Convivencias entre animales y humanos La ópera prima de Erlingsson posee, a priori, el atractivo de llegar de una región del planeta poco conocida por su producción cinematográfica y, también, el de tratarse de unos relatos que poco y nada le deben al drama internacional al uso. Producida por el gran patriarca del cine islandés, Fridrik Thor Fridriksson, Historias de caballos y hombres no se parece a casi nada que pueda compartir la cartelera en estos días. Con un puñado de pergaminos a cuestas, obtenidos en diversos festivales internacionales –su debut internacional tuvo lugar en el Festival de San Sebastián–, la ópera prima de Benedikt Erlingsson posee, a priori, el atractivo de llegar de una región del planeta poco conocida por su producción cinematográfica y también el de tratarse de un relato (unos relatos, para ser precisos) que poco y nada le deben al drama internacional al uso. Historias de humanos y animales, su interacción, dependencia y/o sumisión, hay muchas; miradas animales de historias humanas, no tantas. Si la memoria cinéfila remite casi inmediatamente al Robert Bresson de Al azar Baltasar, para este cronista es el recuerdo de un film húngaro producido hace poco más de una década –Hukkle, del realizador György Pálfi– el que parece compartir tono, ambiciones y algunos resultados con la película de Erlingsson: en un poblado alejado de la gran ciudad, con escasísimos diálogos (casi ninguno en el largometraje de Pálfi), entre la sátira, el humor algo negro y las tragedias cotidianas, transcurre la vida de un grupo de habitantes, tanto bípedos como cuadrúpedos.Pero los paisajes islandeses, rocosos y bastante inhóspitos, en poco y nada se parecen a los de la aldea húngara, y Erlingsson hace un uso de las locaciones que, por momentos, se acerca al registro semidocumental. De hecho, algunos de los actores y actrices secundarios son habitantes del lugar, en su mayoría criadores de caballos, aunque los personajes que interpretan no necesariamente sean reflejo de las personas de carne y hueso. Ya la primera de las historias –que se hilvanan comunitariamente y comienzan a relacionarse unas con otras con el correr de los minutos–, la de quien eventualmente se revelará como el soltero más codiciado del lugar, permite apreciar el cariño con el cual el realizador registrará los trotes y cabalgatas de los muchos caballos que (ellos también) “interpretan” personajes importantes en su película. El caballo islandés es tan petiso como un poni y, según la jerga especializada, de sangre fría, es decir de temperamento amable y tranquilo, aunque los protagonistas equinos de ese primer relato parecen contradecirlo flagrantemente: una yegua nerviosa y un semental a punto de explotar (el remate de esa historia, dicho sea de paso, ilustra explícitamente el afiche publicitario del film).Accidentes, alguna que otra muerte, decisiones inesperadas e incluso alguna muy arriesgada son algunos de los acontecimientos que atraviesan los ochenta minutos de Historias de caballos..., que en más de una ocasión puede hacer pensar en una sumatoria de cortometrajes “de concepto” –una simple idea explotada narrativamente hasta las últimas consecuencias–, pero que, en otros casos, desarrolla una cierta psicología (humana pero también animal) y encuentra en la interrelación entre hombre/mujer, animal y paisaje un timbre poético con tintes casi atávicos. Tal es el caso de una de las mejores historias, aquella del turista latinoamericano que, atraído por una criadora de caballos vikinga, terminará regresando literalmente a un estado animal. O la de la caza del soltero, finalmente atrapado en el último de los cuentos, que de manera especular vuelve a presentar el lado más agreste del coito, esta vez entre un macho y una hembra humanos. El plano que cierra el film, registrado durante la apertura de una fiesta local, vuelve a simbolizar la convivencia entre animales y humanos, el gran tema de esta película que, tal vez, prometa más de lo que brinda. Aunque, nobleza obliga, lo hace con cierta gracia.
