En su segundo largometraje de ficción después de Yo sé lo que envenena (2014), Federico Sosa combina distintos géneros como la comedia romántica (en su variante de rematrimonio), la road movie y una apuesta por el humor absurdo (y al mismo tiempo asordinado) con personajes en principio deformes y disfuncionales, pero a la larga entrañables. La protagonista es Lola (Paula Reca), una creativa publicitaria que está a punto de casarse, aunque podemos intuir que no todo marcha bien en esa relación afectiva. Esta treintañera recibe una llamada en la que su madre le informa que su papá -al que creía muerto desde hacía mucho tiempo- en verdad acaba de fallecer en Mar del Plata y le ha dejado unas tierras en la zona de Bariloche. En aquel balneario conocerá a Natalio (Miguel Ángel Solá), quien fuera pareja de su padre, y luego con él, con su exnovio Teo (Andrés Ciavaglia), un patético aspirante a cineasta, y con la hermana de este, Rita (María Canale), que intenta recuperarse de su adicción a las drogas, partirán a bordo de una camioneta rumbo al Lago Escondido para cumplir el último deseo del difunto y conocer el terreno que Lola ha heredado. Es precisamente ese viaje lleno de enredos, encuentros y desencuentros, el corazón narrativo y emocional de una película que pendula entre pasajes inspirados y otros no del todo logrados. El balance final, de todas maneras, no deja de ser simpático y estimulante.
Más de 26 años pasaron entre que Robert Rodriguez rodó su ópera prima El mariachi con 7500 dólares y Batlle Angel: La última guerrera que dirigió con... ¡200 millones! Más allá de la descomunal diferencia de presupuesto, se trata de un proyecto que durante más de dos décadas estuvo en la órbita de James Cameron, quien finalmente quedó como productor y coguionista. El film arranca con un original logo de 26th Century Fox, ya que esta distopía con espíritu de cine clase B basado en el manga de Yukito Kishiro está ambientada en 2563 (300 años después de "La Caída", según nos informan). Tras ese cataclismo, el planeta ha sido arrasado y Iron City -donde transcurren los hechos- se ha convertido en una ciudad sórdida y derruida donde además se acumulan los desechos de Zalem, una urbe flotante exclusiva para los más poderosos que se puede ver con solo alzar la cabeza y mirar al cielo (una idea similar a la de Elysium, de Neill Blomkamp). En medio de las montañas de basura, el científico Ido (Christoph Waltz) encuentra la cabeza y el torso aún con vida de una joven que -cirugía mediante- son unidos a un cuerpo cibernético para así conformar a Alita, la guerrera del título interpretada por Rosa Salazar (vista hace poco en Bird Box). Ningún aspecto desentona, pero tampoco se destacan en las dos horas de esta suerte de mixtura entre Pinocho y Rollerball que fascinan en su despliegue de efectos visuales, pero se extraña un poco más de riesgo y sorpresa en su narración.
Nominado a cinco premios Oscar, este auténtico crowd-pleaser narra la relación que se establece entre dos personajes opuestos (un sofisticado y rígido músico negro y un elemental chofer y guardaespaldas de origen italiano) durante un largo viaje por el sur profundo de los Estados Unidos en 1962. Una fábula contra el racismo narrada con fluidez y encanto, pero también con algo de cálculo y demagogia. El Green Book era una guía usada por algunos conductores blancos para conocer los lugares donde disfrutar de unas vacaciones en el sur de los Estados Unidos sin conflictos (eufemismo para indicar los hoteles y restaurantes que no aceptaban a los negros en sus instalaciones) y muy especialmente destinada a los afroamericanos para saber donde era mejor no meterse porque no serían precisamente bienvenidos por los dueños y clientes. Y Green Book es el título de este crowd-pleaser atractivo y bienintencionado, pero también un poco obvio y previsible, que puede ganar uno o más premios Oscar dentro de diez días. Alguna vez Peter Farrelly fue -trabajando a cuatro manos con su hermano Bobby- un realizador iracundo, incómodo, políticamente incorrecto dentro de las comedias “deformes”. Como por arte de magia y filmando ya en solitario, el codirector de Tonto y retonto, Loco por Mary y Amor ciego se convirtió en un profesional dócil, un artesano capaz de construir una película algo demagógica y didáctica, pero en varios pasajes también irresistible en sus dosis de humor y humanismo, como Green Book. Estamos en 1962 -pico de la intolerancia en los Estados Unidos- y nos encontramos