Innecesario regreso al mundo stripper Ahora los strippers salen en plan road movie.¿Era necesaria una secuela de Magic Mike? Probablemente no. Pero, al fin y al cabo, ¿cuántas secuelas innecesarias se filman por año? Lo cierto es que los chicos están de vuelta, ya sin Steven Soderbergh detrás de las cámaras. Aunque tal vez no sea tan así: si bien Magic Mike XXL fue dirigida por Gregory Jacobs, asistente de S. S. durante muchos años, el director de Sexo, mentiras y video no sólo produce sino que, bajo distintos seudónimos, tuvo a su cargo la fotografía y el montaje del film. “Me retiro pero no me retiro del todo”, a esta altura un clásico soderberghiano. ¿Viene más grande de tamaño esta vez? En principio, la duración de casi dos horas parece corroborarlo, aunque la comparación más interesante que puede hacerse respecto de la película original se relaciona con el tono y las pretensiones: si Soderbergh intentaba un típico relato de ascenso, caída y redención en el mundo de los strippers masculinos (perdón, male entertainers), esta versión recargada deja de lado cualquier atisbo de seriedad para lanzarse a la ruta de la comicidad y las emociones primarias. No, no las sexuales.Porque los musculosos muchachones que integran el quinteto –ya sin el Dallas que encarnaba Matthew McConaughey, despachado a algún remoto lugar de Asia en un par de líneas de diálogo– son, esencialmente y antes que nada, un dechado de cariño y comprensión hacia el otro. Vamos, que deben ser los amigos más entrañables del cine reciente. Tal vez por eso Magic Mike (nuevamente Channing Tatum) abandona su nuevo trabajo alejado de los shorts ajustados y las lentejuelas y se suma, tres años más tarde, al show despedida que la troupe anda planeando llevar a cabo en una convención de strippers en Miami. En apenas quince minutos y luego de un baile unipersonal en el taller del fondo de su casa, Mike se sube a la pintarrajeada van del grupo (Scoo- by Doo tiembla de envidia) y así arranca la consabida road movie, con su encuentros, reencuentros, desencuentros, accidentes, peleas, reconciliaciones y demás condimentos, que incluyen papeles secundarios para Elizabeth Banks, Andie MacDowell como una viuda sureña a punto de caramelo y Jada Pinkett Smith como la reina de los chongos.Magic Mike XXL es tan tiernamente boba que expulsa la posibilidad del enojo casi de entrada, aunque no así la del tedio. Con una estructura lábil que avanza por acumulación de escenas, convencional hasta la médula, la película alterna momentos de comicidad, secuencias de baile y puntos de concentración dramática, aunque ninguno de esos elementos logra la efectividad buscada. Los protagonistas ya no son, como en la original, personajes que representan arquetipos sobre las tablas sino esos mismos arquetipos encarnados: el blanquito tierno, el moreno caliente, el veterano resistente, etcétera, y para cada uno de ellos llegará su momento confesional. Para el grand finale, veinticinco (25) minutos de baile bultero en continuado, ideal para que lo vean los concursantes del programa de Tinelli y se roben alguna que otra idea.
