Más allá de algunos momentos de cierta espectacularidad visual, es un producto fallido Las producciones animadas de Disney han conseguido fascinar desde lo narrativo y lo visual, desde la empatía de sus personajes y la fuerza de sus historias, a múltiples generaciones a través de décadas. Incluso cuando percibió que algo nuevo (¿revolucionario?) estaba ocurriendo con la irrupción de Pixar, adquirió esa compañía y nombró a su líder, John Lasseter, máximo responsable de su división de animación. Por eso, porque los artistas y ejecutivos del más tradicional de los estudios de Hollywood saben muy bien qué contar, cómo hacerlo y cómo venderlo, cuesta entender que hayan invertido -sólo en la realización- más de 150 millones de dólares en un proyecto tan poco convincente como Marte necesita mamás , un film decepcionante no sólo desde lo temático (ni la trama ni los personajes resultan demasiado atractivos) sino incluso desde lo estético. La película -con el productor Robert Zemeckis como principal impulsor- apuesta por una técnica que está en plena controversia: la captura de movimiento. Como ocurrió en El e xpreso polar, Beowulf, la leyenda y Los fantasmas de Scrooge (tres largometrajes que Zemeckis dirigió personalmente), para esta historia rodada y coescrita por Simon Wells ( El príncipe de Egipto ) se filmaron primero las acciones y gestos de los actores de carne y hueso (provistos con sensores conectados a computadoras) para luego animarlos y ubicarlos en medio de paisajes marcianos, en una desesperada, casi ridícula y poco fructífera búsqueda de un hiperrealismo que no es tal (la torpeza de ciertos movimientos indica más bien lo contrario). Así, las desventuras de Milo, un niño de 9 años que trata de rescatar a su madre abducida por decisión de una veterana y malvada líder de Marte que intenta sostener un régimen matriarcal en el planeta rojo, carecen de la ligereza, la elegancia, la fluidez, la simpatía, la capacidad de sorprender y emocionar y esa infrecuente inteligencia para trabajar múltiples niveles de lectura que suelen tener las propuestas de Disney y Pixar. Hay en esta transposición del cuento original del dibujante Berkeley Breathed algunos momentos de cierta espectacularidad visual, pero más allá de esos escasos hallazgos estamos ante un producto fallido. Por suerte, en poco tiempo más Disney tendrá la posibilidad de una revancha para demostrar que se trató, apenas, de un mal paso dentro de una larga y fecunda historia de buen cine familiar.
Con películas como 300 , Watchmen - Los vigilantes y Ga'Hoole: La leyenda de los guardianes , el director Zack Snyder ya había demostrado su predilección por el género fantástico a propulsión de efectos visuales, la violencia estilizada, la estética de cómic y el espíritu pop. Pero si en sus anteriores films (incluida la remake de El amanecer de los muertos ) había una estructura narrativa más o menos sólida que contenía el despliegue (por momentos lleno de talento para la puesta en escena, en otros demasiado "pirotécnico") del realizador, en Sucker Punch la premisa es por demás endeble y, por lo tanto, el portentoso despliegue visual se parece demasiado a un regodeo narcisista, a un artificio caprichoso, a una cáscara que trata de disimular el vacío interior. Aquí, más que una historia (elemental y banal como pocas), hay elementos, personajes y situaciones que se acumulan sin demasiado sentido: hay chicas muy bellas con ropa ajustada que se conocen en? un neuropsiquiátrico y se enfrentan a hombres (feos, sucios y/o malos) que las someten a todo tipo de bajezas y hay un juego pendular entre la realidad (el encierro) y la ficción (los sueños épicos, "liberadores") de la protagonista (Emily Browning). Así, mientras en el hospital está a punto de sufrir una lobotomía, en las secuencias oníricas, la atribulada Baby Doll se convierte en una heroína vengadora que lidera un grupo de intrépidas chicas expertas en artes marciales, armas y explosivos (por allí aparecen Abbie Cornish, Jamie Chung y Jena Malone y hasta Vanessa Hudgens, la Gabriella de High School Musical ). El film maneja elementos que remiten a otros trabajos sobre la locura ( Inocencia interrumpida, La isla siniestra ), aunque por momentos parece ser la tarantiniana saga de Kill Bill la principal referencia y fuente de inspiración, mientras que no pocos harán comparaciones con la reciente El origen . A todo esto, Snyder le agrega a un diseño retrofuturista (la acción principal transcurre en los años 50, pero la película apela todo el tiempo -incluso desde la música- a un posmoderno anacronismo). Con una edición a puro vértigo -heredera de un lenguaje que ya ni siquiera el videoclip ni la publicidad explotan demasiado-, este patchwork visual y narrativo resulta en sus casi dos horas bastante solemne (ni siquiera hay un humor irónico), confuso y tortuoso. Esperemos que Snyder recupere el rumbo en la vuelta de Superman a la pantalla grande que lo tendrá como principal responsable en poco tiempo más.