con dos personajes bien disímiles, en principio opuestos y hasta antagónicos, que (esto es Hollywood) terminarán construyendo esa “amistad sin fronteras” a la que alude el spoileador subtítulo de estreno en la Argentina. Si ya sabemos el qué, lo interesante del film será entonces conocer el por qué, y en ese viaje (porque Green Book es esencialmente una road-movie) descubriremos junto con ellos que las diferencias raciales, sociales y culturales son muchas veces construcciones o imposiciones ajenas. Por un lado tenemos a Frank Anthony Vallelonga, un matón italiano del Bronx que Viggo Mortensen interpreta con indudable encanto, pero también con algunos excesos que lo dejan al borde del estereotipo, un tipo básico, algo torpe y bruto, pero de dignos principios y buen corazón; por el otro, a Don Shirley (el omnipresente en cine y TV Mahershala Ali, candidatazo a quedarse con el Oscar a mejor actor secundario), un eximio compositor e intérprete negro de música clásica y jazz tan distinguido como contenido, tan culto como despreciativo. Shirley necesita un conductor y guardaespaldas que lo lleve desde su departamento ubicado sobre el prestigioso Carnegie Hall de Nueva York hasta sus múltiples destinos (el sur profundo no era por entonces un territorio particularmente propicio para un afroamericano) y Vallelonga se convertirá en su ángel de la guardia en una película de enredos, diálogos cargados de sentido, y metáforas y moralejas inspiracionales. Lo mejor del film, en ese sentido, es que en varios pasajes prefiere descansar en un humor zumbón en vez de caer en la bajada de línea aleccionadora. Hay algo en el orden de las expectativas que disminuye un poco el impacto de Green Book. Probablemente vista fuera del contexto de “favorita al Oscar” estaríamos hablando de un film pequeño y bastante logrado que apunta a las emociones y a valores edificantes. Pero si uno tiene que ubicarlo entre lo mejor de 2018 ese lugar le queda indudablemente grande (bueno, hace casi tres décadas ganaba el Oscar principal Conduciendo a Miss Daisy). ¿Que tiene cierto rigor, cierta nobleza, cierta pericia y cierta eficacia? Sin dudas. Farrelly habrá perdido su capacidad de provocación, pero ha ganado en solidez como narrador. En ese sentido, Green Book no solo “se deja ver”, sino que también se puede disfrutar sin (demasiada) culpa.
Bernardo Talavera, más conocido por todos como Nardo, es el responsable del garage Alborada. Si bien tiene una habitación en un suburbio donde pasar el franco que le corresponde, prácticamente vive en su lugar de trabajo. Tiene un joven que lo ayuda (aunque parece estar bastante más interesado en su celular) y un supervisor que retira lo recaudado, pero es él quien se ocupa de todos y cada uno de los detalles del negocio. Nardo es un obsesivo de su trabajo (que incluye barrer y manguerear el local, ganarse unos extras lavando autos o ayudando a vender un coche para quedarse con un 10%), pero además sueña (imágenes y sonidos imaginarios) con las características y funcionalidades de cada modelo. El director de Joste y Línea de cuatro tuvo en este caso un punto de partida muy significativo: unos textos escritos y luego narrados por ese notable escritor que es Marcelo Cohen. El off es fundamental, el auténtico motor del relato y luego las imágenes de Nardo (interpretado por Manuel Vicente) acompañan a esa lectura. El resultado, sobre todo en la primera mitad, es convincente y por momentos incuso fascinante, aunque también es cierto que luego el esquema -que se mantiene durante los 79 minutos- empieza a desgastarse un poco, a desinflarse. La propia película –producida por Televisión Abierta de Mariano Cohn y Gastón Duprat– hace explícita la ausencia de conflicto, de tensión, de nudo y desenlace. Son los pequeños detalles, las sutiles observaciones, los hechos aparentemente insignificantes los que van configurando la psicología torturada y reprimida del personaje. Hay un atisbo de romance, cierta reivindicación de la curiosidad del protagonista por adquirir nuevos conocimientos, pero Nardo es, en todo sentido, un antihéroe, un hombre gris algo frustrado y desencantado que vive en su propia burbuja (física, mental) y que termina perdiendo hasta la noción del tiempo. La puesta en escena, cierto sentido coreográfico en la construcción de las imágenes del realizador y su DF Alejo Maglio, ayudan a sostener el interés que, de todas maneras, depende en buena medida de la ingeniosa, impiadosa prosa (y voz) de Marcelo Cohen.
