La ciencia como refugio de la poesía. De apenas una hora de duración, el documental de Rojo no ambiciona recorrer la filmografía del gran realizador chileno, quien llegó a dirigir cerca de 120 películas, sino acercarse a la esencia de sus ideas y su estilo, haciendo hincapié en el ser humano detrás del director. Tal vez no haya cineasta contemporáneo más secreto, a pesar de su prolífica obra (o tal vez precisamente por ello) que el chileno Raúl Ruiz, cuyo último largometraje, realizado poco antes de morir en agosto de 2011, tuvo un retrasado estreno hace algunas semanas en Buenos Aires: la obra maestra Misterios de Lisboa. El documental de Alejandra Rojo (nacida en Buenos Aires, criada en Chile, nacionalizada francesa) Contra la ignorancia: la ficción, de apenas una hora de duración, no ambiciona ni remotamente (tarea imposible si las hay) recorrer exhaustivamente la filmografía del realizador, quien llegó a dirigir cerca de 120 películas. Muy por el contrario, intenta, y logra en gran medida, acercarse a la esencia de sus ideas y su estilo, tarea difícil pero factible, haciendo hincapié además en el Ruiz extra cinematográfico, el ser humano detrás del director. Partiendo de su infancia en Chile –madre maestra, germen del intelecto; padre marinero, origen de historias llegadas de todos los confines del mundo–, Rojo comienza a hilar un retrato hecho de retazos de recuerdos y anécdotas de aquellos que compartieron una parte de su vida, además de un puñado de fragmentos de algunas de sus películas más representativas (y no tanto). Rojo traza un retrato hecho de recuerdos, anécdotas y fragmentos de los films de Raúl Ruiz. El exilio en Francia poco tiempo después del golpe militar que derrocó y asesinó a Allende marca el inicio del vínculo de Ruiz con el cine francés (y de su cambio de gracia: de Raúl a Raoul), que el documental utiliza para sugerir sutilmente una idea relacionada con sus aspectos creativos: viéndose obligado a hablarle a una audiencia más universal, al levar anclas y alejarse de aguas cercanas a su origen lingüístico y cultural, sus películas comienzan a ganar en profundidad y belleza. Algunas escenas del film La ville des pirates, realizada en 1983, le sirven de apoyo visual a la documentalista para hablar de la relación de Ruiz con Portugal y con Paulo Branco, el gran productor de ese origen con el cual mantuvo una extensa y fructífera relación que duraría décadas. “Él inventaba las películas, yo no inventaba nada. El no hacía nada por casualidad, al revés que yo. Todo era más elaborado de lo que parece”, afirma Branco en un pasaje con tono de confesión. Comparten asimismo cámara algunos de sus colaboradores en distintas etapas: músicos, directores de fotografía, actores, diseñadores de arte, cuyos recuerdos se alejan de la idealización o el bronce, como si la orgullosa humildad del homenajeado se hubiera contagiado en susevocaciones. “La poesía se ha refugiado en la ciencia”, dice Rojo que decía Ruiz, y a partir de allí, su documental se concentra en un aspecto no del todo conocido del realizador: su fascinación por la filosofía en general y la matemática y la física en particular. Aspecto que, lejos de enturbiar la visión que pueda tenerse de sus particularesmarcas narrativas, la hace más diáfana: ¿qué es el final de Misterios de Lisboa sino un punto de máxima concentración de tiempo y espacio, donde están contenidas todas las historias y los personajes posibles? Rojo le dedica la última parte de su película a las reuniones regulares del así llamado Círculo de Belleville, grupo de discusión con aspecto de secta al cual pertenecía y en el cual se debatían toda clase de cuestiones físicas y metafísicas. Resulta imposible confirmar cuánto de seriedad absoluta y cuanto de lúdico había en esos cónclaves, pero un veloz repaso por algunas de sus creaciones deja en claro que ambas posibilidades podían no sólo cohabitar sino armonizarse a la perfección. Al fin y al cabo, ¿qué otro cineasta ha hecho convivir la difícil faena de adaptar los textos de Proust al cine con la idea de juego en el sentido más candoroso de la palabra? El mismo Ruiz, gran anecdotista y enorme conversador, era capaz de afirmar lo más viable o lo más absurdo con la misma seriedad e ironía. Y estar, siempre, absolutamente en lo cierto.
