Mi hist(e)ria en el cine: filmar como acto terapéutico Directora de valiosas películas como El cielito, La cámara oscura y María y el Araña, María Victoria Menis sufrió el mismo desencanto que miles de cineastas en todo el mundo por una profesión en la que las dificultades para conseguir financiamiento desaniman incluso al más entusiasta de los creadores. En medio de la desilusión y tras la propuesta de su amiga y colega Franca González, Menis comenzó a filmar una suerte de diario personal como forma de canalizar esos sentimientos y de exorcizar los demonios internos. El resultado de ese viaje introspectivo y artístico es Mi hist(e)ria en el cine, esta mezcla entre la home-movie (buena parte de la familia de la directora se ha dedicado a la creación cultural), el ensayo cinéfilo (incluye fragmentos de películas como Ocho y medio, Lawrence de Arabia, La rosa púrpura del Cairo, Los 400 golpes, Viaje a la Luna, Alicia en el País de las Maravillas o El romance del Aniceto y la Francisca, que marcaron su carrera artística y su vida personal) y la reflexión sobre el paso del tiempo y los cambios tecnológicos (ella pertenece a la "vieja guardia" del cine analógico y los videoclubes). La película -melancólica, íntima e impiadosa a la vez- no escapa al humor autoparódico y conlleva un ejercicio que muchos (no sólo directores de cine) deberían imitar: transformar la crisis en acción, hacer antes que quejarse. Filmar también puede ser un acto terapéutico.
Un tragicomedia romántica y musical que no está a la altura de su magnética protagonista. A los 64 años Isabelle Huppert parece estar atravesando uno de los mejores momentos de su extraordinaria carrera. En los últimos meses la vimos brillar en Elle: abuso y seducción, de Paul Verhoeven; en El porvenir, de Mia Hansen-Løve; y en la aquí todavía inédia Madame Hyde, de Serge Bozon, e incluso salir airosa de La cámara de Claire, de Hong Sangsoo; Happy End, de Michael Haneke; y El valle del amor: un lugar para decir adiós, de Guillaume Nicloux. Mientras se anuncian para las próximas semanas los estrenos de otros de sus trabajos recientes, llega este segundo largometraje del belga Bavo Defurne (Noordzee, Texas) en el que su magnetismo y versatilidad no alcanzan para salvar al film del naufragio. El peor pecado de Volver a empezar (curioso título de estreno frente al original Souvenir) es su indecisión: no se juega por un realismo que permita empatizar a fuerza de credibilidad con los traumas de sus atribuladas criaturas ni tampoco por el absurdo desatado ni por un tono cercano al cuento de hadas que muy bien le hubiese venido a esta historia de amores imposibles, redenciones y segundas oportunidades. Huppert es Liliane, una mujer que trabaja en una rutinaria fábrica de patés. Allí conoce a un empleado temporal llamado Jean (Kévin Azaïs), un aspirante a boxeador profesional de apenas 21 años, que descubre un pasado que ella intenta ocultar. Alguna vez Liliane fue Laura, una prometedora cantante que estuvo a punto de batir a los mismísimos ABBA en un concurso de talentos europeos. Tras un incipiente éxito y una pelea con su manager/mentor, su carrera cayó en el más absoluto de los olvidos. El improbable romance entre esta mujer madura y el entusiasta joven que aún vive con sus padres y la posibilidad del retorno a los escenarios (como verán en la foto que ilustra esta crítica) con todo lo que eso implica en términos emocionales son los ejes de un film que no resulta ni demasiado emotivo ni divertido (como sí lo era, por ejemplo, El cantante, de Xavier Giannoli, con Gérard Depardieu). El medio tono, su puesta en escena de vuelo bajo y su guión de conflictos y resoluciones previsibles desmerecen a una actriz del talento de Huppert, que -de todas maneras- logra alejarse del ridículo a puro profesionalismo. Viéndola tan bella y elegante sobre las tablas uno le desearía un destino bastante mejor que el que le ofrece Volver a empezar. Por suerte, su prolífica carrera nos permitirá reencontrarla pronto en papeles más intensos, exigentes y profundos.
