“Rec 3”: terror, humor y un cambio acertado Tal vez a los españoles les falte petróleo, pero por lo que se ve en «Rec 3-Génesis», sangre de utilería tienen a chorros. Es que la tercera entrega de este éxito de taquilla del terror galaico (incluso rehecha en Hollywood como «Cuarentena») es una comedia de zombies a todo gore, con humor negro a granel -empezando por el hecho de que la invasión de muertos vivos sucede en una boda- y sangre a borbotones ubicados a veces para hacer saltar del susto al espectacdor, pero muchas veces utilizados como simple gag. Según la tradición de esta saga de «Rec», al principio todas las imágenes están tomadas de las cámaras que graban la ceremonia nupcial en una iglesia y luego en una casa de fiestas con todo tipo de jardines y salones donde transcurre el resto de la acción. La diferencia, muy bienvenida, es que ahora, no bien atacan los zombies o infectados, termina el largo prólogo, las cámaras quedan destruidas, y la película adopta el lenguaje convencional de un film de terror, lo que le permite al director Paco Plaza liberarse del formato «reality» ya demasiado copiado y cansador por los imparables movimientos de cámaras amateurs. Se ve que a Plaza le gustan las películas de «Evil Dead» que imortalizaron al primer Sam Raimi, porque aquí hay varios guiños en esa dirección, salpicados no solo de sangre sino también de éxitos musicales españoles cuya gracia kitsch se pierde un poco por localistas. En todo caso, la película está muy bien filmada, los efectos especiales son de primer nivel, a veces incluso muy imaginativos en su derroche de truculencia, y hay imágenes muy divertidas, empezando por la novia empuñando una sierra mecánica y arremetiendo contra los zombies que le arruinaron la noche de bodas.
Thompson antes de la locura en Las Vegas Hasta ahora, el mejor Hunter S. Thompson del cine no había sido Johnny Depp, sino el Bill Murray de «Where the bufalo roam» de Art Linson. Ya que el histrionismo del gran comediante de «Saturday night live» se prestaba naturalmente a los delirios propios del periodista experto en drogas y contracultura sin necesidad de exageraciones. En cambio lo de Johnny Depp y Terry Gilliam en «Pánico y locura en Las Vegas» era poco más que una caricatura grotesca, casi sin matices, del personaje y su época. Ahora Depp, muy bien dirigido por Bruce Robinson, se modera naturalmene al intepretar a un tal Kemp, contratado para escribir en un diario de Puerto Rico. El personaje no es otra cosa que un alter ego del Thompson prepsicodélico, que aún no había forjado su propio estilo periodístico-literario. Aquí, además, tenemos una historia coherente que se va desarrollando paulatinamente de resaca en resaca desde el momento en el que el protagonista llega a la isla (de hecho el título local no tiene nada que ver con el argumento; el título original «Diarios del ron» es mucho más apropiado). Las contradicciones sociales entre paisajes hermosísimos, casas y hoteles magníficos y parajes desolados con gente que vive en la miseria más absoluta, junto con una propuesta de negocios totalmente ajenos al periodismo y más relacionados con actividades non sanctas, una fuerte amistad con un fotógrafo de «The News» (Michael Rispoli), la presencia de un personaje totalmente demente que procura ron sin refinar (Giovanni Ribisi en una composición antológica), más un amor que nunca logra consumarse del todo con una beldad que Kemp confunde con una sirena (una Amber Heard sin desperdicio) ayudan a moldear la personalidad de este escritor que aún no encuentra su voz propia, pero que terminará partiendo de Puerto Rico a punto de encontrarla. La progresión de las situaciones permiten entender al personaje de Hunter S. Thompson mejor que en las otras dos películas ya mencionadas sobre el escritor. Todo esto con imágenes increíbles y escenas muy divertidas, muchas veces al borde de lo dramático, el delirio y la psicodelia (especialmente cuando los protagonistas descubren por primera vez el LSD), pero en general la película nunca se desmadra y permanece fiel a su idea de conseguir una comedia amable y divertida sobre un personaje que aún no era serio del todo, si es que alguna vez lo fue. La excelente actuación de Johnny Depp y las formidables imágenes del director Bruce Robinson (apoyado por la muy sólida fotografía de Dariusz Wolski) contribuyen a que todo esto sea posible y que la película realmente se disfrute.