Bajo el sol, la ley del deseo Hawaii es una película sobre el deseo. Físico, pero también emocional. Entre hombres, pero al mismo tiempo absolutamente universal. Tanto que el film de Berger termina siendo una historia de amor, en el sentido más tradicional del término. Prescindiendo casi por completo de diálogos, los primeros quince minutos de Hawaii –tercer largometraje del argentino Marco Berger, integrante de la Competencia Argentina del Bafici 2013– presentan en sociedad y ubican en contexto a los protagonistas de los hechos que sobrevendrán: Eugenio y Martín (Manuel Vignau y Mateo Chiarino, dos presencias centrales para el éxito dramático del film). El primero está pasando la temporada de verano en casa de sus tíos, en un pueblo del interior nunca nombrado, pero del cual se afirma que no está demasiado lejos de la capital porteña; el segundo llega a ese mismo lugar en busca de un techo familiar, que le será negado por la sencilla razón de que ya no pertenece a ningún miembro de su familia, cercano o lejano. Con esa aparentemente sencilla explicación (fácil de enunciar, no tanto de exponer narrativamente sin caer en parrafadas), Eugenio, periodista y escritor, y Martín, transformado por las circunstancias en un sin techo que comienza a hacer changas para sobrevivir, volverán a encontrarse. Porque si algo queda claro de entrada es que ambos fueron amigos de la infancia, más allá de que Eugenio le lleve a Martín “unos dos o tres años”, y que hay varios recuerdos que los unen, imborrables algunos, borrosos por el paso del tiempo otros.A medida que transcurren los minutos de proyección, resulta también evidente que existe una fuerte atracción del “patrón” por ese compañero de juegos de antaño, a pesar de que nunca será explicitada; apenas algunas miradas furtivas, comentarios o “regalos” en forma de ropa usada. Berger reincide en tópicos que formaban parte troncal de su ópera prima, Plan B, y de su segundo opus, Ausente, en este caso teñidos de un tono realista y dramático que nunca llega a ser grave, a pesar de la imponente orquestación de Pedro Irusta que irrumpe aquí y allá en la banda de sonido. La historia de Hawaii (el porqué del título se devela cerca del desenlace) es la de esa relación a lo largo de algunas semanas, una historia de gestos, roces y diálogos más o menos triviales, más o menos profundos, que van acercando a los protagonistas al punto de reavivar o, al menos, recrear esa amistad de la infancia. En determinado momento, más de un espectador se hará la siguiente pregunta: “¿Ambos personajes son gays?”. Aunque el interrogante más pertinente es, en realidad, este otro: ¿es posible que esa relación se afirme y avance sobre el terreno de lo físico, lo erótico, lo amoroso?Sin estridencias, mediante un ritmo casi siempre calmo, haciendo de las miradas de los personajes un referente del ojo de la cámara (de allí esos recurrentes planos de pechos, glúteos y miembros ocultos o semi ocultos), Marco Berger narra un puñado de vicisitudes de esa relación necesariamente compleja, que incluye miedos, incertezas e incluso alguna que otra culpa de clase, tema subyacente que sólo será verbalizado durante una breve visita del hermano mayor de Eugenio, quien mediante escasas y duras palabras realiza una descripción del estado de situación. Esa escena resulta de radical importancia, no sólo porque rompe súbita e inesperadamente con la interacción exclusiva entre los protagonistas –no hay prácticamente otros personajes en la película– sino, fundamentalmente, porque coincide dramáticamente con el pico del crescendo de deseo entre ambos.Y Hawaii es, fundamentalmente, una película sobre el deseo. Físico, por supuesto, pero también emocional. Entre hombres, claro, pero al mismo tiempo absolutamente universal. El film de Berger es también una historia de amor, en el sentido más tradicional del término, aunque no conviene detallar los pormenores de esa revelación, que la película va construyendo paciente y delicadamente. Hawaii parece afirmar, de manera simple y sin pretensiones, que los cimientos de toda relación duradera –de amistad, amorosa, matrimonial– se edifican en base a caminos paralelos unidos por experiencias y recuerdos en común. O que, al menos –más allá de tropezones, baches y calles sin salida– ese es uno de sus anhelos fundacionales.