A casi 6 años de su presentación en la Competencia Argentina del BAFICI, finalmente se estrena un acercamiento inteligente, riguroso, sencillo y pudoroso a la historia y al fenómeno socioeconómico y religioso del Gauchito a cargo de esta egresada de la ENERC. Lía Dansker siguió durante más de una década (desde 2001 y hasta 2010) las procesiones que, cada 8 de enero, miles (ahora decenas de miles) de personas hacen hasta el santuario del Gauchito Gil en Mercedes, Corrientes. Lo hizo siempre con el mismo dispositivo: largos travellings laterales que muestran en toda su extensión y dimensión las largas filas de seguidores, de acampantes, de puestos y de vendedores que se juntan para venerar al santo del pueblo o para sacar provecho comercial del evento. La otra idea rectora es ir hacia atrás en el tiempo: en 2010 ya eran multitudes las que llegaban en auto, ómnibus o a caballo, mientras que en las primeras imágenes de 2001 el fenómeno era todavía incipiente. Y la tercera propuesta es combinar el sonido directo con voces en off de los testimonios de gente del lugar (con ese “decir” tan particular del litoral mesopotámico), que dan a conocer sus -muy distintas, muchas veces antagónicas- miradas sobre la historia de Antonio Gil, héroe, mártir, desertor, prófugo, borracho y/o ladrón a la Robin Hood, según la leyenda que cada uno exponga. El misterio del Gauchito nunca será develado (se sabe que fue asesinado -para algunos, incluso degollado- el 8 de enero de 1878, a los 38 años) y Dansker juega, precisamente, con esa incógnita, con las múltiples versiones que se han tejido (e inventado) con el correr del tiempo. Tampoco intenta dar respuestas intelectuales sobre el fenómeno socioeconómico y religioso (son contundentes las imágenes de cómo la Iglesia, que en principio rechazó de plano la movida popular, luego intentó apropiarse de ella), pero se acerca al mismo con pudor, respeto, sensibilidad, simpleza y rigor.
Originaria de Dinamarca, la empresa LEGO conquistó a grandes y chicos de todo el mundo durante varias generaciones (se fundó en 1932). El cine es solo uno de los tantos rubros en que ha incursionado y la franquicia no para de crecer. Tras la excelente película de 2014 y un film dedicado a Batman en 2018, llega esta secuela con resultados más que dignos, pero que pierde en la comparación con su predecesora. Ya sin Phil Lord y Christopher Miller como codirectores (ambos se mantuvieron como guionistas), fue Mike Mitchell (con antecedentes en las sagas de Alvin y Shrek) quien se encargó de sostener la estética, el vértigo, el humor absurdo y la acumulación de referencias. La eficacia es menor (los mejores momentos corresponden a las canciones de John Lajoie), pero las aventuras (o desventuras) de Emmet y Wyldstyle se siguen sin esfuerzo y con una sonrisa permanente. La película arranca como una mezcla de Transformers y Mad Max, luego deriva a un conflicto intergaláctico, pero en su esencia parece una variante de T oy Story. La trama pendula entre los personajes animados y los de carne y hueso (por allí aparecen papá Will Ferrell y mamá Maya Rudolph), pero ese aporte no agrega demasiado. Dos recomendaciones: busquen la versión original subtitulada para disfrutar de las voces de Chris Pratt, Elizabeth Banks, Will Arnett (y su hilarante Batman), Alison Brie, Charlie Day, Channing Tatum, Jonah Hill, Jason Momoa, Ralph Fiennes o Bruce Willis; y quédense a deleitarse con los notables créditos finales.
