Dos películas peleando por la misma pantalla No es la primera vez que Sebastián Deus recrea en uno de sus documentales historias que lo tocan de cerca. En TV Utopía (2011), el realizador llevaba a cabo un pormenorizado desglose de la historia de esa señal de cable comunitaria del barrio de Caballito que, en pleno menemato, salió al aire sin licencia durante casi diez años (y de la cual participó un tiempo como conductor de uno de sus noticieros). Sin embargo, la historia que pone en pantalla en Por el camino de Modesto es aún más personal e íntima: la de su propio abuelo, un gallego que durante la guerra civil que desangró a su país se encontró combatiendo desde las filas republicanas, para escapar unos años más tarde a Francia y arribar finalmente a la Argentina luego del fin de la Segunda Guerra. A Modesto Deus Domenech, fallecido a comienzos de los años 80, se lo ve por primera vez en una fotografía desteñida por el paso del tiempo, mientras su nieto Sebastián intenta encontrar el lugar exacto de Necochea en donde fue tomada.Los recuerdos de una mujer anciana son el punto de partida de un viaje inverso al recorrido por ese abuelo algo arisco con los detalles de su pasado, que llevan al realizador a Francia, primero, y a diversas ciudades y pueblos de España después. Sin una voz en off que guíe ese derrotero, Deus confía en las imágenes y en los pocos diálogos que entabla con algunos lugareños para encauzar la narración, pero durante la primera hora de metraje su film se pierde en devaneos y derivaciones que lo acercan peligrosamente al simple registro de casos y cosas, como si se enfrentara a un diario de viaje personal ideal para revivir instancias en el futuro. Esa mirada, que muchas veces se parece a la de un turista de viaje, empapa el registro y empaña la historia central de Modesto, cuya figura va desvaneciéndose, aunque el film intente volver a ubicarla en el centro en base a efectos de sonido y la repetición del audio de esa entrevista que dio origen a la investigación.Ya en España, y luego de la reunión con un historiador, la situación cambia un poco y el documental vuelve a reencauzarse: lo poco que puede conocerse de Modesto funciona como ejemplo y metáfora de toda una generación de españoles. Sin embargo, la cámara continúa deteniéndose en procesiones, planos panorámicos de plazas e iglesias y caminatas en ferias locales, como si se tratara de dos películas peleando por tomar posesión de la pantalla: aquella que intenta narrar una historia de lucha, frustración y exilio –y la de sus descendientes del otro lado del Atlántico– y otra que sólo se contenta con registrar la fachada visual de un viaje a Europa. Sobre el final, imágenes y sonidos de una marcha en contra de los ajustes ante la crisis económica reúne conflictos pasados y presentes, aunque el uso irónico de un par de planos de actores disfrazados de Mickey, Bart Simpson y Papá Pitufo no hace más que restarle fuerza y envergadura a esa posible línea de continuidad.
El regreso de la aventura El creador de Lost y director de las dos últimas rendiciones de la otra saga espacial por excelencia, Star Trek, recupera el espíritu aventurero de la trilogía original, evitando esa carga trágica y “oscura” que había llevado casi al ridículo al Episodio III. La fuerza (que no la Fuerza) del evento es tan fuerte que resulta casi imposible evadir perspectivas, juicios a priori y comparaciones con el resto de la saga. Desembarca finalmente el Episodio VII de Star Wars y lo hace con todo el aparato de prensa pisando el acelerador, el griterío de los fans de fondo y, en el caso de la Argentina, un nuevo record de salas a su disposición: 450, casi la mitad de las que dispone el país. Y el pedido encarecido, casi un ruego, de no contar nada de nada de esas tres o cuatro revelaciones telenovelescas de la trama que, al fin y al cabo, poco y nada influyen en el disfrute que el film puede llegar a proveer. Es que, para muchos, se trata de algo más que una película: un mito, una religión, la vida misma (o algo mejor que ella) proyectada en la pantalla. Ahí está, nuevamente, la placa del inicio, la misma de siempre, con los compases de John Williams acompañándola, como un logotipo de dos líneas, prometiendo una nueva dosis de eso que el adicto está esperando con desesperación: “Hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana...”