda la obra de Fontán hay en El piso del viento un cuidado extremo en cada uno de los encuadres, en el uso la luz, en cada capa de sonido. Aquí, desde el interior de la casa a estrenar, se aprecia el río, se “siente” en toda dimensión una tormenta eléctrica, se ve y se escucha el vacío de la casa. Cada detalle adquiere su esencia y su sentido. Puede que el film resulte un poco programático y estructurado dentro de un cine del fluir y la deriva como el de Fontán (cada uno de los invitados entra, mira, comenta y se retira), pero eso no invalida en lo más mínimo los alcances emotivos y la sensibilidad de una pequeña y frágil película sobre la experiencia del habitar y, en definitiva, del vivir.
En 2017 Kenneth Branagh dirigió y protagonizó como Hércules Poirot Asesinato en el Expreso de Oriente. La crítica no fue demasiado entusiasta, pero la película más que sextuplicó en taquilla su costo de 55 millones de dólares al recaudar 353 millones de dólares solo en su paso por los cines (340.000 espectadores en los de Argentina). Casi cinco años después (el lanzamiento se demoró varias veces por la pandemia) llega otra transposición de una célebre novela de la inglesa Agatha Christie con Branagh interpretando con acento francés al detectivo privado de origen belga. El resultado artístico, otra vez, es apenas correcto y -en medio de la crisis del theatrical- habrá que ver si el comercial se acerca al del film anterior. Sé que el siguiente concepto conlleva en sí mismo una absoluta contradicción, pero aquí va igual: Branagh se toma las cosas en serio, prescinde por completo de las canchereadas e ironías tan en boga en el cine cotemporáneo, es extremadamente fiel al espíritu de la novela, pero al mismo tiempo esa nobleza de intenciones, esa apuesta old-fashioned, convierten al relato en una experiencia algo esquemática y conservadora. Va otra idea: Muerte en el Nilo, nueva versión del whodunit publicado en 1937 que ya había sido llevado al cine por John Guillermin con un elenco encabezado por Peter Ustinov, Jane Birkin, Bette Davis, Mia Farrow, George Kennedy, Angela Lansbury, David Niven, Maggie Smith y Jack Warden, bien podría verse como un nuevo episodio dentro de una serie antológica. En efecto, Asesinato en el Expreso de Oriente -novela de 1934- tenía al mismo director, protagonista, guionista, director de fotografía (se rodó en 65mm) y músico. Si la fórmula sigue funcionando hay varios libros con el inefable Poirot listos para ser filmados como capítulo 3, 4... Si Asesinato en el Expreso de Oriente transcurría a bordo de un tren, buena parte de Muerte en el Nilo (salvo un prólogo ambientado durante la Primera Guerra Mundial en el que descubriremos el origen del particular bigote del protagonista) ocurre sobre un barco que, claro, surca las aguas del río del título, con las imponentes pirámides egipcias de fondo. Un entorno suntuoso y pintoresco para plantear, desarrollar y resolver un típico misterio con asesinatos incluidos en el que (casi) todos tienen motivos para ser el o la culplable en cuestión. Quedó dicho que la puesta en escena de Branagh es respetuosa y clásica al punto de resultar un poco demodé, pero las mayores fisuras se notan aquí en un elenco en el que conviven -no siempre con armonía- intérpretes de muy diversos orígenes, generaciones y estilos: más allá de la presencia de Branagh como director de orquesta detrás y delante de pantalla, el elenco incluye al “cancelado” Armie Hammer, Gal Gadot, Emma Mackey (la revelación de Sex Education), una desaprovechada Annette Bening, Tom Bateman, Ali Fazal, Russell Brand, Sophie Okonedo, Letitia Wright y Dawn French. Así, con sus apuntados altibajos, Muerte en el Nilo es tan convincente y limitado como ver un capítulo (doble y con más recursos de producción, claro) de la serie de turno.
