Cómo dejar contentos a Dios y al Diablo De haberse producido hace treinta o cuarenta años, no resulta difícil imaginar que la premisa de Si Dios quiere hubiera sido exactamente la inversa. Cambios sociales mediante, la presunción del Dr. Tommaso –un encumbrado cirujano cardiovascular–, de que su hijo es gay es impugnada por la inesperada, terrible confesión de que el deseo más profundo de su vástago es encerrarse en un monasterio para seguir la carrera eclesiástica. El peor de los mundos para un hombre de ciencia creído de sí mismo y ateo hasta el tuétano. La de Tommaso hubiera sido una criatura ideal para Nanni Moretti; de hecho, en el tono de voz, el rictus facial e incluso la manera de descargar verbalmente las tensiones, el actor Marco Giallini parece haber construido su personaje a la sombra de la usualmente mal temperada y cabrona persona cinematográfica del director de Caro diario.Poco salvaje a pesar de algunos deslices de incorrección política, demasiado naturalista para el desenfado de algunos conceptos de la trama, inevitablemente amable y bienintencionada, Si Dios quiere trabaja la idea del equívoco y la sustitución (o, más bien, la creación) de identidades. El Dottore baja de su pedestal aséptico, ajeno a los dolores ajenos –en particular los de los integrantes de su propia familia–, para adoptar el rol de un desempleado con tendencias suicidas. El plan: acorralar a ese sacerdote carismático y algo heterodoxo que “le lavó el cerebro” a su hijo, a quien supone un tránsfuga con un pasado y un presente más bien oscuros (Alessandro Gassman). En la pintura familiar y social, el realizador debutante Edoardo Maria Falcone logra sacar un puñado de sonrisas en base a algunos gags verbales que dan en el blanco (v.g.: la hermana del futuro clérigo se fatiga al llegar al tercer párrafo de los santos evangelios y se baja de Internet la famosa miniserie de Franco Zeffirelli como “lógico” sucedáneo).La construcción de todos los personajes secundarios y del propio Tomasso no logran ir más allá de la caricatura de dos o tres trazos; a pesar de ello, el film se deja ver hasta el tercer y último acto con cierta simpatía. Pero allí el relato pisa el acelerador del drama y los pequeños logros desbarrancan sin chance de salvación. La posibilidad del diálogo y la tolerancia entre la fe y el escepticismo, la espiritualidad y el materialismo, entre ciencia y religión –temas que la película introduce tempranamente– es resuelta en los últimos minutos con un par de planos que pretenden dejar contentos a Dios y al Diablo (suma crueldad de los guionistas –esos demiurgos– mediante). Esencialmente inofensiva, Si Dios quiere se ubica –precisamente por esa razón– a años luz de los mejores exponentes de la commedia all’italiana, más allá de que el afiche publicitario y la presencia de Gassman Jr. pretenda convencer al espectador de lo contrario.
La identidad como invención y legado La de Riklis es una de las muchas películas recientes que intentan abordar los conflictos de Medio Oriente a partir de historias personales, con un enfoque eminentemente humanista y un mensaje que hace foco en la posibilidad de la convivencia. Conocida en el mundo con diferentes títulos, tanto oficiales como impuestos por las distribuidoras locales, la película del experimentado realizador israelí Eran Riklis (su primer largometraje tiene más de treinta años) es presentado en nuestro país con el genérico y poco adecuado Mis hijos. O quizás no tanto, teniendo en cuenta que A Borrowed Identity –uno de los alias del film– gira en parte, como su nombre lo indica, alrededor de una identidad falsa, tomada en préstamo. “La identidad es nuestro legado y no nuestra herencia; nuestra invención y no nuestra memoria”, reza una placa, cortesía del poeta Mahmoud Darwish, antes de presentar a su protagonista, Eyad, un niño palestino de unos 11 o 12 años extremadamente inteligente y sensible. El año es 1982 y el trasfondo, la cercana Guerra del Líbano. Basada en la novela Dancing Arabs, de Sayed Kashua, quien ofició además de guionista, el film propone como tema central el de la identidad palestina. Y el de un pueblo sin Estado, compuesto por una clase de ciudadano israelí de una categoría completamente diferente a la de su coterráneo de origen judío. Ese primer y breve capítulo tiene como misión presentar al chico y a su entorno, un barrio árabe a unos 50 kilómetros de Jerusalén. La pintura costumbrista le sirve al realizador para describir el conflicto árabe-israelí bajo un filtro amable y, por momentos, humorístico.Corte y elipsis. Finales de los años 80: Eyad acaba de ser aceptado en una prestigiosa universidad de la capital, convirtiéndose de golpe y porrazo en el epicentro de una versión local de “m’hijo el dotor”. En particular para su padre, un recolector de frutas que vio abortada una carrera universitaria, décadas atrás, como consecuencia de sus actividades políticas. La interacción del protagonista con sus pares en ese nuevo hábito no será sencilla, como es de suponer, al menos hasta que Eyad conoce a Naomi, una estudiante judía con la cual iniciará una secreta relación sentimental, y un muchacho con distrofia muscular que irá transformándose con el paso del tiempo en su mejor amigo. Coproducción entre Israel, Alemania y Francia, Mis hijos es una de las varias películas recientes que intentan abordar la problemática de esa región a partir de historias personales, con un enfoque eminentemente humanista y un mensaje que hace foco en la posibilidad (harto difícil) de la convivencia. Riklis y Kashua echan mano a toda clase de recursos para que la historia de Eyad funcione como metáfora de esa utopía, expresión de deseos que termina desembocando en un recorrido simplista, incluso algo almibarado.Las idas y vueltas de Jerusalén a Tira y las complicaciones de la vida en general (el joven es detenido por la policía por el simple hecho de hablar en árabe) y, en particular, las de su relación con Naomi, que ocupan una parte considerable del relato, son las que empujan a Eyad a tomar un par de decisiones importantes que tuercen el rumbo de su vida futura. En su carrera por resultar agradable, de llevar al espectador de la mano sin soltársela en ningún momento, Mis hijos termina convirtiéndose en una suerte de oxímoron, un crowdpleaser político diseñado para poner en discusión cuestiones muy peliagudas en un paquete hecho con copos de algodón. Precisamente por ello, y más allá de la corrección y profesionalismo general y del aporte de un casting que cumple y dignifica en todo momento, la impresión final es la de un objeto narrativamente liviano e ideológicamente ambiguo. Un retrato con tantas buenas intenciones que termina siendo, esencialmente, voluntarista.
