Con Inmortal Fernando Spiner regresa a uno de los géneros que más le fascinan, el fantástico, con una historia sobre una dimensión paralela en la que se conservan imágenes de la vida real. Un simple ascensor aparentemente fuera de servicio es lo que separa a una Buenos Aires bastante reciente (unos docentes protestan contra el gobierno macrista) del universo de Leteo, donde a los “muertos vivos” se los llama residentes. La protagonista del film es Ana Lauzer (Belén Blanco), una fotógrafa radicada en Roma que regresa por diez días a Buenos Aires para “hacer unos trámites”. Su padre (Patricio Contreras), de quien estaba bastante distanciada, ha muerto hace poco tras la quiebra de su imprenta y ella debe resolver cuestiones ligadas con la sucesión y unas escrituras con Sara (Elvira Onetto), la última mujer del fallecido. Cuando en una de las primeras escenas del film ella viaja en colectivo por el sur del conurbano cree ver por la ventana la figura de su padre deambulando por una zona fabril de Avellaneda. No puede ser, pero... Las explicaciones vendrán pocos minutos cuando Benedetti (Daniel Fanego), el típico científico un poco loco (pero no tan loco) que fue amigo de su padre, le hable del funcionamiento del universo paralelo de Leteo que él mismo ha diseñado. Y también entrará en escena su jefa, Isadora, una misteriosa ingeniera interpretada por Analía Couceyro. El elenco principal se completa con Víctor, un “residente” al que Ana conocerá en su primera incursión en Leteo. Inmortal pendula todo el tiempo entre el realismo (hay un buen uso de locaciones como el hotel América de Constitución, el edificio Lanusse o el bar El Progreso e imponentes imágenes tomadas con drones de la circunvalación porteña) y la dimensión fantástica, donde a los efectos visuales parecen faltarles un poco más de tiempo o recursos de postproducción (o ambas cosas). La película también extraña algo más de aire, de humor, en un universo que -más allá de lo trascendente de la historia- está muchas veces dominado por la solemnidad. Blanco maneja con suma ductilidad los distintos estados de ánimo por los que va atravesando Ana en su camino de búsqueda y descubrimiento en el marco de una historia que maneja ideas inteligentes e inquietantes que van de lo espiritual y lo existencial (los títulos de apertura, por ejemplo, están dedicados a los oráculos del I Ching) a cuestiones tan esenciales, profundas y complejas como el amor y la muerte.
Mariel (María Villar) quiere interpretar el papel de la heroína Isabella en una obra basada en Medida por medida, de William Shakespeare, pero para eso debe atravesar un riguroso proceso de casting que incluye no solo improvisar una escena sino también exponerse de una manera bastante íntima, en primerísima persona. Entre inseguridades, indecisiones, angustias, dilemas y problemas económicos, la protagonista no se termina de convencer del todo de que ese proyecto sea lo mejor para ella. El personaje de Isabella ya ha sido encarnado en una versión anterior por Luciana (Agustina Muñoz), una actriz con bastante más confianza, experiencia y trayectoria que ella. No son precisamente rivales (Luciana maneja otros proyectos como rodar una película en Portugal y hasta la presiona para que se presente a la audición y consiga ese trabajo), pero esa vieja compañera que ahora reencuentra una y otra vez funciona como un espejo incómodo para Mariel. Como tercer vértice del triángulo está Miguel (Pablo Sigal), hermano de Mariel, amante de Luciana y administrador del proceso de casting de la obra. Cuando parecía que Matías Piñeiro iba en camino de ampliar la base de sustentación de sus películas con historias y narrativas más clásicas y accesibles, Isabella resulta su film más radical, abstracto, introspectivo, críptico e inasible hasta la fecha. De hecho, elude cualquier tipo de relato tradicional para apostar por constantes saltos, por romper la cronología con un permanente pendular entre los pasados, el presente y los futuros de sus criaturas. A Mariel la veremos indistintamente delgada, embarazada de siete meses y medio y ya con niños en un juego temporal que el catálogo de la Berlinale comparó con las experimentaciones en la materia de íconos franceses como Alain Resnais y Jacques Rivette. Entre el silencio sagrado de las salas de teatro y las ruidosas calles urbanas, entre la naturaleza virgen de las sierras cordobesas y el vértigo de Buenos Aires, Piñeiro propone, construye, diseña un sistema de espejos, de dobles, para abordar cuestiones como la vocación, el deseo, el éxito (y la frustración que muchas veces genera perseguirlo), las miserias del arte, así como las dificultades que atraviesan mujeres fuertes a la hora de sobrellevar los prejuicios y condicionamientos sociales. Bella como el color púrpura que aquí preside la narración, misteriosa y fascinante como las piedras que ejercen una atracción magnética, contradictoria como las mujeres que la protagonizan, Isabella es una película compleja y exigente que nos sumerge en los terrenos menos explorados y por lo tanto más inquietantes del cine contemporáneo.