El director alemán regresa al espíritu de sus éxitos de cine catástrofe con resultados poco estimulantes. Alguna vez el Rey Midas de la taquilla global (allí están los éxitos de Día de la Independencia, 2012 y El día después de mañana para comprobarlo y su puesto Nº 16 en el ranking de directores más taquilleros de todos los tiempos con ingresos solo en cines por más de 4.000 millones de dólares), el alemán Roland Emmerich parece haber perdido el “toque”, ya que desde hace más de una década que no logra un suceso importante (hasta Contraataque, secuela de Día de la Independencia, funcionó muy por debajo de las expectativas en 2016). Durante las décadas de 1990 y los 2000 a Emmerich podían castigarlo con las críticas más despiadadas y lapidarias, pero sus películas seguían contactando una y otra vez de forma masiva con el público. Sin embargo, en determinado momentos esa fidelidad se cortó y desde hace ya bastante tiempo aquel director indestructible se convirtió en uno con mandíbula de cristal. En ese contexto, Moonfall -otro megatanque de 140 millones de dólares de presupuesto- aparece como un intento desesperado por reconquistar el tiempo, el público y los dólares perdidos, un regreso a las fuentes de su cine apocalíptico y el “rompan todo”. La película tiene algunos hallazgos y aciertos durante una primera hora en la que sostiene cierta lógica, pero en la segunda mitad ya es cualquier cosa, un despropósito narrativo, una suerte de sub-2001, odisea del espacio (y del cine) sin el más mínimo verosímil ni justificación de guion. La sinopsis (léase excusa argumental) es la siguiente: una fuerza misteriosa hace que la Luna se salga de su órbita y la acerca cada vez más a la Tierra con consecuencias devastadoras (impactante trabajo de CGI para exponer crecientes inundaciones, lluvias de meteoritos y un largo etcétera de catástrofes). Tras múltiples fracasos, la única esperanza es enviar una misión con una nave poco menos que destartalada y tecnología en desuso liderada por Brian Harper (Patrick Wilson), un ex astronauta caído en desgracia; KC Houseman (John Bradley en modo comic relief), un patético cultor de teorías en apariencia conspiranoicas; y la ahora ejecutiva de la NASA Jo Fowler (una inexpresiva Halle Berry). La narración pendula (sin demasiada armonía, admitámoslo) entre cuestiones más intimistas ligadas a las dinámicas familiares de los protagonistas y la dimensión épico-patriótico-espacial con la reivindicacion de los losers (sobre todo Harper y Houseman) en medio de la corrupción o la inoperancia institucional-gubernamental (en ese sentido, hay ciertas similitudes con la reciente película de Netflix No miren arriba). El problema principal de Moonfall -además de su acumulación de clichés y lugares comunes, claro- es que nunca se decide si ser una película que se toma en serio a sí misma (y al público) o si, por el contrario, apuesta de lleno a la autoparodia y a la sátira. Es precisamente esa indecisión, su propia contradicción interna, la que hace que no termine siendo ni una cosa ni la otra.
El director de Germania (2012), La helada negra (2015) y La siesta del tigre (2016) inauguró la sección especializada en cine latinoamericano con una historia de duelo y mimetización concebida junto a la escritora Selva Almada. En tiempos de cambios profundos (las tradicionales granjas con vacas y tambos se cierran para dar paso a las plantaciones de soja que todo lo arrasan) un pueblo atraviesa un duelo colectivo. Es que un accidente en la ruta terminó con la vida de Jesús López (Lucas Schell), un joven piloto de carreras muy querido en el lugar desde que empezó a manejar un karting a los 6 años. Tras el funeral, mientras amigos y familiares intentan retomar de a poco la rutina cotidiana (aunque el sentimiento de venganza no tarda en