No hay nada como la familia unida El módico interés que genera la primera película venezolana de horror es exclusiva cortesía de la falta de miedo al ridículo de una historia que comienza a tomar giros inesperados y que coquetea no sólo con la ciencia-ficción sino también con el culebrón. Más allá del dato geográfico (la campaña publicitaria enfatiza con creces que se trata de la primera película de horror venezolana, y no existen razones para poner en duda esa afirmación), la ópera prima de Alejandro Hidalgo viene precedida de una importante cantidad de participaciones y premios en festivales internacionales especializados –del Fantasporto portugués a nuestro Buenos Aires Rojo Sangre– que no pueden explicarse por la simple curiosidad o simpatía por el lugar de origen. En su propio país, por otro lado, logró encaramarse en el sitial del film local más taquillero de la historia. La sospecha de que hay allí algo interesante, novedoso o, al menos, eficaz, se ve confirmada modestamente por la misma película, deudora en parte de la añeja tradición de las casas embrujadas y los terrores góticos, reelaborados con cierto ingenio a partir de un quiebre narrativo que la acerca más al terreno de la ciencia-ficción estilo Twilight Zone. La novedad y/o lo interesante del film, entonces, surge en gran medida de su carácter de pastiche y de la viveza a la hora de mezclar viejos y probados ingredientes en una cocción ligeramente dispar.La historia es la de un deceso y una desaparición a comienzos de los años ‘80, la muerte de un padre y el cuerpo nunca hallado de un hijo. Y la de una esposa y madre, quien es hallada culpable del probable doble crimen y condenada a la pena máxima de prisión. Que el estado venezolano no se haga cargo de ese inmueble a lo largo de tres décadas es uno de esos pequeños hoyos que la suspensión de la incredulidad debe ayudar a rellenar, pero lo cierto es que Dulce (la actriz y ex modelo Ruddy Rodríguez, muy conocida en su país, aquí convenientemente afeada y avejentada) regresa a esa casa de varios pisos y decenas de puertas y pasillos a enfrentarse nuevamente con los fantasmas del pasado y del presente, tanto los alegóricos como los literales. En los primeros treinta minutos, La casa del fin de los tiempos –en su fase presente y en los flashbacks que van revelando los detalles de la tragedia– acumula todos los golpes de efectos de imagen y sonido que puedan imaginarse, haciendo suponer lo peor. La llegada de un sacerdote del barrio que se interesa por la anciana y su historia de la noche a la mañana, parece otro de esos implantes de guión que nadie se responsabiliza en explicar, hasta que cerca del final...De a poco, a medida que algunos secretos salen a la superficie y la situación del matrimonio de Dulce se resquebraja a velocidad crucero –y sin llegar realmente a brillar en ningún momento–, la situación comienza a tornarse sobriamente atractiva. Ese interés es exclusiva cortesía de la falta de miedo al ridículo de una historia que comienza a tomar giros inesperados, no tanto de un concepto de puesta en escena que comprende el susto como remate de la construcción de microclimas muy cercanos al manual de instrucciones estándar. Con La casa del fin de los tiempos, el cine de terror latinoamericano continúa su derrotero de búsquedas, pequeños grandes logros y estrepitosas caídas. Expresión de deseo: el “latam-horror” sólo será verdaderamente libre el día que rompa definitivamente con las cadenas que lo atan a los clichés como un condenado a una maldición. O cuando logre crear con esos mismos grilletes otro objeto, distinto y reluciente.
