El juego del gato y el ratón, con un tiburón. Cortita, al pie y efectiva, Miedo profundo logra construir un Tiburón minimalista al cual se le hubieran eliminado presentaciones, contextualizaciones y personajes secundarios. Aunque esto pueda sonar ligeramente despectivo, el film del barcelonés Jaume Collet-Serra –rodado en Australia con producción estadounidense– convoca no tanto el recuerdo del largometraje de Spielberg como al de decenas de títulos de bajo presupuesto pero alta inventiva –con bichos existentes o imaginarios–, que el cine de Hollywood supo parir desde que la producción estandarizada adquirió todas sus luces y sombras décadas atrás. Los puntos de partida y salida no escapan de una única locación: una playa en algún lugar de México en la cual hace acto de presencia una atlética rubia en busca de un lugar para surfear que, de paso, la conecte espiritualmente con su madre recientemente fallecida. Ese dato y un llamado telefónico familiar poco antes del comienzo de la acción serán las excepciones a la regla de un relato concentrado hasta la destilación en el deseo de supervivencia ante circunstancias inesperadas y adversas. Y es que, a punto de montar una última ola y sin otro ser humano a la vista, la joven es atacada por un tiburón. Uno de esos tiburones cinematográficos menos atados a las leyes de los comportamientos animales confirmados por los biólogos que a los sádicos dictados de los guionistas (en este caso Anthony Jaswinski). Esto es: metódico, insaciable, perverso, molestísimo, mortífero como cualquier villano de película. Lastimada en una pierna y acompañada por una gaviota también herida, las perspectivas de Nancy se adivinan metafóricamente oscuras, más allá de la noche real que comienza a cernirse sobre el mar y la playa. Con esos escasos elementos y la ironía de verse atrapada en un islote de 2x2 a pocos metros de la playa, Collet–Serra (La casa de cera, La huérfana) dispone los típicos elementos del juego del gato y el ratón, roles que no se invierten casi nunca, hasta que… Y lo hace con astucia, algo de elegancia y un uso nunca explosivo de los efectos digitales: al tiburón se lo ve bastante poco, aunque sus indicios estén presentes todo el tiempo y las consecuencias de sus actos floten a la deriva. Película de una sola protagonista –más allá de eventuales personajes marginales, usualmente poco afortunados–, Blake Lively (famosa por su papel en la serie Gossip Girl y una de las protagonistas del último Woody Allen, Café Society) entrega una participación física acorde a su rol de heroína; quemada por el sol y las aguas vivas, mordida por el escualo y con decenas de golpes y magulladuras en el cuerpo, su Nancy es la enésima versión de la teniente Ripley enfrentada al Monstruo, dispuesta a todo con tal de salir viva de la funesta situación. Más allá del abuso constante del recurso de la cámara lenta, que agota rápidamente, y de un crescendo de la inverosimilitud, Miedo profundo utiliza todas las estrategias de la narración clásica –además de elementos de cámara y montaje pensados para generar la ilusión de inmersión visual– con el único fin de disponer y sostener el suspenso en sus poco más de ochenta minutos. En esa falta de ambiciones, que puede no ser otra cosa que humildad de género, encuentra las mejores armas para lograr su principal y modesto (aunque nada fácil de lograr) objetivo: que la empatía genere reacciones físicas en el espectador.
