Una de esas películas que ya nadie hace El director estadounidense encuentra en Tom Hanks el intérprete ideal para James B. Donovan, un abogado de rígido código moral enredado en el caso de un espía soviético en Estados Unidos. Un caso que se irá complejizando a medida que avanza el metraje. Basado libremente en un episodio de la vida real de James B. Donovan –abogado neoyorquino convertido por las circunstancias en exitoso negociador político al servicio de la CIA, durante los años más duros de la Guerra Fría–, el último largometraje de Steven Spielberg lo encuentra, como suele ser la costumbre las más de las veces, en pleno control del ritmo y la estructura narrativa. Al mismo tiempo, su mirada sobre aquellos años de tangibles peligros nucleares reemplaza las complejidades políticas de su anterior Lincoln por un universo donde los tonos grises resultan más bien escasos. La primera, magistral secuencia (por la perfección de su sencillez y la profundidad de sus implicancias) descubre el hobby del espía soviético que será atrapado algunos minutos después gracias a un ligero movimiento de cámara: al reflejo de su rostro en un espejo le sigue su propia imagen y, a ella, un retrato al óleo al cual le está aplicando los últimos retoques. La presentación del personaje de Rudolf Abel (Mark Rylance) podría volver a filmarse y editarse de otras maneras, pero en la elección de Spielberg –un único plano resuelto con trazos mínimos y sutil elegancia– se describen sin palabras los múltiples juegos de máscaras y fachadas (y sus consecuencias sobre la vida privada) de aquellos que practicaban el espionaje en aquellos arduos tiempos de intrigas internacionales.Entra Tom Hanks en la piel de Donovan, quien acepta no sin reticencias defender al espía ruso, a sabiendas de que su popularidad como abogado de casos civiles (pólizas de seguros, ese mal necesario) puede sufrir alguna importante mella. Donovan según Spielberg es alguien que siempre hace lo que debe hacerse, un hombre que sigue sus preceptos éticos sin dudarlo siquiera un instante, incluso si el contexto es adverso. Con la Constitución en una mano y su código de conducta en la otra, Donovan es un digno heredero del joven Lincoln de John Ford o del Señor Smith de Frank Capra en Caballero sin espada (o del Capitán Miller de Rescatando al soldado Ryan, por caso): idealistas pragmáticos orgullosamente estadounidenses que, en su interior, conjugan lo mejor del “ser americano”, a tal punto que son capaces de inocular su esencia en instituciones ligera o profundamente corrompidas, trocando cinismo por franqueza y los fríos números por la más cálida humanidad. Donovan según Hanks es ideal: férreo pero cálido, artero pero nunca cínico, seguro de sí mismo pero temeroso de las consecuencias que sus actos pueden tener en los suyos.Puente de espías es indudablemente dos películas en una. La primera de ellas –y tal vez la mejor– involucra el caso judicial, la difícil defensa ante un jurado, un juez y un público que quiere ver al soviético colgando del extremo de una soga y el inicio de una relación personal entre abogado y cliente en la cual lo humano comienza a vencer prejuicios y miedos. Spielberg echa mano al más básico pero efectivo montaje paralelo para presentar a otro personaje que tendrá radical importancia en la segunda película, un joven piloto derribado en territorio de la URSS durante un vuelo de reconocimiento espía. “No podemos juzgar como traidor a este hombre, se ha comportado como un verdadero soldado”, dice Donovan –palabras más, palabras menos– frente a una Corte Suprema sin demasiadas ansias de morigerar la sentencia de Abel. En privado (desde luego: imposible pronunciar esas palabras en público), el personaje interpretado por Hanks afirmará que “nosotros hacemos exactamente lo mismo que los rusos”. Lo cual se confirmará con creces cuando la posibilidad de recuperar al aviador aprehendido pase por un intercambio de prisioneros en Berlín Oriental, durante la construcción del muro que dividiría a la ciudad durante casi treinta años.Esa magnífica primera hora de película, en la cual el drama personal va de la mano de un tenue suspenso y en donde Spielberg hace gala de un minimalismo dramático no siempre evidente en su cine (los primeros compases de la banda de sonido compuesta por Thomas Newman se escuchan recién a los cuarenta minutos de proyección) es seguida por la secuencia de derribo del avión espía. Pura adrenalina y acción física, la improbable maniobra del soldado en caída libre marca un quiebre y anticipa un cambio de tono para el resto del film. Donovan es enviado a Europa extraoficialmente por el gobierno de su país para encargarse personalmente del trueque de espías, a quienes se les suma un tercer peón en el tablero: un joven estudiante detenido por la policía de la RDA. El film ingresa gradualmente en el terreno de la fantasía realista, transformándose en un film de espías a la vieja usanza, apoyado por una fotografía de Janusz Kaminski que, en varias escenas, desangra la paleta de colores hasta lograr un tono casi monocromático.Podrá pensarse que ya nadie hace películas como Puente de espías en el Hollywood del siglo XXI y la idea sería ciento por ciento acertada. Con su cruza de tensión, aventura de baja intensidad, intriga, pequeñas pinceladas de humor y un trasfondo histórico real, el último Spielberg se toma el tiempo necesario para la construcción de la historia y navega en contra de la corriente del mainstream contemporáneo. Paralelamente, a medida que la ingenuidad ingeniosa de Donovan va venciendo toda clase de enemigos (internos, externos, temporales, físicos), el film abandona algunas de las sutilezas que había cimentando al tiempo que se hace más evidente la acumulación de contrastes entre ambos lados de la Cortina de Hierro (sus cárceles, el tratamiento dispensando a los espías) y las diferencias culturales se transforman en llanos estereotipos. Consciente o inconscientemente, Spielberg entrega un film de propaganda como los de antaño, aunque definitivamente aggiornado. Sobre el final, la bandera roja, azul y blanca flamea en el patio de una casa de Brooklyn y un grupo de chicos salta velozmente una verja, disparador de recuerdos y metáforas que vuelve a demostrar los límites del realizador cuando intenta reflexionar sobre el mundo real. Aunque, como en el caso del personaje de Donovan, lo cortés nunca termina de quitar lo valiente.