Sinsentido con climas siniestros Liam Neeson tiene una vida horrible: se ocupa de matar los lobos que merodean a los empleados de un yacimiento perdido en Alaska. La idea de tomarse un par de semanas no lo reconforta, al punto de que casi está por pegarse un tiro con su rifle. Sin embargo toma el avión, que cae en medio de la nada helada. Para empeorar las cosas, él y un puñado de sobrevivientes empiezan a ser acosados por una jauría de lobos que parecen salidos del infierno con la firme determinación de liquidarlos uno por uno. El planteo parece una especie de remake del clásico de supervivencia de William Wellman «Island in the Sky» (con John Wayne), pero en realidad hay signos intermitentes de que el director aspira a cosas mayores. El angustiante «silencio de Dios» que ocupaba a Ingmar Bergman, aquí puede ser lanzado de manera grotesca cuando el protagonista le grita al cielo que lo ayude, sin obtener respuesta. Las pretensiones metafísicas de todo el asunto se van volviendo transparentes, no sólo por la insistencia del director en detener la acción con flashbacks a cada rato, sino sobre todo por las groseras incongruencias del argumento desde un punto de vista realista: la estrategia de supervivencia elegida por estos rudos trabajadores polares no tiene gollete, pero al menos redunda en varias escenas de acción y violencia terroríficas, algunas realmente notables. Es que más allá de la pretensión y el sinsentido seudo existencialista, «The Grey» incluye algunos climas siniestros que de a ratos dan ganas de poder tomarse en serio todo el asunto.
Lo que quedó de la audaz “American Pie” Pasó demasiado tiempo para que alguien pueda recordar inmediatamente quién era quién en la saga de «American Pie». Por otro lado, aun para quien los pueda recordar con exactitud, los personajes están cambiados, con tendencia a la depresión, síntoma que puede contagiar fácilmente al espectador. La excusa de una reunión de viejos compañeros de andanzas teenagers no rinde demasiado bien, y el argumento por momentos se concentra en conflictos menos picantes de lo recomendable para una secuela de «American Pie». En todo caso, luego de la depresión inicial y a veces progresiva, por suerte los directores y guionistas apuestan todas sus fichas a un par de personajes, empezando por el padre comprensivo y siempre dispuesto al diálogo sobre temas sexuales, Eugene Levy, aquí totalmente desenfrenado y listo para poner en práctica sus consejos. Mientras los verdaderos protagonistas, Jason Biggs y Alyson Hannigan están tan o más apagados de lo que corresponde a la crisis conyugal de sus personajes, es el depravado Seann William Scott (el infame Stifler, memorable por el comportamiento lascivo de su madre) el que realmente está bien aprovechado. Las guarradas de este tipo espantoso lo vuelven más terrible en su carácter de adulto descastado, y más desquiciado que antes. Finalmente, el guión quizá sea obvio, pero cada tanto se ocupa de lanzar alguna situación audaz como para ser digno de las películas anteriores.
Interesa, pero el tema daba para más Luego de varios años. Robert Redford volvió a la dirección para hacerse cargo de la primera producción de The American Company, estudio dedicado solamente a películas que revelen con fidelidad algún tema surgido de la historia estadounidense. Lamentablemente una cosa es la historia y otra el cine, y aunque la combinación de ambas puede derivar en obras fascinantes, no es precisamente el caso de «El conspirador, un film demasiado rígido y hablado, que no logra volver realmente interesante un momento tan grave de la historia norteamericana como el juicio contra los responsables del complot para asesinar al presidente Abraham Lincoln. Dado que el tristemente célebre John Wilkes Booth murió violentamente después de cometer ese magnicidio, hacía falta enjuiciar a los otros conspiradores, lo que se hizo en un cuestionable proceso militar para juzgar civiles. Entre los acusados estaba una mujer, Mary Surratt, la dueña de la pensión donde se reunían los demás conspiradores. Algunos historiadores especulan con la posible inocencia de ella y algún otro de los acusados, y la película de Redford intenta dilucidar estos enigmas y arrojar un poco de luz sobre los pormenores oscuros del juicio y la política de ese momento. La ambientación de época no es mala, y hasta hay momentos con imágenes atractivas y una muy buena actuación de Robin Wright como la acusada Mary Surratt. Pero ella lamentablemente cede su lugar protagónico a James McAvoy como su abogado defensor, y ahí es cuando esta película sobre un tema interesante empieza a perder interés y eficacia. Es que algunas actuaciones y diálogos son obvios, y no se puede culpar a un gran intérprete como Kevin Kline, sino más bien la marcación del director Red a la hora de que las intenciones ocultas de un personaje estén a la vista. Sin ser un film del todo fallido, «El conspirador» tampoco es una obra realmente lograda, pero de todos modos los interesados en temas históricos deberían echarle una ojeada.
