Desde su premiado debut con La perrera hace ya 15 años, Manuel Nieto Zas solo había filmado un largometraje (El lugar del hijo), pero la larga espera valió la pena: El empleado y el patrón es el más ambicioso, arriesgado y logrado de sus tres largometrajes (y eso que los dos anteriores eran muy valiosos). Si ya desde el título la película anticipa las profundas diferencias entre los protagonistas, lo cierto es que Nieto Zas concibió una historia con muchas más ramificaciones, facetas, connotaciones y alcances que una esquemática lucha entre un poderoso malo que abusa de un trabajador humilde y bueno. Ambientada en esa zona limítrofe entre Uruguay y Brasil donde impera las diversas variantes del portuñol, la película arranca con Rodrigo (Nahuel Pérez Biscayart) tratando de cruzar con una buena cantidad de marihuana y siendo interceptado en un control policial. Pero Rodrigo es un patrón, alguien que explota los extensos campos de su padre (Jean-Pierre Noher) y cuya producción luego se exportará a Europa. Además, Rodrigo y Federica (Justina Bustos) acaban de tener un bebé y temen por algunos indicios de eventuales problemas de salud del recién nacido. Es tiempo de cosecha y en el campo que supervisa Rodrigo necesitan de forma desesperada quien maneje los tractores. En su búsqueda, se topa con Carlos (Cristian Borges), un enamorado de los caballos que pese a ser muy joven también está casado y tiene una hija pequeña. Pronto se sumará al trabajo, pero un descuido desembocará en una tragedia. No conviene adelantar más que ese planteo inicial, pero desde entonces la película no solo mostrará las crecientes contradicciones entre el empleado y el patrón sino también la distancia y las tensiones entre Rodrigo y Federica. Nieto Zas manipula (en el mejor sentido del término) al espectador generando una empatía pendular hacia los personajes que resulta tan incómoda como fascinante, ya que todo el tiempo vamos cambiando nuestras perspectivas e identificaciones hacia ellos. El empleado y el patrón propone un abanico cinematográfico con bares-prostíbulos, caza de animales, carreras (y remates) de caballos, recitales de rock, consumo de drogas, funerales, juicios y las apuntadas diferencias de clase que se manifiestan en pequeños (y no tan pequeños) actos de desprecio. En la deriva (y con ciertos planos iluminados por el gran Arauco Hernández Holz con aires de western) la película se va enrareciendo y complejizando, pero sin perder nunca la tensión ni el interés. Bienvenido sea entonces el regreso de Nieto Zas con un film tan inquietante como provocador.
Tras la muy buena Kingsman: El servicio secreto (2014) y la aceptable Kingsman: El círculo dorado (2017), uno podía sostener cierta esperanza respecto de la suerte de esta precuela, sobre todo porque el coguionista y director era el mismo: Matthew Vaughn. Pero todo lo que podía salir mal terminó siendo peor de lo imaginado. Estamos frente a una película que ha perdido toda la gracia, buena parte de la espectacularidad (hay de todas formas un par de set-pieces con algo de creatividad y delirio), la capacidad de provocación, el desenfado y el desenfreno de sus predecesoras para convertirse en un film chato, cansino, anodino, que parece conducido con piloto automático por el creador de Kick-Ass: Un superhéroe sin super poderes. En este (viendo los resultados artísticos) innecesario viaje al pasado nos remontamos hasta principios del siglo XX, cuando el duque de Oxford interpretado por Ralph Fiennes sufre la muerte de su esposa frente a los ojos de su pequeño hijo en medio de la guerra Bóer en la Sudáfrica de 1902. Luego de ese prólogo, saltamos hasta los tiempos del asesinato del archiduque Franz Ferdinand en 1914 y el inicio de la Primera Guerra Mundial hasta llegar a la Revolución Rusa en 1917. Pero el antagonista principal de este despropósito de comedia de acción será el todopoderoso y despótico Grigori Rasputin, encarnado a pura exagaración por Rhys Ifans. Fiennes, con su contención y su impoluta estirpe británica para lidiar con los avatares de la situación bélica y al mismo tiempo con las desventuras de su ahora ya adulto hijo Conrad (Harris Dickinson), es lo mejor de un elenco que incluye a sus laderos Shola (Djimon Hounsou) y Polly (Gemma Arterton). También están Aaron Taylor-Johnson y Tom Hollander en un triple papel, pero buena parte de los notables intérpretes de las entregas anteriores, como Colin Firth, Taron Egerton, Julianne Moore, Mark Strong, Samuel. L Jackson, Michael Caine, Halle Berry y Channing Tatum, ya no están y esa ausencia -sobre todo con un guion tan básico en su planteo y torpe en su resolución como el de esta tercera entrega- se nota demasiado. Un paso en falso para un director que venía en buena racha como Matthew Vaughn, obligado por la maquinaria de la industria a extender como sea una franquicia exitosa.