Clon poco feliz de los zombies de George Romero. Importante decepción la de El pulso, adaptación de Cell, la novela de Stephen King que, sin encaramarse en el panteón de los mejores textos escritos por el autor, poseía suficiente jugo para ser trasvasado a la pantalla. Su lectura sobre la mitología de los muertos vivos (no casualmente, el libro está dedicado a George Romero), aunque redireccionada hacia el terreno de la distopía generada por un abuso de la tecnología, permitía dos caminos posibles: una adaptación ambiciosa en más de un sentido, con múltiples tramas paralelas y la necesidad de ingentes recursos económicos, o la reducción del relato a las partículas más elementales y la exploración del bajo presupuesto como bandera de orgullosa pertenencia. Es claro que el film de Tod Williams (el mismo realizador de Actividad paranormal 2) optó por la segunda opción, con la participación de una miríada de productores ejecutivos que incluyen a su estrella principal, John Cusack. La primera escena, si bien derivativa como el resto de lo que vendrá, al menos ofrece las necesarias dosis de tensión y un desprecio por las demoras innecesarias: el protagonista llega al aeropuerto y, en cuestión de minutos, estalla la hecatombe, luego de que una señal transmitida por los teléfonos celulares transforma a la mayoría de los individuos en una alienada, enloquecida y violenta masa. Al tren se sube rápidamente el personaje interpretado por Samuel L. Jackson y el dúo central continúa sumando compañeros y compañeras con el correr de los poco más de noventa minutos de metraje, pandilla que incluye al veterano Stacey Keach, disfrazado para la ocasión de director universitario corrido de la ortodoxia merced a las circunstancias. Ese nervio inicial se convierte velozmente en rutina y la travesía en busca de familiares vivos y/o de un lugar donde establecerse no es otra cosa que un clon poco agraciado de las aventuras creadas por Romero e, incluso, de sus derivados televisivos más recientes. El guión, coescrito por el propio King, transforma las ideas políticas de la novela en esqueletos básicos que otros films sobre zombis literales o metafóricos (en particular, El amanecer de los muertos, de Romero, y Shivers, de David Cronenberg) ya habían investigado de manera mucho más ingeniosa y punzante. Y la sucesión de peligros, trampas y sacrificios heroicos que dan forma a El pulso terminan redondeando una versión chapucera y torpe de la propia novela en la cual se basa (eso sí: con infinidad de referencias al universo King bien a la vista) y de las decenas de películas con las cuales conversa conscientemente e inconscientemente. Una importante decepción y una verdadera pena, teniendo en cuenta algunos de los talentos involucrados y las posibilidades perdidas.
El regreso de la pequeña huérfana. Se trata de una versión “clásica” de la historia original, que abarca desde la reconstrucción de época hasta el andamiaje psicológico de los personajes. El experimentado Bruno Ganz aporta prestigio en el rol del Abuelo. Cada generación tiene la Heidi cinematográfica que se merece, podrá pensarse con algo de maldad, pero lo cierto es que la novela de la suiza Johanna Spyri –publicada originalmente en 1880– ha sido llevada en muchas más oportunidades a la pequeña pantalla de televisión. Y por más fuerza que haya tenido la versión de Allan Dwan de 1937, diseñada como vehículo ideal para los mohines de Shirley Temple, el animé producido a mediados de los años 70 (que supo contar con los aportes de un joven Hayao Miyazaki) es, para muchos, la adaptación definitiva de la historia de la pequeña huérfana y su abuelo cascarrabias. A tal punto que el “Abuelito, dime tú” es hoy una cita inconfundible en la cultura popular de los países hispanohablantes. Esta nueva Heidi cuenta con algunas ventajas de base, comenzando por un rodaje en locaciones reales de los Alpes que les otorgan a las secuencias de exteriores un componente de belleza imposible de emular en estudio (la Temple, claro está, tuvo que correr y saltar en un par de parques nacionales californianos y ante los cicloramas erigidos en los sets de la 20th Century Fox). No se trata simplemente de explotar los paisajes a partir de una fotografía ad hoc: las imágenes de la naturaleza son un elemento esencial en una adaptación que se propone “realista”, desde la reconstrucción de época hasta el andamiaje psicológico de los personajes, pasando por el idioma, un alemán suizo que, en la Argentina, no podrá apreciarse, ya que todas las copias se exhibirán en el maldito español neutro. Por otro lado, el acierto de casting de la joven debutante Anuk Steffen ofrece una frescura no afectada, una naturalidad que resulta ideal para el personaje de Adelaida (el nombre real de Heidi). El experimentado Bruno Ganz, por otro lado, aporta prestigio en el rol del Abuelo e incluso, en los primeros tramos, logra inyectarle alguna dosis de oscuridad bien temperada. Hasta aquí, algunas de las virtudes de una Heidi clásica, fiel a la novela y casi nunca adocenada o “literaria”, aunque un tufillo qualité flote en escenas puntuales, en particular luego de la llegada de la protagonista a Frankfurt para su educación y conversión a la vida moderna y civilizada. Justamente, ese bloque narrativo intermedio es el que denota un cierto apuro en la acumulación de escenas y varias de ellas se sienten como un simple trámite despachado sin demasiado cuidado o atención. Imposible aseverarlo, pero puede intuirse un primer corte mucho más extenso, aligerado a riesgo de caer en la sensación de atolondramiento en la cronología de los acontecimientos. El resto es la historia –a esta altura eterna y universal– de la chica rústica enfrentada a otra clase de valores (y a otras clases sociales), virgen de toda corrupción y dueña de unas cualidades humanas y una bondad capaces de derribar los prejuicios y resquemores de todos aquellos que la rodean. Aunque para ello haga falta algo parecido a un milagro. En el fondo, más allá de la defensa de la humildad y la pureza teóricamente inherentes al ámbito rural, el texto más famoso de Spyri va en busca de la creación, en el personaje de Heidi, de una entelequia decimonónica que conjuga lo mejor de dos mundos: una emisaria de la educación y la cultura citadina en el campo y el mejor ejemplo de la simpleza y honestidad del campesino en la gran ciudad.