Las fisuras en una disciplina histórica A pesar de la notable actuación de Marion Cotillard, el film de los hermanos belgas exhibe algunas abdicaciones en el guión que eran inimaginables en films anteriores. Afortunadamente, los últimos minutos ofrecen el equilibrio acostumbrado en su cine. Luego de una serie de infinitas cancelaciones y reprogramaciones se estrena finalmente en la Argentina la última película de los hermanos Dardenne, lanzada mundialmente en el Festival de Cannes 2014. Motivo de celebración para sus seguidores pero también de preocupación por una disciplina de trabajo cinematográfico (difícilmente pueda aplicarse mejor el término que a los directores de El hijo, Rosetta y El niño) que comienza a mostrar algunas tensiones y fisuras internas y que, por primera vez, puede entenderse como mera aplicación de una fórmula. ¿Es Dos días, una noche un film despreciable, que puede pasarse por alto sin mayores consideraciones? Definitivamente no, pero tal vez los realizadores belgas hayan forzado demasiado la máquina en esta ocasión. No vale la pena discutir el casting de Marion Cotillard, gran estrella del cine francés, ya que su encarnación de Sandra –esposa, madre de dos hijos, empleada de una pyme dedicada a la fabricación de paneles solares– resulta ejemplar: luego de algunos minutos de proyección, el film logra que el espectador no vea a la Cotillard haciendo de joven proletaria sino a una trabajadora en problemas interpretada por una actriz llamada Cotillard. La diferencia entre ambas nociones es enorme y bastó para ello un acertado uso (o falta de) maquillaje, un vestuario apropiado y una dirección actoral férrea.Lo problemático en Dos días, una noche es, en última instancia, conceptual y de representación. En gran medida el de los Dardenne ha sido siempre un cine de concepto, pensado y gestado alrededor de una idea central, a partir de la cual se elabora una tesis (generalmente dialéctica) acerca de cuestiones como el trabajo y las condiciones en que se lleva a cabo, la inmigración, la noción de paternidad/maternidad y otros temas prioritarios en la vida contemporánea europea y del resto del mundo. Aquí el punto de partida involucra a Sandra y a la decisión de la pequeña empresa en la que trabaja de poner al resto de sus 16 empleados entre la espada y la pared: optar mediante una simple votación por despedirla y obtener una prima de mil euros o mantener ese puesto de trabajo y no recibir el aumento de sueldo. Que Sandra esté saliendo de una depresión crónica que le imposibilitó de trabajar durante un tiempo no es un detalle menor en la postura de la empresa y, ciertamente, es un dato que pesa fuerte en la mirada de sus compañeros. En particular de aquellos que andan ahogados en deudas o que simplemente necesitan ese dinero extra para dar algún salto en su economía cotidiana. En pocas palabras: es el capitalismo, estúpida.De allí en más, con el fuerte apoyo de su marido luego de una primera instancia de resignación, Sandra iniciará una carrera contra reloj durante la cual intentará convencer a sus colegas –uno por uno, visitándolos en sus propios hogares– de que voten por su permanencia en el trabajo. Podrá pensarse que tal situación resulta un tanto forzada y que, en líneas generales, las empresas –grandes o chicas– no se andan usualmente con tantos rodeos para dejar en la calle a sus empleados. Incluso es posible preguntarse si ese planteo posee una lógica financiera que permita sostenerla. De nuevo, el concepto, que puede entenderse en el mejor de los casos como metáfora. Aunque en un cine fuertemente marcado por su impronta (hiper)realista, esa génesis narrativa introduce un poco de ruido en la señal. Y son varios los “olvidos” o abdicaciones que el guión incorpora sin demasiadas consideraciones, inimaginables en films anteriores, como poner en pantalla el alta hospitalaria más veloz de la historia o el hecho mismo de que la historia no transcurra en dos días y una noche. Como si en pos de alcanzar el objetivo de máxima: hacer chocar los intereses de la protagonista y su familia con los del resto de la sociedad –representada por el ámbito laboral y comunitario cercano y la patronal– los realizadores se llevaran por delante la minuciosa elaboración artesanal del material que era una marca notoria de su arte.En ese sentido, cada uno de los camaradas a los cuales Sandra visita durante ese fin de semana resultan ser no tanto personajes como arquetipos, desde un extremo al otro del arco que va del egoísmo a la solidaridad. El suspenso funciona, ciertamente, y la cámara sigue a Cotillard como lo ha hecho con tantos otros personajes en películas previas de los hermanos, logrando interés y empatía. Pero la sumatoria de escenas y su decantación resulta sistemática, sin demasiada vida más allá de su calidad de ilustración de las ideas que la sostienen. Afortunadamente los últimos minutos de metraje, durante y después de la temida votación, evitan cualquier tipo de excesos y reencuentran un equilibrio y potencia que se corresponden con una férrea toma de posición del personaje de Sandra, a su vez iluminación ética y maduración como ser humano. Un cierre justo, preciso y movilizador que vuelve a poner de relieve la máxima humanista que ha movido el cine de Jean-Pierre y Luc Dardenne desde sus primeros esfuerzos en el cine de ficción.