Relaciones en peligro. Libremente basada en un caso judicial real, la película pone el foco en una familia con dos mamás amenazada por la mirada conservadora. Y lo hace sin caer en lugares comunes o subrayados. “¿Tienes algo que contarme? Acaso esta particularidad que tiene tu familia está creando problemas”, interroga una autoridad del colegio a Sara, con la certeza ciega de los que desconocen casi por completo aquello que están intentando describir. Es que en la familia de Sara hay una hermana menor, Cata, una mamá, Paula, y… otra mamá, Lía. Aunque esa nomenclatura parece más bien un intento de normalización, una “explicación” lingüística para algo que tal vez no lo requiera. Al menos para Sara y Cata, que atraviesan su vida cotidiana (casa, escuela, juegos, estudio, amistades) sin la sensación de que esté ocurriendo algo demasiado fuera de lo común. Mucho menos algo “raro”. Sin embargo, el papá, que vive desde hace tiempo en otra casa, junto a su nueva mujer, mantiene sus reservas al respecto, y no duda en poner en jaque esa convivencia –que juzga como algo no del todo saludable– ante un comentario no tan al pasar de su hija mayor. De allí la disquisición de las autoridades de la escuela. Y también de lo que ocurrirá a continuación, cuando el precario equilibrio entre padre y madre biológicos comience a tambalear. Rara está basada libremente en un caso judicial real ocurrido en Chile hace unos diez años, el de Karen Atala, una jueza que hizo público su lesbianismo y que terminó perdiendo la tenencia de sus hijas como consecuencia del juicio iniciado por su ex marido, bajo la acusación de “situación de riesgo para el desarrollo integral de las menores”. Pero la ópera prima de Pepa San Martín –que tuvo su debut mundial el año pasado en el Festival de San Sebastián y obtuvo un premio paralelo en la última edición de la Berlinale– no se centra en absoluto en las peripecias legales o las luchas judiciales ante el estrado. Muy por el contrario, Rara concentra su atención en la dinámica entre los miembros de esa familia “particular”, sin abandonar nunca el punto de vista de Sara, anticipado en ese extenso plano–secuencia antes de los títulos de apertura, que sigue a la niña por el patio, las escaleras y los pasillos de su escuela, un poco como lo harían los hermanos Dardenne. En ese sentido, la película forma parte de esa raza de narraciones donde el drama del crecimiento ocupa un sitio relevante: la chica está a punto de cumplir trece años, edad difícil si las hay, y existen cuestiones que inevitablemente se le escapan de las manos. Con ese punto de partida, es notoria la atención puesta en el registro de diálogos y situaciones cotidianas, que San Martín maneja con gran sensibilidad, sin cargar las tintas ni caer en la tentación de la prédica biempensante. El otro cimiento esencial en los logros del film hay que buscarlo en la sintonía actoral: tanto la joven Julia Lübbert como las experimentadas Mariana Loyola (actriz muy reconocida del otro lado de la cordillera) y Agustina Muñoz (que interpreta a una veterinaria de origen argentino, pata local de un film coproducido por ambos países) les dan vida a sus criaturas sin caer en mohines naturalistas ni echar mano al histrionismo dramático basado en el llanto y el grito. Tanto en las escenas de entrecasa como en el contacto con el exterior, resulta claro que la realizadora se esforzó por eliminar todos aquellos excesos que pudieran torcer su rumbo y llevarla por el camino de la diatriba. La gran excepción, consciente o no, es la construcción y dirección actoral del personaje del padre, interpretado por Daniel Muñoz con rasgos cercanos a una sutil villanía: en el modo en el cual se mueve, habla e incluso mira, está latente el riesgo de la macchietta, por momentos no tanto personaje como simple reservorio del conservadurismo de la sociedad chilena. Afortunadamente, ganan la batalla los planos de las chicas conversando en la fiesta de cumpleaños, la mirada enojosa de Sara luego de una noche de “vino y cigarrillos” de las mujeres mayores de la casa, la rebeldía incipiente de la niña y su incapacidad para decidir el futuro inmediato, el dolor de una madre ante una separación que se percibe irremediable.
