La sociedad de Teherán en el espejo del cine A pesar de tratarse de una de las realizadoras más reconocidas de su país –Jafar Panahi y Mohsen Makhmalbaf forman parte de la misma generación de cineastas–, ninguna película de Rakhshan Bani-Etemad había sido estrenada con anterioridad en nuestro país. Ni siquiera durante la breve “primavera iraní” que siguió al exitoso lanzamiento local de El sabor de la cereza, de Abbas Kiarostami. Luego de varios años refugiada en el terreno del cine documental (la censura durante los últimos años del gobierno de Ahmadineyad fueron particularmente duros), la cineasta regresó a la ficción con esos Relatos iraníes, presentados el año pasado en el Festival de Venecia. Concebidos originalmente como cortometrajes individuales, estos cuentos cinematográficos, ahora unificados por la figura de un documentalista empeñado en retratar distintos aspectos de la sociedad de Teherán, están protagonizados por personajes de films anteriores de la realizadora, como si se tratara de codas o simplemente nuevos capítulos en sus vidas. A pesar de ello, no resulta imprescindible haber visto esos largometrajes previos para comprenderlos cabalmente.Relatos iraníes es, de manera más o menos sutil, dependiendo de qué episodio se trate, una denuncia de varios males sociales, del desempleo a la falta de oportunidades, de la drogadicción a la violencia de género e incluso la prostitución. Las nuevas ventanas de libertad creativa le permiten a la cineasta tratar esos temas de manera relativamente franca y directa, a años luz de aquellos años ’80 y ’90 habitados por la metáfora y el circunloquio. El segundo relato, por caso, encuentra a un jubilado empeñado en ser recibido por un burócrata de manual, más preocupado por la cena de esa noche y la posibilidad de encontrarse con su amante que de cumplir con su trabajo. Ese episodio demuestra los límites de la denuncia: a mitad de camino entre el grotesco realista y el registro ficcional televisivo, se ahoga en su gesto de aprovechamiento de las nuevas libertades adquiridas.Pero esa historia es casi la excepción y lo mejor de la película se encuentra en los relatos que tienen como eje las relaciones entre hombres y mujeres, tema que preocupa a Bani-Etemad desde sus primeros largometrajes y que ahora puede retratar con menos miedo a la proscripción. El film abre y cierra con sendas historias en un taxi, en lo que a esta altura puede definirse como todo un género del cine iraní: las películas a bordo de autos en movimiento. En ambos casos, un chofer (varón) se enfrenta a circunstanciales pasajeras a las que conoce previamente y en el diálogo que se produce durante el viaje la realizadora logra poner en tensión las difíciles circunstancias de la mujer en la sociedad iraní frente a los roles cristalizados por las prácticas culturales y religiosas. Incluso ante un interlocutor aparentemente liberal.En uno de los episodios más dolorosos, una joven golpeada y quemada por su marido intenta refugiarse en un centro de atención para mujeres maltratadas, ante los gritos e improperios del impaciente caballero. Relatos iraníes logra de esa forma poner en el centro de la discusión el concepto de propiedad sobre sus esposas que varios de los personajes masculinos del film parecen dar por sentado. En el que tal vez sea el mejor de los relatos, la carta de despedida de un hombre a su ex mujer, casada ahora en segundas nupcias, dispara miedos y prejuicios en su actual pareja. En apenas poco más de diez minutos, Bani-Etemad ilumina de manera muy precisa la estructura patriarcal de la sociedad iraní desnudando, al mismo tiempo, lo débil que puede resultar su andamiaje psicológico.