Una película llena de “peros” Más allá de los libros de historia, la educación cinéfila enseña que la de Gallipoli –península del territorio turco– fue una cruenta batalla de la Primera Guerra, vista a través de los ojos de dos atletas australianos enlistados en el Australian and New Zealand Army Corps, uno de ellos interpretado por Mel Gibson. Porque resulta casi imposible no pensar en Gallipoli, film del australiano Peter Weir de los ‘80, ante la sinopsis de Camino a Estambul, primera ficción de la superestrella neocelandesa Russell Crowe, realizada de manera independiente con aportes australianos, turcos y estadounidenses. Las diferencias entre una y otra película son, sin embargo, muchísimas, comenzando por el hecho de que la mirada en primera persona no es aquí la de un soldado, sino un padre que deja el desierto australiano para embarcarse en un viaje a Turquía para encontrar los restos de sus tres hijos, muertos en una de las escaramuzas de esa batalla.El hecho es que Connor (Crowe, por supuesto, quien ya en el minuto cinco se reserva una escena para mostrar su aún firme musculatura) es un zahorí, o practicante de la radiestesia (de allí el original The Water Diviner), lo cual le permite encontrar corrientes de agua subterráneas y también, por qué no, restos humanos enterrados. Precisamente los ejércitos turco y británico andan tratando de cicatrizar heridas, recuperando cuerpos de uno y otro bando en un intento de reconciliación sitiado por las tensiones de una violencia demasiado reciente. Y ahí cae Connor, recio pero frágil, aterrizado en una cultura que desconoce por completo, viviendo temporalmente en un pequeño hotel de Estambul regenteado por una bellísima y joven viuda, la ucraniana (¡ay, el physique du rôle!) y ex chica Bond Olga Kurylenko, quien como turca da bastante eslava. El choque cultural será inevitable pero el interés amoroso es siempre más fuerte.El encuentro con un Mayor del ejército otomano (Yilmaz Erdogan) y la aparición de algunas sorpresivas pistas sobre uno de sus hijos hará que Connor decida quedarse en el país un poco más. Camino a Estambul está llena de peros. Tiene un sincero hálito humanista, pero la ejecución de sus temas es tan torpe y melosa que el intento por construir un relato enmarcado en el clasicismo queda a mitad de camino. El reparto resulta consistente, pero la narración está marcada por feísimos fundidos y un pringosamente cursi uso de la cámara lenta. El rodaje en locaciones es acertado, pero esas imágenes son atravesadas por flashbacks bélicos que, en ocasiones, dejan de lado la pertinencia narrativa para revelarse como trucos para inyectar acción. Sobre el final surge la posibilidad de la aventura, pero las capacidades de Connor comienzan a desmadrarse, rozando lo sobrenatural, y las subtramas comienzan a cerrar como en un telefilm.
Mirada que privilegia el suspenso Una mirada al afiche publicitario permite anticipar drama, acción y romance. Eso es lo que prometen las imágenes elegidas para el diseño del poster y eso es lo que la película entrega en dosis moderadas. Porque más allá de que su relato transcurra entre un presente en España y un pasado argentino en tiempos previos al golpe del ‘76 (el film es una coproducción en pleno derecho, con actores y técnicos de aquí y de allá); más allá de que su protagonista, Miguel (Chino Darín entonces, Miguel Angel Solá ahora), supo militar en las bases de la Juventud Peronista, entroncando el film en la tradición de un cine necesariamente político; más allá incluso de que el realizador basó la historia libremente en vivencias reales de sus padres, Pasaje de vida no deja de ser esencialmente un film genérico, atravesado por lugares recurrentes ya visitados con anterioridad.“¿Qué esconde, qué cosas no me ha contado?”, dice la mirada de Mario (Javier Godino), luego del accidente cerebral que ha dejado a su padre desorientado y olvidadizo. El encuentro con un manuscrito inédito volverá a despertar ese y otros interrogantes sobre el pasado, fundamentalmente aquellos sobre su madre desaparecida. Alternando esas dos temporalidades, el film juega al suspenso, ocultando datos que serán develados lentamente, relegando el más importante para los últimos minutos. De rigurosas patillas, pantalones Oxford y camperas ligeras de cuero (en notoria sobreactuación del diseño de arte), los Montoneros de Pasaje... alternan enérgicas discusiones con pintadas y huelgas en una fábrica, mientras el drama de la vida política argentina se pone cada vez más espeso.Resulta interesante que Corsini haya optado por ubicar su crónica tras la muerte de Perón pero antes de la caída de su viuda –y no en plena dictadura– y hay incluso escenas que plantean polémicas sobre el rol de los “perejiles” en la organización (debate que será zanjado sobre el final con un breve discurso reivindicativo), pero es apenas un detalle en una estructura narrativa que privilegia los mecanismos del suspenso y las emociones primarias sobre cualquier otra disquisición. El film persigue la empatía con los personajes mediante la historia de amor entre el personaje de Miguel y Diana (Carla Quevedo), compañeros de lucha y luego de armas, equilibrando la turbulencia de esos tiempos con la aparente calma del presente europeo. Avanzando previsiblemente con cada cambio de plano y golpe de timón de la trama, Pasaje..., de alguna manera, se asemeja a su afiche: de diseño sencillo y efectividad relativa, un poco chillón, convencional en sus formas y apenas un poco menos en sus contenidos.