Comedia a la italiana en la jungla de cemento. Un poco a la manera de aquellos proyectos ómnibus de los años 60, de los cuales los italianos fueron pioneros, pero siguiendo también el linaje de los films con relatos entrelazados tan de nuestra época, Historias napolitanas se divide en tres capítulos bien diferenciados, encabezados por referentes de tres generaciones de habitantes de Nápoles. Y si bien esos cruces le sirven de marco narrativo al realizador Antonio Capuano, lo cierto es que bien podrían no estar relacionados en absoluto. Al fin y al cabo, de lo que se trata aquí es de retratar el Napoles profundo, ese barrio de Bagnoli que el título original define sin remilgos como una jungla. Selva que, más allá del mar cercano, es de asfalto, de calles y edificios, observada desde la distancia por una enorme estructura fabril ahora abandonada, símbolo de otros tiempos que prometían progreso y bienestar, y que el realizador utiliza como fondo de apertura y cierre de su octavo largometraje. Giggino es un linyera a la vieja usanza: caído en desgracia, eligió conscientemente no escalar las alturas perdidas. Con un emisor de señales abre las puertas electrónicas de los autos, robando algunas pequeñas pertenencias. Como si se tratara de un día cualquiera en la vida de Giggino, Historias napolitanas lo encuentra en esos menesteres, recitando una poesía en un restaurante para ganarse un par de euros, pescando un pulpo a mano alzada, consumiendo alguna que otra sustancia de las ilegales, gastando su escaso dinero en comida y sexo. La suya es la mejor, la más atractiva y sensible de las tres historias, precisamente porque en su estructura relativamente libre logra describir ciertos centros desde los márgenes, a partir de una criatura que es libre y, a la vez, esclava de esa libertad. El encuentro con su hijo, primero, y con su padre, más tarde, no hacen más que contrastar un estilo de vida ansiado (o el cual apenas se ha logrado tocar con la punta de los dedos) con otro que no parece querer rendirle cuentas a nadie. La de Antonio, el padre de Giggino, es otra historia. Jubilado y viudo, su evidente interés por la empleada doméstica de origen ucraniano (ingeniera en su país de origen) que le limpia, plancha y cocina sólo es superado por su conocimiento de todo aquello maradoniano. En la repisa vidriada en la que otros expondrían las reliquias familiares, el hombre guarda con orgullo la remera celeste y blanca de El 10. Contenida por un tono más cercano a la commedia all’italiana tradicional, este segundo segmento encuentra a Capuano practicando el juego del humor melancólico, con un exponente de esa Napoli (la ciudad, pero también el equipo) que pudo haber sido y nunca terminó de ser, la leyenda y la fantasía como contrapunto de la ceguera ante ciertas realidades. No es casual que un mafioso le pague al anciano cien euros por una historia no demasiado creíble, aunque bien contada. El joven Marco, de apenas 18 años, reúne en su personaje la posibilidad de una mirada algo esperanzada, aunque en su trabajo como cadete ese futuro no se adivine realmente alentador. Luego de correr durante varias cuadras a un inmigrante africano, ladrón por necesidad, Marco le dirá a su jefe “Busca a un negro y hazlo trabajar. Así él también come”. En ese momento, Historias napolitanas reafirma su costado más retórico, la evidente intención de describir un estado de situación a partir de una recreación ficcional agridulce, con un énfasis que por momentos hace demasiado barullo, opacando las sutilezas. Lo mejor de la película está en algunos de los árboles, no en el bosque.
De la sutileza al suspenso de cotillón Que la anorexia –y su prima cercana, la bulimia– es cosa seria, lo saben perfectamente aquellos que la padecen y los familiares que rodean al enfermo. La ópera prima de la sueca Sanna Lenken –coproducida con aportes de su país y otros de origen alemán– se ubica a mitad de camino entre la película de “enfermedad de la semana” y el drama de crecimiento, con protagonistas que enfrentan, en un caso, el paso de la adolescencia a la adultez y, en el otro, de la infancia a la pubertad. Uno de los puntos fuertes de El hijo perfecto (perfectamente estúpido título local, ya que no hay aquí ningún hijo, sino dos hijas) es el consecuente sostenimiento del punto de vista del relato: es a través y sólo a través de la mirada de la jovencita Stella, que andará por los once o doce años (impecable performance de la debutante Rebecka Josephson), que el espectador conoce a los personajes, sus interrelaciones y el problema alimenticio que comienza a evidenciarse en el comportamiento y el estado de ánimo de su hermana mayor, Katja. O “la flaca”, como reza el título en idioma inglés elegido para su distribución internacional. Katja es esbelta y linda y una promesa del patinaje artístico, casi un modelo de belleza femenina al uso, en particular para los idealizadores ojos de su pequeña hermana. Stella es más bien gordita pero su cuerpo, que apenas ha comenzado a cambiar, no parece ser un problema mayúsculo, al margen de un arbitrario miedo al crecimiento de vello por encima de sus labios. Es en la relación entre ambas, en esa amistad fraternal que se mantiene a pesar de la diferencia de edad (ínfima biológicamente, pero que en esas etapas suele ser gigantesca), en la confianza mutua que el film refuerza en algunas escenas tempranas y, también, en la ligera envidia que Stella comienza a sentir por su hermana, en particular cuando la ve patinando junto a su entrenador alemán, donde Min lilla syster demuestra sus dotes de sutileza y sensibilidad para el retrato de los personajes. Luego, por supuesto, llegan las sospechas y las confirmaciones: vómitos auto producidos, comidas ingeridas a escondidas –que no llegan a ser atracones–, entrenamientos físicos abusivos y, más tarde, la inapetencia casi total seguida de los primeros desmayos. A partir de ese momento, la ecuación del guión suma fuertemente a los padres de las chicas, absolutamente ciegos ante la evidencia de lo que está ocurriendo delante de sus narices, y un tono claramente admonitorio comienza a envolver la historia. La pobre Stella no sabe bien qué actitud tomar, aunque la película se corre innecesariamente de ese dilema reemplazándolo con un simple chantaje entre hermanas. Luego de que el problema sale a la luz y la resistencia inicial se transforma en confesión, aflora lo peor de El hijo perfecto: el “hondo drama humano”, con una pareja de adultos actuando como padres necios e incluso brutos, los gritos y llantos, el innecesario psicodrama, el suspenso de cotillón. Borrando a los tropezones lo que se escribió con delicadeza, el film escrito y dirigido por Lenken se abandona a los imperativos de la corrección narrativa, con coda abierta a la esperanza que bien podría formar parte del institucional de un centro de rehabilitación especializado en trastornos alimentarios.