El director de Swingers, Viviendo sin límites, Identidad desconocida, Sr. y Sra. Smith, Jumper y Poder que mata vuelve a trabajar luego de Al filo del mañana con ese astro inoxidable que es Cruise en esta bastante convincente mixtura entre thriller, acción y comedia basada en la historia real de un piloto, agente encubierto y brillante estafador que trabajó -a veces incluso de manera simultánea- con la CIA, la DEA, el Cartel de Medellín y los Contras nicaragüenses durante parte de las décadas de 1970 y 1980. En el inicio de esta película vemos a Barry Seal trabajando como un aburrido piloto de cabotaje de la hoy extinta compañía TWA. En uno de los tantos hoteles donde se hospeda entre vuelo y vuelo es abordado por Schafer (Domhnall Gleeson), un agente de la CIA que le ofrece trabajar para el gobierno en distintas operaciones encubiertas. Tras algunas dudas iniciales, el protagonista acepta y al poco tiempo estará llevando cajas con AK-47 a los mercenarios antisandinistas y -por qué no- de regreso ingresando a los Estados Unidos cocaína colombiana. El caso real de Seal -que dio lugar a varias investigaciones periodísticas, libros y hasta a Doublecrossed un docudrama de HBO con Dennis Hopper lanzado en 1991- tiene todos los condimentos para un fascinante film de suspenso (no mucha gente tuvo la oportunidad de lidiar directamente y al mismo tiempo con las más altas esferas del gobierno, Pablo Escobar y Manuel Noriega), pero Liman y Cruise van más allá para construir, además de un relato de acción y un drama familiar, una comedia que funciona muy bien durante una parte considerable de las casi dos horas. Es cierto que la película se reitera un poco y decae otro tanto durante su parte final, que la subtrama familiar es poco convincente (el papel de la esposa interpretada por Sarah Wright no es particularmente inspirado), pero Barry Seal: Sólo en América entretiene y -apoyado en una fotografía setentista/ochentista con espíritu de VHS gentileza del uruguayo César Charlone y en un buen uso de diversos materiales de archivo- nos transporta a aquellas épocas de Jimmy Carter primero y Ronald Reagan después en el que la Guerra contra las Drogas convivían a pura hipocresía con escándalos como el de Irán-Contras. Película sobre la doble moral, sobre la capacidad para mutar y engañar, sobre las miserias de la política y la hipocresía del poder, y ensayo sobre la codicia en el capitalismo. Todo eso es Barry Seal: Sólo en América en el que un director profesional como Liman y ese auténtico piloto-estrella que es Cruise se asocian para que el viaje nos resulte de lo más placentero.
El director de El dedo en la llaga, Secretos compartidos, Apariencias, Nueces para el amor, Déjala correr, El juego de Arcibel, Una estrella y dos cafés y Sola contigo combina el drama familiar y el thriller político con resultados no siempre convincentes. De larga trayectoria en el cine (su ópera prima, Perdido por perdido, data de 1993) y últimamente sobre todo en el ámbito de la televisión, Alberto Lecchi regresó a la pantalla grande con esta película que mixtura elementos del pasado más trágico de España (la Guerra Civil) y la Argentina (las heridas aún abiertas de la última dictadura militar). Tras un prólogo ambientado -entre amores y bombas- en la convulsionada Tarragona de 1938, Te esperaré se concentra en la actualidad: Ariel Creu (Darío Grandinetti) es un arquitecto porteño que está casado con una psicóloga llamada Laura (Inés Estévez) y con la que tienen un hijo de 23 años, Federico (Juan Grandinetti). El protagonista -un marxista ya bastante cínico, escéptico y desencantado con la realidad argentina- entra en una crisis absoluta cuando se entera de que los restos de su padre han sido encontrados e identificados por el equipo de Antropología Forense en una fosa común. Miguel Creu fue un héroe de la República y luego -en su exilio en nuestro país- abrazó la lucha armada en los '70. La aparición del cadáver empieza a remover todo aquello que estaba tapado (negado) y genera fuertes contradicciones no sólo íntimas sino también con su hijo Federico. Las cosas se complican aún más con la llegada a Buenos Aires de Juan Benítez (Juan Echanove), un veterano e incisivo autor de best sellers que está escribiendo el tercer libro inspirado en la figura de Miguel Creu. El film tiene buenas intenciones, algunos pasajes valiosos y sensibles (sobre todo cuando expone la incapacidad del padre para conectar emocionalmente con su hijo) y ciertos conflictos inquietantes, pero en la acumulación de subtramas y personajes (el cura amigo de Ariel que interpreta Jorge Marrale, el represor que encarna Hugo Arana, la fiscal de Ana Celentano o el escaso aporte de la española Blanca Jara) la película pierde cohesión y cede a la tentación de no pocos diálogos altisonantes y subrayados. Así, más allá de ciertos hallazgos narrativos de Lecchi y del impecable acabado técnico, Te esperaré nunca llega a funcionar del todo en el terreno del drama familiar ni -sobre la segunda mitad- en el del thriller.