Una mujer que no rinde cuentas a nadie El tercer largo del director chileno encarna a la perfección algunas de las virtudes del nuevo cine que se está produciendo en el país vecino y la gran cantidad de premios cosechados en diversos festivales del mundo no hacen sino confirmarlo. Casi tres años después de su estreno mundial en el Festival de Berlín, el cuarto largometraje del chileno (nacido en Mendoza) Sebastián Lelio (El año del tigre, Navidad) cruza la cordillera y desembarca en las pantallas argentinas. Mejor tarde que nunca, ya que Gloria parece encarnar a la perfección algunas de las virtudes del nuevo cine que se está produciendo en el país vecino y la gran cantidad de premios cosechados en diversos festivales del mundo (incluido el merecidísimo a Paulina García, como Mejor actriz, en la Berlinale) demuestran que la película ha sabido tocar a jurados profesionales y a aquellos integrados por el público en partes iguales. A pesar de que nunca se explicita su edad, Gloria debe andar por los cincuenta y largos, tiene hijos grandes, se ha separado de su marido hace bastante tiempo, vive sola en un típico departamento de clase media y trabaja en una empresa en Santiago de Chile. Gloria sale, le gusta bailar y conocer hombres y por ello no le rinde cuentas a nadie. Así la presenta la película, en una disco para seniors, bailando al ritmo de Donna Summer (“I Feel Love”, obvio guiño) y regresando a su casa con algunas copas de más encima.Es precisamente en uno de esos eventos donde conoce a Rodolfo, un caballero también separado que será su nuevo interés amoroso, aunque no sin complicaciones: el hombre mantiene una relación por momentos casi patológica con su ex y sus dos hijas. El inteligente guión de Lelio y Gonzalo Maza trabaja de manera descriptiva y por sedimentación y va desplegando la información sobre la protagonista, su familia, el entorno y su nueva pareja de manera gradual. De esa forma, el espectador se sumerge en el retrato y la historia y va conociendo las posibles aristas conflictivas a medida que el film las va descubriendo. A pesar de no ser una comedia en un sentido estricto, Gloria hace gala de un humor que está agazapado sin llegar nunca a pegar el salto, como en esa subtrama sobre un vecino que sufre de recurrentes y muy ruidosos ataques de nihilismo en medio de la madrugada o la sesión de yoga a la que Gloria asiste con la única intención de ver a su hija.La construcción del personaje –que es un todo: guión, actuación y puesta en escena, nunca una sola de esas cosas– termina moldeando a una inconformista silenciosa, una mujer que no acepta los dictados del deber ser a su edad. Gloria es una rebelde que se levanta una y otra vez luego de los pequeños y grandes golpes que recibe cotidianamente. La relación con Rodolfo ocupa una parte importante del metraje y es muy destacable que, lejos de encarnar a un personaje melindroso o patético, haya algo extremadamente humano en esa imposibilidad de entregarse por completo al contacto con otro ser humano a esas alturas de la vida. La de Gloria, la película, no es una historia de amor en ese sentido otoñal bastante ñoño que tantos largometrajes insisten en perpetuar, sino el relato de dos personajes imposibilitados de construir algo perdurable más allá de sus deseos íntimos. Que ello no incluya dosis importantes de crueldad –apenas un leve sarcasmo en alguna que otra escena– es otro de los logros para nada menores del film, como en esa escena central para su desarrollo dramático, durante una cena familiar que reúne a las relaciones lejanas con las recientes y que incluye, en partes iguales, alegría, tristeza y bastante incomodidad.Acercándose al desenlace, luego de un fallido viaje a Viña del Mar, la película abandona algunas de las libertades narrativas que supo conseguir y se empeña en cerrar varias líneas del relato de manera exaltada, sometiendo a Gloria a un pequeño desastre un tanto inexplicable desde el punto de vista del famoso verosímil (la pérdida de una cartera) para justificar la presencia de un personaje secundario que, a su vez, funciona solapadamente como metáfora de tipo social. U obligándola a clausurar la relación con Rodolfo con una situación harto simpática pero definitivamente impertinente. La última escena en una fiesta de casamiento re versiona ese gran invento de Claire Denis en Bella tarea, la escena de liberación en la pista de baile. Con fondo, por supuesto, de ese inoxidable clásico compuesto por Umberto Tozzi, “Gloria”, aquí en su versión original en español. El viaje llegó a su fin y Gloria sigue allí, de pie y con renovadas energías.
