Bienvenidos al paraíso: como los Coen, pero sin ironía George Clooney dirigió una película que bien podrían haber filmado Joel y Ethan Coen, autores del guión original. Es que todo en esta historia basada en hechos reales y ambientada en un suburbio de clase media en 1959 (el tono, el diseño, el sentido alegórico, el humor negro) remite a la obra de los creadores de Fargo. El problema es que Clooney se queda con la obviedad, el artificio y pierde la ironía, la acidez y la capacidad de sorpresa de los hermanos. Hay muchos interesados en sumarse a ese barrio semicerrado que da título al film. Allí vive el financista Gardner Lodge (Matt Damon) con su esposa y su cuñada (ambas interpretadas por Julianne Moore) y su hijo Nicky (Noah Jupe), pero la armonía del lugar se derrumba tras un asesinato y cuando una familia afroamericana se instala al lado. Los vecinos organizan asambleas y luego pasan a la acción. En los mejores pasajes del film, que remiten a clásicos del cine negro como Pacto de sangre, Gardner intenta cobrar un seguro, pero la visita de un incisivo representante de la aseguradora (Oscar Isaac) amenaza su objetivo. Suburbicon cuestiona aspectos de la sociedad estadounidense (el racismo, la paranoia, el individualismo, la ambición desmedida y la hipocresía) y, si bien no es difícil trazar paralelismos con la era Trump, Clooney cede a la tentación de la metáfora obvia con un resultado que está al borde de lo caricaturesco. La acumulación de miserias y bajezas humanas, la explosión de violencia extrema y la moraleja subrayada la convierten en una película por momentos manipuladora e irritante.
En coincidencia con la amplia retrospectiva sobre su obra en las más diversas disciplinas que se realiza en Fundación PROA, se estrena en salas argentinas este documental sobre la problemática de la inmigración, los refugiados y los desplazados en todo el mundo. El de la inmigración desde regiones en guerra o que soportan largas crisis económica hacia los países desarrollados es uno de los temas más conflictivos de estos tiempos y, por eso, no extraña que desde el cine se intente exponer el costado humano de esta verdadera tragedia. De hecho, en el reciente Festival de Mar del Plata se presentaron Sea Sorrow, primer largometraje como directora de la mítica actriz Vanessa Redgrave (una activista que se focaliza en la situación en el centro de refugiados de Calais de todos aquellos que intentan ingresar al Reino Unido) y este documental del chino Ai Weiwei que compitió en la Mostra de Venecia (en la Berlinale 2016 había ganado Fuocoammare: Fuego en el mar, de Gianfranco Rosi). Tras realizar varias videoinstalaciones, este artista de vanguardia radicado en Berlín tras su larga lucha contra el régimen chino dirigió su primer largometraje que ofrece un panorama bastante amplio sobre la cuestión, ya que Ai Weiwei viajó a 23 países, trabajó durante todo un año con otros tantos equipos de filmación y contó con el asesoramiento y la ayuda de varias organizaciones oficiales y de la sociedad civil. Bangladesh, Irak, Kenia, México, Macedonia, Hungría, Serbia, Jordania, Israel, Palestina, Grecia, Italia, Argelia, Siria, Turquía, Egipto, Paquistán, Malasia, Afganistán... casi no hay zona en conflicto en la que este infatigable artista no haya estado filmando a la gente que baja moribunda de los barcos, a los que se hacinan en centros de refugiados y a los que desafían a los controles de seguridad en las fronteras defendidas con armas y muros. Más allá de la elogiable labor de registro y concientización que tiene el film, hay varias cuestiones que hacen “ruido”: la belleza de muchos planos fotografiados como si se tratara de un documental más turístico que político, el abuso de las panorámicas cenitales con drones (que sirven para tomar dimensión de la extensión de ciertos campos para inmigrantes ilegales, pero que terminan abrumando), la musicalización por momentos ampulosa y la decisión de Ai Weiwei de aparecer y desaparecer de cámara sin ninguna justificación (podría haber sido un film con mayor involucramiento, contado más en primera persona, o evitar por completo su presencia en el plano, pero lo concreto es que se queda a mitad de camino). El film exalta la tarea humanitaria y expone la crítica situación en muchísimas zonas del planeta (en algunos casos los refugiados están en una libertad solo aparente, ya que permanecen durante mucho tiempo en cárceles disfrazadas), pero al mismo tiempo resulta en sus 140 minutos un poco caótico e impreciso en su capacidad de denuncia. El que mucho abarca...