aflorar), Abel -primo de la víctima- empieza a obsesionarse con todo lo que estuvo relacionado con Jesús: su Fiat 600 de carrera, su ropa, quien fuera su novia... Un proceso de identificación y hasta de mimetización que Schonfeld expone con más naturalidad que rasgos de perversión. De hecho, ni los padres de Jesús (o sea, los tíos de Abel) ni el resto del pueblo toma a mal que este adolescente sin demasiado rumbo ni identidad propia se prepare con el auto que antes usara Jesús para participar en una carrera que se organizará en homenaje del corredor fallecido. Entre el thriller psicológico, el drama familiar (las muy diversas formas de atravesar el dolor y reinventarse es uno de los ejes del relato) y ciertos tópicos ligados a los rituales de iniciación y socialización juvenil en medio de una dinámica pueblerina, esta película coescrita por el propio Schonfeld y Selva Almada tiene ciertos rasgos perturbadores que luego no son del todo explotados por una narración que de forma premeditada omite, sugiere o expone solo en el fuera de campo algunos conflictos (místicos, sexuales, afectivos), aunque sin por eso perder interés respecto de la resolución de la carrera final y la “conversión” de Abel en Jesús. Que Schonfeld es un obsesivo y un virtuoso a la hora de pensar y concebir cada cada mínimo elemento audio-visual de sus películas es algo que a esta altura no sorprende, pero la fotografía de Federico Lastra, el sonido de Sofía Straface y la música de Jackson Souvenirs (el dúo de Javier Diz y Norman MacLoughlin) está a la altura de sus exigencias y pretensiones. Resultan, así, aliados perfectos para la creación de climas que van de lo trágico a lo íntimo, de lo elegíaco a lo erótico, de una vida rural que se va despidiendo y todavía convive (cada vez con mayores contradicciones) con la urbana. Algunos sueñan con abandonar la naturaleza y abrazar la tecnología; otros, con superar la rutina y el vacío existencial, salir del agujero interior para transitar nuevos y superadores caminos.
Tras su paso por el IDFA 2020, el BAFICI 2021 y el reciente FestiFreak, llega al MALBA esta mixtura entre el documental político y la home movie, el found footage y el diario íntimo a través de las historias de vida de distintas mujeres de una misma familia a lo largo de varias décadas. Todo comienza a fines de los '80, con las imágenes en video que filma de manera compulsiva Haydée Alberto, la esposa de Juan Gabriel Labaké, un dirigente peronista de derecha que acompañó a Isabelita primero (fue diputado nacional y luego su abogado) y a Carlos Menem después (como embajador y asesor presidencial). En esas imágenes se combinan los actos con la típica liturgia justicialista y la dinámica familiar, que incluye desde tertulias donde ya se advierten los ejes de la era menemista hasta viajes a resorts caribeños. Pero lo que convierte a La vida dormida en una película valiosa es, en principio, el montaje (o sea, el recorte y la reinterpretación) que la directora hace de esos materiales de su abuela con el énfasis puesto en el lugar absolutamente superfluo, decorativo, concesivo y sumiso de las mujeres en un micromundo machista y patriarcal como el de la política (más aún en un ámbito conservador como el del menemismo). Pero no es solo eso: Natalia Labaké se acerca tres décadas después a varias mujeres de la familia (desde su hermana Agustina hasta su tía Bibiana) que pasan de ser meros personajes secundarios a protagonistas del relato con su carga de angustia, frustración y resentimiento frente a la opresión acumulada durante tanto tiempo. Así, esa vida dormida a la que alude el título se resignifica en una película recobrada en estos tiempos de necesario empoderamiento femenino. Una mirada al desgastado espejo del pasado para reflejar una nueva y superadora imagen.