Desde sus inicios en el cine griego con audaces películas concebidas esencialmente para festivales hasta su desembarco en la producción mainstream ya con el aporte de grandes intérpretes y diálogos en inglés, Yorgos Lanthimos fue mutando hacia una narración más tradicional, pero sin perder sus marcas de estilo, su búsqueda vanguardista, su experimentación formal y su capacidad de provocación. En ese sentido, La favorita es su película consagratoria. No solo por la enorme cantidad de reconocimientos (desde el Gran Premio del Jurado en Venecia hasta diez nominaciones a los Oscar), sino porque -trabajando a partir de un guion ajeno- construyó la historia más contundente y fascinante de una filmografía que incluye títulos como Colmillos, Alps, Langosta y El sacrificio del ciervo sagrado. La favorita, ambientada a principios del siglo XVIII en una corte inglesa convulsionada por la larga guerra contra Francia, incursiona en principio en el subgénero de intrigas y enredos palaciegos, pero -más allá de que prácticamente no sale de sus salones, pasillos, alcobas y jardines- deriva luego hacia la lucha por el poder entre tres personajes femeninos en un mundo generalmente dominado por los hombres. Un péndulo que va de un universo cercano al de Pierre Choderlos de Laclos al de Jane Austen, de las altas esferas de la política y las estrategias bélicas al erotismo, de la formalidad de las actividades públicas de la monarquía a la degradación y la creciente locura de la última de los Estuardo. La reina en cuestión es Anne (una extraordinaria Olivia Colman), que en su decadencia física y emocional (ha visto morir a sus 17 hijos y parece obsesionada por los conejos) ha cedido buena parte de las decisiones a su amiga y confidente lady Sarah, duquesa de Marlborough (Rachel Weisz). Mientras los soldados están en el frente y los políticos se acercan al palacio para pedir apoyo en cuestiones como subir o bajar los impuestos, el corazón de la película pasa para las mujeres. La llegada a la corte de un tercer personaje femenino, la Abigail de Emma Stone, no hace más que profundizar las contradicciones, matices y conflictos de la trama. Prima de Sarah, Abigail ha caído en desgracia por la adicción al juego de su padre y se ha convertido en sirvienta, pero mantiene su ambición y su habilidad para la manipulación, por lo que no tardará en escalar posiciones dentro del palacio hasta llegar a la intimidad de la mismísima reina. Lanthimos describe estos juegos de seducción, estas luchas internas por el poder, con elegancia (apelando incluso a imágenes deformadas con un objetivo gran angular), una mirada despiadada y un humor negro que linda con el cinismo y el absurdo. El resultado es una película exigente y arriesgada por un lado, pero al mismo tiempo tan lúdica como fluida que se aleja -por suerte- de los lugares comunes del cine de qualité.
La ópera prima de Alessia Chiesa comienza con una diáfana, encantadora y lúdica mirada a la intimidad de tres hermanos en el ámbito bucólico de una casa de campo. Fan (Lara Rógora), de 9 años; Tino (Mateo Baldasso), de 7; y Claa (Mila Marchisio), de 5, juegan a las escondidas, a la "lluvia" de caramelos, bailan, se disfrazan, pintan, se lavan los dientes, interectúan con el perro Coco... Pura inocencia. Sin embargo, ya a los pocos minutos descubrimos algo inesperado: el padre y la madre no están en el lugar. Los dos más pequeños, por lo tanto, están al cuidado de Fan, quien con sus corta edad se encarga de cocinarles, de preparles el baño y de contarles cuentos para que se duerman. Lo que Fan les lee es la clásica historia de Hansel y Gretel y algo de un perturbador cuento de hadas tiene El día que resistía, una enigmática película que se va enrareciendo a medida que avanza hasta volverse bastante ominosa. ¿Qué pasó con los adultos? ¿Dónde están? ¿Por qué los chicos están solos? Esa incógnita inicial envuelve el relato, mientras las condiciones de los niños y de la casa se va degradando de forma progresiva e inevitable. Los paseos de los chicos por el bosque lindante, una tormenta, algunos signos de violencia pasada, los secretos, mentiras y traiciones que cada uno de los tres exclusivos protagonistas va descubriendo (y sufriendo)... Chiesa construye con ductilidad, sensibilidad, criterio e inteligencia los climas y sostiene la tensión a partir de la frescura de sus tres pequeños y expresivos no-actores en una película que remite por momentos a Nadie sabe, del japonés Kore-eda Hirokazu, y en otros a Nana, de la francesa Valerie Massadian, para citar solo dos posibles referentes. El dispositivo visual (que exalta la ligereza de las anécdotas diurnas y cierta tensión que se va percibiendo cuando se acerca la noche) sintoniza con las búsquedas dramáticas de una fascinante y luego angustiante película sobre la ausencia, la falta de contención y la dinámica infantil en un micromundo que luce como atemporal, alejado de lo urbano y, claro, del universo de los adultos.