La liga de la justicia: al trabajar en equipo, los superhéroes de DC ganan en humor y adrenalina Tras los fracasos artísticos de Batman v. Superman: El origen de la justicia y Escuadrón suicida, y de los múltiples problemas de producción (Joss Whedon reemplazó a Zack Snyder en la parte final del rodaje tras el suicidio de la hija de éste último; Danny Elfman se hizo cargo de la música en lugar de Junkie XL, que a su vez ya había sustituido a Hans Zimmer; el costo final se disparó hasta llegar a 300 millones de dólares), que Liga de la Justicia sea "apenas" una película aceptable es una buena noticia. La propuesta es básica: presentar a cada uno de los personajes principales, Batman (Ben Affleck), Mujer Maravilla (Gal Gadot), Flash (Ezra Miller), Aquaman (Jason Momoa) y Cyborg (Ray Fisher), oponerles un malvado todopoderoso como Steppenwolf (una creación con técnica de captura de movimiento y voz de Darth Vader a cargo de Ciarán Hinds) y una lucha por la posesión de distintas cajas que, unificadas, podrían tener una fuerza devastadora. Quizás la apuesta más osada sea la ausencia inicial de Superman (Henry Cavill), pero mejor no adelantar demasiado. Liga de la Justicia es a DC Comics/Warner lo que The Avengers fue a Marvel/Disney; es decir, la posibilidad de reunir a sus superhéroes "titulares" en un mismo film con la idea de que, más allá de las diferencias que puedan tener, unan fuerzas para combatir al Mal y, de paso, recuperen parte del esplendor perdido con vistas a futuras películas individuales. Aunque pierde claramente en la comparación (al menos con la primera Avengers, de 2012) porque el humor funciona con cuentagotas (hay remates de diálogos al borde del ridículo), porque lo de Affleck y Cavill es de una inexpresividad llamativa, porque muchos personajes secundarios a cargo de notables intérpretes están completamente desaprovechados e incluso se notan ciertos desajustes en la edición y en el acabado de los efectos visuales, Liga de la Justicia contiene hallazgos en los personajes de Mujer Maravilla, Aquaman y Flash (el típico joven nerd que funciona como comic relief) y cumple con lo que promete: no se sale un milímetro del libreto, de la fórmula prefijada, y regala muchas y adrenalínicas secuencias de acción. Snyder dice haber tomado al clásico Los siete samuráis (1954) como principal fuente de inspiración, pero si no se advierte en Liga de la Justicia demasiado de la maestría del japonés Akira Kurosawa, al menos esta vez hay bastante menos densidad y solemnidad que en su Batman v. Superman. Como siempre, conviene quedarse para las escenas "sorpresa" en la mitad y al final de los créditos de cierre. La última entrega, además, varias pistas para la continuación de esta película. El show debe seguir. La única máxima que Hollywood nunca deja de aplicar.