La inasible historia del cerdo salvaje. El dúo de realizadores describe un universo de hombres que van tejiendo un relato que podría ser fiel o reordenado por las leyes del cuento popular. Con ello le dan forma a un film disfrutable, que nunca se pone por encima de sus protagonistas. Filmada a poco más de cincuenta kilómetros de Roma, en el centro y los alrededores del pueblo de Vejano, Il solengo regresa a la región y a algunos de los personajes de Belva nera, el esfuerzo anterior de la dupla de italianos Alessio Rigo de Righi y Matteo Zoppis. En una entrevista publicada ayer en Página/12, Rigo de Righi (que conoce muy bien Buenos Aires, ya que lleva viviendo un tiempo en la Argentina, con escapadas frecuentes a Roma) afirmaba que “es una película sobre los mitos” y, como tal, un documental acerca de una persona que puede ser tal y como se la describe, o bien todo lo contrario. O algo a mitad de camino entre ambos extremos. La historia de Mario de Marcella (o el solengo del título, siguiendo el apodo de aquellos cerdos salvajes que son expulsados de la manada) resulta el pretexto ideal para que el dúo de realizadores se adentre aún más en una microsociedad que –más allá de los cambios tecnológicos y de otras categorías ocurridos– permanece atada a una cosmovisión con idearios y formas de comunicación bastante diversos a los citadinos. “Ahora vas al banco y sacás algo de plata. Antes, si no plantabas papas o algunas semillas no comías”, dice uno de los ancianos cazadores que conforman el particular coro griego de Il solengo, comentadores de un relato que el espectador nunca conocerá de primera mano. “Mario era salvaje, tenía una mirada dura”, dice otro, aunque un tercero aclarará más tarde que “si no lo molestabas, no era violento”. Todos coinciden en que el trauma de origen de ese hombre ermitaño, recluido en cuevas y chozas en los límites del pueblo, tuvo lugar durante sus primeros meses de vida, a fines de los años 20, luego de que su madre asesinara a los golpes al marido. Si ese esposo era o no era el padre de Mario o si fue realmente la mujer la homicida (¿o acaso el padre de ella tuvo algo que ver en el asunto?) es apenas el punto de partida del embrollo narrativo, de las infinitas variaciones y ramificaciones de un relato que, como toda leyenda, quizá sólo oculta una pepita de verdad en su interior. Como ocurría con aquellos legendarios linyeras caídos en desgracia por acción u omisión, el barrio escucha y repite y vuelve a reiterar –con ligeras o fuertes alteraciones– aquello que escuchó, legando a nuevos interlocutores ficciones y realidades de difícil discernimiento. En ese andar por los caminos del racconto popolare de la zona y a partir de un montaje que entrelaza, contrapone y hace chocar las crónicas a cámara de los cuentistas, Rigo de Righi y Zoppis describen un universo de hombres que se reúnen diariamente alrededor de una botella de grapa o vino rosso para intercambiar opiniones y chimentear. O, luego de la caza, enfrascarse en la transformación de las vísceras de un cerdo recientemente carneado en una masa sin forma (mejunje ideal para el guiso). Las mujeres están ausentes y no aparecen en cuadro, aunque en más de un momento serán mencionadas por estos hombres de aspecto recio que –visto de esa forma– parecen haber escapado un rato del influjo inmenso de sus esposas. Un camino por los ahora deshabitados dominios de Mario transforma momentáneamente al film en una suerte de parodia de un documental antropológico, con uno de los lugareños como inopinado guía, mostrando a cámara algunos de los objetos utilizados por esa civilización de un solo hombre. Film extremadamente frágil por su tema y por su forma, que no pretende ponerse por encima del relato de los protagonistas ni embellecer con planos paisajísticos o comentarios pintorescos el núcleo de interés, Il solengo cierra el viaje con una breve escena que, lejos de resignificar todo lo visto y lo escuchado, reafirma lo inasible de la vida de todo ser humano. Eso que algunos llaman espíritu. “Mi novia murió. Se llamaba Eugenia”, dice esa última voz a punto de apagarse. Y la imagen de esa serpiente típica de la zona vista con anterioridad regresa a la memoria y adquiere una relevancia antes soslayada.