El noveno largometraje del prolífico director de Everybody in Our Family, Aferim!, Corazones cicatrizados (Scarred Hearts), The Dead Nation, I Do Not Care If We Go Down in History as Barbarians y Uppercase Print comienza con una escena de sexo explícito. Emi (Katia Pascariu) y su marido se disfrazan, se provocan y proponen distintos juegos sexuales mientras se filman. Nada demasiado perturbador y que no se repita en la intimidad de miles de parejas. Sin embargo, el video casero cae en manos inescrupulosas, es subido a un sitio porno y se hace viral. El problema es que pronto la noticia llega a la comunidad educativa en la que Emi es docente y no quedará directivo, colega, padre ni alumno sin haber visto las muy explícitas imágenes. La reacción es inmediata: en el seno de una sociedad conservadora y mojigata como la rumana se plantea la imperiosa necesidad de una sanción ejemplar contra alguien que debería ser un modelo y ejemplo, pero se ha convertido en poco menos que una aberración. Este tríptico (los segmentos se titulan One-way Street, Short Dictionary of Anecdotes, Signs, and Wonders y Praxis and Innuendos: Sitcom) pendula entre el documental, el ensayo casi enciclopédico, la sátira al borde del grotesco y el drama personal de una mujer embarcada en una lucha desigual por defender sus derechos, sus principios, sus convicciones y, sí, su dignidad. ¿Qué es obsceno, pornográfico o perverso hoy? ¿Un video íntimo que debió quedar en el marco de una pareja o la caza de brujas y la censura social? Estos son solo algunos de los inteligentes, incómodos e inquietantes dilemas que Radu Jude (quizás el más audaz de los directores rumanos en actividad) plantea en este film rodado en plena pandemia. La forma en que la protagonista camina por las calles de Bucarest en pleno verano con su barbijo no es solo una exposición de estos tiempos de Coronavirus sino también una suerte de símbolo y metáfora de una mujer obligada a refugiarse, a taparse, a callarse frente al virus de los prejuicios, la hipocresía, la cancelación y el fanatismo en nombre de una moral superior.
Tras dirigir distintos episodios de varias series, la reconocida actriz Natalie Morales debutó en el largometraje con una película en la que también es protagonista absoluta junto a Mark Duplass (ya habían trabajado juntos en Room 104). Si uno contara que se trata de otra producción que apela a las videoconferencias como principal herramienta narrativa cualquiera podría rechazar de lleno la propuesta en estos tiempos de “fatiga de Zoom”. Sin embargo, hay tanto encanto, tanta sensibilidad, tanta honestidad en A un click de distancia - Language Lessons, que se alcanza un grado de intimidad y empatía que muchos cineastas no consiguen ni con las más intensas de la escenas con actores interactuando “en vivo”. Will (Desean Terry) le regala a su marido Adam (Duplass) un programa de lecciones semanales de español y su profesora será Cariño (la propia Morales). De origen cubano, radicada en Costa Rica pero formada en Miami, ella es una entusiasta docente con sus propios traumas y miserias. Cuando Will fallece en los primeros minutos del relato (ambos convivían en una mansión en Oakland), la relación entre esa maestra y el devastado alumno se tornará cada vez más cercana (pese a la virtualidad, claro) y nacerá entre ellos un entendimiento, una conexión, una energía muy especial. Tragicómica, inteligente, leve por momentos y profunda en otros, se trata de una pequeña, noble y lograda película dividida en cuatro partes (Inmersión, Comprensión, Contexto y Gramática) sobre un amor platónico que se construye a la distancia, en medio de las diferencias generacionales, sexuales, étnicas y hasta de clase.