Lo que no alcanza a decirse con palabras La primera imagen luego de una simple placa en blanco sobre negro lleva a confusión: lo que simula ser un plano tomado desde algún acogedor sitio mientras afuera cae la lluvia se transforma en el interior de un auto, el vidrio en su parabrisas y el agua en el elemento necesario para quitar la suciedad. El resto del film no será tan engañoso; a pesar de ello, la ópera prima de la cordobesa Jazmín Carballo –lanzada hace algunos meses en el Ficic de Cosquín– dejará de lado enjundias y certezas evidentes para trabajar sobre los detalles y los resquicios del devenir cotidiano en la vida de un puñado de personajes jóvenes, en particular los de Jerónimo (Leandro Colja), quien acaba de quedar varado en el aeropuerto en camino hacia otro lado, y Lisa (la propia Carballo, actriz desde antes de su debut detrás de las cámaras). Historia de un reencuentro entre un chico y una chica que –todo parece indicarlo– “tuvieron algo” hace algún tiempo, Los besos apenas si incluye un par de arrumacos, al tiempo que poco y nada les debe a los romances cinematográficos, sea en su vertiente trágica o cómica.En estricto b&n y un aún más riguroso ajuste a los dogmas del minimalismo narrativo (el término mumblecore surge espontáneamente en la cabeza del cinéfilo), Carballo dedica extensos pasajes al encuentro con amigos y conocidos, un paseo por las afueras, una reunión con birra, faso y karaoke o el ensayo de una banda local (Un día perfecto para el pez banana), cuyos integrantes interpretan personajes secundarios relevantes. En esas instancias no enfáticas, en los silencios y las miradas, en lo que no llega a decirse con palabras, se desarrolla el pequeño drama de Los besos, drama de fin de época de unos chicos de veintipico que, tal vez, deban abandonar su estilo de vida mucho antes de lo que imaginan. O no. Lo cierto es que en la descripción de ese grupo de músicos, vestuaristas y directores de cine en potencia (algo “bohemios”, diría un anciano) la realizadora parece retratar un grupo de pertenencia, los hijos de una clase media de las grandes ciudades dedicados a desarrollar sus anhelos artísticos hasta donde les sea posible, en un momento decisivo de sus vidas. Y en donde, tibiamente, se cuela algo parecido a una ligera alienación, nunca explicitada.La naturalidad de los diálogos y las situaciones es apuntalada desde la imagen por encuadres de rostros, cuerpos y espacios muchas veces descentrados, y hay lugar incluso para algún que otro fuera de foco extendido en el tiempo, elementos de una búsqueda estética que sólo puede definirse como desprolijidad pulcra. Hay algo orgullosamente indie y ciertamente fresco en el retrato de Carballo, aunque en varios momentos su relato se interna en caminos que no tienen salida a la vista, en devaneos descriptivos algo irrelevantes, perdiendo parte de su fuerza. A pesar de ello, y como nuevo exponente del cine made in Córdoba –usina creativa nada desdeñable–, Los besos busca y encuentra más de una novedad en lo ya conocido y transitado.
Una suerte de misantropía homeopática Como en otros films uruguayos signados por la influencia de Whisky, donde Rocamora fue asistente, en Solo también hay personajes atrapados en vidas rutinarias, algo introvertidos y con problemas para relacionarse con propios y ajenos. Solo llega a las salas argentinas casi dos años después de su estreno en la otra orilla del Río de la Plata, donde inevitablemente fue relacionada con otros títulos y directores de ese país. No parece casual. Su realizador, Guillermo Rocamora, fue asistente de producción de la que quizá sea la película más reconocida del cine uruguayo contemporáneo: Whisky, de Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll. Solo comparte con ella –y con otros films producidos allí durante la última década– el deseo de encontrar personajes atrapados en vidas rutinarias, algo introvertidos y con problemas para relacionarse con propios y ajenos, recorriendo un sendero que pisa algunas baldosas de aquel viejo neorrealismo pero que no abandona los pequeños detalles humorísticos por vía del costumbrismo.Más allá de los ismos, esa tonalidad gris que parece haber acompañado durante una buena parte de su vida a Nelson (el debutante Enrique Bastos), protagonista de la ópera prima de Rocamora, permite vislumbrar nuevamente –como en la citada Whisky, como en La vida útil, de Federico Veiroj, como en Gigante, de Adrián Biniez– una suerte de misantropía homeopática que no llega a aplastar del todo a sus personajes, un patetismo que nunca los termina de arrastrar hasta el fondo del foso. Existe siempre un gesto mínimo de afecto y humanidad, una posibilidad, aunque más no sea ínfima, de recuperación e incluso de redención. Polisemia interpósita, ese “solo” del título remite a la soledad del protagonista, trompetista de la banda militar de la fuerza aérea uruguaya –en particular luego de que su mujer lo abandone sin mediar palabras–, pero también a su cualidad de músico y a la posibilidad de ese momento de lucimiento individual en el uso del instrumento.