Una película para poner en la mesita ratona El último largometraje documental de Wim Wenders, codirigido por Juliano Ribeiro Salgado, puede ser visto como una versión audiovisual de uno de esos lujosos libros en papel ilustración dedicados a la obra de un artista plástico, en este caso el reconocido fotógrafo brasileño Sebastião Salgado. No es este el momento ni el lugar para discutir los alcances y límites de la fotografía social de Salgado, de la potencia de sus retratos y la necesidad de expresar el dolor y el desamparo del mundo y sus habitantes a la sensación de explotación plástica de la miseria que decantan algunas de sus imágenes. Y La sal de la tierra no ahonda en ninguna posible discusión acerca de esas y otras problemáticas que importan a todo documentalista de la imagen fija o en movimiento desde que la tecnología permitió el registro visual de lo real. El film de Wenders y J. R. Salgado (hijo de Sebastião) se contenta fundamentalmente con consignar la historia profesional y personal del fotógrafo nacido en Minas Gerais a partir de una lustrosa dirección de fotografía que, por momentos, imita el contrastado blanco y negro que se ha transformado en marca registrada del arte de Salgado padre.Desde sus inicios como fotógrafo en Brasil, pasando por su exilio político en Francia y el comienzo de sus largos derroteros por Latinoamérica, Asia y Africa (algunas de sus imágenes más famosas fueron tomadas durante una extensa hambruna en Sudán, a mediados de los años ’80), los realizadores exponen datos y anécdotas del artista, narrados en primera persona, que ilustran las fotografías a modo de epígrafes orales, interrumpidos por algunas imágenes de archivo y el registro de sus actividades actuales. El tufillo a documental oficial se ventila por completo cuando, cerca del final, La sal de la tierra se concentra en el trabajo de reconstrucción de la finca familiar de los Salgado, transformada por los cambios humanos y climáticos en un terreno absolutamente infértil. Tarea loable y esperanzadora, sin dudas, pero presentada por el film de manera torpe y vergonzosamente propagandística, como si se tratara del institucional de una fundación ecologista producido con la intención de conseguir financistas.Resulta interesante que otra de las series fotográficas más famosas de Salgado haya sido tomada en Kuwait luego de la Guerra del Golfo: los pozos de petróleo ardientes y el desesperado intento de los bomberos de todo el mundo por extinguir el fuego es también el tema de Lecciones en la oscuridad, de otro realizador alemán: Werner Herzog. Pero a diferencia de Herzog, quien ha logrado en tiempos recientes hacer propios y personales un par de trabajos por encargo (Encuentros en el fin del mundo, La cueva de los sueños olvidados), y a diferencia también de su propia e interesante Pina, Wenders no logra en La sal de la tierra ir más allá de lo obvio y epidérmico: homenajear al homenajeado sin fisuras ni distancia y reproducir sus imágenes como quien adora a un tótem.
El primer film de espías palestino El realizador de El paraíso ahora demuestra cierta habilidad para conjugar el comentario político y social con los resortes de un cine narrativamente transparente e incluso clásico, rozando, en algunos momentos, el suspenso y el melodrama. Omar observa el tránsito en las calles de un barrio palestino, espera pacientemente y, en el momento adecuado, trepa ágilmente el altísimo muro que separa uno y otro barrio de Cisjordania. Un disparo de soldados israelíes lo hace descender más rápido de lo pensado, pero eso no impide que pueda llegar hasta la casa de su amigo Tarek y de su hermana Nadia, con la cual mantiene una relación amorosa puramente epistolar. Esa escena, que transcurre con gran sentido del ritmo y un trabajo de cámara y montaje nerviosos, define en gran medida –durante los primeros minutos de proyección– los designios del quinto largometraje de Hany Abu-Assad, film que tuvo su arranque mundial hace dos años en el Festival de Cannes y que, más recientemente, obtuvo una nominación a los premios Oscar. Ya en Rana’s Wedding (2002) y, particularmente, en El paraíso ahora (2005) –también nominada por la Academia de Hollywood– el realizador palestino nacido en Nazaret supo demostrar cierta habilidad para conjugar el comentario político y social con los resortes de un cine narrativamente transparente e incluso clásico. Rozando y, en algunos casos, entrando de lleno en los mecanismos del género, fundamentalmente el suspenso y el melodrama.Es el caso de Omar, a tal punto que podría definírsela como la primera película de espías producida en los territorios palestinos. Como en El paraíso ahora, la decisión de un grupo de amigos (dos en aquella película, tres ahora) de tomar el toro por las astas, abandonar la pasividad y pasar a una posición de ataque cambiará la vida del protagonista, aunque el hecho en cuestión –un atentado contra un destacamento de soldados israelíes– es en Omar el punto de partida y no el de llegada de la narración. La situación personal se complica, precisamente, cuando el joven es detenido por las fuerzas de seguridad y obligado –previas sesiones de tortura física y psicológica– a tomar una difícil determinación: traicionar a sus amigos a cambio de la libertad y el reencuentro con su amada Nadia o pasar muchos, muchísimos años en la cárcel. De allí en más y hasta el último tercio del relato, el realizador administra claves, secretos, miradas, cartas y llamadas telefónicas de forma tal que el espectador nunca sabe certeramente quién engaña a quién y cuál es, finalmente, el camino elegido por el héroe (Adam Bakri, cuyos rasgos y la forma en la cual el film los retrata hacen pensar en el concepto nunca perimido de galán).Abu-Assad hace un uso muy eficaz