Épica y aventuras como ya no se hacen Ya no hacen películas como ésta. Pero por otro lado, J.-J. Annaud es un director que nunca hizo películas parecidas a las de ningún otro director, y desde los tiempos de obras maestras como «La guerra del fuego» o «El oso» demostró que podía tomar un género cualquiera y hacerlo resurgir con todos sus ingredientes originales, más el agregado extra de la inteligencia y el punto de vista del público actual. «El príncipe del desierto» es la historia de la irrupción del factor petróleo en dos reinos árabes que, en plena década de 1930 coexisten casi como en tiempos medievales. Mark Strong es un sultán sumamente ético pero totalmente apegado a tradiciones reaccionarias, mientras que su vecino Antonio Banderas es más práctico y bastante más tramposo, pero él intenta darle a su gente algo de modernizacion que evite que los árabes sigan siendo «los meseros en el banquete del mundo». Ambos reinos tuvieron una guerra por el cinturón amarillo, es decir el enorme desierto entre las dos ciudadelas, y el conflicto terminó con Banderas tomando como rehenes a los dos hijos de su enemigo vencidos a quien le promete que los educará junto a sus propios príncipes. Con eso logra que ese gigantesco desierto llamado «Jardín de Alá», y que en realidad todos consideran inservible, termine siendo una tierra de nadie que ninguno de los dos sultanes puede reclamar para sí. La bendición del descubrimiento de petróleo, oro negro que puede servir para crear hospitales o traer la luz eléctrica (una de tantas escenas impactantes de este film) trae también el problema de que los yacimientos están en el cinturón amarillo que nadie podia tocar, desatando otro conflicto. Tahar Rahin, que ya hacía de príncipe celta en la extraordinaria película épica «La legión del águila», es uno de los hijos tomados como rehenes pero para ser criado como propio por uno de los sultanes. Ya adulto, y siempre enamorado de la princesa local, luce como un torpe intelectual dedicado tanto a los libros que su padre adoptivo lo pone a cargo de la flamante biblioteca del reino, mientras todos sus hermanos sueñan con armas y aviones modernos. Luego de una primera mitad que se toma todo el tiempo necesario para contar la historia y describir las situaciones con imágenes fascinantes, la película explota a increíbles niveles épicos para narrar la transformación de ese torpe bibliotecario en un príncipe guerrero capaz de unir a todas las tribus nómades del desierto y sorprender a sus dos padres en el campo de batalla. Annaud nos da un film de aventuras a la antigua, que no tiene escenas de acción gratuitas inverosímiles sino formidables momentos épicos. Todo cargado con humor, diálogos inteligentes, buenas actuaciones (las de Mark Strong y Banderas son notables, sin hablar de la metamorfosis de Tahar Rahin) y sobre todo la intención de contar algo distinto sobre el mundo árabe, mostrado sin los estereotipos ni prejuicios esperables de una superproducción de este tipo. En este sentido sólo los ascéticos decorados muestran algo totalmente distinto al momento de ofrecer imágenes sobre una cultura de la que aún hay mucho para descubrir. La hermosísima banda sonora de James Horner completa un film extraordinario hecho para ser disfrutado en la pantalla grande sí o sí.