Podríamos empezar -como casi siempre que hay algo parecido a un autor detrás de cámara- mencionando a Cristian Bernard, pero en Ecos de un crimen casi no quedan vestigios del co-creador de 76-89-03 y Regresados. Es, en el mejor de los casos, una dirección por encargo, el caso de un realizador contratado para llevar a buen puerto un guion ajeno, pero incluso con las limitaciones del caso la experiencia en ese terreno resulta decepcionante. El principal problema de Ecos de un crimen es que parte de un guion pretencioso en su estructura, pero que al mismo tiempo no hace más que reciclar elementos ya trabajados en miles de thrillers psicológicos con elementos terroríficos con Stephen King como principal referente. Aquí hay un escritor perturbado, una invasión a la privacidad, accidentes en el bosque en medio de un aguacero, un crimen con muy diversas causas y posibles resoluciones, y un juego pendular (y manipulatorio) según el cual todo lo que vamos viendo podría ser parte de la imaginación perversa, paranoias, pesadillas, traumas e invenciones del autor. Si en ese planteo ya se acumulan unos cuantos lugares comunes del género, el resultado final no hace más que defraudar las expectativas creadas. Algo así como una batidora de ingredientes conocidos, cuya mezcla final deja un regusto muy poco sabroso. Julián Lemar (Diego Peretti) es un escritor de best sellers -ha creado la saga literaria de El Escorpión, cuyo éxito editorial ha llevado sus historias al universo audiovisual- que está en medio de un bloqueo creativo por diversos problemas anímicos (¿mentales?). Con la idea de encontrar un ámbito bucólico que lo serene y le devuelva la inspiración perdida, se instala junto a su esposa (Julieta Cardinali), su hija y su bebé en una hermosa casona ubicada junto a un bosque y cerca de un lago. Tormenta, corte de luz, llegada de una joven en crisis (Carla Quevedo) que asegura que su pareja (Diego Cremonesi) ha matado a su hijo y ahora quiere asesinarla. Ecos de un crimen está lleno de planteos inquietantes (cuando creemos haber aceptado una versión de los hechos, la escena siguiente nos ofrece otra completamente distinta), locaciones imponentes y ciertos planos que -analizados de forma independiente- son muy virtuosos. El problema, otra vez, es el conjunto, la sumatoria, el balance a la hora de alcanzar el verosímil, construir suspenso, generar tensión y ofrecer un desenlace a la altura. Es allí donde este thriller surge como un ejercicio de género artificioso, fallido y frustrante.
Uno podría dedicarle párrafos enteros a las múltiples referencias cinéfilas y musicales, a los hallazgos de la reconstrucción de lugar y época (el San Fernando Valley de 1973), pero hay tanta sensibilidad, tanto amor, tanto cine en Licorice Pizza que -si bien alguna mención haremos sobre ciertos guiños y homenajes- le dejamos esa tarea a los cultores y adoradores de citas y trivias (algo parecido ocurrió con la Los Angeles de 1969 recreada por Quentin Tarantino en Había una vez... en Hollywood). La principal audacia y mayor hallazgo de Licorice Pizza es haberle dado la responsabilidad de los dos papeles protagónicos a intérpretes sin experiencia, pero al mismo tiempo muy cercanos al propio Paul Thomas Anderson. Cooper Hoffman (hijo de Philip Seymour Hoffman y Mimi O'Donnell) es Gary Valentine, una suerte de álter-ego juvenil del director, mientras que la deslumbrante Alana Haim (anoten ese nombre) encarna a, sí, Alana (Kane), cuando ella en verdad es integrante de la banda Haim que comparte con sus hermanas Este y Danielle, y que tuvo varios videoclips realizados por PTA. Licorice Pizza es, en esencia, un coming-of-age, una película con los típicos rituales de iniciación, una comedia romántica sobre un primer amor marcado (dificultado) por la diferencia de edad (Gary es un quinceañero con profuso acné y Alana, una chica de 25 de estricta familia judía) y las muy distintas situaciones de vida. A la hora de buscar fuentes de inspiración aparecen desde Locura de verano / American Graffiti (1973), de George Lucas; hasta Picardías estudiantiles / Fast Times at Ridgemont High (1982), de Amy Heckerling, con guion de Cameron Crowe, pasando por Valley Girl (1983), de Martha Coolidge, pero más allá de ciertas influencias y de citas cinéfilas como Interludio de amor / Breezy (1973), de Clint Eastwood; Vivir y dejar morir (1973), con Roger Moore como James Bond; o Los puentes de Toko-Ri (1954), de Mark Robson, con William Holden y Grace Kelly, queda