del rodaje en locaciones en un par de escenas de persecución a través de las callejas y tejados de Nablús. Como en la escena del inicio en el muro, de la literalidad de los saltos y corridas el espectador puede inferir una carga simbólica ligada a la idea de la supervivencia: la obligación de aguzar el ingenio para seguir transitando y habitando una ciudad sitiada, golpeada por la violencia cotidiana. Una reafirmación del lugar propio que en tantas ocasiones puede sentirse como ajeno. Asimismo, la necesidad de generar una empatía absoluta con Omar y bajar a tierra el conflicto lleva al realizador a tomar decisiones un tanto simplistas: el momento en el cual el protagonista decide participar del acto que tendrá como consecuencia su detención es precedido por una escena en la cual un grupo de soldados lo humilla de diversas maneras a un costado de la ruta. En la misma línea, el agente israelí encargado de su caso será “humanizado” en varias oportunidades, pero de manera un tanto artificial, como si fuera un caso práctico de aplicación de las enseñanzas de un curso de guión.Más cerca de Pépé le Moko que de las intensas fábulas de su coterráneo Elia Suleiman, el cine de Abu-Assad se debate entre la representación de las penurias de un pueblo y la exigencia de hacer llegar sus ideas en un formato narrativo por momentos demasiado convencional. Tal vez por ello los últimos tramos de Omar se sienten tan poco interesantes, una vez que la potencia inicial se entrega casi totalmente a las vueltas de tuerca, al drama romántico disfrazado de fatalismo causado por la opresión del aparato estatal.
Pequeña máquina de asustar No es la primera vez que el género de terror presenta a un payaso como fuente de sustos en pantalla, pero el realizador Jon Watts se las arregla para dibujar una película atractiva. Aun a pesar de un segmento final en el que sucumbe a los lugares comunes.La postergación serial del estreno de Te sigue continúa privando a la cartelera local de una de las películas de terror más estimulantes de las últimas temporadas. Mientras tanto, desde comienzos de año y semana tras semana, siguen apilándose –como cadáveres en una slasher movie– decenas de títulos que van de lo mediocre a lo abominable. En ese contexto, la aparición de El payaso del mal viene a ser algo así como un bálsamo con moderadas propiedades curativas. No es que el film de Jon Watts sea, de ninguna manera, una maravilla del horror cinematográfico, pero sus modestas dosis de clasicismo narrativo bien temperado y su capacidad de navegar ingeniosamente aguas harto derivativas lo transforman en una pequeña máquina de asustar. El origen del proyecto es bastante conocido: Watts dirigió un trailer falso (esto es, de un film todavía inexistente) con la intención de captar potenciales productores y terminó siendo el mismísimo Eli Roth (el director de Hostel y Cabin Fever) el encargado de conseguir el capital necesario para la producción del proyecto tal y como se lo conoce.No es la primera vez que un clown demoníaco es protagonista de un largometraje, pero lo interesante de la primera media hora de El payaso del mal es la forma en la cual el film presenta el material al espectador, previa manufactura y elaboración de un punto de salida francamente absurdo. Como en un capítulo de La zona desconocida –serie de unitarios que, en muchas ocasiones, partía de situaciones potencialmente estrafalarias para llevarlas a su propio límite de tolerancia–, el protagonista encuentra la peor de las maldiciones posibles bajo la forma de un clásico disfraz de bufón. Padre de familia aparentemente escrupuloso, la necesidad de llevar en tiempo y forma un animador a la fiesta de cumpleaños de su hijo termina convirtiéndose en el inicio de una pesadilla interminable. Que el día después el tipo no pueda, literalmente, sacarse el traje, la peluca multicolor o la típica nariz colorada se convierte en una de esas situaciones que pueden hacer desbarrancar a una película antes de empezar; Watts, sin embargo, se las arregla bastante bien para que la embarazosa situación se sienta tan genuinamente ridícula como desesperante.De allí en más, las explicaciones del caso, que llegan bajo la forma de un Peter Stormare deliciosamente sacado: en realidad, lo de los payasos modernos es apenas un derivado inocuo de unos viejos demonios nórdicos dedicados al consumo de la más tierna carne humana, como en un cuento de hadas llevado a extremos de crueldad. Y así el pobre Kent (Andy Powers, actor con tremenda cara de buenazo) irá transformándose no tan lentamente en una criatura cada vez menos humana, un poco como el hombre lobo americano de Landis, jugando primero a las escondidas por pura vergüenza, lanzado más tarde a máxima velocidad a la caza de su próxima víctima. Dejando los detalles más sanguinolentos para el último acto y trabajando el fuera de campo ante los crímenes de sus pequeñas víctimas (¿quién puede matar a un niño en cámara y con qué fin?), la película va perdiendo algo de energía a medida que se acerca a su desenlace y se entrega casi por completo a los tópicos del suspenso más previsible.Pero antes de que eso ocurra se aplica a la confección, con detalles y terminación artesanales, de un horror no exento de humor sardónico (la escena con el joven boy scout o los fracasados intentos de suicidio del payaso son los mejores ejemplos), mientras cuenta su historia sin apuros ni excesos formales de montaje. Incluso se permite una pequeña disquisición filosófica acerca de hacer el mal a otros para evitar el sufrimiento propio. La de El payaso del mal es la nobleza del buen maquillaje en pleno reinado del efecto especial digital: está a la vista en toda su falsedad y, sin embargo, no deja de impresionar y causar el efecto deseado.