Inmenso éxito en los cines germanos, esta comedia resulta más tranquilizadora y previsible que provocadora e inquietante. Bienvenidos al país de la locura en Francia; Ocho apellidos vascos en España; y ahora Bienvenido a Alemania. La problemática de la coexistencia y la integración entre personajes de diferentes orígenes (sean de distintas regiones de un mismo país o en relación con extranjeros que se radican) es una constante dentro de la comedia popular de los últimos tiempos. Y, al parecer por las cifras multimillonarias que esos y otros films han conseguido en la taquilla, el público europeo está ávido por reírse de las miserias... propias, de identificarse, de verse reflejado en las penurias, los enredos y los malos entendidos. El problema es que -más allá de sintonizar con una cuestión candente y siempre latente- esta película escrita y dirigida por Simon Verhoeven es de vuelo muy rasante, demasiado obvia, subrayada, un poco torpe y no demasiado divertida. Muy pocas veces tiene la capacidad de, en el juego autoparódico que propone, gambetear el lugar común y apelar a una incorrección política que la haga un poco más punzante y provocativa. Los Hartmann son una familia “normal” de Munich (ciudad por demás pudiente y reaccionaria) integrada por Angelika (la mítica Senta Berger), una maestra recientemente jubilada; su marido Richard (Heiner Lauterbach), prestigioso médico; y los hijos Sofie (Palina Rojinski) y Philipp (Florian David Fitz). La pareja, ya bastante desgastada y de convivencia rutinaria y previsible, no anda precisamente por su mejor momento; ella tiene mucho tiempo libre y finalmente convence a su tenso marido de dar asilo en la casona familiar a Diallo (Eric Kabongo), un refugiado nigeriano. La presencia del joven y entusiasta africano (y de sus amigos) pondrá patas para arriba el hogar de los Hartmann con una serie de equívocos y contradicciones que cambiarán por completo sus actitudes, búsquedas, necesidades afectivas y expondrán -sin demasiadas sutilezas y muchas veces al borde del patetismo ramplón- la elementalidad, la paranoia y la xenofobia de buena parte de la sociedad alemana. Pero a no creer que hay en el film algún atisbo subversivo o medianamente cuestionador: se trata de una comedia “amena” y tranquilizadora, donde todos en el fondo son gente de buen corazón y, así, con un poco de esfuerzo, el consenso siempre será posible.
El siempre provocativo director de Involuntario, Play y Force Majeure: La traición del instinto ganó nada menos que la Palma de Oro a la Mejor Película del último Festival de Cannes con una propuesta en la que el capricho, el regodeo, la manipulación emocional y hasta el sadismo le quitan interés a otra de sus miradas desoladoras sobre las miserias de la burguesía intelectual y el estado de las cosas en una Europa dominada por la xenofobia, la paranoia y las diferencias de clase. Más allá del innegable talento del cineasta sueco, se trata de un film al que tamaño premio le queda demasiado grande. La multifacética artista argentina Lola Arias, es la inspiración (en la ficción, claro) de The Square. El nuevo largometraje del sueco Ruben Östlund debe su título, su germen y su dimensión moral a una instalación que -según indica el protagonista (Claes Bang) en varias oportunidades- es de Arias, aunque en verdad se trata de una idea original del propio Östlund. Christian -un tipo brillante, elegante y narcisista- es el nuevo director de un museo de arte contemporáneo al que en plena calle y a partir de un típico “cuento del tío” le roban su celular y su billetera. Tras rastrear con un dispositivo GPS el paradero del teléfono móvil, apela a una maniobra poco ortodoxa para recuperarlo con resultados que es mejor no adelantar. El film trabaja -con mayor presupuesto y más ínfulas- cuestiones ya transitadas por el director como las diferencias sociales, la hipocresía y el cinismo de la clase acomodada, el desapego emocional, la cobardía masculina, la incomunicación de una sociedad hipercomunicada (con la viralización de un video políticamente incorrecto), los límites éticos frente a la libertad de expresión, la xenofobia y otras miserias de la Europa otrora opulenta y hoy en plena decadencia. El resultado es algo decepcionante porque, si bien mantiene el espíritu provocador, la creatividad y la capacidad de sorpresa de sus films anteriores, la manipulación, el sadismo y cierto regodeo con el patetismo hacen que el talento que evidentemente tiene Östlund esta vez quede sepultado por una acumulación pretenciosa de “performances” (por momentos en la línea de su compatriota Roy Andersson) muchas veces extremas y caprichosas.