claro en cada plano que el cine de Paul Thomas Anderson tiene vuelo y universo propios. El octavo largometraje de ficción de PTA escapa de las convenciones y lugares comunes de la comedia romántica y apuesta, en cambio, por una deriva con mucho de lúdico pero que puede irritar un poco a quienes estén acostumbrados a las fórmulas, la condescendencia y la demagogia. En Licorice Pizza hay musicales, restaurantes japoneses (aunque una de las principales locaciones es la de un restaurante que realmente existió como The Tail O' the Cock), hilarantes sesiones de castings, colchones de agua, flippers (los pinball estuvieron prohibidos hasta 1973), campañas políticas, y una Los Angeles desolada por la escasez de combustible a raiz de un embargo lanzado por los países productores de petróleo de la OPEC (brillante la escena del camión sin gasoil con Alana al volante). Y, a pesar del inmenso profesionalismo de la producción y del talento artístico que brota por todos sus poros, Licorice Pizza parece un encuentro de amigos en el que está toda la familia real de Alana Haim y se suman en pequeñas apariciones figuras como los aquí desatados Bradley Cooper (el productor Jon Peters) y Sean Penn (haciendo de William Holden), el gran Tom Waits (una mixtura entre Raoul Walsh y Sam Peckinpah), Benny Safdie (un patético candidato a alcalde), John C. Reilly y Maya Rudolph. Y también están -por supuesto- la música original de Jonny Greenwood y los temas de Nina Simone, The Doors, Sonny & Cher, Chuck Berry, The Four Tops, Paul McCartney & Wings, David Bowie y muchos otros artistas que en algunos casos no son tan conocidos. Y esa prodigiosa manera de filmar la vida y la comedia media tristona de PTA. Y la inocencia de Hoffman Jr. Y el carisma y la simpatía de Haim... Sí, Licorice Pizza es una fiesta.
A Woody Allen se lo viene castigando desde hace ya varios años (décadas) por el accionar en su vida privada más que por la calidad su filmografía. Lejos estoy de adscribir a la cultura de la cancelación y esta aclaración tiene que ver con que no hay en este texto un prejuicio animado por la dictadura de la corrección política: simplemente Rifkin's Festival me parece una de las películas más torpes, esquemáticas, remanidas, desganadas, previsibles y poco graciosas de la carrera de quien alguna vez fuera el máximo emblema de la intelectualidad neoyorquina. Desde hace tiempo a Woody (justamente por el bombardeo mediático que prácticamente ha determinado su lapidación y cancelación) se le hace imposible conseguir financiamiento y por eso ha vagado mucho por Europa para filmar en Londres, París, Roma y varias zonas de España con el objetivo de justificar con historias allí ambientadas los aportes de los productores locales. Este nuevo proyecto con The MediaPro Studio lo ha llevado ahora a San Sebastián y, más precisamente, al prestigioso festival que allí tiene sede. Mort Rifkin (Wallace Shawn), un escritor que acarrea un largo bloqueo creativo que le impide escribir una novela “a la altura de Dostoievski”, llega a ese paradisíaco enclave costero del País Vasco para acompañar a su esposa Sue (Gina Gershon), una agente de prensa que tiene mucho trabajo por delante en el marco del festival (hay un cameo del propio director de la muestra de San Sebastián, José Luis Rebordinos) y en las lujosas instalaciones del tradicional hotel María Cristina. No tardaremos mucho en darnos cuenta de que ella tiene un affaire con Philippe (Louis Garrel... ¿parodiando a su padre?), un arrogante director francés con tantas ínfulas autorales como caprichos que tiene una película en competencia, mientras que él empieza a obsesionarse cada vez más con Jo (Elena Anaya), una atractiva y frustrada médica local que está casada con un despótico y desaforado artista plástico (Sergi López). La tentación, la infidelidad y la culpa han sido temáticas recurrentes en la obra de Allen, pero su 49º largometraje es una mera acumulación de clichés en la que cada nueva escena resulta más subrayada y grotesca que la anterior, casi como subestimando a un público al que hay que darle todo digerido y sobreexplicado cuando justamente se supone que los fans de Woody tienen un nivel intelectual que les permitiría decodificar conflictos y resoluciones más sutiles, inquietantes e inteligentes. Hasta el homenaje al Ingmar Bergman de El séptimo sello, con una participación especial de Christoph Waltz, resulta obvio y frustrante. Como la experiencia general de acercarse a Rifkin's Festival.