Fantasmas y epifanías de un artista único Nick Cave fue noticia hace algunas semanas por la desafortunada muerte en un accidente de uno de sus hijos; a Arthur Cave puede vérselo junto a su célebre padre y a su hermano gemelo en algunas de las escenas más íntimas de 20.000 días en la Tierra, largometraje que fusiona sus aspectos ficcionales y documentales hasta difuminar por completo las fronteras entre ambos. A una velocidad que por momentos se siente arrolladora, el film –que participó de la Competencia Internacional del Bafici el año pasado– puede parecer en los papeles otro típico documental sobre una estrella de rock consagrada, pero el debut de los británicos Iain Forsyth y Jane Pollard no se parece a casi nada de lo que uno espera de esta clase de proyectos. Nick Cave, quien cumplió durante el rodaje esos 20.000 días de vida (unos 55 años, aproximadamente) señalados por el título, es la estrella y también el guionista de un film que cruza el registro de la realidad –en particular, una serie de sesiones de grabación en estudio y el fragmento de recital que cierra la película– con escenas creadas por el trío de autores (los directores más Cave).Para el fan o el simple seguidor del compositor y cantante, la película es una cantera de datos, anécdotas y pensamientos excavados en dosis atípicas y estimulantes e incluye varios recuerdos de infancia y otros acerca de los inicios del músico australiano en la banda The Birthday Party –tiempo antes de la mucho más famosa The Bad Seeds–, presentados bajo la forma de una sesión de psicoterapia tradicional. A bordo de un automóvil conducido por el mismo Cave, se produce el encuentro con amigos y colaboradores del pasado y del presente, de Ray Winstone a Kylie Minogue, pasando por el alemán Blixa Bargeld, entre otros. Es junto a la Minogue, precisamente, que se produce un sensible diálogo sobre Michael Hutchence, el cantante de INXS fallecido hace ya casi veinte años. El recorrido por los archivos personales de Cave en una suerte de bunker de memorabilia dispara otras historias, personales y artísticas, como el encuentro con Nina Simone detrás de bambalinas antes de un concierto que, según la confesión del músico, cambió para siempre su vida y la del resto de los espectadores presentes.En esencia, el proyecto no deja de ser un ego trip celebratorio, pero lo es de una manera muy singular. El film es siempre vibrante y, por momentos, profundo y poético. Tampoco es necesario ser un fan de Cave o conocer la totalidad o una parte de su discografía para disfrutar de 20.000 días en la Tierra. Como toda película acerca de la creación artística (“El proceso creativo parece haber sido mitificado en algo mucho más grande de lo que realmente es: trabajo duro”, afirma el protagonista), sobre los fantasmas y epifanías de un artista, sobre la relación del ejecutante con su audiencia, hay una universalidad que va más allá de los pormenores del creador y su obra. Esa es su mayor virtud. Y la música, por supuesto, de la cual hay mucha y en versiones inéditas.