.Star Wars: El despertar de la Fuerza, ahora bajo el dominio del emporio Disney y sin George Lucas ocupando un rol central, retoma la historia de los primeros tres largometrajes, unos treinta años después de la clausura de El regreso del Jedi, con Luke Skywalker perdido en algún lugar del universo, el Lado Oscuro apoyando a la Primera Orden –nueva reencarnación de la política imperialista y fascista luego de la caída del Imperio–, y la implacable Resistencia haciendo lo que mejor sabe hacer: resistir. En esos primeros minutos los guerreros blanquecinos del mal arrasan con toda una población al intentar recuperar un preciado mapa, información que, nuevamente, llevará en sus tripas un droide, familiar del más famoso R2D2. Y al cabo de algunas escenas surgirá con claridad uno de los personajes centrales de esta nueva entrega: Finn (John Boyega), el stormtrooper desertor que, junto con Rey, la joven chatarrera del planeta Jakku (Daisy Ridley), ocupan el centro de la escena. Al menos hasta la aparición con vida del legendario Han Solo (Harrison Ford, ¿podría ser otro?), quien afortunadamente tiene bastante que hacer en las más de dos horas de proyección, nuevamente a bordo de su Halcón Milenario.J. J. Abrams (el creador de Lost y director de largometrajes como Super 8 y las dos últimas rendiciones de la otra saga espacial por excelencia: Star Trek) recupera el espíritu aventurero de la trilogía original y suscribe una parte sustancial del énfasis en la acción, evitando esa carga trágica y “oscura” que había lastrado y llevado casi al ridículo al Episodio III. Los mejores momentos, los más disfrutables y nobles, son indudablemente aquellos en los cuales los personajes discuten, corren, disparan y tratan de escapar de algún peligro, acompañados por el sentido del humor acuñado por algunos diálogos y situaciones, que ayudan a que las aristas más solemnes de la trama pasen algo inadvertidas. Es una pena que el paso de screwball comedy ensayado en un principio por Rey y Finn sea borrado de un plumazo para nunca más volver, reemplazado por un esquemático y trivial concepto de romance en ciernes. Y que el guión –del propio Adams, Michael Arndt y el veterano Lawrence Kasdan– que comienza hilvanando pacientemente relatos paralelos y equidistantes, apelotone luego momentos climáticos y confidencias (y una cantidad ingente de encuentros físicos en lugares imposiblemente gigantes, probablemente otro record histórico).El despertar de la Fuerza también puede ser vista como una oportunidad perdida de volver a foja cero, de reinventar la leyenda con nuevos tópicos e ideas. A tal punto que, en gran medida, la película funciona como una suerte de remake de La guerra de las galaxias (la que luego sería rebautizada como Episodio IV), por su estructura básica pero también por la evidente reedificación con variantes de escenas puntuales: el saloon espacial, el encuentro y enfrentamiento entre padres e hijos, el vuelo acrobático en pos del punto débil de la fortaleza del Mal. En ese sentido, resulta interesante preguntarse hasta qué punto el espectador actual –especialmente el más joven– sigue reconociendo las referencias a los seriales clásicos, el western, la comedia alocada, el cine bélico de aviación o el swashbuckler que Lucas había impreso en la película seminal –y que Abrams repite aquí a rajatabla– o, por el contrario, esas filiaciones han quedado absolutamente absorbidas por la cosmogonía de Star Wars, como una divinidad monoteísta que ha asimilado características de otros dioses ancestrales.Es evidente que el peso de la mitología (léase: las expectativas puestas en el producto y las esperanzas de los seguidores) resultó demasiado pesado para escaparle por completo a la reinvención. Por momentos, incluso, el film se parece a una de esas fiestas del reencuentro en las cuales viejos amigos y conocidos vuelven a reunirse, aunque no tengan demasiado para decirse. Es el caso manifiesto de la princesa Leia (Carrie Fisher), personaje completa e inútilmente desaprovechado, a pesar de la importancia de las revelaciones que tiene para ofrecerle al espectador. La excepción es Han Solo, tercera pata fundamental del trío de aventureros de este nuevo capítulo que, junto al peludo Chewbacca, intentan evitar males mayores en el equilibrio de la galaxia. La joven actriz británica Daisy Ridley, por otro lado, es uno de los grandes descubrimientos de El despertar de la Fuerza: su Rey tiene precisamente eso (fuerza y Fuerza), además de entereza y presencia. A diferencia de los malos de la película, que parecen desdibujados en un rictus de maldad impostada, clones truchos de Darth Vader y del Wilhuff Tarkin de Peter Cushing. La apurada coda final anticipa nuevos descubrimientos personales y un próximo Episodio VIII. Y así la leyenda continúa, con mano firme para la aventura, pero sin demasiados sobresaltos, tratando de no pisar aquel terreno que no se vea firme y seguro.