Poirot regresa en un film sólido y clásico En 1974 -justo 40 años después de la publicación de la célebre novela de Agatha Christie-, Sidney Lumet dirigió a un elenco pletórico de figuras (Albert Finney como Hercule Poirot, Lauren Bacall, Martin Balsam, Ingrid Bergman, Jacqueline Bisset, Sean Connery, John Gielgud, Anthony Perkins, Vanessa Redgrave, Richard Widmark y Michael York) en la que fue una elogiada transposición a la pantalla grande de esa historia de crimen y misterio a bordo del tren al que hace referencia el título. Más de cuatro décadas han pasado desde entonces y ahora es Kenneth Branagh quien aparece tanto detrás (fue el realizador) como delante de cámara (como el perspicaz detective belga de bigotes gigantescos) acompañado por otro elenco lleno de estrellas, que incluye a Michelle Pfeiffer, Penélope Cruz, Willem Dafoe, Judi Dench, Johnny Depp y Derek Jacobi, entre otras. Lo mejor del film tiene que ver con el humor absurdo que aparece en el prólogo ambientado en el Muro de los Lamentos, en Jerusalén. Allí apreciaremos la notable capacidad de deducción (y predicción) del excéntrico protagonista para resolver el caso de un robo con tres religiosos como sospechosos. Cuando todo parece encaminado para un período de vacaciones, sus servicios son nuevamente requeridos y, así, Poirot terminará a bordo del lujoso Expreso de Oriente, donde no sólo convivirá con personajes de lo más exóticos, sino que pronto se topará con el asesinato que -todo un spoiler- también nos adelanta el título. El irlandés Branagh -que ha dirigido películas tan diversas como las shakespearianas Enrique V, Hamlet y Mucho ruido y pocas nueces, pero también Thor, de Marvel, y La Cenicienta, de Disney- apuesta aquí al clasicismo para moldear una película en la que cada uno de los pasajeros tiene algún motivo como para ser el autor material o el instigador del crimen. Hay en las casi dos horas de relato un amplio despliegue de efectos visuales, una minuciosa reconstrucción de época y mucha panorámica del tren serpenteando entre montañas nevadas. El problema es que todo ese relato -sólido, correcto- carece de la audacia, el desparpajo y la negrura del arranque, y así lo que podría haber sido una gloriosa recuperación de un género (literario y cinematográfico) ya bastante olvidado termina siendo un producto construido con profesionalismo, pero sin demasiados hallazgos actorales (hay un verdadero festival de acentos exagerados) ni narrativos.
Adam Driver es un driver (conductor de colectivos) y su personaje, Paterson, vive en Paterson, Nueva Jersey. Las casualidades no son casuales en el nuevo trabajo de Jim Jarmusch, ya que su historia habla de los encuentros inesperados, de las coincidencias absurdas, de las paradojas y los pequeños grandes momentos que surgen incluso en las vidas más sencillas y hasta rutinarias como la del antihéroe del film. El actor de la serie Girls y, sí, el Kylo Ren de la última Star Wars interpreta a un chofer que vive con su bienintencionada y servicial novia Laura (la iraní Golshifteh Farahani), una chica que se la pasa diseñando cosas en blanco y negro y cocinando cupcakes, y con un bulldog malhumorado que es protagonista fundamental de la historia. Paterson -que no usa celular ni Internet- también tiene sus gustos. Además de manejar varias horas por día, escuchar anécdotas de los pasajeros y ver gemelos por todas partes, tiene un anotador donde va escribiendo excéntricos poemas que parecen haikus. De hecho, la película -tan norteamericana como es- tiene algo de japonesa, con un tono zen, y quizás por eso termine con el encuentro de Paterson con un personaje de origen nipón. Narrada en el lapso de una semana, sigue las vivencias cotidianas de Paterson: levantarse bien temprano, ir a la terminal, manejar varias horas, reencontrarse con su dulce novia, sacar al perro a pasear y terminar siempre en el mismo bar hablando con el cantinero y los clientes de siempre. Allí ocurren varios de los momentos más excéntricos de una película que se disfruta a cada instante (hay también una salida de la pareja al cine un sábado a la noche para ver un clásico de terror en blanco y negro, un bello insert cinéfilo). Paterson -la película- es sobre la poesía y los poetas amateurs sin necesidad de ponerse artificialmente lírica. Si bien los haikus del protagonista se van viendo en pantalla, la poesía del largometraje proviene de otra parte: de la mirada relajada de Jarmusch, de la creatividad y sensibilidad que hay en cada detalle y observación, de la bondad inocente -casi de cuento de hadas- de la optimista pareja, de la forma en que filma ese decadente y contradictorio barrio trabajador. Un director que, ya en su madurez, se permite hacer una película alejada por completo de los cánones, los tiempos, los ritmos, las urgencias del cine contemporáneo. Un cineasta fuera de las modas, de las normas y, por eso (y por su talento), decididamente único
Esta ópera prima de la joven directora, guionista, productora y actriz israelí ganó el Premio Astor a la Mejor Película en el Festival de Mar del Plata del año último. Esta ópera prima dirigida y protagonizada por Hadas Ben Aroya que tuvo su estreno en el Festival de Locarno 2016 y luego ganó el de Mar del Plata narra la tragicómica historia de Joy, redactora y realizadora de videos en una agencia de publicidad de Tel Aviv que no puede recuperarse de las heridas que le dejó un fracaso amoroso. Mientras intenta sin suerte reconquistar a su ex pareja, empieza a tener relaciones (sobre todo sexuales) cada vez más efímeras y patéticas que consigue vía sitios de Internet. La realizadora y antiheroína se expone en plan confesional (llora y ríe en un mismo plano), manipula a y es manipulada por los hombres, muestra cada centímetro de su piel, baila de forma desenfrenada, se graba, sufre y maltrata, es víctima y victimaria, es dulce y cruel a la vez en esta película que resulta tan fresca y fluida como incómoda e irritante. Una auténtica rareza.