Entre las ruinas Las primeras imágenes de Homeland (Iraq Year Zero), el monumental –en más de un sentido– documental de Abbas Fahdel, logran transmitir una sensación de normalidad, de tranquilidad incluso. Pero el lugar es Bagdad y el año 2002, poco antes de que los “americanos” –como los llaman los iraquíes– invadan y ocupen esa ciudad y el resto del país. La inminencia de la guerra es evidente en los rostros y, particularmente, en los diálogos que se establecen entre los miembros de una típica familia de clase media de la capital de Irak. Que no son otros que el hermano del realizador, su esposa y sus hijos. Alguien comenta que se han comprado una buena cantidad de botellas de agua ante la posibilidad de que escasee en el futuro inmediato; a pesar de ello, el pequeño jardín de la casa se ve revolucionado por la puesta en funcionamiento de una bomba a la vieja usanza, que el pequeño de la casa, Haidar (el sobrino de doce años del realizador), comienza a palanquear como si se tratara de un juego. Ese niño, adelanta un título algunos minutos más tarde, morirá algunos meses después del inicio de la ocupación. Fahdel anticipa ese hecho de manera tal que el espectador no sea sorprendido sobre el final con un golpe debajo del cinturón, pero también para instalar la idea de la fragilidad de la vida humana en situaciones límite como la que está por volverse cotidiana en la vida de aquellos retratados en su película. “Antes de la caída”, la primera parte de Homeland, acompaña al clan en una visita a la ciudad de Hit, ubicada en los márgenes del Éufrates, donde habitan algunos de sus familiares, y entrelaza varias escenas dedicadas a explorar la belleza del lugar con otras que ilustran a la perfección las consecuencias que trajo aparejadas el duro embargo impuesto al gobierno iraquí. Como así también –aunque nadie lo diga en ese momento– aquellas otras derivadas del gobierno de Saddam Hussein por su propia ineficiencia y corrupción, ambas de un nivel estrafalario. De regreso a la capital, cuando no hay cortes de luz inesperados, la televisión no deja de transmitir enfervorizados discursos y canciones propagandísticas, observadas por la familia en un silencio sepulcral que, se revelará en la segunda parte, no era otra cosa que el resultado del temor al régimen. El realizador observa y registra a partir de allí algunos retazos de una sociedad mucho más secularizada de lo que el espectador occidental suele imaginar, a pesar de la innegable fuerza cultural del islam. Calles, comercios, ferias, locales de comida, un casamiento, muestran a una sociedad vivaz, rica y diversa, alejada del estereotipo. Una sociedad que sobrevive. El trabajo de montaje puede suponerse trabajoso, titánico. Es precisamente en la posproducción donde Fahdel termina de darle forma a un documento que posee una duración extensa no por lujo o capricho sino por necesidad: sólo de esa manera, parece decirnos el film, es posible convivir con los personajes, comprenderlos, generar una empatía que vaya más allá de la superficie. “Después de la batalla” comienza luego de una elipsis que coincide con la llegada del ejército estadounidense, el fin del gobierno de Hussein y el comienzo de otra clase de padecimientos. La descripción que hace Fahdel de este nuevo Irak es agobiante a pesar de la tibia esperanza que flota en el aire. Los saqueos y secuestros son cosa de todos los días, la gente ha comenzado a comprar armas para defenderse, parte del acervo cultural se ha perdido (uno de los segmentos más penosos es la visita a los incendiados estudios de cine de Bagdad). Ahora se habla de aquellos que fueron asesinados por el régimen anterior, pueden verse señales de tv de todo el mundo y la posibilidad de expresarse libremente es mayor. Al mismo tiempo, un misil puede destruir sorpresivamente una manzana entera de hogares y a sus habitantes y cualquier ciudadano sufrir una detención ante la menor sospecha de las nuevas autoridades. Ese “año cero” del título, que remite al famoso film de Rossellini, indica un estadio de destrucción, pero también una vuelta a foja cero, aunque la propia película se encarga de aclarar que la esperanza o el optimismo no suelen ser sinónimos de fe ciega. La grieta entre los iraquíes comienza a hacerse evidente y algunos ya extrañan los tiempos de Saddam. Homeland sintetiza esa idea en una escena chocante por su franqueza: Haidar, el chico de doce años, discute de igual a igual con un vendedor callejero acerca del estado de las cosas, del pasado, de las tumbas colectivas de Saddam, mientras el hombre continúa con su faena comercial: vender armas en la vía pública, su pequeño mostrador poblado de revólveres, fusiles y balas de los calibres más variados. Por ese camino, la película logra –con herramientas tan genuinas como pacientemente construidas– armar un complejo mosaico a partir de una de sus pequeñas teselas, iluminar la humanidad oculta detrás del conglomerado de cifras vomitadas en los informes periodísticos. Con Homeland, uno de los documentales más estimulantes y devastadores de los últimos años, Fahdel ha conseguido que el espectador comprenda cabalmente no sólo las consecuencias de las políticas globales sobre los grupos humanos y los individuos sino, además, algunas de las causas de la violenta forma que el mundo ha adquirido en la actualidad, trece años después del mortuorio plano que cierra el film.