Cinco mujeres en un clima enrarecido. El realizador de Otra vuelta construye aquí una película inclasificable, inasible, en la que nada es lineal y donde las figuras masculinas aparecen desdibujadas.Con grandes climas visuales, la apuesta es alejar el fantasma del naturalismo. El tercer largometraje de Santiago Palavecino (Chacabuco, 1974) tuvo su estreno mundial hace casi tres años, en el marco de la sección Orizzonti del Festival de Venecia y, en abril de 2014, se presentó en la Competencia Internacional del Bafici. Por diversas cuestiones –algunas de ellas ligadas al estado de la distribución independiente en la Argentina, otras más azarosas y particulares–, Algunas chicas desembarca recién ahora en la cartelera comercial, luego de un amague de retiro del mundo del cine del director de Otra vuelta y La vida nueva y la reciente confirmación de una cuarta película de próximo estreno. Inspirada muy libremente en Entre mujeres solas, la novela del italiano Cesare Pavese, la historia del film da sus primeros pasos acompañando en una caminata desesperada a Nené, el personaje interpretado por Ailín Salás, mientras en la banda de sonido se escuchan ominosos acordes de Mahler. La escena es elegante pero no amanerada, y culmina con la imagen de una aparente muerte que –se sabrá algunos minutos más tarde– no ha sido tal. Luego de la secuencia de títulos, Celina (Cecilia Rainero) llega desde Buenos Aires al pueblo donde viven Nené y Paula (Agostina López), cuya sangre derramada no ha logrado detener la vida. Allí la recibirá Delfina (Agustina Liendo), una amiga con la cual compartió algunos de sus años de estudio, y no tardará en aparecer la misteriosa María (Agustina Muñoz), quien parece conocerla o, al menos, intuir algunos pormenores de su visita. Palavecino se sumerge en un universo que es, casi exclusivamente, femenino, a tal punto que los hombres que rodean a esas mujeres aparecen algo desdibujados, a pesar de su presencia literal en pantalla o en un tácito fuera de campo. Ese remisero interpretado con ironía de cuentista por el escritor y realizador Edgardo Cozarinsky; el personaje del marido de Delfina, encarnado por Alan Pauls; el dealer que filosofa (o el filósofo que vende drogas); el chico con el cual Celina y María llevan adelante una fantasía, resultan figuras algo fantasmales, erráticas, proveedoras de transporte, drogas, sexo o contención. Algo lógico si se tiene en cuenta que la apuesta de Palavecino –desde el momento en el que esa imagen proyectada vibra irrealmente a través de la ventana de una habitación– es alejar el fantasma del naturalismo. Las chicas son cinco y también son cinco las actrices. Algunas son muy jóvenes, de unos veintipico de años; otras han cumplido los treinta hace algún tiempo. Los sitios donde transcurren los hechos –que también pueden ser fantasías o pensamientos, deseos y miedos– son esa casa de campo y algunos lugares del pueblo, la carretera que los une y un frondoso bosque lindero. Como si esos lugares fueran representaciones mentales de estados de ánimo, Algunas chicas los conjura en pantalla en una suerte de laberinto con aspecto de sueño. Y de pesadilla. La búsqueda de un clima enrarecido, gracias al cual las posibilidades de una lectura metafórica se evaporan (o, al menos, inhabilitan una construcción unívoca), empujan a Palavecino a introducir técnicas y recursos diversos, incluso algo olvidados, como el flash forward. Elementos que no hacen más que reforzar la idea de circularidad, de retorno a un punto de partida que también puede ser el destino final. El de Algunas chicas es un relato hecho de bifurcaciones, duplicidades y ramificaciones, apoyado por el trabajo de fotografía de Fernando Lockett, uno de los grandes creadores de climas visuales del cine argentino. Un paseo por el bosque que tiene mucho de salvaje, pero también de melancólico. Hay algo ritualista en el encuentro y reencuentro constante de esas cinco mujeres y, en el camino, el realizador entrega una película difícil de clasificar, algo inasible, por momentos inquietante y definitivamente libre.