Fresca comedia generacional Tres veinteañeros que viven juntos organizan con tres invitadas una reunión que dará lugar a diálogos íntimos y algún contacto físico. El guión le escapa a la comedia romántica y construye climas con leves crescendos, rematados por gags de mayor o menor intensidad. El plano secuencia que levanta el telón de Congreso, ópera prima de Luis Fontal, estrenada en el Festival de Mar del Plata hace casi dos años, describe someramente ambientes, habitantes y visitantes ocasionales de un departamento de ese barrio porteño (el piso está ubicado, para ser precisos, enfrente de su edificio más emblemático). La cámara encuadra piernas y glúteos de la última conquista de Nicolás (Ezequiel Tronconi), músico de rock decididamente egocéntrico y uno de los dueños de casa, para acompañar luego por pasillos y cuartos a su primo y conviviente, Gonzalo, un actor de teatro –aunque suene definitivamente a oxímoron– algo introvertido. Un amigo trajina en otra de las habitaciones terminando un mural y, más importante aún, otro joven comparte los detalles de una separación amorosa, de esas que duelen y no se olvidan fácilmente. Pero esa noche hay fiesta y los tres amigotes (todos ellos menos el muralista) no tardan en dejar de lado sus quehaceres personales para preparar el ambiente, y comprar bebida y comida antes de la caída del sol. Y de la llegada de tres invitadas: otra “novia” de Nicolás y dos amigas –la cantante, la estudiante de cine, la kinesióloga– interpretadas por Agustina Quinci, Sabrina Macchi y Florencia Benítez.Con guión del propio Fontal y de Tronconi, Congreso es, en el fondo, una comedia generacional que permite cierta identificación en aquellos que andan terminando su veintena o comenzando la tercera década de existencia, y sus pilares descansan, en mayor o menor medida, en la explotación de estereotipos más o menos reconocibles. Que no es lo mismo que afirmar que se trata de una comedia estereotipada, al menos en los momentos de mayor puntería en la observación de caracteres, el roce y choque entre ellos, y el consiguiente nacimiento de situaciones dramáticas. Que, en muchos casos, es casi equivalente a decir humorísticas. Si la reunión comienza con una cena “mexicana” alrededor de la mesa del living y continúa con algún baile improvisado, la no tan previsible división en dúos llegará avanzada la madrugada, situación que dará lugar (ahora sí, previsiblemente) al diálogo íntimo, alguna confesión de parte y la posibilidad de un contacto físico, efímero o duradero.Fontal y Tronconi le escapan a cualquier arista que los acerque a las peripecias de la comedia romántica refugiándose, en cambio, en la construcción de climas con leves crescendos, rematados por gags de mayor o menor intensidad. La falta de ambiciones y un tono por momentos trivial son elementos que le brindan al film frescura y, paradójicamente, lustre, aunque la energía del relato tienda a extinguirse en más de una ocasión. Película autoconscientemente pequeña y superindependiente, en los últimos minutos Congreso vira hacia una exposición catártica de conflictos hasta ese momento latentes, con un desenlace que acerca al film a una suerte de versión aporteñada del bromance. Termina la noche y los chicos están bien.