Nada mejor que una bella familia unida. Ni prestigiosa ni chabacana, ni profunda ni del todo frívola, la comedia del veterano realizador francés, recordado por su Cyrano, no es ni más ni menos que un amable divertissement, con un excelente elenco de distintas generaciones. El regreso del realizador francés Jean-Paul Rappe- neau (famoso internacionalmente por su adaptación cinematográfica de la obra Cyrano de Bergerac) luego de doce años de inactividad lo encuentra trabajando en un terreno típicamente francés. Por tema, tono y trasfondo. En realidad, Somos una familia es varias películas en un mismo envase: drama familiar relleno de desavenencias, peleas, secretos, descubrimientos y reconciliaciones; pintura de clases (diversas) y ambientes (también dispares); vodevil sofisticado con una pizca de comedia romántica al uso. No todas esas películas funcionan de la misma manera ni ofrecen la misma cantidad y calidad de virtudes. Asimismo, la suma de todas ellas no refleja ni sus logros más acabados ni sus deméritos más evidentes. En principio, Rappeneau logró rodearse de un reparto de notables actores y actrices que atraviesa tres generaciones, gracias al cual dispuso de un piso sobre el cual transitar firmemente y cuya interacción casi siempre cumple y dignifica. Comenzando por su protagonista, un Mathieu Amalric que, en la piel de Jérôme Varenne –el hijo mayor de una familia de cierta tradición y moderada alcurnia– ofrece una de sus usualmente equilibradas y casi siempre interesantes interpretaciones. Jérôme es un exitoso ejemplar de animal del ámbito gerencial que regresa temporalmente a París, vía Shanghái, junto a su prometida. Hay una excusa argumental para ello, por cierto, pero lo relevante es que ese inesperado regreso se topa con una novedad ligada a la antigua casa del clan, en eterno litigio legal luego de la muerte del pater familias y observada con buenos ojos por un emprendimiento inmobiliario de envergadura. Hacia la imaginaria Ambray enfila el protagonista, sin saber que la visita relámpago al hogar de su infancia se transformará en una odisea personal de varios días. Culpa de algunas viejas amistades, ciertas revelaciones consanguíneas y el magnetismo de esa mansión de varias plantas apartada del centro del pueblo. Gilles Lellouche (El Amigo), Marine Vacth (La Joven) y Karine Viard (La Otra) –siguiendo una nomenclatura no literal pero absolutamente lógica– completan una parte de ese casting soñado, además de la experimentada Nicole Garcia, en el rol de la madre de los Varenne, y el alcalde encarnado con usual bonhomía por André Dussollier. Las vueltas de tuerca, encrucijadas y desvíos de Somos una familia son muchos y variados; Rappeneau, a su vez el guionista principal, se las arregla para que el ritmo –por momentos endiablado– no decaiga en momento alguno. Los momentos más refulgentes del film son aquellos en los cuales el humor deja de lado el costumbrismo para entregarse por completo al enredo, como esa extensa secuencia cerca del final, en medio de un concierto festivo, en el cual los múltiples cruces y choques de personajes lo muestran en posesión del secreto del éxito cómico. No puede afirmarse lo mismo de todas las instancias dramáticas, generalmente marcadas por una cercanía con lugares comunes bastante enraizados. Ese desequilibrio entre luces y sombras comienza a hacerse más pronunciado en la segunda mitad, coronada por una coda innecesariamente empalagosa, que aterriza en la trama como un extraterrestre en plan invasivo. Ni prestigiosa ni chabacana, ni profunda ni completamente frívola, Belles familles (título irónico perdido en la traducción) no es ni más ni menos que un amable divertissement que podrá no ser inolvidable, pero posee algunos de los encantos lúdicos inherentes a todo pasatiempo de relativa nobleza.