Desde las profundidades de un bosque Basada en una leyenda irlandesa, la primera media hora de esta digna película de terror es hija dilecta de algunos horrores góticos y aquellos de la casa Hammer en particular. También hay ecos de Lovecraft, que ayudan a combatir los lugares comunes del género. El horror puede surgir del lugar más insospechado. De Escocia, incluso, como lo sigue demostrando cada nueva revisión de ese gran clásico de los años 70, The Wicker Man. O de Irlanda, la tierra de las leyendas y las frondosidades encantadas, como intenta establecer el debut del realizador Corin Hardy, Los hijos del Diablo, título local que no le hace precisamente honores al original The Hallow. Porque en todo caso, si hay hijos haciendo de las suyas, no son precisamente los de Satán, sino los retoños pródigos de un reservorio sagrado: las profundidades del bosque. Hay una arista ecologista en todo el asunto, comenzando por el hecho de que Adam Hitchens, uno de los protagonistas, se instala junto a su mujer y pequeño hijo en un poblado irlandés para conservar y proteger su vegetación. Que el tiro salga por la culata y los espíritus de la foresta se inquieten por esa presencia en principio bienhechora permite anticipar algo de ironía y la certeza de que lo perenne no conoce de correcciones políticas.La primera media hora de Los hijos del Diablo es hija dilecta de algunos horrores góticos y aquellos de la casa Hammer en particular. Lo ominoso como leve indicio; la escasa predisposición de los locales a la cordialidad, que ven a esa familia londinense como una presencia invasora; la certeza cada vez más inquietante de que esos extraños fenómenos no tienen un origen humano. Hardy busca y encuentra allí el placer de lo anómalo usurpando gradualmente la normalidad, potenciado por la posibilidad cierta de que la más inocente de las víctimas caiga en las manos de aquello que fue despertado: el bebé de escasos meses de la familia Hitchens. Hay indudables ecos de Lovecraft en el concepto de una fuerza amodorrada que es despertada para lanzar sus horrores en el mundo e incluso los seres del bosque, que comienzan a mostrarse cada vez con mayor detalle, comparten algunas características fisonómicas con las creaciones del autor de “El color que cayó del cielo”. Su extraña biología parasitaria semeja una mezcla perfecta de los reinos animal, vegetal y el de los hongos, aunque el antropomorfismo termina ganando eventualmente la partida.A medida que el relato avanza y se instala en el encierro, con esa casa en la arboleda transformada en frágil atalaya sitiada por seres cada vez más agresivos, el film de Hardy va perdiendo sutilezas y ganando en efectismos, sustos de salón y escenas de suspenso al uso corriente. A pesar de ello, hay elementos más que dignos en la ejecución de Los hijos del Diablo, una fe ciega en las bondades del terror cinematográfico que evita el descenso hacia la paparruchada esquemática de tanta película contemporánea y logra mantener gran parte de su eficacia hasta el de- senlace. Y si la película ingresa en el terreno de la defensa de la familia como motor vital no lo hace tanto en pos de un ideal conservador como de la protección irrestricta del amor filial, un amor visceral que va más allá de cualquier construcción cultural. Un poco como ese bosque que, ante la intromisión destructiva del ser humano, sale a defender a sus propios hijos con los dientes bien afilados.