Aquellos reyes del crimen londinense Un mismo actor, Tom Hardy, encarna a los hermanos Kray, gangsters que durante los años 50 y 60 fueron los equivalentes británicos de Al Capone. La película promete más de lo que concreta y termina derivando hacia una biopic convencional. Chicago tiene su Al Capone y Londres a sus hermanos Kray. Tal vez no se conozca demasiado por estas pampas de las actividades de la dupla de gangsters, hermanos en la vida real y en el crimen, pero la leyenda es tan potente en su país de origen que cualquier viajero en plan turístico puede adquirir una visita guiada a las guaridas y lugares públicos controlados alguna vez por Reggie y Ronnie Kray, tanto en el East End que los vio nacer como en el más sofisticado West End de la capital británica. El título del nuevo film de Brian Helgeland, entonces, resulta más que apropiado, uno de los varios largometrajes documentales y de ficción que se han hecho eco de las historias reales y míticas –en partes iguales, muchas veces indivisibles– de los reyes del crimen londinense durante los años 50 y 60. Pero si el patrón “basado en hechos reales” parece imponerse a la fuerza, lo cierto es que el modelo narrativo que sigue el realizador de Revancha y Corazón de caballero es el de otros films y cineastas contemporáneos. De Martin Scorsese en particular, deudor a su vez del clasicismo gangsteril de los primeros años 30. Y todo ello al margen de algún que otro guiño al pasar a un Guy Ritchie al cual le hubieran tirado un poco de las orejas para que baje los decibeles.No es casual que una de las primeras escenas de Leyenda: la profesión de la violencia, luego de la presentación de rigor en pleno apogeo criminal de los gemelos, se presente bajo la forma de un largo plano-secuencia en movimiento dentro del night club The Double R, tal vez el más conocido de los frentes legales de los Kray. La cámara sigue a Reggie sin demasiados aspavientos formales, en una escena rigurosamente ejecutada que presenta a varios personajes secundarios esenciales, además de describir una de las caras públicas de los hermanitos: animales sociales dispuestos a todo con tal de aparecer glamorosos ante la prensa y la opinión pública. El otro rostro, el del animal salvaje y violento, no tardará en aparecer, en otra secuencia cuya puesta en escena pone de relieve el talento del realizador para aunar tensión, dramatismo y algo de humor, durante el enfrentamiento en un típico pub inglés a puro martillazo y golpe de puño. Durante esos primeros cuarenta, cuarenta y cinco minutos de metraje Leyenda promete –más allá de su calidad derivativa– algo que luego no termina de cumplir.En su algo olvidada El clan de los Kray, producida en 1990, Peter Medak ocupaba casi la mitad de su película en narrar la infancia, juventud y ascenso en el submundo criminal de los hermanos, destacando en los momentos iniciales la relación endogámica entre ambos (más cerca de los gemelos de Pacto de amor que de unos Jekyll y Hyde desdoblados) y la no menos enfermiza trabazón con su madre. Todo ello recubierto por una capa de reflexión sociológica ligada indefectiblemente a la generación de posguerra y sus cicatrices físicas y metafóricas. En algún momento, incluso, Medak parecía estar gestando un film de horror que nunca terminaba de ser parido. Esas y otras inconsistencias del film pueden ser vistas como un defecto, pero, al mismo tiempo, conjugan una de sus mayores virtudes, una potencia oculta entre sus pliegues. Más “redonda” en términos dramáticos, Leyenda resulta una víctima ideal para uno de los males de cierto cine contemporáneo: el naturalismo psicologista que empapa a los personajes y cada una de sus acciones. Sólo así puede entenderse que la voz en off que relata los acontecimientos contradiga desde un primer momento la cualidad mítica de lo que va a verse y oírse, para revelarse sobre el final como narrador omnisciente en un sentido literal, vuelta de tuerca que haría reír a carcajadas a un Billy Wilder.La decisión de optar por un único actor, Tom Hardy, para representar a ambos hermanos (el más centrado y negociador Reggie, el instintivo y sádico Ronnie), con ligeras variaciones de maquillaje, timbre vocal y objetos de utilería es, al mismo tiempo, loable desde lo técnico y artístico y tendiente a lo pretencioso, a la sobreactuación en un sentido literal y figurado. Justamente, la segunda mitad del film es un desfile de “grandes momentos actorales” (que no son sinónimo de gran actuación), apoyados por una dependencia cada vez menos saludable a los lugares comunes. A medida que la relación entre Reggie y su mujer Frances (Emily Browning) comienza a deteriorarse y la caída de los Kray es cada vez más inminente, Helgeland pareciera abandonar el placer de narrar, reemplazándolo por las obligaciones impuestas por el manual del dramatismo cinematográfico debajo del brazo. Leyenda va desinflándose gradualmente y esa promesa de luminosidad gansteril –un clásico del cine desde que Edward G. Robinson se calzó el traje de Rico– es opacada por los reflejos de biopic oscarizable que se cernían sobre el film como un oscuro nubarrón. Esos elementos, y no las distintas facetas de los hermanos Kray, son los verdaderos Jekyll y Hyde luchando por tomar posesión de la película.