Abuelito dime tú... El estreno de una película búlgara, con copias en fílmico y en buenas salas como el Cinemark Palermo, el Cinemark Caballito o el Patio Bullrich es un hecho para festejar en estos tiempos de sequía, al menos en lo que a cine de arte (o de autor, o de calidad, o como quieran llamarlo) se refiere en una cartelera cada vez más concentrada y menos diversa. No soy un fan del cine balcánico (ya sé, no es un género y, por lo tanto, no se puede generalizar, y allí está además la producción rumana como para desmentir cualquier prejuicio) y, en varios aspectos, este film de Stephan Komandarev adscribe a cierta grandilocuencia, banalización, exageración y efectismo que caracteriza a buena parte de la producción de ese origen. Pero, más allá de sus excesos, superficialidades y simplificaciones (abarca demasiado y profundiza poco), igual considero a El mundo es grande y la salvación está a la vuelta de la esquina como una película valiosa, de esas que merecen ser vistas y discutidas. El film está narrado con permanentes saltos temporales (va y viene entre la Bulgaria comunista y la actual) y se centra en las desventuras de tres generaciones (abuelos, padres, hijo) de una familia común, cuya existencia -marcada en muchos casos por la tragedia- acompaña los bruscos cambios sociopolíticos del país. La historia tiene como protagonista a un joven que sufre una amnesia total tras un accidente automovilístico que termina con la vida de sus padres: no sólo no recuerda nada del choque sino que ha perdido todos sus recuerdos. Será entonces con la ayuda de su carismático abuelo -campeón de backgammon- que irá redescubriendo su pasado en un viaje de dimensiones espirituales a bordo de una bicicleta, mientras el director apuesta por constantes flashbacks para describir las represivas condiciones durante el régimen comunista y los intentos de muchos búlgaros de exiliarse -sin demasiada fortuna- en la Europa occidental. Esta tragicomedia va de lo íntimo a lo social y trabaja -a veces con sensibilidad y humor, en otras con trazo grueso y subrayando lo innecesario- temas muy diversos y centrales en cualquier hombre como la memoria, el exilio, la muerte o el amor. Con buenos actores, una puesta en escena convincente, bellas imágenes y una búsqueda por emocionar sin golpes bajos, El mundo es grande y la salvación está a la vuelta de la esquina nos permite acercarnos a una realidad, un tiempo y un lugar poco frecuentados en la cartelera comercial porteña. Por eso, y más allá de los reparos apuntados, esta más que digna película búlgara es una oportunidad para no desaprovechar.
En blanco y negro y con una frescura y sensibilidad no demasiado frecuentes, Weintraub -discípulo de Jim Jarmusch y por estos días rodando su nueva película en Buenos Aires- narra una historia de iniciación, de climas, de estados de ánimo, de pocas palabras, de sentimientos muchas veces contradictorios sobre las experiencias de tres jovencitos (dos amigos y la ex novia de uno de ellos) durante unas vacaciones veraniegas. Un film con el espíritu indie marcado a fuego en la frente, de pequeña dimensión (económica) pero buen alcance (artístico). Weintraub es un director que promete: veremos si todo lo que aquí insinúa se consolida en sus nuevas aventuras cinematográficas (porteñas).
Con un estilo (largos y muy cuidados planos fijos en HD, gran trabajo con las capas de sonido, ausencia de diálogos) que remite a Profit Motive and the Whispering Wind, de John Gianvito, este director debutante (nacido en 1976) filmó durante 9 meses en la ESMA, un predio convertido hoy en Espacio de la Memoria, pero con múltiples connotaciones humanas y políticas. Las imágenes de ruinosos edificios, de las instalaciones artísticas, de los actos culturales y de los vestigios -y fantasmas- de un pasado trágico conviven con bastante armonía en esta interesante apuesta estética y narrativa.