Tango danza con un lustre engominado El film de Germán Kral repasa la relación con infinidad de vaivenes y desaires de la célebre pareja de baile y pone de relieve los avatares de la dupla como reflejo de los cambios en la música porteña, aunque por momentos luzca como muchos shows para turistas. Es indudable que para una gran cantidad de extranjeros la palabra tango trae instantáneamente a la memoria, antes que una cadencia o un fraseo, una imagen asociada a la pareja de bailarines enfrascada en lo suyo: tacos altos, pollera que deja entrever sugestivamente las piernas, traje ajustado, corte petitero. Parte de la responsabilidad de ese notable corrimiento desde la música hacia la danza es responsabilidad de Juan Carlos Copes y María Nieves Rego, quienes llevaron el tango como baile a dar la vuelta al mundo varias veces. El nuevo largometraje del argentino afincado en Alemania Germán Kral (Música cubana, El último aplauso) los toma –en particular a ella– como referentes centrales para contar una historia de amores personales y profesionales, recorriendo un camino que va del documental a la reconstrucción ficcional y viceversa. Y poniendo de relieve los avatares de la dupla como reflejo de los cambios del estatus de la música porteña por excelencia aquí y en el resto del mundo, desde fines de los años 40 hasta la actualidad.Una de las primeras cosas que llaman la atención en Un tango más, que contó con los favores de Wim Wenders como uno de sus productores ejecutivos, es el trabajoso cuidado visual de cada uno de sus planos. Cortesía del alemán Jo Heim y del salteño Félix Monti, la fotografía del film es lustrosa, aterciopelada, corregida y reelaborada en lo que es posible suponer un profuso trabajo de posproducción. Ese aspecto de “caramelo visual”, que arranca con una toma-drone desde las alturas sobre la avenida 9 de Julio y termina con un plano de proscenio con Copes y Nieves caminando en sentidos contrarios, acapara la atención y evidencia un costado brillante y lujoso, como si el film encarnara una versión audiovisual de esos shows tangueros para turistas. La posibilidad del empalagamiento está siempre presente y dependerá exclusivamente de las papilas de cada espectador.Ese lustre engominado se acrecienta en las escenas de reconstrucción del recorrido profesional y personal del dúo –que van desde el primer encuentro en un club de barrio hasta las peleas fuera del escenario dos décadas más tarde–, pero contrastan en gran medida con la directa, fulminante y lúcida franqueza con la cual María Nieves relata momentos importantes y pormenores de su vida y su relación con Copes. Este último aporta muchos menos minutos en pantalla y, cada vez que lo hace, su aparente seguridad y firmeza de opinión (un tanguero hecho y derecho, al fin y al cabo) nunca logra desarmar el relato mucho más emocional y complejo de su eterna pareja sobre las tablas.Ciertos detalles de la vida de Nieves y Copes –relación con infinidad de vaivenes, desaires y choques a toda velocidad– son expuestos por Kral a partir de un procedimiento de puesta en escena en el cual el artificio no sólo es expuesto como tal, sino que termina formando parte de la apuesta formal en su conjunto: Nieves conversa con los actores y bailarines que la interpretan a ella y a su pareja en diversas etapas de sus vidas. El resultado es una película que nunca deja de interesar pero que, por momentos, parece enamorarse demasiado de sus florituras, como si no creyera suficientemente en la potencia (más que evidente) de la historia que sus protagonistas están contando en la más primerísima de las personas.
Un Quijote del cine independiente La de Condito es una posible historia de la distribución independiente de cine en la Argentina, de la lucha contra el invencible poder de cadenas y majors y también la de sus propios demonios internos y su capacidad de reinvención casi infinita. Festival de Mar del Plata, finales de los años 90. Charla de café con algunos periodistas y un famoso distribuidor local, de los así llamados independientes. “¿Vo’ no hablá’?”, le espetó sin mediar preanuncio Pascual Condito a este redactor, que apenas estaba iniciándose en la crítica y el periodismo, con ese típico acento porteñísimo con dejos de italianidad al palo. Tras la pantalla lo tiene como protagonista absoluto y circula alrededor de esa imagen mítica, cascarrabias y arrabalera del dueño de Primer Plano Film Group, la empresa que lo vio pasar del “cine arte” más exigente, a fines del siglo pasado, a la producción y distribución de cine argentino, aquí y en el exterior (y mucho antes de eso, con otros nombres de fantasía, del exploitation que ganaba espacio en la era del destape democrático). La historia de Condito es una posible historia de la distribución independiente de cine en la Argentina, con sus constantes ascensos y caídas (más de las últimas que de los primeros), la lucha contra el invencible poder de cadenas y majors, sus demonios internos y una posibilidad de reinvención casi infinita.El documental de Marcos Martínez puede ser visto de varias maneras y una de ellas es el ego trip de un personaje ignoto para todo aquel que desconozca el paño del negocio del cine. Al fin y al cabo, el film fue coproducido y es distribuido por Primer Plano y el carácter oficial del asunto queda en evidencia en gran parte del metraje. Al mismo tiempo –signo de inteligencia del realizador a la hora de montar el material y también del propio homenajeado–, Tras la pantalla se permite, a partir de la figura central, poner al descubierto los detalles de lo que bien podría ser el fin de una era, de una manera de entender el negocio del cine. En una de las tantas conversaciones entre Condito y miembros del mundillo (algunas parecen improvisadas, otras completamente guionadas), Marcelo