Con la idea de la locura como obsesión. El “prócer” argentino del universo psi es abordado con la intención de “moldear” humanamente su figura, con espacio tanto para el surgimiento de la psicología social y sus encuentros con Lacan como para la relación con sus parejas y sus años de nocturnidad. Las discusiones sobre las ideas de Pichon-Rivière siguen resultando acaloradas en el ámbito académico. Dicen que la Argentina es el país con mayor cantidad de psicoanalistas por metro cuadrado. Sea esa aseveración cierta o no –aunque parece bien difícil rebatir el mito–, resulta indiscutible que el ingreso de la psicología y la psicoterapia como modo cultural ha hecho escuela en este territorio, al menos en las grandes ciudades. Resulta lógico, entonces, que haya un prócer propio en el universo psi. Aunque nacido en Suiza, Enrique Pichon-Rivière pasó casi toda la infancia en el Chaco santafesino, donde entró en contacto con la cultura guaraní, detalle no menor a la hora de analizar su obra, procedimientos y conceptos teóricos. El documental de Miguel Luis Kohan (Café de los maestros) es, al mismo tiempo, un homenaje a su figura y una investigación audiovisual sobre algunos de los aspectos personales y profesionales menos conocidos. De allí, tal vez, el subtítulo del film: Un documental (im)posible, donde las posibilidades ciertas no pretenden clausurar la imposibilidad de abordarlo en su totalidad. La primera secuencia de El francesito (así lo llamaban sus amiguitos, pifiando el origen, cuando era pequeño) no podría ser más amable y risueña: la inauguración, no de un busto, sino de un proyecto de busto realizado en arcilla en uno de los patios del Hospital Borda. Luego de los discursos de rigor, dos empleados intentan levantar y trasladar el boceto, dejándolo caer y casi partiendo en pedazos la imagen. Momento pertinente, ya que, según los más allegados a Pichon, el hombre era poco afecto a la actitud señera como escuela de vida. Kohan irá desde allí a un reportaje con el hijo del famoso psiquiatra, realizado a la manera de una terapia tradicional –diván incluido–, dando inicio a un recorrido biográfico que no será tanto hagiografía como un conjunto de recuerdos y vivencias que intentan pintarlo como ser humano antes que como efigie de bronce. Por esa razón, más allá de la descripción del surgimiento de la psicología social o de sus encuentros con Lacan, hay mucho espacio para la relación con sus parejas, los vínculos de amistad con algunos discípulos e, incluso, un breve retrato de sus años de nocturnidad rosarina. Que Pichon-Rivière tuvo tantos adeptos como detractores es algo sabido; hasta el día de hoy, las discusiones sobre sus ideas siguen resultando acaloradas en el ámbito académico. Al realizador no le interesa sumergirse demasiado en esos terrenos –que, es cierto, podrían haber transformado al film en una obra para pocos– como intentar “moldear” humanamente a la figura de su película a partir de una serie de entrevistas, no tanto a reconocidos especialistas del ámbito psiquiátrico como a personalidades que lo conocieron o trabajaron junto a él, como el realizador Juan José Stagnaro o el recientemente fallecido artista plástico Gyula Kosice. La película evita, en líneas generales, el formato de cabezas parlantes, aunque inevitablemente debe recurrir a él al registrar algunas confesiones de allegados. El francesito brilla con luz propia en algunos pasajes –cuando encuentra una forma original de poner en pantalla el fondo– y, en líneas generales, resulta un amable e interesante recorrido por los laberintos de un hombre obsesionado con la idea de la locura. Y con la necesidad imperiosa, sin abandonar los aspectos clínicos, de ubicar al paciente en un lugar un poco más humano.