“Ahí está”, repite Nelson siempre algo cabizbajo, aceptando como una condena lógica cada uno de los pequeños y grandes golpes de la vida cotidiana. Una vida de hombres uniformados, de rituales marciales y órdenes (de orden, en definitiva), en la cual la presencia o ausencia de tres mujeres (esposa, madre, amante eventualísima: las argentinas Claudia Cantero, Marilú Marini y Rita Terranova, respectivamente) reafirman ese camino no tanto elegido como impuesto por las circunstancias, las necesidades y las decisiones de un pasado remoto. Como en la vida de Nelson, también hay algo excesivamente formateado en los giros elegidos por Rocamora y su coguionista Javier Palleiro para narrar esta historia mínima, una entrega por momentos casi total a los mandatos de las formas y modos del cine periférico santificado por los festivales internacionales de cine.La posibilidad de acceder a un concurso de canciones inéditas se transforma en un punto bisagra de la trama y, al mismo tiempo, en un mecanismo de suspenso desabrido, marcado por las casualidades impuestas desde el guión. Compensación, a su vez, de una consciente falta de desarrollo del personaje que, de esa manera –y casi como si se tratara de arrepentimiento– se instala a presión hasta el desenlace. Lo mejor de Solo hay que buscarlo en los detalles, en los momentos de verdad habilitados por la descripción de los sitios reales (el film fue rodado en dependencias militares y gran parte de los extras son auténticos miembros de la banda musical de la F.A.U.), en algún apunte sutil construido en el montaje en base a las miradas del protagonista.
Melodrama rural con algo de aderezo patriótico Corre el año 1806, luego de la Primera Invasión Inglesa a la ciudad de Buenos Aires, según afirma una placa al comienzo de El prisionero irlandés. Pero el paisaje no será el de las callejas coloniales de la capital porteña, sino unos ochocientos kilómetros hacia el oeste, el más serrano –e indómito en aquellos tiempos– del interior de San Luis. Allí son enviados tres soldados del ejército británico como prisioneros de guerra, uno de ellos orgulloso hijo de Irlanda. No tan lejos de los pormenores de las guerras napoleónicas y sus coletazos en las colonias americanas, Luisa trata de sacar adelante una modestísima finca luego de la muerte de su marido, con la escasa ayuda de su pequeño hijo y un viejo gaucho y la incorporación posterior del irlandés, un colorado llamado Conor (el debutante Tom Harris).Más de un primer plano de Alexia Moyano, quien interpreta a la viuda con mirada firme y desafiante, recuerda a la Claudia Cardinale de Erase una vez en el Oeste. No es casual y la tentación de bautizar a El prisionero irlandés como el primer western puntano es enorme: uno de los nortes genéricos del film de Carlos Jaureguialzo y Marcela Silva y Nasute es el de ese gran territorio del cine clásico norteamericano. Pero esta producción, que lleva con pundonor el logo de San Luis Cine y pretende competir en las ligas del cine industrial y popular producido en la Argentina es, fundamentalmente y ante todo, un romance de época, un melodrama rural con una pizca de aderezo patriótico cuyo regusto es similar al de los manuales escolares. Si las virtudes artísticas de un film pudieran medirse por separado con algún tipo de instrumento, éste apreciaría sin dudas las bondades de los paisajes naturales del interior de las provincias de San Luis y Buenos Aires que fueron utilizados como locaciones para el rodaje. De hecho, la fotografía en pantalla ancha de Federico Gómez hace un uso extensivo y narrativamente pertinente de los paisajes semiáridos, trasfondo de las pasiones encontradas que forman parte del núcleo dramático del relato.Asimismo, ese supuesto artilugio destacaría el eficaz trabajo de arte, que logra reconstruir una típica casa de campo criolla de comienzos de siglo XIX y un pequeño fortín militar con los elementos justos y necesarios, sin ostentaciones ni brillos innecesarios. Pero ese aparato en cuestión no existe y los principales problemas de la película son de otra índole y comienzan a surgir cuando el guión abandona introducciones y descripciones para sumergirse en los conflictos centrales que llevan adelante la acción. El romance entre Luisa y Conor –ambos independentistas, cada uno a su manera– será inevitable, pero el film no logra capturar en momento alguno ese interés mutuo transformado luego en pasión. Los personajes responden automáticamente a los dictados de la palabra escrita que los antecede, como en una tira televisiva en la cual la urgencia de la emisión diaria elimina sutilezas y las reemplaza por acciones y reacciones telegrafiadas. Conjurar el clasicismo y lograr que se apersone no es cosa fácil.