Piñeyro describe someramente los cambios en el tipo de lanzamiento de los grandes tanques –de la inyección gradual y sostenida en el tiempo a la explosión de salas contemporánea–, y sus mortíferas consecuencias sobre aquellos otros cines que no apuestan por la masividad inmediata.Además de las conversaciones aparentemente naturales con miembros de su propia familia, en particular sus hijos, otras visitas al inmueble (ya demolido) que Primer Plano supo tener en la calle Riobamba, entre Lavalle y Corrientes, incluyen a un pelilargo Javier Porta Fouz y un rapado Diego Trerotola (ambos como representantes de la revista El Amante en una etapa pregrieta), al historiador y coleccionista Fernando Martín Peña, a la dupla Guerschuny/Udenio, directores de la publicación especializada Haciendo Cine, y a realizadores como Juan Villegas, Raúl Perrone y Lisandro Alonso, entre otras figuras del quehacer cinematográfico. Una emotiva escena en el microcine Vigo, con la aparición de su legendario proyectorista Damiano Berlingieri, habilita el comienzo de un paseo algo melancólico: el “barrio” del cine que fue y que ha comenzado a dejar de ser desde hace ya un largo rato. Los últimos tramos de Tras la pantalla están dedicados a recorrer los restos de ese edificio condenado a desaparecer como tantas otras oficinas, pisos y tugurios de la zona, mientras algunos trozos de afiches son revoleados por el viento entre los escombros. Esas y otras imágenes y relatos logran borrar, al menos temporalmente, los vestigios de endogamia que acechan a Tras la pantalla, transformándola en un relato universal. Y a Condito, con su tatuaje de Cinema Paradiso y su remera del Che, en un personaje ciento por ciento cinematográfico.
Siempre es difícil el retorno al hogar El film registra los intentos de reconciliación entre Lu, quien estuvo veinte años en “rehabilitación” en China, su mujer amnésica y una joven hija a la que apenas conoce. El final erosiona de un golpe lo que la película había intentado construir pacientemente. El sitio oficial de la cadena de salas Village, a su vez distribuidora del film en nuestro país, afirma que el género en el cual podría encuadrarse el último largometraje del chino Zhang Yimou es la “comedia romántica”. Nada más alejado de la realidad: en Regreso a casa no hay prácticamente momento alguno de humor y el romance brilla por su ausencia, al menos en el sentido que tradicionalmente se le adjudica a la palabra. Si hay algo romántico es su forma, cercana a una posible definición de melodrama. Y si de retornos se habla, la película es en sí misma una vuelta a las fuentes emocionales y políticas de la primera etapa de Yimou, uno de los máximos representantes de esa “quinta generación” de realizadores que, hace ya tres décadas, surgía en una China que dejaba atrás el período de la Gran Revolución Cultural Proletaria para comenzar lentamente su coqueteo con el capitalismo socialista. El Yimou de Sorgo rojo, Qiu Ju, una mujer china y Esposas y concubinas –ese artista oficial que, sin embargo, tuvo algún que otro problema con las autoridades censoras–, y que a partir de su exitoso film de artes marciales Héroe y de las nuevas reglas del mercado cinematográfico parecía haberse perdido para siempre en la jungla del wuxia de diseño digital y proyección global.Pausada e intimista –a pesar de su convulsionado trasfondo histórico–, Regreso a casa traslada una porción de la expansiva novela de Geling Yan (la autora de Las flores de la guerra), concentrándose en la última parte de ese relato, a partir del momento en el que su protagonista, Lu, regresa al hogar luego de una sentencia a veinte años de “rehabilitación”. El guión de Zou Jingzhi presenta a los personajes en una primera y extensa secuencia que se permite una moderada crítica a uno de los períodos más represivos de la China comunista, al tiempo que sienta las bases del tono melodramático de lo que está por venir en su clímax: el encuentro abortado entre Lu y su mujer Feng en una atiborrada estación de ferrocarril. Son los años de la Revolución Cultural, claro está, y el joven intelectual es enviado a un campo en Qinghai para su recuperación ideológica. Elipsis a mediados de los años 70: Lu vuelve para encontrarse con una joven hija que apenas conoce y una esposa que, amnesia mediante, no lo recuerda en absoluto. De allí en más, Regreso a casa registra los intentos de reconciliación luego de veinte años de ausencia, con la enfermedad de Feng transformada en conveniente alegoría.Pautada por los espacios cerrados de un departamento y un pequeño galpón que hace las veces de improvisado hogar para Lu, la cámara de Yimou (con un uso constante y algo errático del zoom) concentra toda su atención en los rostros de sus actores, Gong Li y Chen Daoming. Por cierto, Li es no sólo la ex pareja del realizador, sino la protagonista absoluta de casi todos sus primeros largometrajes y aquí –fuertemente maquillada para avejentar sus rasgos– interpreta otro papel de enorme potencia, tanto en sus momentos de explosión emocional como en aquellos otros, más frecuentes, de intensidad reprimida. El film logra destilar en su primera mitad la sensación de amargura, desazón y resignación de una generación condenada a la separación y la frustración personal ante los caprichos represivos del Estado, aunque para ello los personajes –más allá de las buenas performances del dúo central– se resignan a no superar el estado de meras cáscaras simbólicas, vehículos para la transición de esas ideas. La repetición de temas y situaciones hace que Regreso a casa circule luego en una espiral emocional que desemboca en una coda sensiblera y esencialmente pueril, que erosiona con un golpe de diseño de guión lo que había intentado escribir pacientemente con otra clase de argumentos.