Will Smith es no solo el protagonista sino también el productor -junto a su esposa Jada Pinkett Smith- de esta película. De hecho, en el video que se exhibió antes de la proyección en el Festival de Mar del Plata, el actor apareció agredeciendo junto a las jóvenes coprotagonistas Saniyaa Sidney y Demi Singleton. El director -que suele ser la estrella de todo festival- brilló esta vez por su ausencia. Es que, así como está contada, Rey Richard es una historia muy pertinente para estos tiempos: una épica de superación en medio de múltiples carencias, violencia y racismo. Y el matrimonio Smith no se perdió la oportunidad de ponerse al frente. Durante el largo reinado de las hermanas Williams mucho cuestionaron los métodos sádicos y manipulatorios de su padre Richard (Smith), pero en esta película es poco menos que el héroe del relato, el cerebro detrás del éxito. Sí, se lo ve estricto y exigente, pero es quien siempre toma cada una de las decisiones que finalmente surgirán como acertadas. Aunque los empresarios blancos lo subestimen, aunque los pandilleros negros de Compton casi lo maten a golpes, aunque la Seguridad Social lo visite para constatar que no es un padre abusivo, él siempre terminará saliéndose con la suya. Cómo una familia afroamericana de clase media-baja terminó dominando uno de los deportes más aristocráticos (y más blancos) del universo es lo que Rey Richard expondrán con lujo de detalles y haciendo gala de un bienvenido clasicisimo. Tenemos a un padre obsesivo hasta lo enfermizo, una madre que no se quedaba atrás (Oracene "Brandi" Williams es interpretada por Aunjanue Ellis) y cinco hijas, dos de las cuales se convertirían en tenistas prodigio desde muy pequeñas: Venus (Saniyaa Sidney) y Serena (Demi Singleton). Como en todo buen relato de deportes (y no solo de deportes) es esencial para que la narración crezca en tensión y emoción el aporte de personajes secundarios y aquí se lucen también Tony Goldwyn y Jon Bernthal como los entrenadores Paul Cohen y Rick Macci, respectivamente. Si bien entre los créditos finales aparecen materiales de archivo con los grandes momentos de las carreras de las Williams, el film opta por mostrar la infancia y adolescencia de las chicas, justo hasta que Venus -en 1994 y con solo 14 años- enfrenta en su segundo partido como profesional a la por entonces número uno del mundo, la española Arantxa Sánchez-Vicario. Es una sabia decisión del guion de Zach Baylin, por supuesto. ¿Qué sentido tiene reconstruir algo que todo amante del tenis sabe a la perfección? Sin embargo, como se armó el imperio Williams (porque Richard más que un padre fue un arquitecto o un ingeniero) es algo no tan conocido y que el film expone, más allá de algunos lugares comunes del subgénero de ficciones deportivas y omisiones como que el matrimonio se terminaría separando en 2002, con una indudable destreza narrativa old-fashioned, notables actuaciones y nobleza de espíritu.