La vida escrita en la pared En su seguimiento de las andanzas de Ras y Calvin, dos jóvenes artistas de diferente extracción social dedicados al graffiti, la película cae en algún slogan innecesario, pero evita la violencia extrema o el golpe bajo de la muerte innecesaria.Algún memorioso podría imaginar que Los hongos es una nueva versión de Beat Street, ese clásico del street art (y del hip hop y el breakdance) visto por el cine de los 80. Pero el segundo largo del colombiano Oscar Ruiz Navia –luego de El vuelco del cangrejo– no parece tener entre sus ambiciones el llevar a las masas un fenómeno contracultural sino de registrarlo de la manera más sensible posible en un formato de ficción. Ambos films comparten, sin embargo, cierto concepto de fondo: el retrato generacional de un Bronx pre Giuliani en aquella película (producida por Harry Belafonte, es bueno recordarlo), una porción de la juventud de Cali en la segunda década del siglo XXI en Los hongos, film que supo conseguir el Premio Especial del Jurado de la sección Cineastas del Presente del Festival de Locarno.Sin subterráneos urbanos pero con paredes relucientes como “víctimas” ideales para el graffiteo, Ras y Calvin –dos amigos apenas posadolescentes– recorren los vecindarios de la ciudad colombiana con ideas conceptuales para su próximo despliegue de arte visual. Ruiz Navia y su coguionista César Augusto Acevedo ubican a ambos personajes en distintos escalones sociales: el primero, de raza negra, vive con su madre y subsiste gracias a un trabajo como pintor en el rubro de la construcción; el segundo, blanco y de clase media, parece cada vez menos interesado en su carrera universitaria en Bellas Artes y convive con su anciana abuela. Unión de clases al fin, el enemigo invisible parece ser el futuro, el mundo de los adultos, cierto ideal de orden y progreso, representado en gran medida por esa policía que, en más de una ocasión, aparece para aguar la fiesta y detener la producción de los murales.Hay una novia en el caso de Calvin –uno de esos noviazgos poco formales, más cercano a la amistad sexual– y una relación problemática con la madre en el caso de Ras. Amén de otros personajes –bastante más veteranos que los protagonistas– también involucrados en el arte callejero (muchos de ellos, es de suponer, interpretados por auténticos artistas colombianos). Lo más interesante de Los hongos puede hallarse en su estructura fragmentaria, en esos interludios que no hacen avanzar la historia pero describen certeramente personajes y situaciones: la secuencia de canto y baile que la madre de Ras encabeza junto a un grupo de mujeres, la escena de sexo con final abrupto entre Calvin y su amigovia, un recital algo improvisado cuyo registro semi documental oculta una precisa puesta en escena: la posición de la cámara y la ubicación de los actores resulta de enorme importancia a la hora de generar y mantener un suspenso de corte minimalista.Menos relevante resulta la propuesta política del film, que al seguir muy de cerca el punto de vista de los personajes parece apropiarse de su discurso, v.g.: una lectura superficial de los eventos de la reciente revolución egipcia que –signo de los tiempos– se convierte en puro slogan visual, vaciada una buena parte de su contenido real. Mientras, en los televisores prendidos y en los afiches callejeros pueden verse y leerse algunos discursos y consignas políticas de ocasión ante la inminencia de unas elecciones locales. Es una auténtica bendición que Los hongos evite la violencia extrema o el golpe bajo de la muerte innecesaria. Para el cine latinoamericano contemporáneo, ese parece ser un auténtico acto de resistencia a los imperativos del mercado cinematográfico global.
