Choque entre dos mundos Este nuevo largometraje de la Fundación Universidad del Cine (FUC) se arriesga con un guión que mixtura el realismo de una historia juvenil contemporánea con el género fantástico, a partir del encuentro entre Tomás (Estanislao Silveyra), un muchacho de la Buenos Aires actual, y el fantasma de Canaveri (Iván Espeche), un malevo acuchillado a traición en una noche de 1920. La apuesta es riesgosa, además, porque esta opera prima del guionista y director Guillermo Grillo propone una combinación de tonos y climas entre el drama propio de la trágica historia del pasado, el minimalismo de las desventuras adolescentes de Tomás (enamorado de la hermana de su mejor amigo) y las búsquedas humorísticas del choque entre las personalidades, las costumbres, las actitudes y hasta las formas de hablar de ambos protagonistas: mientras Canaveri es el típico guapo, taita, duro y encarador; Tomás es un chico inseguro, tímido y algo cobarde. Hay algunos pasajes inspirados (cuando Grillo se centra en la intimidad y en las interacciones de sus criaturas) y otros en los que irrumpe la obviedad, el paralelismo más bien obvio y hasta el trazo grueso (una escena con un travesti en un albergue transitorio u otra en la que aparecen un parapsicólogo y una médium). Lo mejor de la película tiene que ver con su sólido acabado técnico (en especial, el muy cuidado sonido) y con las buenas actuaciones de los dos protagonistas y de varios de los intérpretes secundarios. Sin embargo, a nivel general, la mezcla no termina de cuajar y, así, muchas situaciones y búsquedas artísticas lucen forzadas, artificiales. Más allá de los apuntados hallazgos, Fantasma de Buenos Aires se ubica en las antípodas de las propuestas que varios directores surgidos de la FUC (como Mariano Llinás, Matías Piñeiro o Alejo Moguillansky) siguen concretando incluso con el apoyo de la escuela de cine más prolífica e influyente del país.
Una película hecha a corazón abierto James Gray abandona el terreno conocido del thriller En su cuarto largometraje, el talentoso director de Cuestión de sangre , La traición y Los dueños de la noche sorprende al abandonar el género que venía marcando su carrera (el thriller) e incursionar en otro (el melodrama romántico) que sólo había abordado de manera muy tangencial en sus films previos. Los amantes parte de varios tópicos bastante transitados (las vivencias de una familia judía de Brooklyn que intenta sostener sus costumbres y tradiciones, varios personajes de treinta y pico de años que muchas veces se comportan como adolescentes tardíos, un triángulo sentimental con un hombre tironeado entre la seguridad y el riesgo, y los excesos propios del amour fou ) para luego trascenderlos y complejizarlos. El film tiene como antihéroe a Leonard Kraditor (Joaquin Phoenix, protagonista de todos los trabajos de Gray), un muchacho que vive y trabaja con sus padres, que tiene una tendencia suicida, que se autodefine como "bipolar", y cuya atención se divide entre el amor pasional que siente por Michelle Rausch (Gwyneth Paltrow), una conflictuada vecina que a su vez mantiene un affaire con un abogado casado (Elias Koteas) y que en principio sólo lo quiere como amigo y confidente; y Sandra Cohen (Vinessa Shaw), una sencilla y querible joven judía por la que apuestan los intrusivos padres de él (Moni Moshonov e Isabella Rossellini). La solidez del elenco (es notable el trabajo en los personajes secundarios) y la bella y melancólica fotografía de Joaquín Baca-Asay en locaciones reales de Nueva York son aportes que Gray aprovecha para sumar a su ya habitual maestría narrativa. El cine de Alfred Hitchcock y François Truffaut, la literatura de Fiódor Dostoievski y Philip Roth son algunas de las múltiples fuentes en las que bebe el guionista y director para construir una película sensible y visceral, de esas que se hacen a corazón abierto, sin pensar en las modas ni en los análisis intelectuales. Lejos de la sofisticación y corriendo incluso el riesgo de incomodar con algunos excesos y clisés románticos, Gray muestra una nueva faceta en su interesante filmografía. Bienvenida sea.