De políticos, narcos y policías De un tiempo a esta parte, el policial argentino está redescubriendo sus posibilidades comerciales, aunque muchos exponentes recientes insisten en patinar la superficie con guiños y señales lujosas, ignorando el hecho de que sin una osamenta bien planificada y construida no hay cuerpo que aguante. ¿O acaso se sigue recordando, reviendo y admirando a aquel viejo Aristarain por la facha de Luppi y el carisma de las escenografías? 8 tiros pertenece a ese grupo de crime films locales que concentra la atención en ciertos detalles y olvida el paisaje general. Lo que no podía ser más pertinente, a más de tres años de su rodaje, es el momento elegido para su estreno comercial: el libreto describe un complejo entramado de narcotráfico, corrupción política y connivencia policial, elementos que por estos días andan en boca de todos. Y no precisamente por su representación en la pantalla grande.Opera prima de Bruno Hernández, 8 tiros vuelve a utilizar el talento del comediante Daniel Aráoz para interpretar papeles de duro. Aquí le toca en suerte interpretar a Juan, un hombre que parece regresar de la muerte para llevar a cabo un minucioso plan que tiene como principal víctima a su hermano, un narco con mucho poder y toda clase de vinculaciones políticas (Luis Ziembrowski, en su vertiente más nasty y grasosa). No faltan piñas, tiros, explosiones y alguna que otra persecución en una película que parece querer cumplir a rajatabla con lo que el trailer promete: suspenso, acción, algo de erotismo y fierros a granel. Lo último se cumple con creces: además de las armas de fuego que se disparan y usan para amedrentar, pueden verse en pantalla desde un Mustang amarillo patito hasta una camioneta rural de los años 50 tuneada a todo trapo. En cuanto al erotismo, hay alguna escena en un puticlub y la presencia de Leticia Brédice como su madama.Respecto del suspenso y la acción, Hernández provee sus buenas dosis, acompañadas de una fotografía contrastada y brillosa, por momentos bastante publicitaria. El problema central radica en la estructura general y las ramificaciones del guión, escrito a seis manos: una historia que parece tocar de oído melodías ajenas, construyendo escenas que remiten inmediatamente a tantas otras (y mejores) películas. 8 tiros se asume como un relato que trabaja alrededor de lugares comunes, pero no se toma el trabajo de dar alguna clase de rodeo alrededor de ellos. Y la presencia de una investigadora colombiana que integra las filas de la DEA y los pormenores de su trabajo no ayudan precisamente a la construcción del famoso “verosímil”. Con un flashback desglosado que regresa una y otra vez para explicar el trauma esencial de la relación entre el hermano bueno y el hermano malo, el film camina en línea recta hasta el enfrentamiento final como un sonámbulo que conoce a la perfección la posición de muebles y paredes: con una relativa efectividad, pero sin demasiada gracia.
Personajes bañados en sangre Sobre todo en su primera parte, Tarantino desarrolla la narración más clásica de su carrera. Con sus habituales referencias cinematográficas, el film ofrece de todos modos un buen abanico de vueltas de tuerca y se apoya en actuaciones descollantes. Tarantino lo hizo de nuevo. Su noveno largometraje (octavo según sus propios cálculos, que hacen de Kill Bill una unidad indivisible) volvió a separar las aguas y a generar toda clase de polémicas: que se repite e incluso copia a sí mismo, que arremete con una misantropía que es pura pose, que su duración de casi tres horas y el rodaje en un formato extinto habla a las claras de una pretenciosidad sin límites, que es aburrida y superficial. Los 8 más odiados tiene varios puntos de contacto con su película inmediatamente anterior, Django sin cadenas –en principio, una filiación lejana con el western y, por lo tanto, también con el período histórico en el cual transcurren ambos relatos–, pero una mirada un poco menos superficial revela rápidamente que las diferencias superan a las similitudes. Fraccionada en dos mitades –explícitamente, mediante un intermedio, en su versión roadshow, exhibida en apenas unas cien salas en todo el mundo y proyectada en el resucitado sistema analógico Ultra Panavision 70–, la primera de ellas resulta lo más cercano a una narración clásica que el director de Pulp Fiction haya abordado en su carrera. Todo lo contrario de Django.El encuentro entre el cazarrecompensas John Ruth (enorme, inimitable Kurt Russell), su par el mayor Marquis Warren (nuevamente, Samuel L. Jackson) y la líder de una banda de criminales, Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh, en un papel antológico), da inicio a un breve paseo en medio de parajes nevados, escapando de una tormenta en ciernes, que remite al viaje en diligencia con el cual John