Tras ver los primeros segundos de La nostalgia del centauro queda claro que las imágenes y el sonido tendrán absoluta preponderancia por sobre las palabras. Cada plano y cada capa de ese sonido con fuerte presencia de la naturaleza adquieren una dimensión y un sentido que superan por mucho a los balbuceos o diálogos mínimos que ofrecen los protagonistas de este documental. Es que el film está dedicado a Juan y a Alba, dos ancianos que viven en un paraje aislado de los cerros tucumanos manteniendo las costumbres gauchescas. Juan recita viejos poemas o canciones y Alba cuenta alguna anécdota mínima, pero no hay nada demasiado interesante o importante que puedan ofrecer desde lo oral. Lo valioso del registro tiene que ver con su dinámica cotidiana y la del entorno, que pasa por pastar ovejas, afilar un cuchillo, preparar un asado o participar en un desfile (gauchesco, claro, ya que nadie anda sin su sombrero ni su caballo). La película -bella y elegíaca- nos deja la sensación de estar asistiendo a un micromundo en vías de extinción, al final de una época en un paraíso natural y con una forma de vida dominada por las tradiciones que el implacable progreso se encargará muy pronto de arrasar. Torchinsky es fiel, dedicado y respetuoso en su observación no intrusiva (más allá de algunas interacciones y preguntas a los ancianos), con un sólido trabajo del fuera de campo visual y sonoro, y alejada de todo pintoresquismo o manipulación. Una exploración sobre el paso del tiempo, sobre los recuerdos y el valor de la memoria, con dos seres sencillos, comunes y al mismo tiempo extraordinarios.
Tras su estreno mundial en la última Mostra de Venecia, esta remake (o, mejor, relectura) del clásico rodado por Dario Argento generó una descarnada disputa cinéfila: de obra maestra a fiasco absoluto, las opiniones resultaron tan disímiles que se formaron bandos irreconciliables. Más allá de lo que cada espectador piense finalmente, semejantes reacciones extremas se entienden: es que Luca Guadagnino, el consagrado director de El amante, A Bigger Splash y la multipremiada Llámame por tu nombre, se arriesgó con una ambiciosa versión de 152 minutos (la original, de 1977, duraba apenas 98 minutos). Construida en seis actos y un muy buen epílogo en el marco de la dividida y caótica Berlín de 1977, esta Suspiria modelo 2018 luce bastante más politizada (hay constantes enfrentamientos callejeros y en el trasfondo, un secuestro del grupo terrorista Baader-Meinhof, también conocido como Ejército Rojo) y con una mirada más tono con estos tiempos respecto del empoderamiento femenino. En lo visual, la estilización es menos contundente que la de Argento y la paleta de colores es más lavada. La tendencia a cortar todo el tiempo (los planos duran en su mayoría un par de segundos) resulta en varios pasajes bastante molesta, aunque no faltan los zooms ni los bruscos paneos y movimientos de cámara bien setentistas. Dakota Johnson (protagonista de la saga de Cincuenta sombras de Grey) es Susie Bannion, una joven bailarina de Ohio que es aceptada en la mítica compañía de Helena Markos, cuya principal coreógrafa y líder en las sombras es la Madame Blanc de Tilda Swinton (quien interpreta tres papeles, incluido el de un veterano psiquiatra). Hay un prólogo ligado a la historia de la desdichada Patricia (Chloë Grace Moretz) y luego sí una descripción del proceso creativo (y las perversiones destructivas) en el seno de esa especie de conservatorio y albergue. Si bien la Suspiria original también apostaba a lo climático con irrupciones de sangre y explosiones gore, aquí por momentos la cosa es todavía más fría y un poco anodina. El eje en buena parte del relato está puesto en la construcción psicológica más que en los elementos más propios del terror. De todas formas, la paciencia tiene su premio y en su último tercio el film resulta bastante contundente y perturbador. Si a eso se le suman algunos personajes secundarios valiosos (aparecen desde Jessica Harper hasta Ingrid Caven), la fotografía del tailandés Sayombhu Mukdeeprom y la banda sonora a cargo de Thom Yorke, líder de Radiohead, hay sobrados elementos como para que esta Suspiria reversionada y amplificada no sea la catástrofe que tantos auguraban.