Mirada al arte como rehén y víctima. En este film-ensayo sobre el Museo del Louvre (y sobre París y Francia, además de los imperialismos europeos), el uso indistinto de recursos documentales y de ficción es el punto de partida para una reflexión sobre la relación entre el Arte y la Historia. “Por supuesto que, hace mucho tiempo, aquí no había nada. En el siglo XII construyeron un fuerte con un castillo. Y así comenzó. Trabajarían la tierra, construirían sobre ella, reconstruirían y se la entregarían unos a otros sin ceder”, afirma la voz de Aleksandr Sokurov al promediar Francofonía, su primer largometraje en cuatro años, que parece complementar (o completar o comentar) el anterior, El arca rusa. Ese “aquí” refiere al kilómetro cuadrado ocupado desde hace siglos por lo que hoy es el Museo del Louvre y sus alrededores. En este film-ensayo en un sentido estricto, el uso indistinto de recursos documentales y de ficción es el punto de partida para una nueva reflexión sobre la relación entre el Arte y la Historia. O, si se quiere, sobre las historias que atraviesan las creaciones artísticas, su conservación o destrucción, y los vaivenes de la humanidad a través de los tiempos, en particular durante el siglo XX. Francofonía es una película sobre el Louvre, sobre Francia y la ciudad de París, pero también es, esencialmente, una película sobre Europa, acerca de los diversos imperialismos que la recorrieron, sus vencedores y vencidos. Y sobre la permanencia del arte en los museos, testigos mudos de los cambios y de las ideas y venidas de los hombres y mujeres. Si El arca rusa, filmada en el Museo Hermitage de San Petersburgo, estaba marcada por el prodigio técnico y artístico de su único plano-secuencia de 90 minutos, el andamiaje formal de Francofonía está sustentado sobre el concepto de la fragmentación. Por el corte de montaje, pero también la sobreimpresión, la división del cuadro en múltiples imágenes, el retoque digital, la acumulación de idiomas. Sin embargo, como en aquel film, aquí también las voces conversan entre sí, aunque estén separadas por décadas. O siglos. Napoléon es uno de los fantasmas que recorren el Louvre, repitiendo constantemente “Soy yo” a quien pueda y quiera oírlo; también Marianne, condenada a llevar el gorro frigio y a reiterar el lema de la República. El centro de este film con forma de espiral de varios brazos es la ocupación nazi en Francia, durante la Segunda Guerra Mundial, y la relación que se establece entre Franz Wolff-Metternich –militar alemán de origen aristocrático, dueño de un gran amor por el arte, enviado por el Tercer Reich para ocuparse del plan de conservación de obras del Louvre– y Jacques Jaujard, funcionario público, ferviente republicano y director de la institución durante aquellos años. La propia reconstrucción ficcional de esa historia, que ocupa menos de un tercio de metraje, pero a la cual se vuelve una y otra vez, es puesta en evidencia por recursos oportunamente obvios: la claqueta que da inicio a la acción, el empleo de herramientas digitales para “avejentar” la imagen, la pista de sonido monofónica a la izquierda del cuadro, anacronismo que, sin embargo, guarda relación con el período representado. Otras imágenes, muy reales, registran la visita de Hitler a París, la vida cotidiana en la “ciudad abierta”, el desfile de militares alemanes por diversas rues y avenues. Y las muertes y entierros colectivos durante el sitio de Leningrado, que Sokurov utiliza como contrapunto para una de sus teorías: los alemanes protegieron la cultura occidental de sus vecinos, los franceses, pero no podía importarles menos la de sus enemigos rusos. En el inicio de Francofonía, el realizador se comunica con el capitán de un barco en altamar, cuyo lomo transporta obras de arte que corren el riesgo de ser devoradas por una tormenta. La situación se repite en varias ocasiones a lo largo del film y, sobre el final, algunos planos de containers flotando a la deriva confirman el estatus de metáfora de ese leitmotiv. Porque, visto de esa manera, el arte no es otra cosa que un rehén de los seres humanos, una mercadería transportada a lo largo y ancho del planeta y a través de las centurias. Una víctima del mundo que les dio origen. La película reproduce algunas obras pictóricas –algunas muy famosas, otras desconocidas, excepto para el especialista–, pero la cámara se detiene aún más en esculturas de tiempos remotos. O en una momia egipcia, que la cámara recorre de manera casi táctil, como si se tratara de un baile ultraterreno, necrófilo. Tan lejos del institucional como del documental nacido, por su temática, con pedigrí artístico, Francofonía se impone como una lúcida cavilación sobre el devenir de los hombres, sus traiciones y miserias, sus locuras y cobardías, pero también sus pequeños y secretos actos de heroísmo.
