Una intensa y cruda película de espías En términos de la CIA, una «casa segura» parece ser una especie de bunker de la agencia ubicado secretamente en cualquier lugar del planeta -o mejor dicho, por todos lados- donde algún agente espera, a veces durante meses, alguna crisis que obligue a que sea ocupada para interrogatorios o alguna otra tarea nada bonita. El título original de este thriller de espías, un poco al estilo de la saga de Bourne, es que refiere justamene a este tipo de sitio, y empieza mostrándonos una «safe house» en Ciudad del Cabo donde el novato Ryan Reynolds se pasa el tiempo sin hacer nada, salvo mirar monitores, mentirle a su novia sobre su trabajo y esperar algún destino mejor y más emocionante, si fuera posible en París. Pero la diversión le llega pronto, y al por mayor. Un legendario traidor de la CIA (Denzel Washington), buscado durante años sin éxito, se presenta como si nada en un consulado estadounidense en Sudáfrica, un equipo lo lleva al lugar para un interrogatorio intensivo (eufemismo de sesión de torturas, parece). Sólo que las cosas no salen bien, y de golpe el agente novato tiene que hacerse cargo él solo de que el traicionero espía permanezca en custodia. Algo difícil, teniendo en cuenta que bandas de asesinos muy profesionales lo persiguen implacablemente, y la labor requiere deambular por toda Sudáfrica buscando alguna otra «safe house», a pesar de que todo indica que, a esa altura, a seguro lo llevaron preso. Todo esto mientras es monitoreado desde la central de la CIA en los Estados Unidos. Desde las primeras secuencias, el director sueco de origen chileno David Espinosa le otorga un pulso especial a este muy sólido film de espías. Hay un nivel de suspenso creciente, y un nivel de violencia que lo convierte en algo más serio que el típico producto de acción. Muchas películas del género, incluso algunas buenas, transcurren como si fueran un videogame donde todo está previsto, lo que no está del todo mal si resulta divertido. Pero en este caso lo que habitualmente llamamos escenas de acción alcanza niveles ultraviolentos que le dan no sólo verosimilitud al asunto, sino que sirven para describir la verdadera naturaleza homicida de un supuesto héroe, que si la situación lo requiere, puede optar por poner en riesgo de muerte a gente totalmente ajena a sus problemas. En este sentido, el excepcional uso de locaciones sudafricanas, como un estadio de fútbol en medio de un partido, o un feroz tiroteo en un barrio bajo, con los personajes saltando por los techos de lata de las casuchas, contribuyen a dar la idea de que finalmente son homicidas mezclándose entre la gente común y corriente. Empezando por el dúo protagónico, el elenco ayuda a que el guión se sostenga aun cuando apela a las conspiraciones y redenciones más típicas. Más allá de las convenciones, la intensidad y crudeza de «Safe House» la distinguen por sobre el standard del género.
“Ghost Rider II” conformará a fans del comic La primera «Ghost Rider» era un pequeño y digno film que hacía honor a este extraño personaje de la Marvel, un motociclista que por haber hecho un oscuro pacto con una figura maligna debe deambular por la tierra en busca de su destino y, sobre todo, intentar que su alter ego siniestro no haga daño al prójimo. Sin ser un clásico ni nada por el estilo, la película anterior lograba darle una resolución simple a un concepto tan complejo como el del personaje (o mejor dicho, los personajes, el motoquero Johnny Blaze por un lado, y el sobrenatual Ghost Rider). Esta nueva película es interesante por encarar el asunto de una manera totalmente distinta, complicando más un asunto ya de por sí un poco extraño y complejo. Blaze viaja ahora a Europa del Este para encontrarse con unos monjes que lo pueden ayudar a liberarse de su pacto, eso si puede cuidar a un niño especial del siniestro alcance del mismo personaje que el que hizo su maligno acuerdo tiempo atrás. La película está manejada más como un producto de terror que una adaptación de comic, y a veces todo el asunto se pone demasiado místico. A Nicolas Cage evidentemente le gusta mucho el personaje y lo actúa muy bien, y el elenco está lleno de buenos intérpretes. Por momentos, el film se pierde en la confusión y por otros tiene excelentes escenas de acción sobrenatural, algunas bastante fuertes, todas muy bien filmadas. Los fans del comic podrán disentir con los resultados, pero no querrán perdérsela.