Escenas de la vida extraconyugal Basado en el libro biográfico de Ullmann, Senderos, y en el intercambio epistolar entre la actriz noruega y el director sueco, el documental, con su énfasis en lo personal, termina eclipsando en gran medida la relación artística. “Has sido mi Stradivarius”, recuerda Liv Ullmann que le dijo Ingmar Bergman cuando la actriz le confesó que estaba algo cansada de que le preguntaran constantemente por la interacción artística con el renombrado realizador. El recuerdo es en primera persona y a cámara, como el resto de Liv & Ingmar, un paseo por la relación personal y profesional (sentimental, amistosa, creativa y varios otros etcéteras) entre el gran cineasta sueco y la actriz de origen noruego. En estricto orden cronológico, el documental de Dheeraj Akolkar –basado en el libro biográfico de Ullmann, Senderos, y en el intercambio epistolar entre ambos– inicia el recorrido con el encuentro durante el rodaje de Persona en 1966, durante el cual el ya consagrado artista y la joven promesa se conocieron y enamoraron perdidamente, a juzgar por la leyenda confirmada aquí por Ullmann. Quien no tiene pelos en la lengua para describir esos primeros meses de encandilamiento y separación de sus respectivas familias (ambos estaban casados) como así tampoco la progresiva transformación de sus vidas en los siguientes años, conviviendo junto a su pequeña hija en la famosa casa/refugio de Bergman, en la isla de Fårö.En el minucioso detalle desplegado en la primera media hora del film, centrado en las diversas etapas de esa relación –desde el apasionamiento inicial a las primeras rencillas, de la fascinación ciega a las crisis de celos, del encuentro amoroso de los cuerpos a la violencia física– resulta imposible no realizar rápidamente una correlación con algunos de los temas que han atravesado la filmografía de Bergman, en particular durante sus últimas décadas de actividad. Liv & Ingmar refuerza esas ideas ilustrando el registro actual de la actriz y directora con imágenes de algunas de las películas que realizaron juntos, de Persona, Vergüenza y La hora del lobo a Sonata otoñal y Saraband. Y, desde luego, con Escenas de la vida conyugal, quintaesencia de las relaciones de pareja –siempre conflictivas– según el realizador. El documental, sin embargo, con su énfasis en lo personal termina eclipsando en gran medida la relación artística, al punto de que poco más se afirma o infiere del intercambio en los ensayos y rodajes. La imagen de las manos de Ullmann recorriendo una suerte de mural naif dibujado por ambos sobre una puerta en la casa de Fårö vuelven a repetirse una y otra vez, pero poco se dice sobre el reflejo de esa vida real en la pantalla, más allá de algunas escenas tomadas de varios making off oficiales. La anécdota de una escena a bordo de un bote, filmada con temperaturas bajo cero, sólo agrega a Ingmar Bergman en la larga lista de cineastas tiranos.Esa interrelación directa entre vida y obra vuelve a encontrarse sobre el final del film, cuando los personajes de Saraband (producida cuatro años antes de la muerte del director) reflejan indirectamente la reconciliación luego de la dura separación: apagado el fuego de la pasión, quedan las cenizas de la más profunda amistad. Ullmann no puede reprimir un par de lágrimas sinceras al recordar la muerte de Bergman. Desafortunadamente, la empalagosa música orquestal de Stefan Nilsson, que acompaña constantemente las imágenes, atentan contra la sencillez de la exposición, como si la vida y la obra conjunta de Ullmann y Bergman fueran un producto emocional que debe ser vendido a toda costa. Resulta evidente que Dheeraj Akolkar se ganó por completo la confianza de la actriz y el suyo es un documental absolutamente autorizado y oficial. Y, si bien no hay aquí datos novedosos o elementos realmente iluminadores sobre la relación profesional de la dupla, se agradece como homenaje a dos grandes artistas de la pantalla grande.
Buscando el éxito detrás de “7 cajas” No tanto pastiche como collage, la paraguaya Luna de cigarras –ópera prima de Jorge Díaz de Bedoya, que se transformó en un éxito de taquilla en su país– abreva en las fuentes de Tarantino, Guy Ritchie y de tantas otras aguas en un intento por traspasar las historias de criminales tongue-in-cheek a las calles de Asunción, reemplazando hot dogs por chipá y el slang neoyorquino o londinense por el más crudo guaraní. El film arranca in medias res con una secuencia de lo más hablada que terminará en feroz tiroteo fuera de campo, hasta que la última escena –luego de un extenso flashback– aclara los tantos y confirma el conteo de cadáveres. Registrada por una cámara que gira vertiginosamente alrededor de un variopinto grupo de gangsteres de poca monta, la discusión sobre la calidad de la caipiriña recuerda sin filtros a la virginidad en el famoso tema de Madonna; si se trata de un homenaje o de una apropiación indecorosa a Perros de la calle dependerá un poco de la tolerancia del espectador al fundamento derivativo que Luna de cigarras expone en una de cada dos escenas.Un californiano que llega a Paraguay para cerrar cierto acuerdo de negocios ciertamente sucios (Nathan Christopher Haase, actor además de coguionista), y los empleados de un jefe narco al que todos llaman “el Brasiguayo” son los principales personajes de un film que hace todo lo posible por meterle velocidad al asunto. Y lo logra en gran medida, aunque en el camino se tenga la sensación de que las escenas se van acumulando con prisa pero sin mucho criterio. En la ensalada se cruzarán prostitutas, galerías de arte que funcionan como aguantaderos, metáforas sobre las cigarras, traficantes de órganos y un personaje caído del catre que parece compuesto para hacerle lugar a una imposible subtrama romántica. Lali González, la actriz de la exitosa (allá y aquí también) 7 cajas tiene un pequeño papel como una rubísima trabajadora sexual.Resulta difícil no sentir cierta simpatía por esos criminales atrevidos y torpes, pero en la composición de cada uno de ellos las pinceladas grotescas terminan condimentando en exceso la cocción. Lo mejor de Luna de cigarras está en algunos gags recurrentes que remiten a la comedia física más primitiva –pero no por ello menos eficaz–, como el incómodo lugar asignado en una cupé de colección a uno de los matones. Otros, en cambio, resultan pobres en su concepción y torpes en la ejecución (la extensa escena del padrecito trucho y su termo multifunción). Es una verdadera pena que la descripción de tipos no supere el simple estadio de caricatura y que el profesionalismo técnico no logre ir más allá de la correcta importación y trasplante de una fórmula.