Tan lejos y tan cerca de todo. Médanos, en el suroeste de la provincia de Buenos Aires, es la capital nacional del ajo. Y uno de los pueblos más cercanos a las Salinas chicas de esa provincia. Hacia allí se dirigieron los realizadores Alejandro Cohen Arazi y José Binetti para realizar un film que es varios documentales en uno. Los primeros veinte minutos, durante los cuales no se escucha ninguna voz humana –con la excepción de un locutor en la radio–, la cámara registra algunas instancias de la somnolienta vida del poblado y se sube a un auto para llegar a las blancas planicies del salar (el subtítulo del film no es arbitrario: Postales de un desierto bonaerense). A partir de ese momento, la música electroacústica hace las veces de fondo sonoro de un montaje de imágenes que parece emular la cadencia de un Dziga Vertov y la extrañeza ante la presencia humana y mecánica en medio de la inmensidad del Herzog de Fata Morgana. Los artilugios rojos, amarillos y grises mueven, cargan y descargan la blanca sal y recién poco antes del final de la jornada laboral apagarán sus motores. Y sólo entonces los realizadores se sentarán entre los trabajadores para oír aquello que tienen para contar. Cáncer de máquina –que parece tomar su título del desgaste que todo metal adquiere velozmente ante la presencia constante del cloruro de sodio en su forma natural, la halita– describe la vida del puñado de habitantes que vive, duerme y trabaja en el lugar. Apenas algunos empleados de las salinas; algunos de ellos solteros, otros con familias numerosas, muchos oriundos de otros pueblos y ciudades. La escuela permanece milagrosamente abierta, a pesar de contar con apenas dos alumnos. Dice uno de los operarios de grúas que antes, cuando era chico, ese paraje era un pueblo con luz, gas y hasta un médico; el ingeniero que hace las veces de gerente agregará que ya no conviene establecer colonias, que es más barato trasladar a la gente desde otros lugares. Otro empleado, que los realizadores registran luego de un asado seguramente regado con mucho alcohol, confiesa recuerdos y anhelos ante una cámara cómplice. Mientras tanto, la naturaleza continúa su ritmo, ajena a los dolores y placeres humanos: un pájaro muere y es devorado por hormigas, un grupo de sapos se hace un festín de insectos en medio de la noche. Todos esos elementos están integrados a la narración de Cáncer de máquina, a veces de manera absolutamente fluida, otras no tanto: la de los sapos es una escena particularmente bella, aunque su aporte al conjunto no parezca del todo pertinente. De todas formas, la más evidente de las virtudes de este largometraje realizado de manera casi total por los dos realizadores (ver la ficha técnica para corroborar sus múltiples roles) es justamente la misma que logra hacerla resbalar en algunos pasajes: en lugar de adoptar una mirada estrictamente sociológica u observacional, Binetti y Cohen Arazi se dejan llevar por la particular –y, a veces, oculta– belleza del lugar y por la humanidad de los entrevistados. En ese vaivén entre ambiente y pobladores, entre máquinas y animales, entre la supervivencia y el amor por la tierra, la película encuentra una forma personal de transmitir las formas de la vida en ese lugar. Un paraje que no está geográficamente tan lejos del espectador, pero que por momentos puede parecer de otro planeta.
La fábula sin abandonar el costumbrismo Tal vez la razón de peso por la cual The Lady in the Van (así, en inglés, sin traducción literal o libre) se estrena en nuestro país, distribuida directamente por la cadena de cines Village, sea la presencia de Maggie Smith, esa eminencia del cine británico descubierta por una nueva generación de seriéfilos gracias a la exitosa Downtown Abbey. Por lo demás, el film de Nicholas Hytner parece el run for cover de un realizador que, inactivo durante muchos años, supo disfrutar de las mieles del prestigio durante los años 90, con títulos como La locura del rey Jorge y Las brujas de Salem. Diseñado como un dueto entre la veterana Smith y Alex Jennings, el film narra la impensada relación, extendida durante más de quince años, que se establece entre una linyera de alcurnia y un dramaturgo ligeramente bohemio, aparentemente basada en hechos reales. Comenzando con los últimos coletazos del swinging London y finalizando en pleno thatcherismo, la historia recorre los encuentros y desencuentros de la “señora de la camioneta” y Alan Bennett, personaje de ficción de idéntica gracia al guionista de la película. Y no casualmente: la película se basa en sus propias memorias, las del famoso escritor inglés también llamado Alan Bennett. En realidad, los Bennett del film son dos: el relato divide al protagonista masculino en dos mitades, suerte de Jekyll y Hyde sin fracciones buenas ni malas, aunque alguno de ellos no se canse de repetir que uno vive y el otro simplemente escribe. La señora también podría ser