El típico desequilibrado de película Las vueltas de tuerca de Cercana obsesión pueden retrotraer al espectador varias décadas atrás, cuando el así llamado “thriller erótico” convocaba una buena cantidad de espectadores. Más cerca de los polvos culpógenos de Atracción fatal que de los laberintos coitales de la inimitable Bajos instintos, el último largometraje de Rob Cohen (Rápido y furioso, Triple X) es una versión degradada de los mejores ejemplares del género, sólo defendible desde el torreón del consumo irónico. Pero si algo no posee el film es ironía. La cantante y actriz Jennifer Lopez –protagonista excluyente además de productora– encarna en alma y sobre todo en cuerpo ese concepto al mismo tiempo vago y contundente que los angloparlantes definen coloquialmente como MILF (sigla de origen incierto que la industria del porno transformó en un nicho de consumo), haciendo gala de curvas y recovecos como sólo el mainstream sabe hacerlo: limitadamente, con “buen gusto”, a base de mucho fundido encadenado, casi como si estuviera cometiendo una falta.A Claire Peterson, profesora de literatura de nivel secundario, madre de un hijo adolescente, recientemente separada de su marido, se le cruza en el camino un nuevo vecino, el “chico de al lado” del título original, un mozalbete musculoso y pintón que parece dueño de un carácter educado, ingenioso, centrado y solidario (Ryan Guzman). Mirada va, mirada viene, la buena de Claire termina abriéndose por completo a los cada vez menos sutiles avances del vecinito. Culpa porque es bastante más joven, culpa porque ella es docente y él aún no terminó la secundaria a pesar de ser mayor de edad, culpa porque los papeles del divorcio todavía no están firmados, lo que podía imaginarse como una mirada sobre el deseo femenino bajo el disfraz de una película de suspenso se define velozmente como otra narración donde el desliz lúbrico de una mujer se paga con creces. Obvio: el pebete es un psicópata de órdago, un típico desequilibrado de película.Hasta el enfrentamiento final que hace las veces de desenlace y vuelta a un punto de equilibrio en las instituciones filial y matrimonial, las escenas de Cercana obsesión se suceden de manera previsible y poca o nula gracia, abusando de los lugares comunes de manera sistemática, pegoteando las escenas como si hubiera un cierto apuro por terminar lo antes posible con el trámite. Apenas un par de planos cerca del remate, jugados por su cualidad sanguinolenta, rompen un poco la monotonía, excepciones que confirman la regla general de una película que parece no creer en sí misma. Y que no siente vergüenza en poner en pantalla una escena que gira alrededor de una “primera edición” (sic) de La Ilíada de Homero, que el loquito le regala a la señora vecina como quien no quiere la cosa. En el barrio a eso lo llaman humor involuntario.