Tras Saluzzi: Ensayo para bandoneón y tres hermanos, La quimera de los héroes y Cornelia frente al espejo, Rosenfeld regresó a Salta para narrar la historia de Antonio Zuleta, un obsesivo y artesanal buscador de Ovnis de casi 70 años. Siempre fascinante, a la película le cuesta en ciertos momentos encontrar su eje: arranca con cierto toque místico (el protagonista dice tener una energía especial, una conexión con el más allá), luego deriva hacia la relación padre-hijo (le enseña su “oficio” al chico de apenas diez años), más tarde apuesta al cine dentro del cine (con las “películas” del propio Zuleta), posteriormente se concentra en sus descubrimientos (con un viaje a Buenos Aires en el que se encuentra con el mítico Fabio Zerpa) y finalmente muestra una misión en pleno desierto acompañado por un asistente munido con todo tipo de artefactos tecnológicos: es esta la parte más divertida y en la que surge el conflicto entre dos formas de acercarse al tema: la intuitiva de Zuleta y la “científica”, con todos sus gadgets, del otro. Pero, justo cuando encuentra su corazón, su esencia, su razón de ser, Al centro de la Tierra termina. Rosenfeld es un talentoso narrador y aquí, con la ayuda del director de fotografía Ramiro Civita, consigue imágenes de enorme elocuencia y belleza, aunque por momentos está cerca de caer en el exceso esteticista a-la-National Geographic. Algo parecido ocurre con la banda de sonido compuesta por el chileno Jorge Arriagada (habitual colaborador de su compatriota Raúl Ruiz). La música es tan virtuosa y cuidada, con tantos arreglos, que en ciertos pasajes resulta un poco intrusiva. Así y todo, Al centro de la Tierra -un documental con mucho de ficción o una ficción de inspiración documental- resulta un film valioso y atractivo sobre un personaje con múltiples facetas: el Zelig salteño.
Norman, el hombre que lo conseguía todo: antihéroe en el centro del poder Nacido en Nueva York, pero criado desde pequeño en Israel, el guionista y director Joseph Cedar consiguió trazar un puente entre esos dos lugares con esta tragicomedia con personajes de ambos orígenes. En una de las mejores actuaciones de su carrera, Richard Gere interpreta al Norman del título, un veterano fixer de Manhattan sin demasiada fortuna como consultor y lobbista en las altas esferas del poder (léase negocios financieros y relaciones con la élite política). Sin embargo, de manera casual empieza a entablar una amistad con Micha Eshel (Lior Ashkenazi), un funcionario israelí que tres años más tarde se convierte en primer ministro de ese país. De la noche a la mañana, Norman se transforma en una celebridad en Nueva York, sobre todo en el marco de la poderosa e influyente comunidad judía. A partir de ese súbito reconocimiento comenzará su ascenso, pero también su padecimiento. Como en todo el cine de Cedar (Beaufort y Pie de página), Norman apuesta por un tono que está en ese impreciso límite entre el realismo (con incisivas y distinguidas observaciones psicológicas) y el grotesco (con alegorías un tanto obvias sobre la hipocresía, la doble moral y la manipulación del poder). Lo mejor del film tiene que ver con la posibilidad de identificarnos o incomodarnos con las distintas facetas y matices del antihéroe, un tipo en ocasiones bastante gris, pero con irrupciones brillantes; por momentos sumiso y acomodaticio; en otros, noble y leal.