Por las calles de Teherán En Taxi, Jafar Panahi entrega una obra más accesible y luminosa que sus películas anteriores, signadas por el tema del encierro, pero no por ello menos crítica o preocupada por el estado de la sociedad iraní, dominada por un régimen represivo. Detenciones e interrogatorios, sentencia inicial de seis años de prisión, arresto domiciliario temporario, prohibición de filmar, viajar fuera del país o dar entrevistas por veinte años. Contra todos los pronósticos, la odisea judicial y penal –y, por lo tanto, personal– que el realizador iraní Jafar Panahi tuvo que sufrir (y sigue sufriendo, en menor medida, en la actualidad), lejos de abortar su carrera cinematográfica, de quebrarlo al punto de bajar los brazos y con ellos su extensión natural, la cámara cinematográfica, dio inicio a una nueva etapa en su filmografía. Obligado a aguzar el ingenio y la creatividad hasta límites insospechados, Esto no es un film –rodada con la colaboración del documentalista Mojtaba Mirtahmasb en su propio departamento, contrabandeada fuera de Irán en un pendrive y exhibida por primera vez en el Festival de Cannes en 2011– demostró cabalmente que el director de El círculo y Offside no estaba dispuesto a dejarse vencer por el injusto sistema de castigos impuesto por el Estado iraní por el simple hecho de pensar distinto.En 2013 llegaría la ficción pura de Cortina cerrada y un año más tarde, gracias al nuevo gobierno de Hassan Rohani –de corte menos rígido que el anterior–, que suavizó la penalización impuesta sobre Panahi, la posibilidad de recorrer nuevamente las calles de Teherán. El resultado fue presentado al mundo (aunque sin la presencia del realizador) en la última edición de la Berlinale, donde obtuvo el Oso de Oro, premio mayor de la competencia oficial de ese festival. Y en Taxi se recorren muchas calles y avenidas, casi como si se tratara de la antítesis de aquellos dos films de encierro, a su vez nueva vuelta de tuerca sobre uno de los leitmotiv del cine de su país, donde las historias a bordo de automóviles conforman un género en sí mismo. Con esa recobrada libertad, Panahi entrega una obra más luminosa que las anteriores, pero no por ello menos crítica o preocupada por el estado de la sociedad.Con un punto de partida que regresa a ese gran tópico recurrente que Abbas Kiarostami y otros cineastas de su generación llevaron a su grado máximo de sofisticación hace un par de décadas –la cruza indiscernible de ficción y no ficción, de realidades disfrazadas de mentiras y viceversa–, Panahi se transforma en un taxista que podría esconder una o varias cosas detrás de esa máscara ocasional. La excusa del insólito empleo parece ser el poder filmar una película de incógnito, con cámaras logísticamente dispuestas en el interior del vehículo. Muy rápidamente, de todas formas, el espectador cae en la cuenta de que todo es una ficción y que los pasajeros que comienzan a subir y a bajar del taxi son simples actores (profesionales y amateurs) con un guión pautado y aprendido de antemano. ¿O sólo es cierto en algunos casos y en otros la más pura realidad entra por esas puertas con vehemencia, sin pedir permiso?En ese juego propuesto por Panahi, un planteo con mucho de lúdico en el mejor sentido de la palabra, en esos ochenta minutos que vuelan como en un viaje relámpago, se habla y mucho sobre cuestiones banales y profundas, sin que las últimas tengan preponderancia sobre las primeras. Se debate, se ríe y se piensa en voz alta, se producen encuentros programados y otros inesperados. Uno de los personajes más carismáticos, un vendedor de devedés truchos –cargado con un bolso que incluye la última temporada de The Walking Dead pero también una de Kim Ki-duk– permite reflexionar sobre el rol de la piratería en sociedades donde el consumo cultural está severamente condicionado. Todos parecen reconocer a Panahi a pesar del disfraz y se producen varias discusiones sobre escenas de sus films, al tiempo que se replican casi literalmente algunos diálogos de esas mismas obras. Cine dentro del cine, cine como reflejo de la realidad, la realidad transformada por el cine. La posibilidad de hacer y pensar el cine es central, neurálgica, y las imágenes obtenidas con cámaras de diversa procedencia (celulares, tablets, cámaras fotográficas) enhebran el dispositivo de puesta en escena de manera magistral, haciendo evidente su artificio y justificando, al mismo tiempo, todos y cada uno de los planos de manera lógica y narrativamente certera.A pesar de ello no es necesario ser un conocedor de la filmografía del realizador o un especialista en teoría cinematográfica: ni remotamente está entre las intenciones de Taxi el querer expulsar espectadores. Más bien todo lo contrario. Hay un costumbrismo ligero que Panahi explota en sus aspectos más minimalistas y aquellos momentos en que decide explayarse sobre problemáticas que lo preocupan y que han marcado su cine desde las épocas de El globo blanco (la situación de la mujer en la sociedad iraní, la marginalidad o la pena de muerte, entre otras) están presentados en un tono casual que jamás resulta perentorio. Si algo pide la última película de Panahi es libertad y por ello mismo la inhala y exhala en cada uno de sus planos, cortes y paneos circulares, estos últimos producidos por la misma mano del realizador. Y si la última imagen es de una negrura total, producto de la influencia de una mano aún más oscura, la pista de sonido no deja de reafirmar esa vieja máxima que reza que a las ideas se las podrá dañar pero nunca dar por muertas.