Los condenaditos A la salida de la función de prensa (en realidad, no fue de prensa ya que habían sido invitados al Cinemark Palermo decenas de adolescentes que, intuyo, integran el club de fans local de la saga vampírica), los críticos -sin demasiado ánimo para la discusión- nos consultábamos si esta segunda entrega de la franquicia nos había resultado "más" o "menos" entretenida (o aburrida) que la primera. "Un poco más", dijeron unos; "un poco menos", agregaron otros. Nos saludamos y nos fuimos silbando bajito. No teníamos más nada que decirnos. Y tampoco -debemos admitirlo- tenemos mucho para escribir ¿A quién le interesa si esta segunda entrega no alcanza a conmovernos en lo más mínimo? ¿A los cientos de miles de incondicionales seguidores de la saga literaria/cinematográfica que la irán a ver una, tres o cinco veces como en una procesión religiosa? ¿A los millones que jamás irán a verla aunque alguien opine que es la mejor heredera de Bram Stoker? Diría, entonces, que (casi) a nadie. Pero, como somos profesionales y obstinados, dejaremos nuestro parecer para la posteridad (que en este caso será bien efímera). La cosa es así: Bella (Kristen Stewart, la deliciosa protagonista de Adventureland, un verano memorable) cumple 18 años y, a pesar de su fobia a los festejos (entre muchas otras fobias que tiene), empieza a recibir regalos de todos, menos de su amado vampiro Edward (el carilindo, pálido e inexpresivo Robert Pattinson), que tiene... 109 años. Entre quienes sí le entregan un obseguio figura Jake (Taylor Lautner), un morocho de origen indio que también está enamorado de ella y que, según comprobaremos a los pocos minutos, es en realidad un hombre-lobo cazavampiros. La lucha entre lobos y vampiros es uno de los ejes de esta segunda entrega. El otro, claro, es ese amor ¿imposible? entre Bella y Edward. El huye apelando a una mentira que ella se cree y, mientras Bella sufre pesadillas y ataques de angustia, encuentra consuelo en Jake, aunque en el fondo sigue obsesionada con el rubio (o sea, el triángulo amoroso más básico posible), que se le aparece en visiones a cada instante. Entre apelaciones permanentes a Romeo y Julieta (la película intenta alcanzar sin suerte las cimas de la épica melodramática sobre amores condenados), el esperable despliegue de efectos visuales, imágenes en cámara lenta, torsos desnudos y miradas a cámara más propias de un comercial de desodorantes que del cine, y decenas de canciones que intentan tapar los baches dramáticos y narrativos (ver detalles de la banda sonora aquí), transcurren los extensos 130 minutos de un film que, como sus vampiros, parece siempre sediento de sangre y que, como sus protagonistas, nos deja con las ganas. Una amor pasional narrado con absoluta frialdad. Dicho esto, pasaremos a cubrir desde mañana, los reportes sobre los cientos de millones de dólares que Luna Nueva recaudará en todo el mundo. Y, una vez más, los ejecutivos de marketing se reirán de lo que nosotros, los críticos, hayamos escrito. Como se dice: son las reglas del juego.
Los usurpadores de cuerpos El director cordobés de Extraño, Cuatro mujeres descalzas, Artico y Rosa Patria filmó en Entre Ríos y Buenos Aires la relación entre dos personajes decididamente borderline -una mujer que entrega su cuerpo para prácticas de estudiantes de medicina (y luego también a cuanto empresario o camionero se le cruce) y un gay reprimido con un secreto por descubrir- que inician un viaje juntos. En medio de sus angustias, de su patetismo, de sus silencios, de sus miserias, de sus carencias afecivas y sexuales, de sus obsesiones y hasta de sus perversiones, surge algún tipo de comprensión, de atracción, pero también de tensión que termina por estallar. Una árida, seca y demasiado fría combinación entre el melodrama y la road-movie construida a fuerza de climas, de detalles y de observaciones más que de un relato de estructura clásica. Hay ideas, situaciones, encuadres, viñetas, sonidos y paisajes que resultan logrados e inquietantes, pero la película (empezando por la labor de su dúo protagónico) resulta bastante fallida. De todas maneras, está claro que Loza hizo la película que quiso y sus búsquedas -siempre abiertas a la experimentación visual y narrativa- tienen aspectos estimulantes.