Las colimbas se divierten Si algo no se le puede pedir a Motivación cero es una toma de posición sobre el conflicto en el territorio de Israel/Palestina: no la tiene ni la necesita. De hecho, a pesar de transcurrir casi en su totalidad en una base militar del sur del país en medio del desierto –y, en gran medida, en una pequeña oficina administrativa–, el espectador no encontrará aquí discusiones sobre estrategias u operaciones de combate y, mucho menos, respecto del accionar del ejército israelí en la región. La ópera prima de la realizadora Talya Lavie tiene como protagonistas a un grupo de chicas de poco más de dieciocho años, quienes a regañadientes dejan pasar los días y meses del servicio militar obligatorio. Más cerca de un Las colimbas se divierten que del tratado satírico –aunque algo de sátira se cuele entre los resquicios–, Lavie elige un tono que muta permanentemente, cruzando algunas constantes de la teen movie con la comedia negra. Y se las arregla para tirar algunos dardos sobre la institución (una de las chicas vuelve del campo de entrenamiento repitiendo slogans, como en una versión ultra light de Nacido para matar) sin que por ello el film pueda ser interpretado como una crítica a la militarización o al sistema social al cual pertenece.La única diversión de las chicas parecen ser las competencias de “Campo Minado” en la computadora (la acción transcurre unos diez años atrás) y la charla no tan amistosa sobre muchachos y otras yerbas, mientras el papeleo se acumula sobre mesas y estantes. Pero una de ellas, Zohar, está preocupada por algo más importante: perder su virginidad, aparentemente la única en existencia en el campo. Su mejor amiga, Daffi, anda con otras cosas en la cabeza, fundamentalmente conseguir un traslado que la ubique detrás de otro escritorio, en alguna oficina central en Tel Aviv. Como en todo film de soldados rasos que se precie, hay una superiora que intenta poner orden y tiene entre ceja y ceja a las chicas –en particular a la rebelde Zohar–, pero no se trata tanto de un reservorio de villanía como de un una típica figura de autoridad, reflejo a su vez de la medianía burocrática del organismo.Motivación cero nunca termina de ponerse seria y está muy bien que así sea: hay algún chiste de “mal gusto” sobre la Shoá, una guerra de engrapadoras y un uso casi surrealista de papel triturado (uno de los roles de las chicas en plena migración al correo electrónico es la destrucción de documentos físicos). Esa seriedad no llega ni siquiera ante el sangriento suicidio de una falsa colimba al comienzo del film y una escena de seducción que termina en intento de estupro. Si algo decide a la realizadora a bajar un poco de línea es el rol de la mujer dentro de la estructura militar y, por extensión, de la sociedad israelí en su conjunto, de servir café y masitas a paliar la abstinencia sexual de algún soldado necesitado. Pero sin abandonar nunca ese tono ligero que puede ser visto –dependiendo del punto de vista– como una limitación narrativa o la mayor virtud de un film que no termina de sorprender, pero tampoco se entrega por completo a los lugares comunes.
Casos y cosas de la infancia El film de Asia Argento muestra a una sobreviviente de la falta de atención, de la desidia y del maltrato de quienes deberían guiarla en el camino hacia la adolescencia. Afortunadamente, la directora jamás carga las tintas o intenta encaramarse en la denuncia. Con Incomprendida, su primera película en diez largos años, Asia Argento confirma con creces tres cosas: su innegable talento como realizadora, el interés renovado por los casos y cosas de la infancia y una incapacidad para amoldarse a formatos preestablecidos que va mucho más allá de la simple rebeldía. Como el joven Jeremiah en El corazón es engañoso por sobre todas las cosas, Aria es una sobreviviente de la falta de atención, de la desidia y del maltrato de quienes deberían guiarla en el camino de la infancia a la adolescencia. A pesar de eso, y como en aquella otra película, Argento jamás carga las tintas o intenta encaramarse en el cómodo reducto de la denuncia, intentando comprender (eso que el título anticipa como imposible) a propios y ajenos, a la protagonista pero también a sus hermanas y a sus padres: una pianista profesional (Charlotte Gainsburg suma así al italiano a su lista de idiomas en