Ridley Scott ha logrado convertir la trágica caída de la casa Gucci en las mieles de una ópera bufa sin privarse de nada: personajes rimbombantes, maquillajes y prótesis estrafalarias, un inglés con acento italiano y el mejor sentido del espectáculo. Lógicamente, Lady Gaga le abre los brazos a su Patrizia Reggiani para convertirla en el corazón ardiente de la película, exuberante y magnífica, dispuesta a defender ese apellido conquistado con la sangre fresca de su vendetta. Si Scott demostró que podía convertir la épica de la Edad Media en la verdad de su trasfondo económico en El último duelo, estrenada hace pocas semanas, ahora explora la historia familiar de una de las casas de moda más legendarias de Italia con los excesos de un melodrama de la realeza. Una realeza inventada al ritmo infernal del siglo XX, confeccionando zapatos para las estrellas de Hollywood, oscilando entre el cuero de la Toscana y los rascacielos de Nueva York, destinada a erigir su imperio en una era en la que el arte y la alta costura todavía no cotizaban en bolsa. Scott entiende desde el comienzo que el crimen por encargo es apenas una anécdota, una costura final en un tejido de estafas y traiciones, heredero de los tonos ocres de la Sicilia de los Corleone y de la opulencia de los Borgia en aquel Vaticano del Renacimiento. La historia comienza con la inconfundible voz de Patrizia (Lady Gaga), soñadora como en los cuentos de hadas, para llevarnos a la Milán de 1978 donde conoce al joven Maurizio Gucci (Adam Driver) en una fiesta. Gaga escalona la progresiva transformación de su personaje a través de actos concretos: la seducción de un tímido Maurizio en la pista de baile y con un trazo de lápiz labial en un parabrisas; los cambios de vestuario y cortes de pelo; una corporalidad segura y dominante sobre la escena. Pero sobre todo la ilumina con la percepción de las duplicidades de ese entorno que disfraza sus oscuras raíces con el oro del despilfarro, tanto el pragmático Aldo (Al Pacino) y sus réplicas de Gucci para amas de casa, como el cadavérico Rodolfo (Jeremy Irons) y sus ataduras a los fantasmas que sellarán su destino. Impulsada por la ambición, por el mismo hechizo que Gucci consagró para la moda italiana, Patrizia habita en un mundo que reclama como propio, pintado como una opereta barata, doloroso como una tragedia griega. El cine de Ridley Scott a menudo se vio prisionero de una pesada seriedad, una galería de solemnes ejercicios de arqueología de género –Gángster americano (2007)-, de ridícula reconstrucción histórica –Robin Hood (2010)- o de pomposa ciencia ficción –Prometeo (2012)-, que dejaban para Tony Scott la vertiente kitsch de esa hermandad original. Pero La casa Gucci no puede ser más disfrutable, tan desenfadada como lo permite el mainstream, con Pacino gesticulando como Michael en el abrazo a Fredo de El padrino II, con Jared Leto bailoteando con su calva plástica y sus pucheros impostados. Con esa misma osadía filma un casamiento al ritmo de “Faith” de George Michael y la codicia en las notas de “Sweet Dreams” de Eurythmics, imagina las correspondencias más grotescas con envidiable soltura, el sexo como el clímax de una ópera. Scott se sacude las exigencias de la historia real, la trasciende haciendo conscientes a sus criaturas de su condición de títeres del destino, mostrando sus mayores miserias como el eco necesario de sus anteriores grandezas. “Gucci no es Tiffany’s. Gucci es una empresa familiar y por lo tanto supone problemas familiares”, declara uno de los inversores dispuestos a salvar a la marca de sus turbulencias financieras e impulsarla a una nueva era de ganancias y modernidad. La película encuentra quizás su única meseta en la bisagra que divide el relato entre los 80 y los 90, que coincide además con la breve salida de Patrizia del centro de la escena. Lo que se descubre en esa instancia es que esas astucias corporativas que intentan arrebatar a Gucci del griterío familiar son también aquellas cuyo protagonismo socava la potencia del melodrama, deja algunos retazos en el histrionismo de Leto en la mesa de una audiencia y revela que Scott se mueve mejor en los alaridos de la desolación que en las pasarelas de los desfiles. Toda esa amalgama impensable que resulta la película adquiere vida en las más rocambolescas traiciones, las vacas del matadero de Toscana, la bóveda fantasmal en la que Rodolfo Gucci pasa sus días, las extravagancias de Aldo, la tontería irremediable de Paolo, la letal cobardía de Maurizio. Y en el corazón, la combustión perfecta que ofrece Patrizia, la maestría de Gaga en cada una de sus apariciones. Scott consigue hacer de la casa Gucci el cielo y el infierno, la gloria de su creación y la sangre de su caída, dioses y monstruos dormidos para siempre en el panteón.