Comedia ligera de la saga, otro tanque de Marvel Tras la solemne Thor (2011), fallido intento de Kenneth Branagh por mezclar el espíritu de Shakespeare con el universo de superhéroes; y Thor: Un mundo oscuro (2013), del impersonal Alan Taylor, esta tercera entrega de la saga protagonizada por el dios del trueno, personaje tomado de la mitología nórdica, resulta -en la comparación y por sus indudables hallazgos- una notable evolución. No es que Ragnarock sea una obra maestra (incluso reitera ciertos lugares comunes de la franquicia), pero estamos ante una comedia de acción ligera y entretenida. Aunque no es la primera vez que Marvel apuesta por la comedia (el Iron Man de Robert Downey Jr. y la saga de Guardianes de la Galaxia son ejemplos previos), el mérito del talentoso director neozelandés Taika Waititi (el mismo del falso documental Casa vampiro) es el modo en que acentúa y potencia el espíritu lúdico -por momentos incluso autoparódico- para que el disfrute pase más por el humor que por la espectacularidad de la acción, el festival de efectos visuales generados por computadora o la complejidad de la trama. En el inicio del film, Thor vuelve a Asgard y descubre que su hermano adoptivo Loki (Tom Hiddleston) está vivo. Pero el lugar del villano no será esta vez suyo sino de la medio hermana Hela (Cate Blanchett), diosa de la muerte y heredera al trono del padre Odin (Anthony Hopkins). Ni Blanchett ni Hiddleston (ni tampoco el Doctor Strange de Benedict Cumberbatch ni el Heimdall de Idris Elba) están demasiado aprovechados, pero como compensación aparecen el Bruce Banner de Mark Ruffalo (excelente la pelea de su Hulk con Thor), los aportes hilarantes de Tessa Thompson como la rebelde guerrera Valquiria y de un grandilocuente Jeff Goldblum como el Gran Maestro, y, claro, la simpatía que aporta el cada día más eficaz galán Chris Hemsworth en el papel protagónico. El resto es más o menos lo de siempre (que no es para nada despreciable): desde los cameos (el mítico Stan Lee, la Viuda Negra de Scarlett Johansson) hasta largas secuencias de lucha contra gigantescas criaturas fantásticas con música rock de fondo, pasando por las infaltables escenas adicionales ubicadas en la mitad y al final de los créditos de cierre. Marvel no defrauda a sus fans.
Encuentro entre dos antihéroes Federico (Ezequiel Tronconi) es un escritor treintañero que se la pasa buscando, pero nunca encuentra. Un auténtico perdedor al que nadie parece prestarle demasiada atención, ni siquiera en una fiesta o en un bar. Lucía (Paula Reca) es una fotógrafa que huye permanentemente, pero siempre la encuentran. No sabe cómo terminar con una relación tóxica y se transforma en una mentirosa compulsiva que inventa un viaje al Sur mientras permanece en Buenos Aires. El director y coguionista Fernando Cricenti construye una comedia de enredos amorosos con dos antihéroes perfectos que -lo sabemos desde el plano inicial- en algún momento terminarán encontrándose. El cómo y el porqué son los principales enigmas de un film pequeño (incluso en su duración, de apenas 71 minutos), casi minimalista, pero siempre noble y simpático. Un relato sobre jóvenes torpes e inmaduros pero a su manera queribles, sobre las neurosis urbanas (en especial las palermitanas), con un buen uso de las calles, parques y negocios de Buenos Aires en distintas persecuciones y (des)encuentros callejeros. La película no aprovecha del todo a buenos intérpretes (Alan Sabbagh, Ana Pauls, Paula Carruega, Mónica Lairana) en personajes secundarios que tienen en su mayoría sólo una o dos escenas, pero el eje está puesto en la historia de amor, algo deforme pero finalmente encantadora, entre Lucía y Federico, con mucha música y la ciudad como trasfondo ideal, y hasta con un cameo de Fernando Bravo.