De cómo un gran actor puede brillar en una película mediana Tengo una teoría que no tiene demasiado fundamento empírico (cada cinéfilo podría hacer listas de artistas y películas para alimentarla o desmentirla). Es más bien un esbozo, si se quiere una intuición: para mí a los grandes actores se los elige en películas medianas, no especialmente recordables. Me explico: hay muchos intérpretes que han pasado a la Historia del cine gracias a sus trabajos para directores de primera línea o en films que ganaron el Festival de Cannes o el Oscar. Pero creo que se puede detectar a un actor o actriz de excepción cuando logra lucirse en (y engrandecer a) una historia no particularmente deslumbrante o inspirada. Eso es lo que ocurre con Ricardo Darín en Un cuento chino. Esta nueva película de Sebastián Borensztein (La suerte está echada) es una simpática comedia con algunos buenos momentos, ciertos gags logrados, algunas observaciones interesantes respecto de las diferencias étnicas... y con un gran actor como Darín, de esos capaces de hacer interesantes incluso personajes algo estereotipados como el Roberto de Un cuento chino. Para seguir con mi modesta teoría es un film como éste (y no Nueve Reinas, El aura o El secreto de sus ojos) el que demuestra por qué Darín es un actor enorme. Roberto es un veterano de Malvinas (un detalle del guión totalmente innecesario por lo burdo como para "jusfiticar" las miserias del protagonista) que vive solo y se mantiene gracias a su ferretería. Huraño, malhumorado, obsesivo, resentido, fóbico, nuestro anithéroe se la pasa insultando a todo el mundo, como si fuese la víctima preferida de una conspiración universal en su contra. Ni siquiera tiene la disposición mínima como para dejar entrar en su intimidad a una mujer que "muere" por él (Muriel Santa Ana). Su existencia de encierro, neurosis y previsibilidad se ve convulsionada cuando -de forma accidental y casual- un joven chino llamado Jun entra en su vida y la cambiará para siempre. El recién llegado -víctima también de la mala suerte y de los golpes de la vida- genera en Roberto una mezcla de compasión y culpa, aunque también desata toda su veta agresiva y negadora. Borensztein apela a ciertos lugares comunes sobre las comedias de este tipo (los malosentendidos con el lenguaje, las costumbres opuestas) y se arriesga con unos flashbacks y pasajes fantásticos jugados al absurdo en el que hay un gran despliegue de efectos visuales aunque no demasiado logros narrativos. Un cuento chino se sigue en su mayor parte con interés, el relato es leve y bastante fluido, pero tengo casi la certeza de que con otro actor al frente habría resultado bastante menor. Con el carisma, la contención, la ductilidad, el tono justo de Darín es -más allá de los altibajos apuntados- una película que merece ser vista.
El director de Vidas cruzadas plantea un thriller sencillo y efectivo Ganador del Oscar por Vidas cruzadas en 2005, el guionista y director Paul Haggis filmó dos años más tarde una intensa y cuestionadora película sobre las consecuencias de la guerra en Irak ( La conspiración ). Ahora, sorprende con la remake de Pour elle -una película francesa reciente con Vincent Lindon y Diane Kruger- en la que apuesta por una combinación entre el melodrama familiar (en su primera mitad) y el thriller de fuga y persecución (en su segunda hora). El resultado es digno, aunque por momentos la narración resulta demasiado lenta, solemne y recargada dentro de un género como el del suspenso. John Brennan (Russell Crowe) es un profesor universitario que está casado con Lara (Elizabeth Banks) y ambos crían sin demasiadas complicaciones a su pequeño hijo. Sin embargo, esa apacible vida de clase media se derrumba cuando la policía irrumpe en el hogar y arresta a la madre bajo la acusación de haber cometido un brutal asesinato. Este hombre común está convencido de que su esposa es inocente, pero la vía judicial parece inexpugnable. Así, mientras se sigue ocupando de su rol de padre, inicia un descenso a los infiernos del submundo criminal de Pittsburgh y el film adquiere una dimensión más épica y con elementos propios del cine de género. La película -más allá de la indudable solvencia de sus actores y de los buenos aportes artísticos en rubros como la fotografía y la música (a cargo de Danny Elfman)- pierde por momentos su eje a partir de múltiples derivaciones, constantes cambios de tono y registro, subtramas menores, y detalles que no agregan demasiado. De todas maneras, aun con estos y otros problemas, Haggis logra mantener el interés por la suerte de sus criaturas. Lejos de la compleja estructura coral de Vidas cruzadas , Sólo 3 días propone una narración bastante más lineal, aunque Haggis mantiene la densidad dramática y el trabajo sobre las contradicciones, las ambigüedades, los dilemas morales de sus personajes. Al final de cuentas, ese es su "sello de fábrica" y, aunque estemos ante la remake de un film francés que no escribió, aquí también terminó imponiendo su marca.