Suzu es un alma en pena. Esta estudiante de 17 años que transita la etapa final del colegio secundario sigue sufriendo la temprana muerte de su madre, vive con su padre en las afueras de la prefectura de Kochi, y -dominada por la timidez y los traumas- no logra vincularse con las chicas y chicos de su edad. Sin embargo, cuando descubre "U", un espacio virtual con una realidad simulada plagado de glamour, música, colores y criaturas fantásticas, asume allí el rol de Belle hasta convertirse en una cantante e influencer con varios millones de seguidores. No es difícil ver en Belle una alegoría de los efectos nocivos del bullying, del odio creciente en redes sociales, de los mensajes confusos y manipuladores de las fake news, de la alienación y la angustia que padecen tantos adolescentes. Pero al mismo tiempo que Hosoda nos advierte de ciertos peligros y excesos de la virtualidad como refugio frente a las amenazas del mundo real, nos recuerda que los sentimientos más puros y nobles también están ahí, con solo rascar un poco esa superficie que en principio nos devuelve una imagen poco estimulante. Belle es un fascinante, entrañable y hermoso viaje de iniciación, búsqueda, empoderamiento y maduración que podría dialogar con cualquier historia femenina de Disney, pero desde otra estética (la del mas bello animé) y otra perspectiva (la tradición japonesa). Mezcla de drama familiar, musical, cuento de hadas en la línea de La Bella y la Bestia, romance, épica fantástica, ciencia ficción y alegoría social, Belle nos sumerge en un mundo en el que conviven la belleza y la sordidez, el amor y el dolor, las contradicciones entre ser anónima en la cruel realidad y una estrella en la virtualidad. Y lo hace con ese look entre vintage, pop y futurista, esa creatividad inagotable y esa sensibilidad tan particular que ya son parte esencial del sello autoral de un Mamoru Hosoda que alcanza finalmente el amplio estreno en salas que su cine venía pidiendo y mereciendo.
Tragicomedia negrísima, la ópera prima de Camille Griffin comienza como una película de espíritu navideño para luego convertirse en una historia apocalíptica. En efecto, cuando los distintos personajes de esta apuesta coral se reúnen en la casa que el matrimonio integrado por Nell (Keira Knightley) y Simon (Matthew Goode) tiene con sus tres hijos sabremos que el mundo está al borde de la extinción por la inminente llegada de una gigantesca y devastadora nube tóxica. De hecho, el gobierno británico ha repartido a cada ciudadano (con la excepción de homeless e inmigrantes ilegales) una pastilla suicida para que la ingieran y asegurarse así una muerte indolora. Con una propuesta y un espíritu satírico que remite de forma casi inexorable a la reciente No miren arriba, pero en el marco de un encuentro de fin de año en una casona campestre (en ese terreno la cosa está más en la línea de las desventuras de Entre navajas y secretos), La última noche oscila y pendula entre momentos de logrado humor negro con ese inimitable British touch y otros en los que se pone un poco obvia y aleccionadora. Con un dream-team actoral que incluye no solo a los anfitriones Knightley y Goode, sino también a los invitados interpretados por Annabelle Wallis, Sope Dirisu, Lily-Rose Depp, Lucy Punch y Kirby Howell-Baptiste, La última noche contrapone la mirada de los adultos con la de los niños. En ese sentido, el principal punto de vista del film es el de Art (Roman Griffin Davis, el chico protagonista de Jojo Rabbit e hijo de la guionista-directora en la vida real), quien no está demasiado de acuerdo con las miradas, posturas y decisiones de los mayores. La película está filmada y actuada con indudable pericia y profesionalismo, pero por momentos parece presa de la indecisión respecto de si jugarse por completo al descontrol (más en el tono de una Boda sangrienta, por ejemplo) o si convertirse en un film algo más serio que advierta sobre los riesgos de la devastación del planeta y los excesos de los gobiernos que nos llevan, sí, hacia el fin del mundo.