Diario de viaje con interrogantes El reencuentro con su padre, argentino exiliado por voluntad propia en Israel desde la debacle de 2001, le permite al realizador plantearse preguntas no sólo sobre ese país de adopción sino también sobre una “generación derrotada”. La parte automática, ópera prima de Ivo Aichenbaum presentada hace más de tres años en el marco del Bafici (el realizador tiene además otras dos películas terminadas con posterioridad), puede ser descripta de varias maneras, pero es, ante todo, un diario de viaje en formato audiovisual. Como en los mejores exponentes de ese género literario –tanto en sus versiones profesionales como amateurs– la descripción impresionista y el tono confesional son esenciales: las imágenes y sonidos que Aichenbaum elige a la hora de construir la narración parten de la intimidad, se reflejan en el mundo y vuelven a su emisor transfiguradas. En el año 2011, el realizador visitó Israel junto a otros jóvenes argentinos de origen judío, travesía que parece cruzar el turismo con la búsqueda de raíces religiosas y culturales pero que, a juzgar por algunos segmentos elegidos como ilustración general, se acerca bastante a la idea de un viaje de egresados para jóvenes adultos. En el fondo, según confiesa su grave voz en off durante los primeros minutos de proyección, el viaje era una oportunidad para el reencuentro con un padre ausente, exiliado por voluntad propia en tierras israelíes desde la debacle de 2001.Esa ausencia, apenas morigerada por algunas visitas esporádicas a la Argentina, es la que el director intenta conjurar en la primera mitad de La parte automática, resultado de un destierro en principio económico que Aichenbaum relaciona de manera oblicua con la diáspora del pueblo de Israel y directamente con el de “una generación derrotada”, la de sus padres. “Yo fui concebido en Nicaragua”, relata al comienzo, luego de que una pantalla en riguroso negro permite escuchar una versión íntegra del Himno de la Unidad Sandinista. Es precisamente la revolución sandinista, en los primeros años ’80 (su padre, comunista consumado, sirvió allí como médico de guerra) la que vuelve desde el recuerdo a iluminar o, al menos, a refractarse en esa otra problemática irresoluble que golpea desde hace décadas el territorio de Israel/Palestina. No es casual que un plácido plano en el centro histórico de Jerusalén se vea súbitamente violentado por el paso de cuatro o cinco cazas en vuelo rasante. “¿Cómo es posible que el pueblo judío se haya transformado en un pueblo guerrero?”, se pregunta una compañera de viaje durante una visita al Museo del Holocausto; la respuesta de la guía del lugar a otra pregunta tiene, en parte, la forma de una excusa. Esa zona ambigua, llena de inquietudes e incógnitas, es la elegida por el realizador como concepto y punto de partida del desarrollo de su film.Hay otras preguntas sin respuestas (¿por qué los kibutz ya no son lo que eran?, ¿qué consecuencias traerán sobre la región esos movimientos populares bautizados por la prensa como Primavera Arabe?) y algún que otro misterio en una película que elige el recorte visual de una cámara fotográfica transformada en aparato de registro cinematográfico. Registro semiprofesional, habitado por un pulso hogareño, pero que, sin embargo, en más de una ocasión se transforma en cine puro. Es lo que ocurre, por ejemplo, en el breve interludio romántico que Aichenbaum describe con sutileza y sin ocultar una importante carga de melancolía, poco antes del reencuentro con su padre. La chica abandona el departamento y deja a su futuro ex amante en soledad; la cámara, sin cortes de ningún tipo, encuadra objetos de la habitación –libros, fotos, tazas, un cenicero, una cortina– y vuelve repetidas veces a la ventana que da a la calle, quizá con la esperanza de captarla una vez más antes de alejarse del lugar. Hay algoinasiblemente bello y triste en esa secuencia, que el film permite ver con sus fueras de foco y temblequeos intactos, mientras la banda de sonido, sin aderezos, amplifica los sonidos de los mecanismos internos del aparato. Esa búsqueda no exenta de riesgos es la que permite apostar por el futuro de un realizador que hace de la sencillez y la sensibilidad dos de sus cartas más potentes.
Conciencia del fin más temido A lo largo de varias semanas, la directora registró el contacto entre enfermos, visitantes, médicos y enfermeras en un centro de cuidados paliativos para pacientes oncológicos. A pesar de lo doloroso del tema, el film muestra un delicado y pudoroso equilibrio. Tabú de tabúes, podría pensarse que el tema central de Los adioses es excluyentemente el de la muerte, aunque una mirada no tan superficial revela que la vida ocupa el mismo lugar de relevancia que su opuesto complementario. El film de la canadiense Carole Laganière forma parte de un extenso linaje de documentales centrados en la observación cotidiana de una institución y sus habitantes, del cual el cineasta Frederick Wiseman es uno de sus cultores más reconocidos. La tarea de Laganière no debe haber sido sencilla: a lo largo de varias semanas de trabajo registró el contacto entre pacientes, visitantes, médicos y enfermeras en un lugar de retiro muy particular, ya que en la Maison Michel-Sarrazin de la ciudad de Quebec –no tanto un hospital o un geriátrico como un centro de cuidados