A pesar de sus escenas subacuáticas de gran belleza, no escapa de los clichés del género Más allá del nombre de James Cameron como productor y del "gancho" comercial que -al menos por el momento- genera el cine en 3D (la película se estrena aquí sólo en versión tridimensional en 66 salas digitales), Sanctum está muy lejos de alcanzar los atractivos que encumbraron a Avatar hasta lo más alto de la taquilla de todos los tiempos. Este film rodado en su mayor parte en exteriores y estudios de Australia (aunque ambientado en una cueva submarina de Papúa Nueva Guinea jamás explorada por el hombre) parece un documental sobre turismo de aventura de esos que se pueden ver a toda hora por distintas señales de cable, cruzado de manera transversal por una mediocre trama sobre una conflictiva y problemática relación padre-hijo y plagado de personajes estereotipados y de diálogos tan obvios como altisonantes. La excusa argumental es la siguiente: un multimillonario arrogante (Ioan Gruffudd) llega al lugar con su bellísima novia Victoria (Alice Parkinson) y con un joven experto en buceo y alpinismo (Rhys Wakefield). Allí se encuentran con el equipo de liderado por el padre de éste, el experimentado y cínico Frank (Richard Roxburgh), que lleva meses explorando la intrincada cueva en busca de la salida al mar. Todos ellos se sumergirán (literalmente) en un universo desconocido y lleno de peligros, que los obligará a enfrentarse con las situaciones más extremas y adversas. Sanctum ofrece algunas escenas subacuáticas de gran belleza, cuya espectacularidad el 3D amplifica, pero el relato -más allá de los golpes de efecto con todo tipo de tragedias- nunca escapa de los lugares comunes de las épicas más transitadas sobre el coraje, el heroísmo, la culpa y la redención.
La mirilla indiscreta A partir de una anécdota mínima (un grupo de soldados israelíes dentro de un tanque a lo largo de 24 horas durante la guerra del Líbano, en 1982), Samuel Maoz expone -con una puesta virtuosa y sin concesiones que resulta todo un tour-de-foce- los horrores y excesos de todo enfrentamiento bélico. Tan lejos de la demagogia como de la denuncia subrayada, el guionista y director que ganó la Mostra de Venecia 2009 opta por darle al relato una dimensión física, íntima, trabajando sobre el encierro, la tensión, la claustrofobia y la progresiva degradación moral hasta llegar a un tono surreal, alucinatorio y terrorífico. Cobardes, embargados por el miedo, llenos de reproches y remordimientos, los protagonistas observan a través de la mirilla del cañón del tanque (con su zoom impresionante o su sofisticado sistema de visión nocturna) cómo hasta los civiles son víctimas del arrasador accionar militar. Resultan, así, verdaderos voyeurs de los peores miserias de la hipocresía, el cinismo, la doble moral y todo lo despiadado que puede ser el hombre. Y nosotros, con ellos, también.
Ernesto (Oscar Ferrigno) tiene 48 años y vive (y regentea) un hotel en el balneario de Valeria de Mar en compañía de su madre (Norma Aleandro, su madre también en la vida real) y de su conflictuada hermana. Todo parece rutinario y previsible hasta que aparece en el lugar Julia (Valeria Lorca), la hija adolescente de Ernesto, que llega desde Buenos Aires tras la muerte de su madre e intenta como puede recuperar el amor de su padre tras ocho años de ausencia. El reencuentro no será nada fácil, en medio de traumas, miedos, miserias y mezquindades varias. Ese es el punto de partida de este tragicómico ensayo familiar que intenta (y casi nunca logra) ser emotivo, mientras apela a los sentimientos más básicos para conseguir la identificación, la empatía del espectador. Con demasiados lugares comunes, una puesta en escena muy mediocre (casi televisiva), personajes secundarios estereotipados (el amigo del protagonista, las huéspedes voluptuosas y desinhibidas del hotel) y mútliples conflictos (como el de la hermana) trabajados con demasiada superficialidad, este film escrito y dirigido por Edgardo González Amer parece atrasar unos cuantos años.