Desde que se estrenó en el Festival de Cannes 2019, Retrato de una mujer en llamas / Portrait de la jeune fille en feu fue saludada casi unánimemente como una obra maestra. A mi me gustó (la califqué por entonces con 7 puntos), pero me parece una película demasiado calculada y hasta académica. Petite maman dura poco más de una hora (casi la mitad que su predecesora) y estoy cada vez más convencido de que la verdadera obra maestra es esta. Rodada en medio de la pandemia con dos niñas como protagonistas (y tres adultos en papeles secundarios) en una casona rodeada por un bosque como locación principal, Petite maman arranca en un geriátrico: Nelly (Joséphine Sanz) es una niña de 9 años que no ha podido despedirse como hubiera querido de su amada abuela, que acaba de morir. Sus padres (Stéphane Varupenne y Nina Meurisse) la llevan a la que fuera la casona de la recién fallecida para vaciar estantes y bibliotecas en un proceso inevitablemente doloroso. La mamá no soporta el trance, abandona el lugar y deja que su marido termine la tarea. Hasta aquí un film realista más sobre los diversos mecanismos a los que personas de distintas edades apelan para emprender un duelo. Sin embargo, para el resto de los escasos pero profundos y fascinantes 72 minutos de Petite maman la directora de Tomboy y Bande de filles nos tiene reservada una sorpresa. Sin abandonar el naturalismo de las situaciones y las actuaciones, comienza aquí una extraña veta fantástica que no conviene anticipar en su resolución. Lo cierto es que Nelly se hará de una nueva amiga de su misma edad, Marion (Gabrielle Sanz), que está a punto de ser operada, y eso dará pie a varios descubrimientos y revelaciones que las pequeñas asumen con la inocencia propia de la edad (y también con una madurez un tanto ilógica que luego encuentra su justificación). Sin ostentaciones ni excesos, con una hermosa fotografía a cargo de Claire Mathon (la misma colaboradora de Retrato..., premiada hace días con el galardón ADF en Mar del Plata), que nunca se regodea en la belleza del entorno, vemos cómo las chicas arman una casa en el bosque, cocinan panqueques, interpretan una obra que ellas misma escribieron, soplan las velitas para celebrar un cumpleaños. La dulzura en medio de la tristeza, el (re)encuentro en medio de un viaje en el tiempo muy especial. La película hace recordar por momentos a la también notable Yuki & Nina, de Nobuhiro Suwa e Hippolyte Girardot; y a otras dos joyas como Mi vecino Totoro y El viaje de Chihiro, ambas de Hayao Miyazaki, pero Sciamma logra un universo tan femenino, íntimo y distintivo que convierten a esta pequeña (en duración) película en una fábula sobre el tiempo y los afectos para todas las edades, con unas dimensiones y alcances insospechados.
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En un par de semanas (más precisamente el 18 de diciembre), Steven Spielberg cumplirá 75 años. Su carrera como director ya supera largamente el medio siglo y en esas más de cinco décadas había filmado de todo... menos un musical. Esa cuenta pendiente queda saldada con la remake de Amor sin barreras (West Side Story), que lo encuenta cumpliendo lo que al parecer es un viejo sueño (la película está dedicada a su padre). Cualquier cinéfilo podrá preguntar(se): ¿Por qué? ¿Para qué volver a filmar esta historia de amor, de locura y de odio que ganó diez premios Oscar, incluido el principal a Mejor Película? Uno podría bucear en sus declaraciones, en su amor por el cine clásico y los géneros populares, pero podríamos responder también con otra pregunta: ¿Y por qué no? O, simplemente, porque puede, porque tras 50 años detrás de cámara tiene los pergaminos y el poder suficiente como para hacer lo que se le dé la gana. Sumamente respetuosa de la historia original (el show de Broadway es de 1957 y la película dirigida por Robert Wise y Jerome Robbins con Natalie Wood, Richard Beymer y Rita Moreno a partir de la música de Leonard Bernstein y las letras de Stephen Sondheim es de 1961), pero al mismo tiempo con innegables resonancias actuales (sobre todo de la era Trump), se trata de una notable incursión en el género que no hace otra cosa que ratificar la maestría y la ductilidad de unos de los grandes directores de la historia del cine desde los años '70 hasta hoy. Lejos del glamour, la estilización cool o el regodeo pop de los Lin-Manuel Miranda, los Baz Luhrmann o los Rob Marshall, Spielberg opta por un musical más austero, más contenido y -sí- más clásico: no es que a Amor sin barreras, que no es otra cosa que una adaptación de Romeo y Julieta a las calles de la Nueva York de los años '50, le falte a espectacularidad (ya el plano secuencia aéreo del inicial con la cámara apostando a un encuadre cenital para mostrar el derruido Hell’s Kitchen en un Upper West Side que parece zona de guerra es portentoso), pero sin traicionar el espíritu del género lo suyo es siempre funcional a la historia principal. Nada de caprichos, florituras o desbordes accesorios, superfluos e innecesarios. El Romeo y la Julieta de la película son