Buen mensaje y bella imagen; falta picardía El mensaje ecológico y los atractivos visuales son los puntos fuertes de este film de animación digital de Chris Renaud, responsable de la superior «Mi villano favorito», que no sólo lucía bien, sino que tenía un argumento con bastante más picardía. En cambio, en «El Lorax», todo el peso está en lo visual, con diseños realmente imaginativos para plasmar una ciudad del futuro donde no hay árboles y el aire puro se comercializa en botellitas de plástico, como si fuera una gaseosa. El relato es un poco desprolijo, ya que por un lado muestra a un chico que se esfuerza por conseguirle un árbol de verdad a su hermosa vecinita, y por otro, un extraño anciano recluido en una casucha ubicada fuera de la ciudad explica cómo arruinó un paraje paradisíaco talando todos los árboles. En este relato es donde aparece el personaje del título, especie de demonio de Tasmania bigotudo cuya misión es proteger los árboles, algo que evidentemente no cumple demasiado bien. El Lorax tiene la voz de Danny DeVito incluso en esta versión en castellano, ya que el talentoso actor se ocupó, entrenándose con coachs de lenguajes, de doblar el film a casi todas las versiones internacionales (un trabajo loable e inédito, ayudado por el hecho de que el personaje no aparece demasiado tiempo en la pantalla). Hay algunas escenas muy atractivas y bien pensadas para el 3D, como una caída por los rápidos de un río o la persecución final para plantar la última semilla de un árbol, pero el conjunto no cierra del todo, mientras que la imaginativa música de John Powell no siempre funciona a la hora de que las canciones sean dobladas al castellano.
Aventura mitológica al gusto adolescente Esta nueva aventura mitológica funciona mucho mejor que su predecesora. Básicamente porque los efectos digitales y el tono solemne de la «Furia de titanes» modelo siglo XXI no podía competir con la superproducción con la que se despidió del cine el maestro de los efectos especiales Ray Harryhausen. Y, por otro lado, Liam Neeson no podía competir con un elenco encabezado por el mismísimo Laurence Olivier. Pero en esta nueva «Wrath of the Titans» no hay nada que comparar, ya que se trata de una secuela con una premisa argumental propia, Cronos ha convencido a Hades y a Ares para que secuestren a Zeus y le quiten sus poderes, y así volver a dominar la Tierra con sus huestes de demonios. Plan que por supuesto debe desbaratar Perseo, el hijo mitad humano de Zeus, con la ayuda de Andrómeda y de Agenor, el hijo mitad humano de Neptuno, . El director de «Batalla Los Angeles», y de la precuela de «La Masacre de Texas», Jonathan Liebesman, logra darle carácter a esta historia mitológica poco ortodoxa pero llena de imágenes fantásticas dignas del precio de una entrada al cine. Hay demonios gigantes con dos cabezas que lanzan fuego, una isla habitada por cíclopes, soldados demonios con doble torso y, por supuesto, un minotauro (en un laberinto móvil totalmente demente que da lugar a una de las mejores secuencias de la película). Las peleas son realmente fuertes, en especial las batallas a nivel épico entre las tropas de Andrómeda (esta vez, una muy eficaz Rosamund Pike); y los demonios de Cronos están diseñadas para utilizar a tope el 3D, igual que la visión del infierno: el espectador siempre cree que debería estar esquivando una roca, lanza o brasa encendida que parece que se le viene a la cabeza. Liam Neeson es un Zeus tan caritativo y humanista que casi podria convertirse al cristianismo, pero como deidades paganas funcionan mejor el Hades que compone Ralph Fiennes y, sobre todo, el terrible Ares interpretado por Edgar Ramírez. EL humor indispensable en una película de aventuras fantásticas corre por cuenta de Tobby Kebbel, que se roba casi cada escena en la que aparece como el hijo de Neptuno, mientras que el Perseo de Sam Worthington se limita a poner cara de héroe de superacción y no mucho más. Con sus limitaciones, los efectos especiales y las visiones fantásticas de esta superproducción pueden hacer de este infierno el séptimo cielo de un espectador adolescente.