Las ya muy transitadas historias sobre empleadas domésticas que trabajan en el seno de familias de clase alta en distintas zonas de América Latina corren siempre el riesgo de caer en la obviedad y la manipulación. Y justamente por eso, porque aborda ese tipo de relaciones y conflictos con mucha ductilidad y sensibilidad, encontrando nuevas formas y sentidos, es que Carajita resulta una película muy valiosa. Yarisa (Magnolia Núñez) es la “nana” de Sara (Cecile Van Welie) desde que una era una veinteañera y la otra tenía apenas cuatro años. Hoy Yari tiene 36 y Sara es una adolescente de 17 años en pleno despertar, disfrute y búsqueda de identidad e independencia. Sin embargo, el amor y la complicidad permanecen inalterables, intactas. De hecho, cuando llega a la hermosa casona ubicada frente al mar Mallory (Adelanny Padilla), la hija de sangre de Yari, se aprecia una relación bastante más tensa, fría y dominada por celos y reproches. Una noche, Sara, su hermano Álvaro (Javier Hermida) y Mallory van juntos a una fiesta y, luego de una velada con demasiado alcohol, se producirá un accidente cuyo saldo trágico es mejor no anticipar. Lo que ese clímax genera es una división entre aquellos que apelan al silencio cómplice y otros que, en medio de la bronca y la indignación, exigen justicia. La película aborda cuestiones como la culpa, la resignación, la hipocresía, el cinismo y, claro, las ya apuntadas diferencias (generacionales, raciales, económicas, de clase) en una historia en la que -no es broma- cabras y cangrejos tendrán también una incidencia decisiva. En esta coproducción entre Argentina y República Dominicana (misma combinación que en Cocote) la dupla conformada por la bonaerense Schnicer y el catalán Porra (Tigre) encontró en esta propuesta surgida de la dominicana Ulla Prida un ámbito ideal para trabajar inquietantes cuestiones de las dinámicas familiares donde lo íntimo contamina la dimensión social, y viceversa, donde las lealtades se dividen entre la conciencia de clase y la que se profesa hacia quienes han estado siempre en el entorno. Si la película escapa de las resoluciones facilistas y demagógicas es porque apuesta en muchos casos más al detalle, a la observación sutil, a lo gestual y a lo visual (excelente trabajo del argentino Iván Gierasinchuk y los aportes adicionales del chileno Sergio Armstrong) antes que al diálogo recargado o la denuncia horrorizada. Porque Carajita, como debe ser, cree en el cine antes que en el panfleto y, por eso, el resultado es tan fascinante como desgarrador.
La directora de El juego de la silla, Una novia errante, Los Marziano, Mi amiga del parque y Sueño Florianópolis se arriesga con un film lírico y existencialista a la vez que parece haber anticipado como pocos estos tiempos de pandemia global. Rodada de forma intermitente, durante un período de casi tres años, en blanco y negro, con el aporte de cinco diferentes directores de fotografía (Gustavo Biazzi, Guillermo “Bill” Nieto, Marcelo Lavintman, Fernando Blanc y Joaquín Neira), El perro que no calla surge como la película más arriesgada, experimental, artesanal y existencialista de los seis largometrajes concebidos hasta la fecha por Ana Katz. La directora abandona el protagonismo femenino (la masculinidad aparecía de manera un poco más tangencial en la apuesta coral de Los Marziano) para narrar las desventuras de Sebastián (Daniel Katz, hermano y habitual colaborador de la realizadora en la vida real), un diseñador gráfico treintañero que parece ir a los tumbos, un poco a la deriva, sin ofrecer demasiadas resistencias. Un conflicto con los vecinos por los constantes ladridos de su perra Rita, otro con su jefa (Valeria Lois) que termina con un despido que tampoco parece ser demasiado ríspido, una experiencia traumática en un campo de La Pampa, un trabajo cuidando a un paciente terminal, participando en un programa de radio o en una cooperativa que comercializa verduras... Así, a partir de viñetas de las que vamos saltando mediante constantes elipsis, seguimos la vida entre triste y absurda de nuestro particular antihéroe en una tragicomedia con algo de ese deadpan de Aki Kaurismäki, Jim Jarmusch o la ya legendaria dupla de los uruguayos Rebella y Stoll. Llegará luego el tiempo de una relación