El costumbrismo como una nota al pie. Quizás no sea demasiado conocido por estas latitudes, pero en Italia –gracias a sus trabajos para la televisión, sus discos y sus películas– Checco Zalone es casi tan famoso como la pasta al dente. Unido al realizador Gennaro Nunziante, el pelado Zalone viene encabezando una serie de películas que poco y nada le deben a la tradición de la commedia all’italiana y sí bastante más a la comicidad de la pantalla pequeña (el viejo e inoxidable sketch) y al trasplante de usos y costumbres de algunas comedias estadounidenses. ¡No renuncio!, con su título original Quo vado? –cuarta de esas colaboraciones en la pantalla grande– acaba de romper todas las expectativas comerciales en su país natal, y viene a ser al cine italiano lo que el díptico Ocho apellidos… al español. Al menos en parte: la idea del italiano en tierras lejanas y culturalmente diversas forma parte del núcleo de la comicidad del film, jugando el juego del reconocimiento de virtudes y defectos de origen. Como su padre en la ficción, Checco (indistinguible separación entre actor y personaje) tiene un posto fisso, esto es, forma parte de la planta permanente de los trabajadores estatales de un pequeño pueblo de pescadores. Pero no es un ñoqui. Apenas –como soñaba con serlo el joven checo de Trenes rigurosamente vigilados– un oficinista aplicado, culo en la silla, al sellado de carnets de aprobación. Es a partir de una purga de empleados, ejecutada por una villana neoliberal de manual, y su negativa a aceptar la consiguiente indemnización, que comienzan las aventuras de Checco en los puestos más aislados posibles. Polo Norte incluido. La estructura episódica, la subtrama romántica que se establece a partir de su encuentro con una bella bióloga, la idea del crecimiento/maduración tardía recuerda sin demasiados esfuerzos a la temática central de muchas comedias made in USA, más allá del consciente y constante énfasis en la italianidad del personaje y sus actitudes. Hay chistes objetivamente hilarantes, como el brevísimo momento en el que la mamma le ofrece, como vendedora de tienda de joyas, una caja aterciopelada con decenas de variedades de pastas para el almuerzo. O aquel otro en el que la aparición sucesiva de los hijos de su amada culmina en un gag visual de perfecto timing. La estadía en una ciudad noruega permite, nuevamente, poner en choque frontal el griterío y la puteada con el respeto extremo por los límites y la tolerancia absoluta a los tiempos de espera. Pero la suma, como suele ocurrir, no hace al todo y ¡No renuncio! se pone demasiado blanda cuando debería aplicar algo de oscuridad y el lugar del costumbrismo irónico es finalmente usurpado por el voluntarismo de la historia y los personajes. Ejemplo contemporáneo de la comedia nacional y popular del país con forma de bota, lo de Nunziante/Zalone es apenas una nota al pie de la industria que supo hacer de la comedia un arte rico, recio y orgulloso.
Las fronteras reales e imaginarias. A través de tres segmentos narrativos, esta coproducción de Croacia, Serbia y Eslovenia retrata los cambios brutales sufridos por una parte de la sociedad de ese territorio al que solía denominarse Yugoslavia. Las historias transcurren en 1991, 2001 y 2011. A partir de un puñado de imágenes de viviendas –casas y algunos edificios bajos–, las dos breves secuencias que hacen las veces de puentes entre los tres segmentos narrativos de Bajo el sol representan visualmente, de una manera precisa, los cambios brutales sufridos por una parte de la sociedad de ese territorio al que solía denominarse Yugoslavia. El primero de esos clips reúne planos fijos de edificaciones derruidas, sin techo, magulladas por decenas y decenas de impactos de bala de diverso calibre; el segundo, pautado por el movimiento de veloces travellings realizados desde un vehículo, permite adivinar la restauración de esos hogares destrozados y la construcción de nuevos edificios de departamentos. No casualmente, el trío de historias que integran el largometraje de Dalibor Matanic (Premio del Jurado en la sección Un Certain Regard de Cannes y el título enviado por Croacia para representarla en la última entrega de los Oscar) transcurren, respectivamente, en 1991, 2001 y 2011. Riguroso orden que le permite poner en pantalla uno de los primeros gritos de horror en el inicio de las guerras yugoslavas, la posibilidad incierta de la reconciliación a comienzos del milenio y, finalmente, un destello de esperanza una década más tarde. Si la descripción suena algo programática e incluso forzada, el realizador se las arregla bastante bien para que cada uno de los relatos vibre con una sensibilidad propia, sin bajar líneas excesivamente subrayadas o hacer de la alegoría el único terreno sobre el cual transitar. El primero de los cuentos tiene como protagonista a una pareja de jóvenes de pueblos vecinos –él croata, ella serbia–, separados por una línea divisoria entre culturas que se hace presente físicamente en la forma de soldados armados. Como en una versión moderna, pero igualmente trágica, de Romeo y Julieta, las nuevas reglas del conflicto luego de la disolución del régimen comunista empujan aquello considerado normal (el tránsito de un lugar a otro, el enamoramiento) a un territorio peligroso, y ese idilio esperanzado es obligado a chocar a miles de kilómetros por horas con un contexto que anticipa las violencias que aún están por llegar. Miles de muertes más tarde, con las cicatrices de la guerra aún en carne