La talentosa directora de Las vírgenes suicidas, María Antonieta, la reina adolescente, Perdidos en Tokio, Somewhere: En un lugar del corazón y Adoro la fama construyó con esta remake de El engaño/The Beguiled, clásico dirigido en 1971 por Don Siegel y encabezado por Clint Eastwood, la película más oscura y al mismo tiempo más accesible de toda su carrera. Una incursión en el cine de género, pero sin perder la elegancia visual ni sus marcas de estilo. La novela de Thomas P. Cullinan (1966) ambientada en 1864 (plena Guerra de Secesión) y ya filmada por Siegel no parecía, en principio, un material que uno pudiese imaginar como ideal para Sofia Coppola. Sin embargo, el resultado de los 93 minutos de El seductor es tan convincente en términos dramáticos, narrativos, visuales y actorales que uno debe sacarse el sombrero y reverenciar la ductilidad de una directora que, más allá de las marcas de estilo que se mantienen, aquí pone su talento al servicio de la historia y no el conflicto como excusa para regodearse en su virtuosismo. Colin Farrell y Nicole Kidman -que venían de protagonizar la espantosa The Killing of a Sacred Deer, del griego Yorgos Lanthimos- se lucen aquí junto al resto del elenco (en el que aparecen desde Kirsten Dunst hasta Elle Fanning) para una película que luce como la más concentrada, tensa, oscura y perversa de la carrera de Coppola. La trama es sencilla: un soldado de la Unión (Farrell) es encontrado malherido por una de las cuatro niñas que todavía permanecen en un seminario de una zona de Virginia tomada por la guerra civil. Junto a las alumnas (la más grande está intrepretada por Fanning) conviven en esa casona la responsable del lugar (Kidman) y la maestra (Dunst). Las seis mujeres, de muy distintas maneras y en diferentes grados, se verán obsesionadas (algunas con pasión, otras con desprecio, otras con simple curiosidad infantil) por el recién llegado, un “enemigo” al que se niegan a entregar a los soldados secesionistas. La película -fotografiada con suma elegancia en 35 milímetros por el francés Philippe Le Sourd, que venía de colaborar entre otros con Wong Kar-wai- combina el trasfondo bélico, cierta estética de western y elementos propios de los cuentos de hadas (la niña que junta hongos en el bosque) con el intenso drama de un universo cerrado femenino que se ve invadido y viciado con esa inesperada presencia masculina. El seductor -que invierte el punto de vista masculino del film original y lo convierte en femenino para concentrarse en los códigos que se establecen entre esas mujeres- va del erotismo y el voyeurismo al más puro gore (aunque también con un muy buen uso por momentos del fuera de campo), del melodrama de época en tiempos de Guerra Civil a la comedia negra y perversa con toques feministas. Lo más valioso es que Coppola, aun en terrenos hasta ahora inexplorados en su cine, parece desenvolverse con absoluta elegancia y convicción.