con Adela (Julieta Zylberberg), del ingreso definitivo a la adultez y a la paternidad, y un momento cumbre del film que tiene algo de visionario y anticipatorio ¿Por qué? Porque mucho antes de que el Coronavirus fuese una realidad, Katz imaginó una pandemia a escala global, con la población sometida a todo tipo de sacrificios (e inversiones en el caso de los más pudientes) para poder sobrevivir. El resultado es una película bella y triste, lírica y angustiante a la vez, que se permite romper con algunas convenciones narrativas y adosarle tres pasajes de ilustraciones y algunas animaciones muy artesanales (cortesía de la también directora de arte Mariela Rípodas). Una mirada con cierto desencanto sobre un hombre común (y podríamos decir que hasta bastante sumiso, vulnerable y un poco frustrado) en un mundo hostil, deshumanizado. Una historia que, sin caer en la bajada de línea ni en la denuncia forzada, sintoniza como pocos con estos tiempos en los que lo apocalíptico, lamentablemente, se ha transformado en algo demasiado realista.
En su reconciliación con el universo latino, Disney pasó de ambientar Coco (2017) durante las celebraciones del Día de los Muertos en México a narrar Encanto en un pintoresco pueblo de la Colombia profunda, ubicado en un verde valle entre montañas, ríos y bosques. Allí descubrimos a la simpática, inteligente, impulsiva, pero traumada Mirabel Madrigal ¿Por qué traumada? Porque todos en su familia extendida (léase abuela, madre, hermanas, tía, primos) tienen algún poder mágico. La única absolutamente terrenal en la hermosa casona es ella y algunos le hacen sentir esa diferencia no menor. Como ocurría también en Coco, la figura matriarcal de Abuela -aquí bastante menos simpática y más despótica- ordena la dinámica hogareña y la protagonista se debatirá entre sus deberes y sus ansias de independencia y de trascender los mandatos familiares. Dominada por la culpa, encontrará en determinado momento la posibilidad de redimirse y demostrar su valía. Encanto regala una animación pletórica de movimiento, colores fuertes propios de una naturaleza exuberante, canciones pegadizas y números musicales que tuvieron en varios casos el aporte del prolífico Lin-Manuel Miranda, quien parece no puede faltar en ningún proyecto donde se aborde alguna temática latina. Más allá de contar con protagonistas en su mayoría femeninas y de fuerte personalidad, Encanto cede a la tentación del pintoresquismo y los estereotipos latinoamericanos. La madre de Mirabel, Julieta (la voz de Angie Cepeda), tiene la habilidad de curar a las personas... cocinando. El trasfondo de la historia ligado a las penurias de los inmigrantes ilegales es parte del subtexto políticamente correcto de una película concebida con indudable pericia técnica y narrativa, aunque también con cierto cálculo y algo de fórmula que la distancian de los mejores exponentes del estudio Disney.
La directora veinteañera Luciana Gentinetta fue compañera de colegio (la Escuela Normal ENAM de Banfield) de Anahí Benitez, una adolescente de 16 años que desapareció en junio de 2017 y cuyo cadáver fue encontrado recién 6 días después. El femicidio tuvo en su momento bastante repercusión mediática (sobre todo por la constante y masiva movilización de los estudiantes), pero este documental prioriza no tanto la reconstrucción del caso sino cómo esa lucha los cambió para siempre, cómo terminó de forma abrupta con la inocencia adolescente y los obligó a confrontar las responsabilidades (y también los horrores) de la adultez. El eje del relato son los sentidos, íntimos, por momentos emotivos testimonios de amigos y amigas que la conocieron y que luego participaron en su búsqueda para terminar pidiendo justicia en medio de inacciones y complicidades (hasta ahora a nadie le convence la resolución del caso judicial). La estructura de Algo se enciende es clásica y hasta un poco convencional, pero hay momentos en que Gentinetta logra otorgarle al film una dimensión más cinematográfica que periodística (hay algo del Gus Van Sant de Elefante en algunas tomas del gigantesco establecimiento) y cambia lo sombrío del hecho por un tributo lúdico y artístico hacia esa compañera y amiga que ya no está, pero de alguna manera los sigue inspirando. Misión cumplida.