La misantropía y los bellos ideales Si todas las películas fueran como El capital humano, los personajes sólo cumplirían la función de estereotipos que reafirman una tesis de origen central e inamovible, un cine de efecto basado en la ejemplificación, cuyas criaturas habitan no tanto un mundo posible sino un tablero donde sus posiciones y movimientos están calculadamente preseteados. Basado en una novela del norteamericano Stephen Amidon –de la cual toma personajes y situaciones, pero no la atención a los detalles que diluyen blancos y negros en tonalidades de gris–, el último film del italiano Paolo Virzì posee como norte estático una misantropía cínica, a la cual le opone ideales un tanto aguachentos depositados en los personajes más jóvenes, casi como en una (im)posible publicidad televisiva cuyo artículo de venta fueran “los males del capitalismo contemporáneo”.Relato coral a la manera de tantos films de las últimas décadas, en el cual tres narraciones temporalmente coexistentes permiten el entrecruzamiento de situaciones y personajes desde distintos puntos de vista, Virzì levanta el telón del drama con la muerte de un ciclista, como en el film de Juan Antonio Bardem. Pero a diferencia de aquel clásico del nuevo cine español producido en pleno franquismo, aquí el espectador desconocerá la identidad del conductor hasta el último tercio, jugando al suspenso de manera elemental y poco pertinente. El entramado de personajes y las relaciones de poder que se establecen entre ellos muy rápidamente adoptan el tono de una telenovela con altos valores de producción, con sus villanos, sus mujeres ricas con tristeza, sus heroínas sufridas, su ángel caído, sus amoríos extramaritales, sus extorsiones e incluso un embarazo en curso que puede o no torcer el rumbo de algunos acontecimientos.El reparto de talentos incluye a Valeria Bruni Tedeschi, Fabrizio Bentivoglio y Valeria Golino, y el concepto de puesta de cámara resulta ostentosamente elegante e incluso algo lujoso, posible paradoja del film de Virzì, coproducción ítalo-francesa que fue producida gracias al aporte de una gran cantidad de empresas y consorcios inversores. ¿Habrán tenido discusiones similares a las parodiadas por el realizador en esa escena que pone en tensión el cierre de un centenario teatro? A propósito: ¿conviene restaurarlo y ponerlo nuevamente en funcionamiento o construir sobre sus cimientos un supermercado o un estacionamiento? Con esa clase de simplificaciones de manual y una mirada escandalizada apenas epidérmica, El capital humano funciona como perfecto chantaje cinematográfico: durante casi dos horas, el espectador puede farfullar acerca de lo mal que está el mundo y sentirse ajeno a sus causas.
Derrotero de ascensos y caídas Melanie Delloye, protagonista, coguionista del film, esposa del director y, además, hija de Ingrid Betancourt, se luce al encarnar a una joven colombiana que lucha por encontrar su espacio entre miles de actores y actrices de Buenos Aires. Para muchos, Aventurera se transformó en una de las sorpresas de la cosecha del cine nacional presentado el año pasado en el Festival de Mar del Plata. A tal punto que, aterrizada casi sin antecedentes previos, la ópera prima de Leonardo D’Antoni terminaría llevándose el premio DAC al Mejor director argentino. La historia de Beatriz (Bea, para los amigos), una joven colombiana que lucha por encontrar su espacio en el frondoso bosque habitado por miles de actores y actrices de Buenos Aires, es dueña de unas cuantas virtudes. En principio, la actuación central de Melanie Delloye, quien lleva la carga de una criatura bastante más compleja de lo que podría pensarse en un primer momento. Su cuerpo y, en particular, su rostro ocupan el centro del cuadro durante una parte sustancial del metraje, logrando transmitir en todo momento las certezas, dudas, alegrías y miedos del personaje. Algo más de información: Delloye es coguionista del film y esposa del director; además –para aquellos a quienes sus facciones les resulten conocidas– la joven de treinta años es hija de Ingrid Betancourt. Si los últimos dos datos son apenas referencias biográficas de interés, el primero podría consignarse como esencial al éxito de la película, en particular su precisa descripción de ambientes y tipos, construidos ajustadamente por el reparto de actores y actrices secundarios.El de Bea es un derrotero de ascensos y caídas personales y profesionales, una carrera de obstáculos donde cada casting se transforma en una esperanzada oportunidad o una nueva frustración. Claro que la posibilidad cierta de mantener en el tiempo un pequeño bolo en una telenovela le agrega a su carrera como actriz de teatro off cierta estabilidad económica. Que ese trabajo se consiga gracias a una relación amorosa con tufillo a transacción comercial no es un dato menor de la trama. Una de las virtudes de Aventurera es lograr la empatía del espectador ante un personaje que, en otras manos y mediante otro tratamiento, podría haberse convertido en un cliché