Ford regresó el western en 1939. Paisajes que encuentran en la fotografía del veterano Robert Richardson la excusa ideal para un sucinto despliegue panorámico que el formato de rodaje parecía habilitar como un canto de sirena. Un cuarto personaje, futuro sheriff del pueblo cercano (Walton Goggins), se sube a último momento al carruaje antes de enfilar hacia un aislado albergue donde, puertas adentro, transcurrirá el resto de la historia. Antes de eso, las tensiones políticas y raciales hacen eclosión dentro del reducido espacio del carromato; en esos extensos y floridos diálogos que funcionan como presentación y descripción de los personajes, Tarantino sienta pacientemente las bases de la escalada de violencias de varios tipos que esperan a la vuelta de la esquina, en la segunda mitad del film.Con la diligencia aparcada en la “mercería” de Minnie –en realidad, una hostería/ restaurante/ bar/ posta y varios etcéteras–, cuatro nuevos personajes son presentados en la pequeña sociedad: un general del Ejército Confederado (Bruce Dern), el verdugo británico interpretado por Tim Roth, un vaquero con ansias de regresar al seno materno (Michael Madsen) y un paisano mexicano temporalmente a cargo del lugar. Claro que no todo es lo que parece ser (pocas cosas lo son, en realidad), y el film tiene reservadas varias sorpresas a partir del momento en que el primer disparo, a los noventa minutos de proyección, deje atrás retóricas secesionistas y disputas raciales más o menos civilizadas para dar paso al enfrentamiento y el daño físicos, primer escalón de una carnicería que no permitirá treguas, pero nunca dejará de lado su costado paródico. Como en un whodunit clásico –con Jackson haciendo las veces de improvisado Sherlock “de color”–, el encierro y la paranoia que el film ya había hecho propios se vuelven aún más pronunciados, a tal punto que (como muchas reseñas publicadas en estos días mencionan acertadamente) Tarantino parece hacerse eco de esa otra reclusión helada, la de El enigma de otro mundo, casualmente o no también con Russell como protagonista.Viniendo de quien viene, allí están desplegadas las infinitas referencias a películas y realizadores, desde el Brian de Palma de los 70 y 80 (incluida una reutilización de su famosa split screen que simula no serlo) hasta un breve plano de altura que remite a otros similares en La conquista del Oeste, uno de los dos largometrajes de ficción rodados en el sofisticado sistema Cinerama. Como ocurría con ese formato de tres cámaras, el sistema de lentes Ultra Panavision no permite mucha cercanía con los actores, problema técnico reencauzado por Tarantino y equipo como virtud formal. En pleno control de las herramientas técnicas y narrativas, Tarantino utiliza la profundidad de campo con fines estéticos y dramáticos y cada recoveco del lugar, como así también la ubicación de los personajes y la posición de la cámara, funcionan como instrumentos y notas musicales en una composición. Nada más alejado del teatro filmado. A propósito de la música, Los 8 más odiados es dueña de la banda de sonido más moderada y minimalista en toda la carrera del realizador, enmarcada por una magnífica nueva composición de Ennio Morricone.Como el título lo anticipa –y los dos flashbacks que atraviesan el presente narrativo lo confirman con creces–, todos los personajes parecen ser dueños de una intensa amoralidad. Una segunda visión del film, con un espectador que ya conoce las vueltas de tuerca y los misterios ya no son tales, permite avizorar una estructura similar a un rompecabezas, cuyas piezas construyen un mundo violento, alejado de la idea de civilidad, cercano en esencia no tanto al western norteamericano clásico como a su par italiano de los años 60 y 70. Universo que Tarantino toma prestado para erigir otro, un estado de la unión en total putrefacción –políticamente incorrectísimo según las reglas del cine contemporáneo–, donde el racismo, la xenofobia, el sexismo y el odio a secas caminan de la mano con la ley del más fuerte. Una vez que la sangre comienza a brotar, literalmente, a borbotones y la presa femenina, bañada en el vital líquido de algunos de sus compañeros de estancia (como una Carrie sin poderes y por ello aún más salvaje), abandona la pasividad para transformarse en una pieza fundamental del destino de los personajes, las máscaras terminan de caer. La última escena, inusualmente desa- gradable y perturbadora, es la que permite que muchos afirmen que Tarantino ha realizado su película más cínica e irresponsable. Sin embargo –gracias a la lectura de un texto apócrifo con el encanto de lo fundacional y esa ingente pila de cadáveres fuera de campo como sedimento–, bien podría pensarse que el viejo Quentin ha hecho su film más secreto y rabiosamente político. Y sin dejar de jugar siquiera por un segundo.