Tras ganar la competencia Noves Visions de la 54ª edición de Sitges - Festival Internacional de Cinema Fantástic de Catalunya, se estrena la nueva película del director de La memoria del muerto y El eslabón podrido que se centra en la cada vez más intensa relación que se va estableciendo entre dos mujeres opuestas entre sí. Por un lado está Carla (Jimena Anganuzzi), que carga con un embarazo de más de cuatro meses producto de una violación y a quien en la primera escena vemos avanzar trastabillando en medio de una tormenta. Por otro, aparece Irina (Lola Berthet), una médica que suele hacer abortos clandestinos pero en este caso se niega a practicárselo por lo avanzado del proceso de gestación. En cambio, le propone darle refugio hasta que el bebé nazca y luego venderlo a un matrimonio adinerado. Desesperada, sin demasiada contencion ni alternativas superadoras, Carla termina aceptando. Tras ese inquietante prólogo, avanza este film ambientado en los años '70 (aunque bien podría transcurrir en los '50), rodado casi íntegramente en blanco y negro, que navega en las aguas del terror gótico, el melodrama romántico y el thriller erótico sobre las diferencias de clase y los códigos compartidos con aires de La ceremonia, de Claude Chabrol; y elementos propios del cine de Fassbinder y Almodóvar. Sexo, sangre y venganza conforman el tríptico principal de esta película que se basa -sobre todo- en la química entre las dos protagonistas (los personajes masculinos a cargo de Germán de Silva, Edgardo Castro y Luis Ziembrowsky solo orbitan alrededor de ellas y tienen una dimensión psicológica bastante más limitada), que va desde las tensiones iniciales hasta la relación casi endogámica y simbiótica que se va profundizando posteriormente. El resultado es un film tenso y denso, por momentos ominoso y pertubador, con varios pasajes logrados desde lo narrativo, visual e interpretativo.
Tras ganar uno de los premio principales del FIDMarseille 2020 con Río Turbio, Tatiana Mazú González presentó en el festival platense otro notable trabajo que la consolida como una de las referencias ineludibles de la nueva generación (tiene apenas 31 años). Si bien en Río Turbio ya había algunos elementos autobiográficos, se trataba de una apuesta mucho más experimental en lo narrativo, lo visual y lo sonoro. En Caperucita Roja también va de los personal (lo familiar) a lo social, pero con una búsqueda más sencilla y cristalina, aunque no por eso menos arriesgada y valiosa. Caperucita Roja es la historia de cuatro generaciones de mujeres de una familia, pero la esencia es recuperar las vivencias de la abuela Juliana, quien tuvo de niña una vida extremadamente dura en el monte y una granja de España antes de romper con un sino inevitablemente trágico para huir y radicarse en la Argentina en busca de una vida mejor. Largamente octogenaria, la encantadora anciana (y brillante en el arte de la sastrería) va charlando en tono confesional sobre todo con sus nietas Sofía y Tatiana, aunque también recita poemas, canta viejos temas y ofrece una acumulación de recuerdos dominados en muchos casos por el dolor. Atentas a la vida de su abuela, las jóvenes recuperan combativas canciones de la época de la República y contrastan la existencia en un principio sometida y resignada de Juliana con el discurso empoderado de las jóvenes, parte de la avasallante marea verde que lucha por consolidar y ampliar los derechos de las mujeres. Suerte de péndulo entre la admiración y el amor que sienten por la abuela y la búsqueda por romper con siglos de relaciones impuestas por el patriarcado, Caperucita Roja es un ensayo sobre los encuentros y las diferencias generacionales. Un retrato hilado, bordado con sensibilidad, humor, inteligencia y rigor. Contra todos los lobos de este mundo.