paliativos– los pacientes oncológicos ya no tienen posibilidad de cura y han elegido ese lugar para pasar sus últimas semanas de vida de la mejor manera posible.La Maison en cuestión es un establecimiento privado sin fines de lucro, modélico por su ambiente y la atención y cuidado del personal, pero lejos está Los adioses de encarnar en video institucional. Acompañada de la documentalista argentina Franca González, responsable del trabajo de fotografía además de coproductora (en una suerte de devolución de favores: la película de González Tótem fue rodada en Canadá y contó con Laganière como responsable en el área de sonido), la realizadora enfoca casi toda su atención en pequeños gestos y palabras, muchas de ellas centradas en la inminencia de la muerte propia o ajena. Riguroso en su puesta en escena, el film es cercano con los sujetos pero nunca intrusivo, temerario e incluso duro a la hora de mirar de frente y llamar a las cosas por su nombre, pero nunca brutal. Ese delicado y pudoroso equilibrio es una gran virtud de Des adieux, documental que presenta al espectador a seres de carne y hueso atravesando dolorosas situaciones reales, alejadas de la representación convencional que las películas de ficción suelen reservar para esa clase de momentos.Una de las pacientes se la pasa fumando en el jardín mientras recibe a algunos familiares; otra mujer, postrada en su cama, acaricia a su perro, llevado especialmente al lugar. “Mi madre se murió a los 95 años y no le ocurrió nada de todo esto, pero por alguien tiene que empezar”, dice en un momento otra paciente cuyo cáncer de mama ha hecho metástasis. Un hombre visita diariamente a su esposa, quien poco a poco parece ir perdiendo la conciencia; la extraña y mucho, según repite en varias oportunidades. De pronto, entre conversaciones, risas, llantos e incluso alguna confidencia, la película registra el paso de una camilla cuyo ocupante ha sido cubierto por completo con una manta, recordatorio de que ése es un sitio al cual la gente ha ido a morir. A pesar de ello, esos pasillos y habitaciones están llenos de vida, allí se forjan los últimos recuerdos y los que quedarán se preparan para despedir a sus seres queridos. La última escena registra los momentos previos al deceso de una paciente, pero no hay en ello ni una pizca de crueldad, apenas dolor y conciencia plena del fin más temido.
Típica “biopic” sobre una figura y su época En la elegía “El primer amor” de su libro de canciones e idilios Canti, el conde Giacomo Leopardi (1798-1837) escribe: “Vive aquel fuego aún, vive el afecto,/ alienta en mi pensar la bella imagen/ de quien, si no celestes, otros goces/ jamás tuve, y sólo ella satisface”. Víctima de severas dolencias físicas –tuberculosis vertebral, entre otras– y, según afirman sus historiadores, una predisposición del alma romántica, melancólica y profundamente pesimista, Leopardi es uno de los poetas italianos más importantes del siglo XIX. Testigo del Risorgimento temprano desde su posición de joven noble en Recanati, pueblo del centro de Italia de unos 10.000 habitantes por aquellos años, escapó al dominio férreo de su padre para iniciar una carrera como escritor, filósofo y experto en lenguas antiguas en un derrotero que lo llevó a vivir en distintas ciudades: Roma, Boloña, Florencia. Las rimas precedentes, escritas a la edad de diecinueve años (mucho antes de eso fue niño estudioso y prodigioso), remiten a las secuelas que en su espíritu generaron la visita de una prima de su padre, amor temprano que, como el resto de sus pasiones románticas, fue rotundamente platónico.¿Puede la potencia de los versos originales trasladarse al cine? En otras palabras, ¿es posible trasplantar un tipo particular de belleza y lirismo a otro medio? El realizador Mario Martone (Muerte de un matemático napolitano, Teatro de guerra) no parece tener la respuesta y se contenta con la lectura en off en varios pasajes del autor y algunos planos que muestran a su criatura en plena ensoñación bajo la sombra de un árbol u observando a una vecina plebeya mientras realiza tareas cotidianas. No tanto una reflexión histórica a partir de una vida y una obra como un típico film biográfico sobre una figura y sus tiempos, Leopardi, el joven fabuloso –presentada en la Competencia oficial del Festival de Venecia y un gran éxito de público en su país de origen– sufre de varios de los achaques de la biopic al uso: actuación central disciplinada y de fuerte carácter (cortesía de Elio Germano), abuso del diseño de arte y el despliegue de locaciones, concentración de escenas a la manera de un Grandes éxitos. En el caso de Leopardi..., además, el progresivo deterioro físico del protagonista termina transformándose casi en el centro excluyente del drama, una descripción reiterativa y finalmente estéril.Martone coquetea con la cavilación sobre los turbulentos tiempos que le sirven de trasfondo pero, en casi todos los casos, se estanca en el comentario ilustrativo. Incluso el gradual escepticismo de Leopardi sobre todo lo religioso –en particular su práctica institucionalizada– y posterior conversión al ateísmo terminan relegadas al lugar de una simple nota al pie. Ganan los elementos más superficiales: el color de época, el sufrimiento como cliché ligado a la creación artística, la fuerza de ese maldito y poderoso vector qualité.