pantalla) y una estrella del cine y la tevé (Gabriel Garko).A Aria –personaje que comparte el nombre legal de nacimiento de Asia– la abandonan varias veces a lo largo de su pequeño gran derrotero. La abandonan y la ignoran, incluso la echan varias veces de sus dos hogares, el de la madre y el nuevo departamento del padre, ambos recientemente separados. Un gato negro que Aria encuentra en la calle le sirve de consuelo, al menos durante un tiempo; lo mismo ese grupo de jóvenes con los cuales pasa una noche a la intemperie, probando por primera vez una cerveza y un porro. Por supuesto que está la inseparable amiga del colegio, aunque como tantas amistades de la infancia (y no tanto) siempre se corre el riesgo de que su intensidad merme o incluso desaparezca por completo ante cualquier inestabilidad o vaivén emocional.Por momentos, Asia Argento parece registrar situaciones con alguna clase de ideal de realismo cinematográfico en la mente, sensación que rápidamente se desvanece ante un ralenti tan irónico como inesperado, una explosión de colores primarios que parecen sacados de una película de su padre Dario o la aparición de la fantasía más desorbitada, como el minifilm de Barbie y Kent que irrumpe a partir de un juego de las chicas. Como ocurría en El corazón es engañoso..., aunque con un novedoso sentido del humor que hace que muchas situaciones duras atraviesen la garganta de manera menos dolorosa, Incomprendida puede leerse como un relato infantil e incluso un cuento de hadas sin hadas, teñido por los colores chillones de esos años ’80 que son el telón de fondo de la historia. Aria (gran actuación de la jovencísima Giulia Salerno) enfrenta con angustia y lágrimas, pero una entereza notable, toda clase de olvidos e incomprensiones y, en ese sentido, se encuentra mucho más cerca del Antoine Doinel de Tru- ffaut que del Andrew de Incompreso, el film de Luigi Comencini con el cual dialoga indirectamente a partir de la referencia a su título.La infancia para Argento es un campo minado, lleno de situaciones incomprensibles, para el cual nadie parece estar preparado. Pero también es una reserva de pureza o, al menos, de candor, que la hermanastra mayor de Aria –algo así como La Reina Rosa– parece haber perdido definitivamente, encaramada en una torre de egocentrismo conquistada luego de años de práctica junto a la madrastra y, sobre todo, a Papá. Aria escribe y escribe bien (como Asia en su infancia, otro elemento no tanto autobiográfico en un sentido estricto como autorreferencial), y gana un premio escolar por ello. Y en ese momento es una chica normal, inteligente, linda y llena de vida. Porque si los padres de la protagonista distan del imaginario de familia “normal” al cual, dicen, se suele aspirar en mayor o menor medida (de hecho, exceden cualquier clase de categoría, incluso la de disfuncional), Incomprendida parece afirmar que la infancia de Aria es, más allá de la intensidad de las situaciones, bastante común. Es decir: mágica, trágica, feliz, triste, llena de sorpresas, anhelos y frustraciones.
Filmar sin recargar los óleos Con una destacada fotografía y diseño de producción, Leigh pone en escena a Joseph Mallord William Turner con el tono justo, sin intentar una forzada traslación de sus características humanas y pictóricas al desarrollo dramático. Se luce Timothy Spall. Biopics de pintores famosos en la historia del cine no faltan, pero el último largometraje del británico Mike Leigh, presentado en sociedad hace exactamente un año en el Festival de Cannes, tiene el raro privilegio de enfocarse en un artista plástico que no rompió muchos moldes, aunque sí fue excelso en lo suyo e incluso anticipó en varias décadas –con sus trazos incontenibles y un particular uso del color– algunos de los mecanismos formales del impresionismo. No sólo eso, Joseph Mallord William Turner parece haber vivido una vida alejada de excesos de toda clase (la clase de excesos que suelen ser pasto de engorde de las adaptaciones a la gran pantalla), llevando una vida relativamente calma en el Londres de fines del siglo XVIII y la primera mitad del XIX, un artista que se veía a sí mismo como tal, pero también como el practicante de un oficio en el cual el talento es tan importante como la constancia. O un buen historial de exposiciones y ventas y los contactos que traen aparejados, si es