Lo que el fuego no pudo llevarse El film del argentino Mirko Stopar sigue el sinuoso recorrido de una de las más legendarias películas del período mudo, La pasión de Juana de Arco (1928), del danés Carl Theodor Dreyer, y en particular de su protagonista, la misteriosa Falconetti. La pasión de Juana de Arco (1928), del danés Carl Theodor Dreyer, es una de las películas verdaderamente legendarias del período mudo. A tal punto de que en la historia de su rodaje, las fortunas posteriores de su actriz principal y del realizador y el destino de los negativos y las copias del film mismo se entretejen los hechos, los mitos y los misterios. Llamas de nitrato, del argentino Mirko Stopar, intenta recorrer ese derrotero con especial atención en la carrera de Renée Jeanne Falconetti. O Maria Falconetti, su nombre artístico sobre las tablas y en la pantalla. Tal vez el hecho de que Stopar viva parte del tiempo en Noruega tenga algo que ver con su interés en esa/s historia/s. Fue allí, a comienzos de los años 80, en la más impensada dependencia de un instituto psiquiátrico, donde fue hallada una copia casi completa de la versión original del film, del cual durante décadas se vieron versiones truncas o sucedáneas, luego de que el negativo original y las copias del primer montaje se perdieran en un incendio. Al parecer, el destino de la película no era simplemente registrar la más famosa de las muertes en una hoguera sino sobrevivir a varios fuegos bien reales.No es cierto, como afirma Llamas de nitrato, que el primer contacto de la Falconetti con una cámara de cine haya sido durante el rodaje del film de Dreyer, pero no lo es menos que sus participaciones secundarias en un par de títulos menores de 1917 no revisten la menor relevancia artística. Fue su exitosa carrera como comediante en el teatro parisino la que se le impuso a Dreyer luego de un extenso casting. Y esa sería su última –y sublime– aparición en la pantalla grande. Stopar se encontraba con un grave problema a la hora de encarar la estructura y contenido del documental: el material de archivo que se conserva y conoce sobre la actriz no supera un puñado de fotografías, a los cuales pueden sumarse algunos programas de mano, afiches y unas pocas misivas comerciales. Y, desde luego, las imágenes de la película de Dreyer. Ante ese vacío insuperable, el film decide organizarse alrededor de múltiples voces que hacen las veces de narradores orales y hacer de un recurso visual usualmente poco interesante una de sus virtudes: Llamas de nitrato “registra” momentos a partir de la reconstrucción con actores –aunque de una manera oblicua, indirecta, elaborando climas fotográficos– o la utilización de imágenes de noticieros y películas (hay un momento Carlos Hugo Christensen, director argentino que, casualmente, portaba apellido danés).Si ese recurso no resulta siempre atinado, al menos evita las cabezas parlantes y la ilustración literal, al tiempo que la historia sigue a Falconetti hasta Brasil y luego Buenos Aires, donde arribó en los años 40 escapando de deudas y de una carrera trunca luego de varios fracasos comerciales. El film de Stopar continúa el relato hasta su suicidio en 1946, pero abandona sin demasiadas preocupaciones elementos como la relación con sus dos hijos, concentrándose en cambio en la supervivencia cotidiana en Buenos Aires, donde logró encontrar algo de ayuda en la comunidad de exiliados franceses. Las proyecciones de Llamas de nitrato en el Malba serán completadas con la exhibición, con música en vivo, de La pasión..., nueva oportunidad para (re)descubrir el talento de Dreyer y la tortuosa, magnífica y total entrega de Falconetti a las llamas del arte cinematográfico.
Mensaje humanista por repetición Jóvenes y niños pertenecientes a la longeva guerrilla de Colombia, presentada aquí bajo una mirada crítica, son los protagonistas de este film al que transmitir sus ideas centrales se le convierte en una carga que lo hace renguear. Hay una imagen que se repite constantemente, con ligeras variaciones, en Alias María, segundo largometraje del colombiano José Luis Rugeles: un grupo de hombres, mujeres e incluso niños avanzando trabajosamente entre la espesura de la selva, sorteando la presencia del enemigo, intentando no ser descubiertos. Es que los protagonistas del film, estrenado en la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes el año pasado, son miembros de las FARC-EP, la longeva guerrilla de Colombia, presentados aquí bajo una mirada definitivamente crítica y con un claro mensaje humanista que atraviesa cada uno de sus noventa minutos. La primera escena introduce a María, una muchacha que apenas si está comenzando la pubertad, espiando el parto de la “compañera” del comandante de su pelotón. Privilegios de clase dentro de una rígida estructura verticalista: es la única mujer a la cual se le ha permitido ese lujo; el resto de las camaradas debe abortar obligatoriamente, “no sea cosa de llenar la selva de bebés”, como les dice su médico sin ninguna clase de ironías. El hecho es que María está embarazada de pocos meses, aunque nadie lo sabe, con la excepción de una colega de armas.A toda velocidad –una de las marcas de estilo de la película–, se da inicio a una misión secreta: llevar al recién nacido a un lugar seguro, tratando de no ser atrapados por los paramilitares ni delatar a la propia guerrilla una acción claramente no oficial. La cuadrilla está integrada por un líder, a su vez corresponsable del embarazo de María, otro experimentado soldado, la propia María y un inexperto recluta que debe andar por los 11 o 12 años. No resulta demasiado difícil generar algo similar al suspenso durante algunos minutos con el más inocente de los seres –un bebé de días– y una mujer encinta enfrentados a la naturaleza, la insalubridad y las balas enemigas, pero la mano firme de Rugeles sostiene el relato de supervivencia durante gran parte del metraje sin caer en la monotonía. Hay en Alias María largas escenas sin diálogos, en las cuales la cámara se hace eco de la relación entre los humanos y su selvático entorno de manera inteligente, aunque la reiteración de diversos planos de hormigas llevando su pesada carga se torne un tanto empalagosa en sus intencionalidades alegóricas.Gran (y silenciosa y estoica) actuación de la debutante Karen Torres, cuyo personaje hace las veces de reservorio de todo lo malo que el film tiene para decir respecto de la guerrilla puertas adentro: machista a pesar de una vociferada equivalencia entre los géneros, capaz de obviar y mancillar la infancia en nombre de ciertos valores supuestamente superiores, tan violenta y arbitraria en su ejecución como su contraparte “de derecha” (el gran desaparecido en la ecuación de la película es el ejército oficial colombiano). La necesidad de llevar bien en alto el estandarte de su Mensaje –en particular durante el último tercio de metraje– va transformándose en un pesado lastre que hace que la película comience a renguear como uno de sus personajes. En ese sentido, ciertas agudezas del guión de Diego Vivanco son reemplazadas por torpezas intencionales (distancias geográficas que parecen acortarse, decisiones ilógicas o incongruentes de algunos personajes) que tienen por objetivo allanar la textura de la trama para imponer las ideas centrales del film. Que, de esa manera, en lugar de surgir de los vericuetos del relato terminan convirtiéndose en férreas imposiciones.