La sensibilidad por las nubes La nueva película del director de Irma Vep, protagonizada por Juliette Binoche y Kristen Stewart, confirma que el de Assayas –como el de Truffaut– es un cine de las emociones y que su clasicismo está atravesado por la modernidad. Se ha escrito muchísimo sobre el cine del francés Olivier Assayas, de sus relaciones directas e indirectas con la nouvelle vague –de la cual, puede discutirse pero no tanto, es uno de sus herederos dilectos–, de sus pasiones cinéfilas y de su pasado como crítico en la legendaria Cahiers du Cinéma. Y si se piensa nuevamente en el concepto de “autor cinematográfico” acuñado por algunos cahieristas de antaño, una reflexión sobre su último largometraje, El otro lado del éxito, permite adivinar filiaciones no sólo con su propia obra sino con una parte significativa del cine de François Truffaut. Como muchas películas del director de Los cuatrocientos golpes, Clouds of Sils Maria (su menos prosaico título original) reconstruye el cine de género a partir de un posible neoclasicismo narrativo –un clasicismo no salpicado, sino atravesado por la modernidad– y se apega a los personajes, los piensa y construye como alguien cercano y querido, y así los presenta al público. El cine de Assayas, como el de Truffaut, es un cine de las emociones, materia prima de la mayoría de sus películas.En este caso, como en Irma Vep –una de sus obras maestras indiscutibles– hay cine dentro del cine. Aunque en mayor medida hay teatro y una actriz en el centro de la escena. Se habla de teatro, se ensaya una obra, se piensa en las intenciones de su autor y sobre el accionar de los personajes. Y lo dicho: hay actrices. Más de un espectador pensará, en particular durante el último tramo de proyección, en ese clásico del teatro en el cine, La malvada; de nuevo la cinefilia como faro, nunca como tótem, la cinefilia como punto de anclaje para relacionarse con el mundo. Juliette Binoche, una de las grandes actrices de su generación y de otras también es Maria Enders, una gran actriz del cine y del teatro, “descubierta” cuando aún era muy jovencita por el gran dramaturgo Wilhelm Melchior, quien acechará la pantalla de principio a fin a pesar de nunca aparecer en ella.Rodada en idioma inglés a conciencia –elección relativamente justificada en la trama–, El otro lado del éxito comienza sobre un tren en movimiento, con llamados a varios celulares que se cortan constantemente, como en un thriller. Quien atiende es Valentine, la asistente de Enders, una chica que tiene las facciones de Kristen Stewart y que demuestra nuevamente –ya lejos de la compañía de los chicos vampiros– talante, presencia y talento. Hay un homenaje al gran Melchior esa misma noche, pero antes de que el tren se detenga el viejo hosco y algo ermitaño se muere. No habrá cambio de planes (el show siempre debe continuar), aunque Enders y Valentine serán invitadas por la viuda a pasar unos días en la enorme casa alpina del autor, en una de esas bellísimas regiones montañosas de Suiza, Sils Maria, en el distrito de Maloja, donde el mismísimo Nietzsche pasó varias temporadas de verano antes de su descenso a la locura y el geólogo y cineasta Arnold Fanck –el creador del “film de montaña” alemán– filmó un documental sobre las particulares formaciones de nubes que recorren el paisaje de tanto en tanto. Nuevamente la cinefilia: algunas imágenes de ese corto documental y su contrapunto, un registro actual del fenómeno climático, forman parte esencial del desarrollo dramático de la película.El “conflicto” en términos de dramaturgia tradicional es previsible: ¿accederá Enders a subirse nuevamente a las tablas, décadas más tarde, ya no para interpretar a esa joven que seduce a su superiora en la oficina sino al personaje mayor, la mujer fatalmente enamorada? Hay otros conflictos, ya sin comillas: el paso del tiempo y las edades (Assayas pone en escena una magnífica y nada gratuita escena de desnudo en el lago), las relaciones y choques de egos, la vida privada y la pública, el pasado que regresa, el cine popular versus el Arte con