La otra cara del amor Tom (Joseph Gordon-Levitt) quiso ser arquitecto, pero la falta de dinero lo obligó a abandonar la carrera y a ganarse la vida creando frases para todo tipo de tarjetas postales en una empresa de Los Angeles. Un día, se incorpora a la compañía Summer (Zoey Deschanel), para trabajar como asistente de su jefe. El queda deslumbrado por ella y al poco tiempo se cruzan en el ascensor, donde ella se mostrará también como fan de The Smiths (Tom está escuchando a la banda inglesa liderada por Morrissey en su i-Pod). El gran problema es que mientras él está obsesiva, perdidamente enamorado de ella, la protagonista descree por completo de la vida en pareja y prefiere sostener una relación más "amistosa". Los 500 días del título son narrados de manera no cronológica (arranca por el 488) y, así, el relato irá y vendrá en el tiempo, mostrando los acercamientos y alejamientos, las alegrías y tristezas, los sueños y decepciones, las peleas y reconciliaciones y, en definitiva, las contradicciones que hacen de ésta una anti comedia romántica en la que conviven la música, IKEA, el karaoke y las desventuras de la Generación X, con reminiscencias del cine de Kevin Smith, de Richard Linklater y del Nick Hornby de Alta fidelidad. Más allá de la ingeniosa estructura con constantes saltos temporales, hay situaciones inspiradas, que fluyen con gracia y sensibilidad, y otras en las que el sistema se resiente con algunas anécdotas o ciertos diálogos demasiado calculados. De todas formas, en el balance de sumas y restas, el resultado final es más que positivo. Si, además, se le agrega que la dupla Gordon-Levitt/Deschanel es irresistible, (500) días con ella termina siendo una de esas pequeñas películas para ser tenidas muy en cuenta.
Un clásico policial negro Después de Gangsters y El muelle , Olivier Marchal -uno de los directores más taquilleros del cine francés de la última década- continúa demostrando toda su capacidad narrativa y su categoría visual dentro del policial negro con MR 73: La última misión , otra incursión en el universo de detectives quebrados y asesinos seriales para la que contó una vez más con el aporte del gran Daniel Auteuil. Auteuil interpreta a Louis Schneider, un veterano detective que supo tener épocas de gloria y que hoy está consumido por las penas, la soledad (su esposa está en estado vegetativo) y el alcohol. Tras secuestrar en una de sus borracheras un colectivo de la ciudad de Marsella, es degradado a una tarea nocturna y burocrática, mientras se sucede una ola de crímenes sexuales y el sector más corrupto de la fuerza policial aprovecha para ganar terreno. El intrincado rompecabezas se completa con otras piezas clave: una encumbrada agente (Catherine Marchal) que trata de ayudar al protagonista, un asesino (Philippe Nahon) que está a punto de salir de la cárcel, y una joven embarazada (Olivia Bonamy) que 25 años atrás, siendo una niña, perdió a sus padres a manos de ese delincuente que pronto estará en libertad. La película sostiene en buena parte de sus dos horas la tensión y el suspenso, pero dilapida parte de sus logros con sus excesos de una violencia demasiado gráfica, sus simbolismos obvios, varias subtramas que no terminan de entrelazarse con fluidez, ciertos lugares comunes sobre los derroteros de seres torturados en busca de la redención, y una polémica aproximación al siempre conflictivo tema del "ojo por ojo" y la venganza por mano propia. De todas formas, sus logros formales, sus climas y la imponente presencia de su actor protagónico la convierten en un digno referente dentro de un género clásico en la historia del cine francés.