Tony (un Ansel Elgort que merece ser reivindicado en plan Marlon Brando) y María (Rachel Zegler). Y el amor es prohibido porque está amenazado por el odio del entorno, ese que enfrenta a los Sharks de origen puertorriqueño con los Jets, una pandilla de jóvenes estadounidenses de familias que en muchos casos provienen de Europa (el personaje de Elgort tiene raíces polacas). Sí, el racismo, el nacionalismo, el orgullo, la identidad y esa supesta “pureza” que no hace otra cosa que alimentar el odio y la violencia. Las canciones, las interpretaciones, las coreografías están -vaya novedad- muy bien filmadas, pero jamás resultan ostentosas. En ese sentido, Amor sin barreras corre incluso el riesgo de no ser lo suficientemente demagógica con los consumidores habituales del género y que tampoco interese demasiado a los spielbergeanos que odian el musical y solo la verían por seguir la filmografía de su director favorito. Quizás una de las mayores audacias de Spielberg haya sido no solo elegir unos cuantos intérpretes latinos sino hacerlos hablar en muchos casos en español (y, según leí, sin doblar ni subtitular sus diálogos). El resto -no menor- pasa por el brillante trabajo de su habitual DF Janusz Kaminski y los aportes expresivos y vocales de Rachel Zegler como la Maria que interpretara Natalie Wood, la extraordinaria Ariana DeBose como Anita, David Alvarez como un boxeador llamado Bernardo que lidera los Sharks y la legendaria Rita Moreno, a sus 89 años, volviendo a la historia que coprotagonizó hace medio siglo, ahora en el papel de Valentina. Como ella, vale la pena regresar a Amor sin barreras de la mano de ese excelso narrador llamado Steven Spielberg.
Reconocida guionista (Vaquero, Bien de familia, La casa, Marilyn, Nada es lo que parece, Los sonámbulos, Pequeña Victoria, El fin del amor), Mara Pescio debuta en la dirección de largometrajes con una película sobre una conflictiva relación madre-hija, una sensible historia de reencuentros y reconciliaciones en medio de la culpa y los apremios. La primera escena es imponente: enfundada en un vestido rojo, Julia (Miss Bolivia) canta en primer plano un cover de esa hermosa canción de Virus que es Pronta entrega. Pero un par de planos más tarde descubriremos que ese aparente glamour inicial deviene en una realidad muy distinta: el show es un restaurante familiar en el sur de Brasil. Para peor, el poco dinero que le deja ese recital solo servirá para pagar una ínfima parte de la deuda que ella mantiene. Y, le advierten, solo tiene un par de días para cubrir el resto. A sus 43 años, Julia cruza la frontera y regresa a su Misiones natal; más precisamente a un barrio de monoblocks en las afueras de Posadas, donde Clara (Irina Misisco), su hija adolescente, vive con Fernanda (Laura Kramer) y cuenta con la ayuda de su tío o de una vecina llamada Gloria (Gabriela Saidón). El reencuentro es, en principio, muy frío, tirante y formal (la madre debe firmar una autorización para que Clara, próxima a cumplir 17 años, pueda instalarse junto a su padre en Paraguay), mientras que el entorno resulta por demás hostil, ya que Julia huyó del lugar luego de estafar a varios vecinos que siguen reclamando el dinero (el destino de esa plata es otro de los misterios que se irán resolviendo con el correr del metraje). Ese fin de semana alude al breve plazo que tendrán madre e hija para reconectar. Los rencores y resentimientos no tardarán en surgir, pero también ese amor que persiste más allá de las miserias y los traumas. Lo mejor de esa relación (y del film) pasa por los momentos musicales. Es que tanto Julia como Clara (quien además de la relación afectiva con Fernanda mantiene con ella un dúo de guitarra y teclado) parecen transformarse cuando cantan y bailan una “coreo”. Una intensidad emocional que se extraña en algunas otras escenas en las que, de todas formas, siempre está presente esa sororidad que les permite a esas mujeres acompañarse incluso en las situaciones más difíciles. De hecho, resultan más emotivos ciertos momentos “intrascendentes” (cuando se pintan las uñas o cuando dan rienda suelta a su espíritu lúdico para compartir unos juegos como el Gusano Loco o los Autos Chocadores en un viejo parque de diversiones) que aquellas en las que surgen confesiones “importantes”. El trabajo de Pesce con los DF Armin Marchesini Weihmuller e Inés Duacastella logra retratar esos climas tan propios de una zona de frontera con su dinámica propia, su diversidad étnica y hasta su idioma particular que surge de la mezcla. Pero, más allá de ese ambiente tan distintivo, el corazón de esta breve historia (poco más de una hora neta) pasa por la descripción, íntima y delicada, de ese reencuentro con las horas contadas, pero que igualmente tendrá algo de catártico y curativo. Está claro que un par de días juntas no cambiarán ni repararán una historia signada por la decepción, la descontención y el abandono, pero pueden servir para paliar un poco el dolor, para demostrar que nunca es demasiado tarde para recuperar (al menos en una ínfima parte) el tiempo perdido.