En una temporalidad alternativa Si el absurdo y la singularidad de su entonación son los signos más evidentes de Hortensia desde el minuto uno, no lo son menos las múltiples referencias a universos cinematográficos (absurdos y singulares) de otros realizadores de diversas procedencias, de Aki Kaurismaki a Wes Anderson y del Jeunet de Amélie a Martín Rejtman. No se trata de rebuscar y fiscalizar correlatos y linajes sino de hacer notar el obvio diálogo que la ópera prima de Diego Lublinsky y Alvaro Urtizberea (ambos con amplia experiencia previa en la televisión y, en el caso del segundo, también como productor cinematográfico) establece con algunas de las películas de esos autores. Como la heroína del exitoso film protagonizado por Audrey Tautou, Hortensia (Camila Romagnolo) vive un presente triste y rutinario cuando decide enfocar su existencia en la persecución de un objetivo. En su caso, dos objetivos: conseguirse un novio rubio y diseñar el zapato más bello del mundo. Es que su padre ha muerto recientemente, electrocutado con una heladera marca Siam –uno de los gags/guiños que definen ese humor absurdo, jugado usualmente en un registro bien deadpan—, y para colmo de males ha perdido su trabajo de vendedora en una armería.Anclada en una temporalidad alternativa que parece congelada en algún momento entre los 50 y los 60 –una temporalidad de diseño de arte, no tanto reconstrucción de época como construcción de un imaginario visual sobre ese período—, Hortensia se mueve entre sillones vintage de diseño americano, tocadiscos de púa cerámica y vestidos de corte recto. Y los animales disecados de su padre, taxidermista de renombre, que le dan a los ambientes de la casa un aire entre lúgubre y opresivo. Hortensia, la película, está marcada por los encuadres usualmente simétricos de esos decorados y objetos de utilería (y algunas pocas locaciones, como tiendas y veredas de barrio), a tal punto que durante los primeros veinte o treinta minutos de metraje parecería que esos elementos terminarán por aplastar cualquier atisbo de emoción o juego narrativo. Al mismo tiempo, el estilo de humor elegido por Lublinsky y Urtizberea es uno de los más difíciles de llevar a buen puerto y las primeras escenas (incluido el festejo de fin de año que termina en la ruptura de la protagonista con su novio) no parecen indicar que el film vaya a brillar por su precisión cómica.Algo ocurre, sin embargo, durante la segunda mitad y Hortensia logra encontrar en el ritmo monocorde y algo perezoso, y en su sabor siempre agridulce, un punto de anclaje sobre el cual navegar con cierta comodidad e incluso finura. En particular luego de que el par de pretendientes de la joven comienza a entablar una amistad que parece profunda, a pesar de sus diferencias y posiciones encontradas en el duelo sentimental. Es cierto que el registro de algunos actores no está siempre en sintonía con el del resto del reparto y que el abuso en términos narrativos de un personaje no humano (un perrito con un aire al de El artista, casualmente o no) atentan contra esos logros. Pero la película, a pesar de esas falencias y de su flanco derivativo, encuentra finalmente una manera modestamente personal e interesante de construir un mundo y a un puñado de criaturas para habitarlo.