clásico, el de la trepadora sin corazón. El film sigue al personaje sin abandonarlo en casi ningún momento y, en líneas generales, adopta su punto de vista, aunque con una prudencial distancia. Es cierto que no todas las subtramas funcionan por igual. Por caso, ese joven actor con el cual comparte apenas una noche va convirtiéndose lentamente en un lastre, en particular cuando, a partir del despecho amoroso, adopta el rol de voz de la conciencia. Las escenas que detallan la relación de Bea con una anciana a la cual cuida, en cambio, están registradas con un gran oído y visión para la naturalidad y no resulta difícil encontrar allí pequeñas verdades cotidianas (la anciana, además, es un dechado de simpatía burlona).Aventurera avanza sin demoras pero tampoco prisas y encuentra en un estilo de narración directo y transparente otro de sus atractivos más evidentes. En algún momento del camino, sin embargo, la trama adquiere un tono más vehemente, menos sugerente, y llega a echar mano de algunas vueltas de timón un tanto convencionales (¿innecesarias?) como punto de partida para llegar al desenlace, en particular cuando la visita sorpresa de Bea a su antigua empleadora deviene en truco de guión para permitir la catarsis. Afortunadamente la última escena vuelve a construir cierta ambigüedad, que había quedado obturada por la crisis de la protagonista algunos minutos antes, reencontrando un tono menos moralizador y más irónico, más humano.
El juego de las diferencias Nueva adaptación cinematográfica de la novela de Jac- ques Diderot (novela inconclusa, es bueno recordarlo, y publicada luego de la muerte de su autor), La religiosa versión 2013 fue dirigida por Guillaume Nicloux y estrenada mundialmente en la edición del Festival de Berlín de ese año. Y si bien la famosa frase sigue rezando sobre lo odioso de toda comparación, resulta casi inevitable no pensar en la versión de 1966 de Jacques Rivette, a su vez traslación de su propia y exitosa puesta teatral, ambas con la presencia inestimable de la musa nuevaolera Anna Karina. En todo caso, la pregunta pertinente podría ser la siguiente: ¿qué le decía la versión Rivette de un clásico literario del siglo XVIII a la sociedad de los años ’60 y qué ideas puede brindar la mirada de Nicloux, en pleno siglo XXI, sobre la historia del sometimiento de una mujer obligada a tomar los hábitos? En principio, y sin llegar a encaramarse en el anaquel del tratado feminista, La religiosa 66 buscaba y encontraba –con su puesta en escena impiadosamente rigurosa– varios vectores de sometimiento y asfixia en común entre ambos mundos; de allí, tal vez, que el film se convirtiera en un no tan pequeño escándalo en el momento de su estreno.No es para nada casual que el final de esa película –creado por Rivette y Jean Gruault, tomando la posta a partir del último capítulo escrito por Diderot– registre las últimas desventuras de la joven Suzanne luego de escapar de su segunda prisión en forma de convento, convertida primero en prostituta y en mártir suicida más tarde. Tampoco es fortuito que Nicloux y su coguionista Jérôme Beaujour hayan optado por un cierre absolutamente disímil, casi opuesto, tal vez más “novelesco” y por cierto mucho más optimista. Esta nueva La religiosa opta por un tipo de relato menos duro, más accesible y empático, cercano por momentos al film de época al uso. ¿Será cierto que algunas luchas ya han sido ganadas? A pesar de su carácter limitadamente combativo, de no ofrecer una crítica tan clara o al menos tan dura a la institución religiosa en su conjunto, es posible hallar no pocas virtudes en el registro naturalista elegido por el realizador y en esta nueva Suzanne interpretada por Pauline Etienne con prestancia y total entrega.Otra notoria variación entre ambas protagonistas es el cambio de mirada, de víctima pura (en la versión de Rivette) a una actitud más férrea de rebelión y enfrentamiento en esta nueva adaptación: si bien ambas son monjas que no quieren serlo, la Suzanne de Nicloux está más cerca de encarnar cierto ideal de heroína moderna y no tanto la víctima sacrificial rivettiana. Por supuesto, siguen estando presente las torturas psicológicas y físicas a la protagonista, el paso de un monasterio dirigido con mano férrea por una dictatorial Madre Superiora a otro donde los crecientes avances sexuales de la abadesa (Isabelle Huppert en un rol que le calza como anillo al dedo) ponen a Suzanne nuevamente entre la espada y la pared. Si los últimos pasos de la joven luego de ser rescatada parecen dirigirla hacia una posible libertad personal o, por el contrario, implican un simple cambio de dueño –del corset de la vida en el claustro a la recaída en el patriarcado por vía de la búsqueda de los orígenes biológicos– dependerá bastante del punto de vista del espectador. Algo es indudable: la sensibilidad de esta nueva religiosa es indiscutiblemente contemporánea y cierto carácter de liviandad, a pesar de los hechos retratados, una de las virtudes pero, también, el mayor pecado del film.