Renovación sin traicionar el espíritu original Casi 18.000 tiras cómicas publicadas en más de 70 países a lo largo de seis décadas. Cuatro largometrajes pensados para la gran pantalla y más de tres docenas de especiales televisivos. El mundo de Charlie Brown, Snoopy y demás amiguitos humanos y animales no es una novedad para nadie y su influencia en la cultura popular del siglo XX –no sólo en el terreno de los comics– resulta inconmensurable y genuinamente universal. Quinto largo oficial luego de una interrupción de 35 años, Snoopy y Charlie Brown Peanuts, la película, producida por el equipo de animación Blue Sky Studios (responsables de, entre otras, las sagas Rio y La era del hielo), dirigida por Steve Martino (Horton y el mundo de los Quién) y coescrita por el hijo y el nieto del creador de Peanuts, Charles M. Szchulz, cargaba sobre sus hombros con la responsabilidad de actualizar tecnológicamente ese universo familiar y célebre. Porque, condición aparentemente sine qua non para la animación mainstream contemporánea, si no es mediante trazos con volumen digital y en 3D... no se existe. ¿Cómo presentar una galería de personajes profundamente enraizados en la memoria colectiva a una nueva generación de espectadores jóvenes sin traicionar al fan o al adulto conocedor de psicologías, rasgos y ambientes?La respuesta fue no traicionarlos en absoluto, aunque potenciando al mismo tiempo la velocidad, la acción física y los aspectos más infantiles de una tira pensada originalmente para un lector de cierta edad (al fin y al cabo, Peanuts es hija dilecta del psicologismo de los 50 y el humanismo de los 60, como una de sus herederas locales, Mafalda). Por esa razón, la película es, sucesivamente, entrañable, entretenida, monótona, graciosa y esencialmente trivial. Más allá de los gags previsibles pero renovados con algo de brío (la imposibilidad de Charlie de hacer volar un barrilete, el berretín de Snoopy por la literatura, los amores contrariados de algunos miembros de la pandilla), Peanuts, la película está estructurada alrededor de dos líneas narrativas: el súbito y profundo metejón del viejo y bueno de Charlie con una nueva compañera de curso, pelirroja a más no poder, y la batalla imaginaria del fiel Snoopy contra el invencible Barón Rojo, ahora captor de un nuevo personaje concebido para la ocasión: la perrita franchute Fifi.Si un baile, un concurso de talentos y un trabajo escolar se transforman en nuevas demostraciones de la gran capacidad para el desastre de Charlie, sus reacciones son reencauzadas hacia un didactismo formador de carácter, el costado más pedagógico de un film que alterna la ironía con la seriedad del reformador. Lo mejor son aquellos pasajes que remedan cinematográficamente el “staccato” en la estructura de cuatro paneles de la historieta original: intro, nudo, repetición y remate a gran velocidad. Y la negativa a entregarse por completo a la dictadura del hiperrealismo 3D: por aquí y por allá aparecen onomatopeyas, rastros de un vuelo en forma de líneas entrecortadas, ojos y cejas dibujadas con un simple trazo de lápiz digital. Como contrapartida, a mitad de camino la falta de ideas originales hace que la subtrama de Snoopy gane demasiado espacio, transformando a la película, más allá de algunos gags simpaticones, en una no muy estimulante parodia del cine de acción. Excelente trabajo de voces de los actores y actrices infantiles (y un Bill Melendez, la voz de Snoopy desde hace décadas, redivivo gracias a la tecnología), aunque es muy probable que en las salas argentinas sólo pueda escucharse un doblaje al español neutro pergeñado por adultos aniñados.