Atípica (y buena) comedia negra La primera escena da la sensación de que Brendan Gleeson interpreta a un vigilante irlandés al mejor estilo Torrente. Luego, cuando tiene que trabajar con un agente del FBI totalmente fuera de lugar, el espectador naturalmente sospecha que el asunto va a ofrecer alguna variación gaélica de la típica fórmula con un dúo de policías dispares. Pero no, esta comedia negra es tan poco convencional e imprevisible como su protagonista, tan retorcidamente desquiciado y mala onda como para terminar resultando un personaje creíble, más allá del tono hiper realista de esta película que podría convertirse en objeto de culto por varios motivos. Para empezar, el detalle asombroso de poner a Don Cheadle en el rol del personaje serio (insultado de todas las maneras posibles a lo largo del film por el vigilante protagónico que debe explicarle «soy irlandés, el racismo es parte de mi identidad»). La investigación de una red narco en esa alejada localidad irlandesa es sólo una excusa para que el director y guionista John Michael McDonagh proponga situaciones absurdas pero al mismo tiempo extrañamente reales, algo así como distorsiones deliberadas de las escenas clásicas de un policial. En medio del humor negro y la incorrección política o los chistes lunaticos, casi todos los personajes tienen un momento revelador que apunta a describir los aspectos más extraños de la gente. Sin las extraordinarias actuaciones de todo el elenco, este curioso delirio irlandés no tendría sentido, pero una gran cualidad de «El guardia» es aprovechar al máximo el talento de cada intérprete que aparece en la pantalla, incluyendo perros, caballos y tiburones. Es uno de esos casos atípicos en los que una película deliberadamente rara también es bastante buena.
Violencia aligerada para todo público En el futuro, EE.UU. se llama Panem, estado totalitario dividido en doce distritos. La frágil estabilidad social se consigue mediante una competencia consistente en que una pareja de adolescentes elegidos por sorteo en cada distrito se enfrenten a muerte en una justa televisada en directo hasta que sólo quede uno vivo. Esta es la premisa de una trilogía de novelas futuristas de Suzanne Collins, marketineadas para lectores adolescentes. Empezando por «Rollerball» de Norman Jewison, y la producción de Roger Corman «Deathrace 2000» (ambas de 1975), no es nueva la idea de un futuro totalitario con algún deporte sangriento televisado como un show, que sirve de pan y circo para mantener el statu quo social. Incluso, si se busca una película donde en el futuro, un grupo de adolescentes son obligados por el gobierno a matarse unos a otros hasta que sólo sobreviva un ganador, esa película es «Batalla Real», obra maestra de Kinji Fukasaku inédita en los Estados Unidos durante doce años, hasta su lanzamiento en DVD hace dos días, todo gracias a «Los juegos del hambre», franquicia que podría reemplazar a «Harry Potter» o «Crepúsculo». Más allá de la falta de originalidad o la ausencia de un concepto que le dé coherencia a todo el argumento, el problema está en la adaptacion: no tiene sentido filmar una historia sobre crueles combates a muerte entre adolescentes, si luego cada uno de los climax dramáticos y necesariamente violentos se disuelven para que cada momento culminante termine siendo lo más apto para todo público posible. Pero no sólo la violencia sobre la que se basa todo el asunto está suavizada: todo apunte de interés que tenga que ver con la interacción entre estos gladiadores teenagers del futuro tampoco aparece más que en su mínima expresión. Las alianzas y juegos de poder entre los combatientes se acercan deliberadamente a «El señor de las moscas» de William Golding, (gran película de Peter Brook), sin atreverse a nada parecido. Ni hablar del romance y el erotismo que aparecen tan aligerados como para no provocar nada, lo que no ayuda a darle química a los dos «tributos» del distrito 12, Jennifer Lawrence y Josh Hutcherson. Son los personajes secundarios ajenos al combate, como Woody Harrelson (el tutor del dúo estelar) o un sorprendente asesor de imagen, Lenny Kravitz, los que ayudan a sostener el film aportando algo de ironía y humor negro. Sobre todo Stanley Tucci, en su personaje de conductor del sangriento reality show de la TV del futuro, uno de los pocos elementos que permiten al espectador conectaerse con esta distopía llena de peinados raros (el azul está de moda) y excelente música del mañana provista por T-Bone Burnett.