que se desea vivir dignamente del métier.A pesar del romanticismo muchas veces violento de su obra pictórica, en Mr. Turner no hay explosiones de melodrama que reflejen la turbulencia interior del artista y, en más de un sentido, Leigh refuerza las aparentes contradicciones entre un caballero más bien sencillo e incluso algo tosco y la potencia y sensibilidad con las cuales retrataba paisajes marítimos, barcos en plena navegación y tormentas en altamar. El director de Secretos y mentiras y El secreto de Vera Drake se permite de esa manera la descripción cotidiana, incluso mundana, de paseos, desayunos, lecturas en la universidad y, por supuesto, los momentos de trabajo: la elaboración de los bosquejos y el trabajo físico con el óleo o la acuarela (algún escupitajo sobre la tela incorpora literalmente la pintura con fluidos corporales). La secuencia de apertura muestra al protagonista de regreso en Londres luego de un largo viaje europeo, recibido con ansiedad por su padre y su criada, a su vez familiar indirecta con la cual mantuvo una particular relación sentimental.Esas primeras imágenes de Mr. Turner hacen gala de dos virtudes del film que, en otras circunstancias, podrían haberse deslizado hacia el terreno de la floritura pero que aquí, por obra y gracia de una bienvenida contención e incluso cierto distanciamiento, se transforman en algo inseparable de la esencia de la película: la fotografía y el diseño de producción. Dick Pope, con quien Leigh viene trabajando desde Pasión al desnudo (1993), entrega un trabajo de dirección fotográfica que imita por momentos las tonalidades de la pintura de Turner sin caer en el amaneramiento; los planos del film rodados en la “hora mágica” –exquisitos, sí, pero nunca empalagosos– y las escenas de interiores a la luz de las velas, registrados mediante los nuevos formatos digitales, merecen incorporarse a ese lista de prodigios analógicos integrada por el Néstor Almendros de Días de gloria, el John Alcott de Barry Lyndon y el Geoffrey Unsworth de Tess. El preciso diseño de los sets y los vestuarios, por otro lado, casi nunca encandila y en su precisa recreación de época (o lo que puede suponerse como tal) permite avizorar o al menos espiar los usos y costumbres que reflejan la cosmovisión de una era.Encorvado, gruñón, emisor de sonidos guturales con un dejo animal, el señor Turner se mueve como pez en el agua en los pasillos y habitáculos de la alta sociedad e incluso la aristocracia londinense, pero sin contagiarse de afectaciones ni resignar su carácter, al menos en lo más sustancial. En ese rol, Timothy Spall (uno de los actores predilectos del realizador) es tanto Método como caricatura y en su creación existe un preciso equilibrio entre la construcción, mediante gestos y actitudes, de una criatura basada en un personaje real y la representación del arquetipo por vía de la investigación histórica. Los cultores de la verosimilitud que conozcan en detalle vida y obra del artista seguramente encontrarán inconsistencias y falacias, pero es evidente que Mike Leigh no intentó llevar adelante una clase de historia del arte, sino recrear satíricamente una época a partir de uno de sus creadores más reconocidos.No hay “Grandes Temas” en Mr. Turner y, en ese sentido, el mentado arco dramático no es tanto curvo como rectilíneo: varias secuencias se suceden sin que medie una progresión evidente, al menos hasta la segunda mitad, cuando el protagonista conoce en el pueblo pesquero de Margate a Sophia Booth, quien sería su última pareja hasta su muerte y, tal vez, el único gran amor de su vida. Es cierto que más de una escena podría eliminarse sin que la narración del film pierda coherencia, pero es precisamente la cualidad nunca rotunda de los quiebres dramáticos la que permite que el film gane potencia y efectividad a lo largo de sus 150 minutos de metraje. Y si hay mesetas, hay también picos, como esa expansiva y magnífica primera escena en la Real Academia de Artes, en la cual el barroquismo de la exposición de pinturas y pintores desnuda recelos, envidias y opiniones viperinas entre los miembros de la renombrada asociación. O aquella otra en la cual la cámara estática al pie de una escalera registra el primer contacto físico entre Turner y Booth, el anhelo sexual más primario trasmutado en amor erótico, transmitido casi sin palabras.