Cerveza lavada No muy conocido en el resto del mundo –excepto, tal vez, el hecho en sí mismo y algún que otro detalle–, el secuestro en 1983 del multimillonario Freddy Heineken, nieto del fundador de la cervecería homónima, forma parte de la cultura popular holandesa. Todo el mundo lo recuerda y lo cita, y hasta es común hacer algún chiste al respecto cuando se abre una lata o porrón de la lager más famosa producida en los Países Bajos. Incluso uno de los secuestradores, Willem Holeeder, luego de pasar varios años en prisión por ese y otros actos criminales, fue el autor de una columna fija en una publicación semanal, transformándose en una polémica figura mediática. ¿Cómo no hacer entonces una película basada en esos acontecimientos? ¿Y por qué no dos? La primera de ellas, producida en Holanda, con actores holandeses y en idioma neerlandés se llamó De Heineken ontvoering, fue dirigida por Maarten Treurniet y estrenada en el año 2011 con escasa circulación internacional (aunque pudo apreciarse por estos pagos en las señales de la cadena HBO hace algunos meses). La segunda es la que puede verse a partir de hoy en las salas argentinas, de producción eminentemente británica –con aportes holandeses y belgas–, actores en su mayoría ingleses y hablada en el idioma de Shakespeare.El gran secuestro de Mr. Heineken, dirigida por Daniel Alfredson (el director sueco encargado de las dos últimas entregas de la saga Millennium), toma como base el libro de investigación periodística de Peter R. de Vries y reconvierte los datos duros contenidos en sus páginas en un film que es mitad estudio psicológico de los personajes, mitad película de suspenso y acción. De hecho, la escena del robo al banco –que el quinteto de gangsters lleva a cabo para financiar el secuestro– y posterior persecución en auto y luego en bote por las calles y canales de Amsterdam es de dudosa raigambre histórica. y parece sacada de una película de James Bond. Más aún: todos los personajes hablan un inglés bastante british y el film destaca enfáticamente en las primeras escenas que es la maldita crisis económica la que empuja a los muchachos al crimen, por lo que algún desprevenido podría pensar que se trata de otra película inglesa de criminales con un dejo de crítica social al paso.Encerrado durante casi tres semanas en una celda aislada acústicamente, el señor Heineken fue liberado luego del pago de unos 35 millones de florines (más de 15 millones de euros), no sin antes sufrir algún que otro tipo de tortura psicológica a manos de Holeeder, hijo de un empleado de la cervecería durante décadas. Ese detalle no aparece reflejado en El gran secuestro de Mr. Heineken pero es central en el desarrollo de De Heineken ontvoering, un film bastante más complejo, oscuro, amargo e irónico que la nueva versión. Mucho más preocupado por la desintegración de la amistad entre los buenos muchachos holandeses que por la relación entre víctimas y victimarios, el film de Alfredson entrega sus dosis de moderado suspenso y se permite jugar a ser un producto de género sin demasiadas ambiciones y resultados ajustadamente correctos. Y si bien Anthony Hopkins no está nada mal en la piel del magnate cervecero, no deja de ser cierto que el Rutger Hauer de la versión holandesa destila fragilidad y cinismo en partes iguales. No hay nada que hacerle, como cualquier aficionado a la birra sabe: será la cebada, el lúpulo o el agua con la que se fermenta, pero la Heineken holandesa es mejor que cualquiera de las franquicias internacionales de la marca.