dos personas en una: a pesar de que todos en el barrio la llaman Mary, otros saben que su nombre real es Margaret. Y que en sus recuerdos no confesados hay historias de claustros, obsesiones musicales y una educación que incluyó el idioma francés. Mujer de la calle a la vieja usanza, vive en una van atiborrada de cajas, papeles y bolsas y en su pasado recóndito se adivina un hecho (o varios) que la llevaron a esa clase de vida, no tanto víctima de circunstancias económicas como partidaria de un estilo de vida a mitad de camino entre la excentricidad y la locura (religiosa y de otros tipos). El de Mary o Margaret Shepherd es un papel ciertamente atípico para la Smith, acostumbrada a una clase de roles más distinguidos que muchos, incluso, ven como la quintaesencia de lo british en versión femenina. Y la razón más valedera para acercarse a una película que recorre caminos previsibles con cierta gracia monótona. A partir del momento en el que la mujer se instala en la entrada del hogar de Bennett, la particular relación entre ambos desplaza cualquier clase de comentario social para cederle el trono a la comedia amable con tonos dramáticos. De hecho, no resulta difícil imaginar un spin off en forma de sitcom, cada semana una nueva entrega con variaciones sobre un mismo leitmotiv. Los chistes escatológicos podrán sorprender a más de un espectador, pero están a tono con una historia que pretende encaramarse en el terreno de la fábula sin abandonar el costumbrismo. Aunque, cerca del final, las lágrimas pretendan usurpar una parte del espacio. No hay sorpresas en The Lady in the Van, pero tampoco tropezones mayúsculos, y es en la benevolencia dispensada a propios y ajenos donde descansa en gran medida su corazón de parábola afectuosa y bien intencionada.
Terreno poblado de marionetas. Aunque forma parte de su ADN, el guión nunca hace a la película, por más que muchos sigan empeñándose en la idea de que de su escritura dependen en gran medida los resultados finales. El caso de Tiempo muerto es paradigmático: es posible imaginar otra película radicalmente diferente, tal vez más estimulante, a partir de su bosquejo narrativo, de sus situaciones y elementos dramáticos constitutivos. De su trama esencial, en definitiva. La ópera prima de Víctor Postiglione (nacido en Paraguay, de padres argentinos de paso por el país vecino) se acerca al terreno del thriller sobrenatural –muy poco abordado por estas latitudes– con un evidente respeto por sus (teóricas) reglas, establecidas por decenas y decenas de títulos previos, y un paquete de ideas formales que la acercan a un formato televisivo en el peor sentido: expositivo, a partir de unos diálogos muchas veces farragosos, e hiperbólico en la construcción de los personajes, casi siempre al borde de la caricatura no intencional. Rodada completamente en Colombia (se trata de una coproducción con ese país), el film arranca con una de esas escenas de amor idílico que suelen anticipar el desastre. Franco (el experimentado Guillermo Pfening) y Julia (la colombiana María Nela Sinisterra, quien viene desarrollando una aún breve pero constante carrera como actriz en nuestro país) se aman, lógicamente, con locura. Y el desastre llega bajo la forma de la muerte de la joven morena, atropellada por un auto luego de un encuentro con su mentor en el mundo del periodismo, Ayala (Luis Luque), casi un padre putativo. Es precisamente Ayala quien, luego del entierro, le confiesa a Franco la sospecha de que el accidente de quien iba a ser su esposa no es tal. Los primeros cuarenta y cinco minutos de Tiempo muerto están dedicados a la investigación de uno y otro de los rastros dejados por la difunta, acerca de un mito urbano que bien podría tener un componente real: un hombre es capaz de entablar contacto con el mundo de los espíritus a partir de los “tiempos muertos”, momentos fugaces durante los cuales aquellos que están aquí pueden volver a encontrarse con los que ya pasaron hacia el otro lado. Mientras el loft del joven comienza a vaciarse de muebles y decoraciones, cuya venta es esencial para hacerse del dinero necesario para pagar ese “viaje” de reencuentro, la trama avanza en una línea recta hacia el desenlace y los personajes se convierten esencialmente en marionetas atadas al texto escrito: Franco se deprime y, por lo tanto, deja crecer su barba, al tiempo que convive con las cucarachas más grandes de Colombia; Ayala comienza a mostrar un costado oscuro, que la película explicita a partir de la puesta en escena y el uso de la música. La iluminación preciosista y funcional de Hugo Colace es un ejemplo más del profesionalismo que inunda el debut de Postiglione, donde todo parece estar en su lugar, pero pocas cosas generan entusiasmo. El de Tiempo muerto es un terreno semidesértico, resecado merced a su punto de partida y destino final: proveer un producto competente a costa de evitar cualquier clase de riesgo.