viva, el capítulo dos presenta a una madre y a su hija serbias regresando a su pueblo natal (el mismo del relato inicial), dispuestas a recuperar –tanto física como espiritualmente– el hogar que les pertenece. Tal vez el núcleo duro de la apuesta de Matanic, en la relación tirante, tensísima, entre esa chica y el joven croata que nunca dejó el terruño y ahora se encarga de poner a punto las paredes y puertas de la vivienda, la película pone en juego la posibilidad del perdón entre vecinos, enfrentados al punto de transformarse en irreconciliables enemigos. El punto de vista es usualmente el de la joven –taciturna e iracunda, signos de una fragilidad a flor de piel– pero el encuentro no desencadena nada parecido al amor almibarado, a pesar de que la fórmula publicitaria local del film insiste en señalar “tres historias de amor”. En todo caso, Bajo el sol retrata una micro sociedad a partir de tres relatos donde sendas parejas protagónicas debe enfrentar las consecuencias de ciertos hechos que los exceden largamente. La última historia retrata la visita de un estudiante universitario a la casa de sus padres, casi una excusa para la reunión con una persona importante del pasado reciente, nuevamente ubicada del otro lado de esa frontera, ahora imaginaria. La decisión del realizador de utilizar a la misma dupla actoral (potentes Tihana Lazovic y Goran Markovic) parece una apuesta muy consciente del concepto de representación, aunque algún espectador pueda sentirse un tanto confundido en un primer momento. No se trata de aquí –al menos, no del todo– de retratar realísticamente los sucesos del conflicto armado y sus secuelas como de intentar aprehender y transmitir el dolor de la pérdida personal y la coerción de un entorno asfixiante, enraizado en prejuicios muy difíciles de erradicar.
Cuando la soledad tiene forma de hotel. Sin plantearla frontalmente, Viaggio sola habilita una pregunta: ¿quién es más feliz, esa mujer que viaja sola por el mundo, rodeada de lujos, o aquella otra que ha conformado una familia a la cual no parece faltarle demasiado? Lo bueno del film es que no intenta responderla. Enmarcada por la suntuosidad de un puñado de hoteles cinco estrellas, Viajo sola evita en líneas generales la posibilidad de que pueda ser confundida con un programa del Travel Channel o un folleto audiovisual de la empresa Leading Hotels of the World (que, sin embargo, aparece como auspiciante del tercer largometraje de la italiana Maria Sole Tognazzi). Pero algo de eso hay, inevitablemente: así como un film de corredores de autos no puede evitar el despliegue de alguna que otra secuencia de automovilismo o a una película acerca de un barman se le hace difícil escaparles a los planos de botellas, copas y vasos mezcladores, la ocupación de la protagonista obliga a la cámara a detenerse –al menos por unos instantes– en lujosos lobbies, camas king size y los más sofisticados desayunos buffet. Irene (Margherita Buy) es inspectora de alojamientos de prestigio, faena que la obliga a caer de incógnito y hacerse pasar por una clienta más, al tiempo que cronometra tiempos de espera, pasa los dedos por los rincones más recónditos en busca de mugre oculta y analiza la predisposición y simpatía de botones y camareros (cuántas veces es capaz de hacerlo sin que su identidad sea anticipada por otros gerentes es algo que el film no aclara). Irene ha pasado hace poco los cuarenta y es, previsiblemente, una mujer sola. Aunque los encuentros con su ex Andrea (Stefano Accorsi) son frecuentes, esa relación ahora amistosa no incluye la pasión erótica, aunque compartan lecho de cuando en cuando. En la elección de ese particular trabajo –que podría equipararse con el de comisario de a bordo–, Sole Tognazzi y sus coguionistas imaginan un punto de partida para encarar un tratado ligero y amable sobre la soledad en los tiempos que corren. Y la posibilidad de que esa opción de vida implique o no un estado de melancolía infinita o la libertad más absoluta. O ninguna de esas dos cosas. El hecho de que la hermana de Irene (casada, ama de casa, madre de dos niñas), haya optado por un camino más “tradicional”, cumple la función de espejo contrastante y punto de fuga de distintas imágenes del rol de la mujer en la sociedad contemporánea. Sin plantearla frontalmente, la película habilita una pregunta: ¿quién es más feliz, esa mujer que viaja sola por el mundo, rodeada de aparentes lujos, o aquella otra que ha conformado una familia a la cual no parece faltarle demasiado? Viajo sola comprende que el cine es más sugestivo cuando no intenta darle lecciones al espectador y no aspira a responder (y lo bien que hace) esa incógnita sin respuesta admisible. “Esta vida no es real. Toda esta opulencia es sólo un escenario”, afirma alguien con enjundia, al tiempo que disfruta de un trago bien preparado en el confortable bar de uno de los establecimientos de lujo. Y si bien la película parte de una premisa que podría confundirse por momentos con la tradicional escuela de la comedia romántica, la historia misma y, en particular, su tono usualmente medido y poco propenso al estrépito, se revela como particularmente apto para algún giro tardío de cierta potencia dramática. Por razones que no conviene detallar aquí, el encuentro en un hotel berlinés con una feminista de alcurnia hace las veces de bisagra narrativa para el tercer y último acto, una de las pocas concesiones a los golpes de efecto de una película usualmente calma y reservada, como su protagonista.