Yuyo, Tato y Pino. Además de coincidir en apodos de cuatro letras, el artista plástico Luis Felipe Noé, el actor, dramaturgo y psiquiatra Eduardo Pavlovsky, y el cineasta Fernando Solanas fueron amigos durante más de medio siglo, más precisamente desde la época de La hora de los hornos y el posterior exilio forzoso. Dos de ellos ya no están físicamente entre nosotros (Tato murió en 2015 y Pino, hace poco más de un año), pero Tres en la deriva del acto creativo surge como una celebración póstuma de esa amistad, de la militancia, del amor por el arte, de la resiliencia, de la paternidad. Algo desprolija porque acumula cual retazos materiales de diferentes épocas, orígenes y calidades técnicas, pero decididamente emotiva, la película es también un tributo y un legado para sus hijos, sus esposas y las nuevas generaciones. El corazón del film es un (re)encuentro de los tres amigos para -copas de tinto mediante- charlar sobre la vida y el arte. Luego, sí, se suman distintos materiales de archivo y registros de Noé pintando, de Solanas filmando y de Pavlovsky montando una obra teatral; aparecen las mujeres que los han acompañado durante muchos años (Nora Murphy, Angela Correa y Susy Evans) y los hijos varones que también se han dedicado al arte (Gaspar Noé y Juan Solanas son directores de cine, mientras que Martín Pavlovsky es un reconocido músico). El exilio en París, la influencia de padres a hijos, el compromiso político y, claro, la exploración de ese tan enigmático proceso creativo de cada artista son algunos de los tópicos que dominan este documental que encuentra su pico emotivo en la forma -cariñosa y desgarradora a la vez- en que Pino filma a su amigo Tato en los últimos tiempos del creador de El señor Galíndez, Potestad y Rojos globos rojos, quien asegura que lo que más le importa es seguir viviendo. En otro momento, Solanas dice que lo que siempre lo ha motivado es continuar trabajando, teniendo proyectos y seguir haciéndose preguntas. Tres en la deriva del acto creativo es una demostración contundente de esas búsquedas y objetivos que marcaron la existencia y la carrera de un cineasta esencial.
El mundo de los físicoculturistas ha tenido múltiples aproximaciones desde el cine (una de las más notables es Ta Peau si lisse, del canadiense Denis Côté) y ahora es el turno de un nuevo acercamiento por parte del argentino Felipe Gómez Aparicio, quien le suma a su primer largometraje una respetuosa y al mismo tiempo descarnada mirada a los rituales de iniciación, las inseguridades y contradicciones propios de la adolescencia. David (Mauricio di Yorio) va a uno de esos colegios secundarios privados con mucho rugbier y jugadora de hockey, participa de las bromas (con no pocos rasgos homofóbicos) y comparte las mismas tentaciones de cualquiera de sus compañeros: ir a una fiesta, beber alcohol, deshinibirse, tener sexo (allí está la atractiva Mica que interpreta Antonella Ferrari). Pero al mismo tiempo el protagonista no es como los demás, ya que dedica prácticamente todo su tiempo a moldear de forma obsesiva en su habitación o en el gimnasio cada uno de los músculos de su cuerpo. Aparatos, pesas y -cuando el asunto empieza a ir más en serio pastillas e inyecciones- conforman una rutina que su madre Juana (Umbra Colombo) controla con rigor militar y algún tinte edípico. ¿Se trata de un simple pasatiempo, de una disciplina marcada por el sacrificio, la perserverancia y la obsesión, de una forma de vida a la que hay que entregarse de forma absoluta? ¿Hasta dónde puede un adolescente aguantar la presión y los efectos secundarios? Estos son algunos de los interrogantes que se plantea el guion del propio Gómez Aparicio y Leandro Custo, y que los 75 minutos de relato se encargarán de ir respondiendo (aunque sea en parte). Hay algo de ejercicio erótico-voyeurístico en apreciar esos cuerpos esculturales, pero también otro tanto de patológico en esa combinación de esfuerzos sobrehumanos y anabólicos para acercarse a la perfección. El director lo sabe y junto con el talentoso fotógrafo Adolpho Veloso nos ofrecen un retrato íntimo y detallado sobre un universo cargado de misterio y con algo de secreto. Una película en varios pasajes fascinante y provocadora con una una apuesta llena de contrastes que combina rebeldía, vergüenza, empoderamiento, toxicidad, angustia y virilidad.