tienen ruido “Para mí, los besos son besos porque tienen ruido”, le dice Lisa (María Canale) a su novio Dib (Alberto Rojas Apel) en una de las primeras escenas de Amor, etc. Acaban de mudarse juntos a un departamento y, como toda pareja joven iniciando otra etapa en sus vidas, están acomodándose a los inevitables cambios. La ópera prima de Gladys Lizarazu los muestra algunos minutos después en plan confesional, acurrucados en su nuevo living, los sueños metafóricos y reales desnudando deseos y miedos. En ese diálogo íntimo y en una instancia previa, en la cual una gotera en el techo se presenta como símbolo del futuro inminente de esa relación, el film revela algunas de las limitaciones que lo acompañarán hasta el desenlace: un registro aparentemente naturalista que se resbala constantemente en el melodrama involuntario y la construcción de personajes que dejan de lado sutilezas y ambigüedades para terminar girando alrededor de dos o tres ideas motrices, inmovilizados en un único carril emocional.Dib está sin trabajo pero le queda algo de dinero de una indemnización y Lisa es locutora en un programa de radio zonal, únicos rastros del mundo laboral en una película que construye algunos de esos etcéteras del título como toques de color. En plan Bergman para dummies, los cada vez más frecuentes ataques de asma del primero y la obsesión de la chica con la ex dueña de su línea telefónica parecen ser síntomas del descascaramiento de la relación, reforzadas por la cólera creciente de Dib ante sus ruidosos vecinos. La difícil relación entre Lisa y su madre, asimismo, es confirmada en un par de encuentros que culminan en un quiebre narrativo telenovelesco, sin una pizca de ironía. A partir de ese momento, Amor, etc. abandona por completo su ligera capa de humor y se sumerge a fondo en las aguas del patetismo, del cual nunca regresará, apilando elecciones personales presentadas como excesos (al menos, varias de ellas) y dejando de lado cualquier tono apastelado para optar por los colores más chillones de la paleta.Poco puede hacer el reparto para sortear esas dificultades. María Canale, que ha demostrado en más de una ocasión presencia y talento, queda eclipsada por un guión que la obliga a portar una máscara sin delicadezas en el esbozo de los rasgos. Peor incluso la pasa Rojas Apel, rápidamente transformado en macchietta de joven iracundo que, incluso, debe superar una escena que parece remedar a la de aquel Tanguito creado por Piñeyro. Así las cosas, cualquier atisbo de frescura o reflexión sincera sobre el amor y aledaños en los tiempos de la juventud queda opacado por el feroz embate de la cursilería.
Viejos “topos” del noir y el policial duro Luego de un breve prólogo, Brisas heladas, primer largometraje del rosarino Gustavo Postiglione en varios años, comienza con un extenso plano secuencia en el cual dos personajes hablan... sobre los planos secuencia en el cine. Homenaje cinéfilo y ligera puesta en abismo, también es el momento que el director de El asadito y El cumple aprovecha para pasar alguna factura irónica a la crítica cinematográfica, al tiempo que introduce una de las evidentes líneas genealógicas del film: el universo del Tarantino de Perros de la calle en particular y el crime film irónico, en boga hace un par de décadas, en general. Son varios los diálogos que se establecen sobre el cine y la música –e incluso alguno sobre los juguetes de la infancia–, casi todos ellos remitiendo a los años ‘60 y ‘70, de Love Story a Polanski y del Clan Manson al Ford Mustang utilizado por Steve McQueen en Bullitt. Seguramente tomados de la pieza original y diseñados para hacerle guiños al espectador de cierta edad y buena memoria, resultan moderadamente simpáticos, pero la mayor parte del tiempo carecen del ingenio suficiente para sostener el interés y detienen el ritmo de la trama policial que los sostiene.Basada en una obra teatral del propio Postiglione, la trama descansa en viejos topos del noir y el policial duro: el joven empleado raso de un mafioso mantiene una relación amorosa con la esposa de su jefe y, juntos, deciden traicionarlo, robando un importante bolso que le pertenece y asesinando a sangre fría a dos de sus matones. Las cosas, inevitablemente, se complican, en particular cuando la hermana del muchacho aparece súbitamente en medio del conflicto. Y si las traiciones están debidamente a la orden del día, la agenda de más de un personaje oculta más de lo que evidencia. Brisas heladas estructura esa historia a partir de una serie de flashbacks que, por momentos, transparentan y en otros ocultan información. Más allá de la seriedad de las situaciones, el film nunca abandona un tono de juego de salón que se hace más obvio cuando la cámara se establece como testigo principal de un juego actoral que va del naturalismo a la histeria, ida y vuelta. Y muchas veces en la misma escena, en particular en ese loft rosarino que se transforma en el proscenio de las acciones.Film de actores, el reparto encabezado por María Celia Ferrero y Juan Nemirovsky se completa con la presencia de la legendaria cantante y actriz Elli Medeiros y la participación de Gastón Pauls (como el investigador abocado al caso) y Norman Briski en el papel del capomafia, todos ellos alternativamente entonados o jugados al registro exacerbado y gritón. Brisas heladas no oculta su origen teatral pero en ciertas instancias parece coquetear –tal vez involuntariamente– con un registro cercano a la tira televisiva, apoyado por una fotografía que hace de la noche americana y los tonos fuertes parte de su esencia de simulacro. Elementos que, sin embargo, nunca terminan de transformarse en sello de un procedimiento, más cerca del desbalance que de la preferencia estilística.