El último reservorio de un arte perdido El director de Policeman narra la historia de la obsesión de una maestra de jardín de infantes por un chico de 5 años que posee un gran talento para la poesía. El film se convierte en un viaje perturbador que describe de manera indirecta pero poderosa el estado de una sociedad. La maestra de jardín, segundo largometraje del israelí Navad Lapid (Policeman) y ganador del premio al Mejor Director en el último Bafici, demuestra ser la obra de un cineasta consumado, de enorme potencia creativa y gran originalidad. Ello se debe, en gran medida, a una aparente transparencia narrativa que esconde varias capas de sentido, y a una misteriosa forma de abordar cuestiones profundas y complejas con aparente facilidad. La historia es la del interés y posterior obsesión de una maestra de jardín de infantes por Yoav, un chico de 5 años que, contra cualquier lógica en su desarrollo intelectual, posee un enorme talento para la poesía, aunque éste apenas si es consciente de sus aptitudes (los poemas surgen de su mente en un estado de semiconciencia, casi en trance). Si el padre del chico genio sólo puede ver en esas habilidades una debilidad futura y su nanny se apropia de esos versos como trampolín para su carrera como actriz, la maestra cree encontrar en el joven alumno el último reservorio de un arte perdido, casi atávico, definitivamente incomprendido en el mundo contemporáneo.Pero La maestra de jardín no se detiene allí, como podría hacerlo un film de Hollywood: la poesía del chico parece despertar otros anhelos que permanecían dormidos en la mujer y el derrotero que la lleva del genuino interés al deseo de posesión absoluto transforma al film en un viaje perturbador que describe de manera indirecta pero poderosísima el estado de una sociedad (la israelí) y, por extensión, el de otras sociedades. En el personaje de Nari, una maestra de kinder de larga trayectoria, casada y con dos hijos –uno de ellos a punto de terminar el servicio militar obligatorio–, el realizador encuentra un reservorio donde ubicar la latencia de la perversión y la corrupción, más allá de las buenas o neutrales intenciones originales. La apariencia de normalidad que recubre las acciones de la mujer –su trabajo, la relación con su marido, el interés por la poesía– comienzan de manera paulatina a transformar su condición, a oscurecerse.El guión del propio Nadav Lapid construye al personaje de manera tal que el espectador, en los minutos iniciales, no puede dejar de identificarse con ella. Y lo seguirá haciendo, a medida que el contacto con algunos familiares de Yoav –su padre, un nuevo rico poco interesado en las aptitudes artísticas de su hijo; su tío, quien pudo haber sido poeta, presentado como alguien vencido y marcado por el cinismo– permiten imaginar que el rol de Nari puede devenir en algo mucho más importante que el de simple maestra jardinera. La estrategia formal de Lapid es ejemplar: la cámara es, alternativamente, invisible y absolutamente evidente en su presencia física, al punto de ser “golpeada” en varias ocasiones por algún personaje, como si se tratara de un simple error de rodaje (sugestivamente, nunca por Nari). El relato va adquiriendo gradualmente el tono de la fábula, reconvirtiendo el realismo psicológico con el cual seguirá –a pesar de ello– coqueteando durante todo el metraje.Y es precisamente en el gigantesco fuera de campo con el que trabaja el film –la situación de Israel como Estado, su gobierno, sus políticas– donde la narración adquiere una porción ingente de su potencia. En la fiesta de los soldados antes de la despedida, en el paisaje idílico del resort durante los últimos minutos antes del desenlace, en el baile liberador pero algo tortuoso de la protagonista el film presenta diversas máscaras que ocultan aquello que no deja de estar presente pero nunca se nombra. Lejos de la tibieza o el discurso desapasionado sobre una relación progresivamente cruel, mucho menos de la alegoría obvia, La maestra de jardín sedimenta y crece en la memoria horas, días después de la proyección.
Ese desafío de reconstruir el pasado Tomando libremente una historia real, la película aborda los juicios realizados en Frankfurt por las atrocidades de Auschwitz. El resultado es un film de raigambre clásica ideológicamente correctísimo, formalmente llano y modestamente entretenido. En una entrevista reciente de Página/12, el cineasta camboyano Rithy Panh afirmaba que películas como La lista de Schindler o Los gritos del silencio cumplían una función importante, más allá de sus virtudes o de méritos artísticos: poner de manifiesto ciertas problemáticas del presente o del pasado, en particular para las generaciones más jóvenes. Algo similar podría decirse acerca de Laberinto de mentiras, gestada y desarrollada alrededor de su temática: el relato transcurre entre 1958 y 1962, cuando los juicios llevados a cabo en la ciudad de Frankfurt sobre las atrocidades de los campos de exterminio de Auschwitz comenzaban a tomar forma. La importancia de ese “texto” –ideológico, histórico, social– recubre la película de principio a fin, reafirmando la famosa máxima: el medio es el mensaje. Y el mensaje no es otro que la peligrosa tendencia de las sociedades a olvidar rápidamente toda clase de barbaridades. Domesticándolas, naturalizándolas. En su ópera prima, candidata germana para competir por los Oscar, el actor devenido realizador Giulio Ricciarelli –nativo de Milán, pero activo en Alemania desde hace muchos años– dispone