Honestidad brutal Este segundo largometraje de Julia Solomonoff (Hermanas) no consiguió durante su presentación en la competencia oficial del BAFICI en abril último la repercusión local ni internacional que merecía. Muchos la consideraron, injustamente, como demasiado convencional para los cánones de la selección porteña (¡Y hasta cuestionaron para esa inclusión el hecho de que haya sido coproducida por los hermanos Almodóvar!). Luego, la película tuvo un breve, poco difundido y fallido recorrido comercial por las salas de Rosario y el circuito de festivales también tardó en reconocer sus valores, ya que -luego de varios meses- recién pudo llegar a muestras como las de San Sebastián o Tesalónica. El último verano de la Boyita tiene un segundo problema: remite en distintos aspectos a otros films de grandes directoras locales: La rabia, de Albertina Carri; La ciénaga, de Lucrecia Martel; y XXY, de Lucía Puenzo. Quizás Solomonoff no sea tan sutil y virtuosa como Martel ni tan extrema en su abordaje temático como Carri o Puenzo, pero nadie puede dudar de que su segunda película está muy bien narrada y actuada, tiene sensibilidad para acercarse al universo infantil/preadolescente, y hace gala de un acabado técnico irreprochable con la colaboración de un verdadero dream-team (el DF Lucio Bonelli, el compositor Sebastia´n Escofet, los editores Rosario Suárez y Andrés Tambornino, el arte de Mariela Ripodas y la sonidista Lena Esquenazi). Las contradicciones entre la gente de ciudad y la del campo, los prejuicios que existen incluso en tiempos de corrección política, las pequeñas miserias y hostilidades, la descontención de los chicos, y -sobre todo- el tema del despertar sexual son expuestos por Solomonoff con pudor, sin forzar ni subrayar las situaciones, sin caer en la demagogia, apoyada en la expresividad de la pequeña Guadalupe Alonso y construyendo un universo (el campo en pleno verano) que es funcional a la historia. Espero que, más allá del apuntado traspié rosarino y de los múltiples aplazamientos de su lanzamiento porteño, El último verano de la Boyita pueda conectar con cierto segmento del público en medio del aluvión de estrenos nacionales que hace naufragar a la mayoría. Es una película digna, honesta y cuidada. Atributos suficientes como para ser tenida muy en cuenta.
Todo lo que necesitas es amor Esta película -ganadora de tres premios en la Semana de la Crítica del Festival de Cannes 2008- es un auténtico crowd pleaser (con todo el encanto y la demagogia que esa caracterización conlleva). Entre el cuento de hadas proletario, la comedia romántica y la reivindicación de esos personajes de clase trabajadora sumidos en la desesperación (hay algo del cine de Mike Leigh y Ken Loach), esta opera prima del belga Christophe Van Rompaey -sin llegar a una edulcoración complaciente- resulta algo así como el reverso, la antítesis del cine de sus compatriotas más célebres, los hermanos Dardenne. El film arranca cuando Matty (convincente trabajo de Barbara Sarafian), 43 años, madre de tres hijos (uno de ellos, una adolescente lesbiana) y abandonada desde hace cinco meses por su marido, que se fue con una chica bastante más joven, choca en el estacionamiento de un supermercado con Johnny (Jurgen Delnaet), un camionero de 29, también divorciado. Luego de una dura pelea, llegará la progresiva reconciliación y, más tarde, el inevitable romance. De hecho, Matty -empleada del correo, endurecida por la angustia, la bronca y el resentimiento- tardará en comprometerse, pero logrará no sólo la atención de Matty sino incluso el regreso de su ex. Volver a amar cae en cierto patetismo pueblerino (la larga escena del karaoke) y en algunas confesiones íntimas demasiado obvias, pero combina con bastante acierto los enredos amorosos y humorísticos con una sensible mirada humanista.