Lo que no fue Si se considera que el cine de Ingmar Bergman es, si no un Norte, al menos un referente del segundo largometraje de Pablo Bardauil y Franco Verdoia, el título La vida después podría ser cambiado sin problemas por el de Escenas de la vida post conyugal. “Me quiero separar. No sé cómo va a ser la vida sin vos, pero ya lo hablamos varias veces y es un paso que tenemos que dar”, le dice Juana a Juan en la primera escena, casi como quien no quiere la cosa. Resulta claro que el matrimonio está atravesando un período terminal de desintegración, aunque a pesar de cierta apatía el afecto y la confianza siguen formando parte de la relación. Con planos fijos y precisamente encuadrados del nido que pronto será quebrado, la película (que fue presentada hace apenas un par de semanas en la última edición del Bafici, en la sección Panorama) atraviesa esos minutos introductorios hasta que el hecho consumado de la separación evidencia varias cosas, entre otras que Juan sufre más la soledad –y, más tarde, los celos– que su ex compañera.Película de actores y actrices (no por nada los directores vienen de ese palo), María Onetto y Carlos Belloso tienen la tarea de cargar una parte sustancial del peso específico del film, y lo hacen previsiblemente bien. En gran medida él, primero, y luego ella, ya que La vida después se divide programáticamente en dos mitades, marcadas por los puntos de vista independientes de cada uno de los ex esposos. Que el personaje de Belloso sea escritor –y uno bastante prestigioso, a juzgar por la edición de su última obra literaria en el mercado de habla inglesa– permite que la narración juegue el juego de las ficciones dentro de la vida real. Ficciones que pueden ser simple invención, alteraciones de recuerdos o una cruza entre ambos, y que la película utiliza para recrear situaciones alternas o variaciones a partir de un mismo punto de partida.La gravedad del tono elegido por los realizadores toma mayor impulso a mitad de camino y adquiere una impronta vehemente, particularmente luego de un giro importante de la trama, e incluso sorprende con algún tinte de sordidez posiblemente no intencional; sordidez que, es necesario aclararlo, surge no del contenido sino de la forma: de los encuadres, la fotografía y la banda de sonido. Ejercicio actoral y de puesta en escena, La vida después es un film cuya respiración –y con ella los posibles ecos y refracciones de sus temas– termina agotándose antes de tiempo, cuando el ocultamiento de ciertas condiciones personales y el duelo por lo que ya nunca podrá ser usurpan el centro del relato.
Regreso a la patria de la infancia Relato de iniciación y de ingreso a la adolescencia, el nuevo film del codirector de La Tigra, Chaco decide no correr riesgos formales para concentrarse en un preciso registro de lugares y personajes, siempre interesantes. Sensatez y sentimientos es lo que prima en el primer largometraje en solitario de Juan Sasiaín (codirector, junto a Federico Godfrid, de La Tigra, Chaco). Relato de iniciación y de ingreso a la adolescencia –como corresponde, a los tumbos–, Choele decide conscientemente no correr riesgos narrativos o formales excesivos para, en cambio, concentrarse en una precisa estructuración de lugares y registros que no por habituales resultan menos interesantes. Coco (el debutante Lautaro Murray, impecable como el resto del reparto infantil) regresa a su lugar de nacimiento y crianza temprana en Choele Choel, en la provincia de Río Negro, para pasar unos días junto a su padre (Leonardo Sbaraglia), separado de su mujer hace algún tiempo y con nueva novia viviendo bajo el mismo techo (Guadalupe Docampo).El arranque no admite preámbulos y la primera escena, que hace las veces de presentación de los personajes principales, no deja ningún lugar a dudas respecto del tono que adoptará el film de principio a fin: un naturalismo amable y sin demasiados sobresaltos –ni de los buenos ni de los malos–, acompañado de un cuidado en los encuadres y la fotografía que destacan ampliamente la belleza natural de las locaciones, aunque sin caer en pintoresquismos. A partir de un punto de vista que nunca se aleja demasiado de la mirada de Coco, los conflictos resultan tan transparentes como el agua del río que corre por ahí cerca: la llegada de la efervescencia hormonal, la separación de los padres, los anhelos enfrentados a la realidad de los adultos, los celos ante la nueva compañía del padre, complicados aún más por la juventud de la muchacha. Sasiaín evita el posible efecto Verano azul, que pudo haber empantanado la película en escarceos sensibleros, concentrando la atención en los detalles de la relación padre-hijo y también entre ambos y la joven, objeto a la vez de recelos y deseos. En un segundo plano –aunque no por ello menos relevantes– la descripción de algunas escapadas y juegos junto a un amigo y la posible relación sentimental con una vecinita del pueblo.La mirada de Choele nunca es condescendiente con los personajes, en particular con el joven protagonista, y ello hace que los diálogos y situaciones se sientan usualmente creíbles y honestos. No es un logro menor que la película no pueda ser descripta como “otra sobre el primer amor”. Si algo resiente en parte los resultados del film es cierto miedo al vacío dramático, lo cual hace que algunas de las escenas se encadenen atolondradamente, sin pausas aparentes. Algo similar ocurre con la banda de sonido que, horror vacui musical mediante, repite dos o tres leitmotiv incluso en momentos en los cuales una posible ausencia hubiera aportado bastante más que su evidente omnipresencia. Son los riesgos de ese pulido profesional que a veces se pone demasiado enfático y termina relegando sutilezas.