Retrato de un genio con luces y sombras En lugar de optar por una narración cronológica de la vida del empresario y magnate informático, la película se estructura a partir de tres instancias importantes de su carrera. Un Fassbender por momentos mimético encarna a Jobs. Ningún hombre o mujer es solamente la suma de sus partes, en un sentido estrictamente biológico o en cualquier acepción intelectual o filosófica. Tampoco es el caso de las películas, aunque más de una justificación del gusto personal así lo sugiera. Ni ángel ni demonio (como, nuevamente, una gran mayoría de los seres humanos y de los films, excepciones al margen), al famosísimo Steve Jobs le llegaron rápidamente, luego de su temprana muerte, no uno sino dos retratos cinematográficos de ficción. Esa maldita/bendita tentación de los productores de cine que acecha a todo aquel que haya logrado superar con creces la hipótesis de los seis grados de separación. Self-made man de manual, gurú del mundo de los negocios, sujeto de adoraciones y más de un odio, uno de los papás de la empresa Apple y mentor de varios productos tecnológicos de moda (tal vez, una de sus grandes aspiraciones empresariales), su vida y obra se anticipaban como una fuente de inspiración inevitable para ser trasladada a la pantalla. La grande, no la de las computadoras o los dispositivos de bolsillo. Un caso ideal, por otro lado, para la temporada de premiaciones y “estatuillas” de diverso tenor que culmina con el orgasmo publicitario de los Oscar.A diferencia de la anterior Jobs (dirigida en 2013 por Joshua Michael Stern y protagonizada por Ashton Kutcher), esta nueva biopic viene precedida por el amplio prestigio de los nombres que integran su reparto, el de su realizador y el del guionista. Steve Jobs, la película, parte de un concepto narrativo ingenioso y, en principio, interesante. En lugar de optar por un recorte más o menos amplio, más o menos cronológico, de sus cincuenta y seis años de vida, el guión de Aaron Sorkin (el mismo de La red social, por cierto) está estructurado a partir de tres momentos importantes de su carrera, punto de partida para un trío de larguísimas escenas o secuencias que transcurren, detrás de bambalinas, durante los minutos previos al lanzamiento de tres productos. En 1984, la primera Mac, que no logró transformarse precisamente en un éxito comercial pero comenzó a cimentar el nicho, la “logia Mac”; en 1988, ya fuera de Apple, el sistema NeXT, otro fracaso rotundo que, sin embargo, se convertiría en el cimiento del sistema operativo MacOS y le permitiría regresar triunfalmente a la empresa que había fundado dos décadas antes; finalmente, en 1998, la aparición de la iMac, primer batacazo rotundo de una concepción que ha hecho escuela; diseño, funcionalidad y tecnología de punta reunidas en un mismo producto. De esa forma se recrean, condensan y mixturan una serie de encuentros y diálogos que (poco importa) pudieron o no ocurrir en la vida real.El realizador Danny Boyle (Trainspotting, Slumdog Millionaire, entre otras) optó por registrar cada uno de esos capítulos en diferentes formatos: 16mm, 35mm y digital, siguiendo la cronología del tríptico, elección algo geek que el film mismo termina revelando como esencialmente caprichosa –aunque simpática– y que para el espectador medio pasará inadvertida. Hay más de un punto de contacto con la estructura de Birdman, ese film de Alejandro González Iñárritu que se llevó el Oscar a Mejor Película el año pasado: por la decisión de acotar espacial y temporalmente la narración, aunque en este caso se trate de tres momentos y lugares diferentes; por la manera en que la cámara parece seguir a los personajes, en particular al protagonista; por la consciente decisión de apoyar la fuerza del relato en los diálogos (nutridos) y la performance del reparto (expansiva, casi una definición de la película “de actores” contemporánea). Allí se acaban las similitudes, porque ni Michael Fassbender es Michael Keaton ni Jobs volaba con su imaginación, aunque este último –el Jobs de carne y hueso– sí tenía mucho de histrión, de personaje carismático inventado para las masas tecnologizadas. Y los miembros de los directorios.El planteo del film de Boyle –sólo en apariencia más sutil que de costumbre– y del guión de Sorkin se sostiene en base a un puñado de ideas motrices que atraviesan las tres etapas del relato. Por un lado, la relación entre Jobs (un Fassbender por momentos mimético) y su amigo y socio, Stephen Wozniak, interpretado con brío bonachón por Seth Roger, y con el CEO de alto vuelo John Sculley (Jeff Daniels), con quienes pasa inevitablemente de la relación de amistad profunda o de la filiación padre/hijo putativa a las rencillas conceptuales y corporativas, personales y legales. Precisamente a ellos el film les dedica algunos de sus pocos flashbacks que, a la manera de chispazos que atraviesan y dialogan con el presente, permiten integrar en la historia algunos datos esenciales para la comprensión del Jobs reconstruido en pantalla. Desde muy temprano, por otro lado, el personaje de Chrisann Brennan (Katherine Waterston) y el de Lisa, la hija no reconocida de ésta con Jobs, introducen un componente más “humano” del personaje/film, diseñado para conectar con un abanico más amplio de espectadores.Ningún hombre o mujer es solamente la suma de sus partes y Steve Jobs según Boyle/Sorkin lo deja bien en claro desde un principio: Jobs podía ser un maltratador hijo de puta, un genio de los negocios, un empresario brillante, un pésimo padre, permitiendo incluso el intercambio de algunos de esos mismos sustantivos y adjetivos. Asimismo, el film es momentáneamente estimulante, en otros relativamente poco interesante; emotivo de una manera simplona y hasta chabacana, característica opacada regularmente por un sentido de la ironía afilado. El toque de genio es la construcción del personaje de Joanna Hoffman y la consiguiente elección de casting, que terminó recayendo en Kate Winslet. Son esa actriz y ese personaje, asistente personal de Jobs a lo largo de los años, las que aglutinan los elementos dispares, el excipiente que termina cumpliendo un rol fundamental para el efecto deseado de los componentes centrales. Sin ellas, la píldora sería bastante más difícil de digerir.