Una versión boba de “El francotirador” Máxima precisión puede ser entendida como una versión boba de El francotirador. Ambas fueron producidas en paralelo y estrenadas en los Estados Unidos con apenas algunos meses de diferencia y en los dos casos la situación en Medio Oriente (para usar la terminología occidental al uso) es vista a través de la mirada algo alejada de un soldado norteamericano, un preciso sniper en el caso del último y polémico largometraje de Clint Eastwood, y un piloto experto en el uso de drones militares cargados de explosivos en el film de Andrew Niccol. Pero si en el primero de esos relatos el viejo zorro de Clint se las arreglaba para ofrecer puntos contradictorios y más de una zona ambigua, un derrotismo disfrazado de falsa euforia, en Máxima precisión todo termina desembocando en una tibia defensa del uso de los misiles teledirigidos, aplacando gradualmente cualquier dolor por los daños colaterales, sean estos las vidas de ciudadanos inocentes en “tierras lejanas” o la propia psiquis y vida cotidiana del militar involucrado.El punto de partida resulta interesante: bien lejos de la idea del cine bélico en su acepción más física, el nuevo rol del mayor Egan (Ethan Hawke, taciturno y con look Ray Ban) consiste en disparar sobre blancos en Irak o Afganistán desde una cabina cómodamente acondicionada en el desierto de Las Vegas. La imagen de esos cubículos con sus joysticks y tableros hace pensar en las viejas salas de videojuegos, cada uno de los militares al mando haciendo las veces de excelsos jugadores. Luego del rutinario día de trabajo y los cadáveres apilados ahí en la pantalla, el regreso a casa y una falsa idea de normalidad. El tono elegido por Niccol –director de Gattaca y El señor de la guerra y guionista de The Truman Show, entre otros pergaminos– es de baja intensidad, más cerca del estudio psicológico que del thriller. Durante sus primeros 20 o 30 minutos Good Kill (el título original, algo así como “buena matanza”, resulta mucho más brutal) puede hacerle suponer al espectador que la película irá algo o bastante lejos en su búsqueda de las contradicciones y horrores de las híper tecnologizadas guerras modernas. En particular luego de que la CIA, con sus órdenes anónimas e inmateriales, meta la cola. Pero no.Como si le tuviera miedo a la idea del relato como disección (a veces lo gélido tiene la virtud de ser preciso), rápidamente el guión introduce personajes y conceptos diseñados para bajar línea y plantear conflictos de sencilla comprensión. La joven y sexy novata que hace las veces de objetora de conciencia testimonial como contrapunto al ciego belicismo imperante, el alcoholismo de manual que parece dominar cada vez más a Egan –consecuencia de sus conflictos internos pero también de su deseos de... volver a volar–, los problemas familiares que comienzan a horadar la relación con su mujer e hijos. Al respecto, resulta notable lo poco desarrollado que está el personaje de su esposa (la rubia January Jones), casi un muñeco a resorte que reacciona previsiblemente ante cada acción de su pareja. La subtrama de un violador afgano toma cada vez mayor relevancia y terminará justificando narrativamente los males internos, monumento a la más ridícula de las expiaciones y catarsis simbólica de una película que se mete en un berenjenal ideológico del cual no puede (¿ni quiere?) salir.