Una luz en la oscuridad María (María Laura Cali) trabaja como empleada de limpieza en una disco de Barcelona. Vive sola en una diminuta habitación de una vieja casa plagada de inmigrantes ubicada en un barrio dominado por la comunidad árabe. Un llamado la alerta de que su abuelo ha muerto y le ha dejado una precaria chacra (hipotecada y llena de deudas) en un paraje perdido del San Luis profundo. Hacia allí viaja con la idea de venderla lo antes posible, ver si le queda algún dinero y volver a su gris existencia europea. Pero el destino y una especie de llamado interior hacen que se quede en esa zona árida, precaria e inhóspita más tiempo de lo previsto. A pesar de su aversión inicial, de su personalidad tan dura y seca como el clima, de sentirse en ese pueblo fantasma donde ya no pasa el tren casi tan extranjera como en Cataluña, acepta iniciar una relación afectiva con Juan (Arnaldo André), un divorciado de buen pasar y hasta soñar con un emprendimiento cuentapropista basado en la fabricación de arrope. Una década después de concretar su opera prima Plaza de almas (un film que en su momento tuvo sus adeptos, pero que a mí no me había gustado casi nada) y de radicarse en Francia (donde suele trabajar para el canal Arte), Fernando Díaz construye una más que interesante segunda película, sustentada en una puesta en escena muy cuidada, en una sólida actuación de Cali y en un tono que le permite sortear los típicos clisés y el pintoresquismo de estas historias sobre gente de la ciudad que va al campo a cambiar su vida. El film, es cierto, tiene algunos lugares comunes (situaciones ya vistas en historias similares), ciertos diálogos cun poco forzados, un personaje como el de Roly Serrano (una suerte de capo local) que cambia de forma demasiado abrupta y puede también que su resolución (¿el reverso de Un lugar en el mundo?) sea un poco condescendiente y edulcorada, pero La extranjera resulta un logrado segundo paso en la carrera de un director que, como su heroína, vive y trabaja a ambos márgenes del Atlántico pero que ha conseguido reencontrarse con su país a partir de una historia sensible y auténtica.
Hermanos divididos por la sangre Shotgun Stories, ambientada en las planicies de la rural Arkansas, sorprende por su ferocidad y contundencia. Esta ópera prima del joven director Jeff Nichols fue una de las sorpresas del cine independiente norteamericano y del circuito de festivales internacionales hace un par de temporadas. A pesar de su limitada experiencia (media docena de cortometrajes), este guionista y realizador que hoy tiene 31 años demostró una infrecuente madurez y solidez a la hora de plantear y luego desarrollar esta historia de desencuentros y venganzas que enfrenta en una escalada de violencia a dos grupos de medios hermanos divididos por la figura de un padre en común que abandonó a unos para formar una nueva familia con otros. Ambientada en una zona rural y de pueblos bajos del sudeste de Arkansas (de donde es originario el director), Shotgun Stories es un tenso melodrama familiar que remite a los primeros trabajos del gran Terrence Malick y que tiene elementos propios del western urbano en la línea del cine de Walter Hill. Michael Shannon interpreta a Son, el líder de los tres hermanos Hayes, una suerte de clan bastante patético y con serias dificultades laborales, económicas y afectivas. Tras enterarse de la muerte de su padre, los tres irrumpen en el velorio para decir su verdad. La reacción de sus medios hermanos no se hace esperar y se desencadena, así, una escalada de violencia propia del "ojo por ojo". La película -premiada tanto por el jurado oficial como por el de la crítica del prestigioso Festival de Viena- transmite, más allá de algunos lugares comunes de estas historias de pueblo chico e infierno grande, toda la carga de frustración, de tensión y de odio propias de una situación familiar y socioeconómica de esas características. Al interesante entramado dramático, Nichols le suma una bello y climático trabajo fotográfico en scope (pantalla ancha) para aprovechar en todo su esplendor los paisajes (ríos, llanuras, pueblos de casas bajas), que resultan mucho más que un mero elemento visual de aspecto decorativo para convertirse en un aliado esencial para definir a los personajes y para construir los climas que la historia necesita.