La tentación de emocionar a toda costa. No es la primera vez que el realizador galo aborda temas relacionados con la medicina y esta vez pone el foco en un médico rural enfrentado a una enfermedad terminal. Lo mejor pasa por sus momentos de realismo antes que lo ficcional. Si los pergaminos laborales no incluyeran un primer largometraje con temática diversa, la filmografía de Thomas Lilti (médico además de director de cine) podría catalogarse como abiertamente terapéutica. Ya su anterior, y muy exitosa en Francia, Hippocrate (2014) elaboraba un relato de profesionales de la medicina en un gran hospital, con el tema de un padre experimentado y un hijo haciendo su primera residencia como núcleo de diversos conflictos, tanto familiares como laborales y éticos. Para En un lugar de Francia (título local del tipo comodín que poco le debe al original Medicina de campo), el realizador traslada la acción a un pueblo rural de la región de Normandía y reemplaza la consanguinidad por una filiación putativa. La primera escena presenta a Jean-Pierre, un médico rural de pura raza –absolutamente entregado a su vocación, disponible las 24 horas, conocedor y compasivo–, enfrentado a la realidad de un tumor cerebral que requiere inmediato tratamiento químico. De allí que su propio galeno le envíe a la recientemente recibida Natalie (Marianne Denicourt), una mujer no tan joven llegada de la ciudad, para que lo asista en sus consultas y emergencias cotidianas. Nuevamente, será ese el origen de colisiones varias que el relato irá limando hasta su secuencia de títulos de cierre. Médecin de campagne es varias cosas al mismo tiempo. Por un lado, en su descripción de la abnegación del protagonista, resulta un canto no sólo a los médicos rurales sino a otra especie en vías de extinción: el doctor de familia, aquel que conoce los cuerpos y espíritus de los pacientes como las palmas de sus propias manos y es capaz de diagnosticar certeramente dolencias casi con los ojos cerrados. Por el otro, con su retrato de múltiples patologías y lesiones (y algunos de sus tratamientos, que el director seguramente incluye con conocimiento de causa y efecto), parece una respuesta menos bombástica, más “bajada a tierra”, de tanto drama hospitalario que la televisión viene poniendo en pantalla desde hace décadas con bastante popularidad. La historia personal de los personajes centrales hace que la película coquetee con la posibilidad del romance, aunque nunca termine de volcarse por ese camino, prefiriendo en cambio el choque de personalidades y la posibilidad de la atracción a pesar de las diferencias. Finalmente, el tema de la propia muerte reflejada en el fallecimiento de aquellos más cercanos sobrevuela durante gran parte del metraje, en particular cuando los padecimientos de un anciano que se resiste a abandonar su hogar para hospitalizarse ocupan el centro de la pantalla. Si el esqueleto del film es cosa vista y probada –con las diversas subtramas e instancias sorpresivas diseñadas para mantener la atención del espectador–, lo mejor de En un lugar de Francia puede hallarse en sus momentos descriptivos, cuando la narración descansa por un rato y deja de empujar la trama, deteniéndose en la posibilidad de la descripción de ambientes y personajes, en los modos de vida del lugar. Esa forma de realismo cinematográfico que los franceses saben cocinar muy bien –y que tiñe las imágenes, por momentos, de un aire casi documental– le suma varios puntos a una película que, al mismo tiempo, no puede evitar obsesionarse con la idea de emocionar a toda costa. Precisamente por ello, a medida que comienzan a acechar las resoluciones, Lilti termina pisando el palito de la progresión dramática al uso, pagando por ello un precio: lo que podía ser misterioso se torna obvio y lo inesperado le cede el lugar a lo previsible.