El cuerpo y el Estado El film de la realizadora checa hace gala de una límpida narración clásica y una evidente intencionalidad revisionista. El cuerpo y el Estado. O, más concretamente, el uso de los cuerpos por el Estado. Ese es el tema, tanto en un sentido metafórico como literal, detrás de la anécdota y las particularidades que mueven los engranajes de Fair Play - Juego limpio, film de la checa Andrea Sedlácková que hace gala de una límpida narración clásica y una evidente intencionalidad revisionista. Los últimos años del comunismo en Checoslovaquia (los mismos de la Alemania oriental de La vida de los otros, película de Florian Henckel von Donnersmarck con la cual tiene varios puntos de contacto) y la historia de una joven atleta, corredora profesional con altas posibilidades de competir en las Olimpíadas de Los Angeles de 1984. Ironía que sólo un desconocedor de la historia de esos juegos puede considerar un spoiler, Anna (impecable Judit Bárdos, como el resto del reparto) nunca llegará a viajar a los Estados Unidos para participar de las competencias de sprint: todos los países del bloque soviético, con la excepción de Rumania, terminarían retirándose como efectiva forma de boicot, una de las últimas escaramuzas de una Guerra Fría a la que le quedaban pocos años de vida.Pero Fair Play no es una película de deportes en un sentido estricto, a pesar de la principal actividad de su protagonista, y ese final anunciado para el espectador ducho es apenas el broche final y la consumación última de un caso de uso y abuso de los poderes estatales sobre los ciudadanos. Anna se somete a un tratamiento con esteroides anabólicos a sabiendas de su carácter ilegal, consciente de sus posibilidades y peligros; también de las consecuencias de no acceder a firmar ese contrato. El film presenta a los representantes del organismo deportivo que proveerá las dosis de manera ominosa y al entrenador Bohdan como un ser vencido por las circunstancias, algo ambicioso, es cierto, pero fundamentalmente servil y pusilánime. Bohdan es apenas un poco mayor que Irena, la mamá de Anna, una mujer que aún no terminó de quebrarse –incluso luego de algunos encontronazos con los encargados de ejecutar las leyes–, y que se anima a ayudar a un amigo con la transcripción de textos “subversivos”. Es en el choque entre esas generaciones, la de Anna y la de aquellos nacidos y criados durante los primeros años de comunismo, donde la realizadora encuentra el centro del conflicto y las chispas de un posible cambio, en principio personal.Porque a fin de cuentas, más allá de las temibles alteraciones que su cuerpo comienza a sufrir como consecuencia del uso de los anabólicos, la elección de Anna será de índole moral y por oposición a un estado de las cosas que considera opresivo e injusto. No se trata de la lucha entre David y Goliat sino de la mucho más pequeña –aunque del mismo grado de relevancia– entre la ética individual y las normas coercitivas de un colectivo. El inteligente guión de la misma Sedlácková entrelaza el relato central con otras subtramas que aportan interés e iluminan el centro de la escena, esencialmente a partir de la relación de Anna con un joven amante y con un padre ausente, exiliado en el extranjero, y también la de su madre con ese escritor proscripto, peligroso contacto que hace navegar al film, temporalmente, en las aguas del suspenso y el thriller político. Resulta interesante que una película diáfanamente anticomunista pueda ser interpretada de otra manera, si el espectador se permite un sencillo ejercicio de inducción. Al fin y al cabo, la idea de rendimiento máximo sin tener en cuenta los costos no es exclusiva de una única ideología. No es casual que Fair Play termine como comienza: Anna corriendo sola. Libre, al menos por unos minutos, de imposiciones propias y, sobre todo, ajenas.