Emotiva reconstrucción de los tiempos de militancia juvenil en el Colegio Nacional de Buenos Aires durante los convulsionados años 70. Basada en la novela homónima de Gaby Meik (a su vez inspirada en hechos reales), esta incursión en la ficción de Ernesto Ardito y Virna Molina (Raymundo, Corazón de fábrica) es un conmovedor retrato de una época de idealismo luego derrumbada por el accionar de la Triple A y el posterior golpe militar. Ambientada en el marco del Colegio Nacional de Buenos Aires a partir de 1974, la película tiene como protagonistas a Ana (Isadora Ardito) y a Isa (Rocío Palacín), dos íntimas amigas y militantes de la UES en tiempos del regreso de Perón. El film logra transmitir ese espíritu de época setentista, las internas entre los militantes peronistas y los de izquierda, el despertar sexual,y el avance de la derecha con el progresivo desplazamiento de profesores y rectores que venían de la época camporista (como Raúl Aragón en el CNBA) y una situación cada vez más represiva. Las asambleas, las tomas, las intervenciones policiales y los enredos sentimentales también forman parte de una película que tiene algunos pasajes en los que la música ampulosa, las situaciones forzadas y ciertos diálogos que no suenan demasiado naturales conspiran contra su eficacia dramática. También el permanente uso de la voz en off, las cartas, las grabaciones y las imágenes en Súper 8 subrayan por momentos más de lo debido el tono melancólico de las dos horas de relato. De todas maneras, hay en Sinfonía para Ana -película inevitablemente destinada al debate ideológico en estos tiempos de “grieta”- varios aspectos para destacar: la reconstrucción de una época llena de complejidades, la multiplicidad de recursos narrativos (incluidos materiales de archivo), el intento por presentar las contradicciones políticas (en tiempos de mucha paranoia) desde una perspectiva íntima y humana y varias interpretaciones destacadas de jóvenes actores sin demasiada experiencia que deben transmitir una mezcla de inocencia, valentía y terror ante la violencia reinante. Así, aunque por momentos con más corazón que sutileza, Sinfonía para Ana surge como una propuesta valiosa.
Audaz, extrema, provocadora Basada en la obra El viento en un violín, de Claudio Tolcachir, esta película de Pablo D'Alo Abba narra dos subtramas paralelas que terminarán cruzándose: por un lado, la historia de amor entre Lena y Celeste, quienes están dispuestas a todo para ser madres; por otro, la de Darío, un hombre de 32 años que sigue viviendo a la sombra de una madre abogada tan controladora como manipuladora. El sexo, la violencia, las conflictivas relaciones entre madres e hijos y las diferencias sociales son algunos de los temas que aborda esta audaz, por momentos extrema y en varios pasajes provocadora transposición de la obra de Tolcachir, con una puesta que intenta -y por momentos logra- dotar al relato de una impronta más cinematográfica que teatral.
Divertida secuela de una parodia Tres años después del sorpresivo éxito de Kingsman: El servicio secreto, llega esta secuela que -como suele ocurrir en Hollywood- redobla la apuesta. El círculo dorado tiene más minutos (los 141 resultan exagerados), más personajes (hay varios intérpretes consagrados con participaciones no del todo aprovechadas), más escenas de acción y más humor absurdo, pero el resultado artístico ratifica esa máxima que afecta a tantas sagas: más es menos. El guionista y director inglés Matthew Vaughn retoma los personajes basados en el cómic de Mark Millar y Dave Gibbons para esta parodia de las películas de espías (con James Bond como estandarte) con un héroe juvenil (el Eggsy de Taron Egerton) y la voz de la experiencia y la sensatez a cargo del Harry Hart de Colin Firth, quien "revive" tras el film original (milagros que sólo existen en la industria del cine). Las diferencias generacionales son precisamente unos de los ejes humorísticos que mejor funcionan en esta franquicia que viene a burlarse de los lugares comunes del subgénero de historias de agentes secretos. Otro de los hallazgos de esta suerte de montaña rusa sin freno de más de dos horas que es Kingsman: El círculo dorado es Poppy, la malvada de historieta que compone Julianne Moore, capaz de pasar el cuerpo de alguien que no le cae demasiado bien por la picadora de carne y, a los pocos instantes, servir una hamburguesa con una sonrisa de oreja a oreja. El virtuoso y desprejuiciado realizador de No todo es lo que parece, X-Men: Primera generación y Kick-Ass propone unas cuantas escenas de acción espectaculares y construidas con indudable profesionalismo, mucho humor negro, una enorme cantidad de personajes secundarios que resultan uno más ridículo que el otro (a Moore se suman desde Channing Tatum hasta Jeff Bridges, pasando por Halle Berry, Bruce Greenwood como un patético presidente de los Estados Unidos y el mismísimo Elton John en plan autoparódico), pero por momentos el efecto de acumulación genera la sensación opuesta a la buscada: con más desconcierto e irritación que fascinación. De todas maneras, y a pesar de ubicarse un par de escalones por debajo del film original, El círculo dorado tiene unos cuantos pasajes que invitan al disfrute y a la risa. En estos tiempos de películas sin demasiado riesgo le alcanza para destacarse.