mayúsculas, que la película pone en tensión pero, afortunadamente, no termina de tomarse del todo en serio. Las lecturas de algunos diálogos de la obra están entre lo mejor de la película: la interacción entre Binoche y Stewart, antes de la aparición da la joven promesa (Chloë Grace Moretz), resulta tan sólida desde lo actoral que algunos de los detalles más obvios en la relación especular entre los personajes de la obra, los del film e incluso los de la vida real pueden pasarse por alto.El relato abandona en la última media hora el concepto volátil que la sucesión de escenas y temas mantenía hasta ese momento, jugados a un tono que nunca llega a ser del todo melodramático ni del todo realista, y apura los motores, al tiempo que gana en una gravedad casi bergmaniana. A partir de ese momento, Clouds of Sils Maria pierde un poco de su gracia y se torna algo banal y caricaturesca, como si Assayas desconfiara de la fuerza de lo construido hasta ese momento.
Del budismo a la filosofía ninja Para todos aquellos que, por desconocimiento absoluto o por edad, se hayan quedado congelados en la era de Mazinger Z o Meteoro, es bueno recordar que la animación japonesa ha recorrido desde aquellos tiempos un largo camino, ganando adeptos en todo el mundo. Demostración de la enorme sinergia entre el manga y el animé, desde su primera aparición en forma de historieta a fines de los años ’90, Naruto ha visto sus aventuras publicadas semanalmente en papel y transmitidas por televisión a lo largo de dos series originales que, juntas, suman más de quinientos episodios. A eso hay que agregarle una buena cantidad de videojuegos, películas producidas para el mercado de video y seis largometrajes pensados para la pantalla grande, de los cuales Naruto, la película es apenas el último eslabón. ¿Qué quién es Naruto Uzumaki? Un pibe que creció huérfano en una pequeña aldea y que, a muy temprana edad, descubrió ciertos poderes especiales gracias a una criatura mitológica que tiene encerrada en su interior, el Zorro Demonio de nueve colas.De seguir cronológicamente la historia, el lector/espectador acompañará su crecimiento, desde la más tierna infancia, pasando por la pubertad y despertando a la adultez. Naruto, la película lo encuentra grandecito, siempre acompañado por sus amiguetes y miembros de un clan conocido como el “Equipo 7”, dedicado a luchar contra sus enemigos naturales (Sakura, la chica de cabellera fucsia, es una de sus más prominentes compañeras). ¿Qué si se puede ver la película sin haber visto o leído nada con anterioridad? Se puede, ya que la narración está contenida en sí misma, aunque las referencias al pasado de los personajes y a hechos de otras películas y capítulos de las series son constantes, como así también la falta de información a las características de los chakras y poderes de cada uno de los luchadores (en esencia, el universo Naruto entremezcla ideas ligadas a la astrología china, el budismo, el animismo y la filosofía de los shinobi, más conocidos en el barrio como ninjas).El resto es bien clásico: Hinata, otro miembro del club de los siete, está enamorada de Naruto pero no se anima a decírselo, la hermana de la chica es secuestrada por un poderoso enemigo (casi un ser de luz, pero de luz mala) y, tal vez lo más importante, la Luna empieza a acercarse peligrosamente a la Tierra, lo cual activa viajes de lo más variopintos, aventuras de todo tipo y escenas de acción entremezcladas con otras de tono confesional y definidamente melodramáticas (hay incluso algo de La bella y la bestia en una película que no le hace asco a la sensiblería más rampante). El trazo de los dibujos y la animación misma son tradicionales, aunque puede apreciarse el uso de varias técnicas digitales en las escenas de mayor movimiento en cuadro. Dirigida a un público conocedor del personaje y de la historia –niños grandecitos, púberes, adolescentes y, claro, adultos, que los hay– Naruto, la película se estrena en versión original en idioma japonés, subtitulada al español, y con una calificación de Sólo apta para mayores de 13 años.