los elementos narrativos de manera tal de que todas y cada una de las piezas actúen para apuntalar esa idea central.El resultado es un film de raigambre clásica ideológicamente correctísimo, formalmente llano y modestamente entretenido. Ya durante los primeros minutos Johann Radmann, el fiscal interpretado por Alexander Fehling, es pintado de cuerpo y alma como un joven apegado a las leyes, incorruptible e idealista. Que una escena temprana presente a su vez, matando dos pájaros de un tiro, al futuro interés amoroso del protagonista –previo reencuentro azaroso, de esos que hacen suspirar y pensar en la metáfora del mundo como un pañuelo–, es apenas uno de los mecanismos que el cine clásico supo explotar de mil y una formas. Y si bien la historia de Laberinto de mentiras se basa libremente en acontecimientos reales, Johann es pura invención de los guionistas, tal vez porque la manufactura de una criatura de ficción permite mezclar los condimentos de manera mucho más libre que adaptar al formato cinematográfico los complejos vericuetos de un personaje real.El fiscal Fritz Bauer, principal responsable histórico de llevar a juicio a unos veinte ex S.S., aparece aquí como figura clave pero secundaria y su construcción en pantalla encarna simbólicamente a la paciencia, la sabiduría y la perspicacia, apoyo moral y legal del algo intempestivo Johann. Dos generaciones: la de aquellos que vivieron y decidieron olvidar o, por el contrario (como Bauer), esperar el momento oportuno para de-senterrar los horrores del pasado; la de aquellos que eran demasiado jóvenes para discernir y que, más tarde, desconocían casi por completo lo acontecido unos veinte años antes. Ese concepto es presentado de manera tal que el espectador no puede sino rascarse la cabeza y preguntarse cómo era posible que una buena parte de la sociedad alemana desconociera o se mintiera a sí misma respecto del pasado reciente de su país.Paradójicamente, ése es uno de los principales problemas de fondo del film, que con su detallista reconstrucción de época, su énfasis en la cruzada personal del protagonista y la conversión de propios y ajenos a la causa obtura en gran medida la posibilidad de la universalidad y atemporalidad del tema. Difícil no ver a Johann no tanto como un ser humano en una encrucijada histórica,sino como un simple peón del guión, el cartero que intenta llevar a destino el sobre con el mensaje. El resto es pura arquitectura narrativa, correcta y algo epidérmica: las pesadillas que ilustran el descubrimiento del horror en toda su dimensión, el recorrido romántico con todas las estaciones en su lugar (escena de sexo, disputa y reconciliación incluidas), la cualidad escurridiza de los viejos nazis como disparador del suspenso y el uso dictatorial del plano-contraplano.
La enésima imitación de lo ya visto Maria Bello es casi lo único bueno de esta residencia embrujada: cada vez que su personaje –una psiquiatra empleada del departamento de policía– asume el control del cuadro, la película repunta algunos milímetros. Pero no alcanza. Ya desde sus primeros minutos, La casa del demonio demuestra ser la enésima regurgitación de tópicos, situaciones y códigos a los que cierto terror contemporáneo nos tiene (demasiado) acostumbrados. Un crimen en el pasado, ligado a prácticas ocultas ritualistas, un espíritu malvado, chicos que se las dan de estudiosos de lo paranormal y terminan enfrentados con algo mucho más peligroso de lo que podían imaginar. El problema no es el qué sino el cómo: ya la secuencia de apertura, con sus fotografías parcialmente fuera de foco y sus recortes de periódicos, demuestra ser el fondo del tarro de la imitación de cosas ya vistas y oídas. A partir de allí el resultado de la sesión espiritista, que replica el homicidio en masa original, los sobrevivientes y la investigación de la policía, que habilita el ida y vuelta entre el presente y los constantes flashblacks.Los chicos, todos ellos cool y hot al mismo tiempo, se meten en la vieja casona como quien entra a los dominios del Gran Hermano y, entre discusión y reyerta acerca de cómo invocar a las ánimas, aparecen las ínfulas personales y las ex novias como motores del conflicto. Y otra vez las camaritas de video. Que, maldita sea la bruja de Blair Witch, parece ser el único medio por el cual tantos realizadores creen ser capaces de transmitir inmediatez y contagiar el miedo. Un detective del pueblo (sobresaltado Frank Grillo) le deja el careo de un sobreviviente a su prometida, la psiquiatra, y se obsesiona con el material grabado por los émulos de Allan Kardec, que misteriosamente irá surgiendo de los discos rígidos gracias a la genial idea de un oficial: meterlos un rato en la heladera.Y así avanza la cosa, como en un todo por dos pesos del horror: la muñeca de una cajita de música señala hacia algún lado y uno de los pibes va a buscar qué hay debajo de la alfombra; de pronto, los poderes del más allá logran salir de la casa, rompiendo completamente las reglas de juego. Y el final, que más que una vuelta de tuerca lo que logra es tirar por el desagüe la confesión de casi 70 minutos previa y hacerle pito catalán en la cara al espectador. Apenas algunos minutos antes, una secuencia de montaje paralelo parecía haber reanimado el cadáver, pero se trataba de un movimiento espasmódico reflejo. Mientras La casa del demonio se estrena con más de setenta copias, la infinitamente superior Te sigue continuará en cartel esta semana, con suerte, en apenas un par de salas.