Juerga que supera a “¿Qué pasó ayer?” Todd Phillips, el director de la excelente comedia juerguista «¿Qué pasó ayer?», es el productor de esta fuertísima comedia de una juerga que no sólo esta planteada en un nivel más realista, sino que lo hace con personajes mucho más jóvenes. El argumento toma algunos elementos prestados de la obra maestra de las comedias de adolescentes de los 80, «Un experto en diversión» (Ferris Buelllers Day off), ya que consiste en una fiesta de dimensiones épicas en el cumpleaños del loser protagónico, de tal manera que pueda volverse un chico popular. Su cumpleaños de 17 es el momento perfecto dado que sus padres cumplen a la vez su aniversario de casados y se van solos a celebrar. Antes, le dan indicaciones de lo que no puede hacer en su cumpleaños, pero no se preocupan mucho porque saben que su hijo es un perdedor y creen que no va a poder convocar a nadie a su fiesta. El formato de cine reality que ya ha aparecido varias veces este año (en «Poder sin límites» y «Con el diablo adentro»), aquí también está aplicado pero con mayor verosimilitud, ya que tiene sentido que los amigos contraten un cameraman para que grabe todo si van a producir la mayor fiesta de la historia. Con todo, hay algunas exageraciones, como que el cameraman se ponga a grabar la compra de marihuana para la fiesta a un dealer de drogas. A medida que la fiesta va perdiendo el control, en general la película se pone un poco descriptiva, aunque las cosas que pasan bastan por sí solas para resultar divertidas hasta lo feroz para el espectador. Pero, sutilmente, en medio del desmadre se van colando detalles argumentales que vuelven a «Proyecto X» uno de los pocos experimentos interesantes en su estilo narrativo. Hay que aclarar que las salvajadas que se ven en el film hacen que las viejas «Porkys» y hasta las modernas «American Pie» parezcan totalmente inocentes. Pero más allá de las imágenes y situaciones hiper fuertes, la idea de alguien que se juega el todo por el todo, poniendo en riesgo su futuro y su carrera para obtener algo de felicidad, aunque lo haga de la forma incorrecta, no deja de resultar emocionante.
Convincente postal del apocalipsis financiero Stanley Tucci tiene un día horrible en la oficina. Está por descubrir que la empresa para la que trabaja, una especie de Lehman Brothers de ficción, está a punto de quebrar. Pero justo lo despiden luego de casi veinte años en la firma, y lo hacen de un modo bastante humillante, cortándole el celular, y haciéndolo acompañar a la calle con sus efectos personales por personal de seguridad. Sin embargo el empleado modelo se las arregla para darle a uno de sus asistentes un pendrive con los datos apocalípticos. El resultado es que el asistente analiza los datos, se da cuenta de que se está yendo todo al demonio, y a las 11 de la noche de ese mismo día está llamando a uno de los jefes, que llama a su superior y de golpe todos están buscando desesperadamente a Tucci y armando una reunión de directorio de emergencia a las 4 de la mañana. «El precio de la codicia» intenta reconstruir un día aciago en una de las firmas culpables de la última crisis financiera mundial y, dado lo frío del tema, lo hace bastante bien, utilizando grandes actores para que estos personajes actúen con realismo e incluso con humanidad. El director debutante J.C. Chandor, también guionista, intenta darle un poco de suspenso al asunto y por momentos lo consigue, aunque en general su opera prima es un drama un tanto frío y maniqueo, donde cada tanto surge, por ejemplo, la comparación entre el trabajo físico, o el diseño de un puente, con la actividad financiera. Gracias a algunos buenos diálogos y, por sobre todo, gracias a los actores que los dicen, el asunto se sostiene, con momentos brillantes, como cuando el gran jefe Jeremy Irons le recuerda a un conflictuado Kevin Spacey que «detalle más detalle menos, venimos haciendo lo mismo desde hace casi 40 años». Pero, más ellá de estos picos de talento y algunas buenas descripciones de un mal clima oficinesco, esto no es «Wall Street», le falta intensidad dramática y el dinamismo que necesita toda película realmente eficaz.
Aventura marciana para fans del fantástico Edgar Rice Burroughs escribió otros relatos además de «Tarzán», pero en Hollywood casi se olvidaron de que su obra podía ser una verdadera usina de historias para películas fantásticas. O tal vez no se olvidaron, solo que sus relatos, como la saga marciana iniciada con «Una princesa de Marte», eran demasiado complejos para ser llevados al cine. De hecho, distintos estudios han estado intentando desarrollar esta novela marciana desde más o menos el período mudo. Ahora, convertida en «John Carter» se entiende la dificultad, que no solo tiene que ver con los efectos especiales (complicadísimos sin duda, y muy bien resueltos por el experto en cine digital Andrew Stanton de Pixar), sino también por los delirantes conceptos que mezclan lo más obtuso de la fantasía heroica con las más alocadas ideas de la ciencia ficción de principios del siglo pasado. Luego de un espectacular pero bastante confuso prólogo marciano, la película abre en la Tierra en el siglo XIX. El capitán John Carter (Taylor Kitsch) ha muerto, y dejó extrañas instrucciones para su albacea, incluyendo un mausoleo que solo se abre por dentro, donde debe ser enterrado sin velorio ni embalsamamiento, y una cuantiosa herencia que queda solo en manos de su sobrino, igual que su diario, que nadie más debe leer. La lectura del diario es la historia en sí misma, que empieza en Arizona luego del fin de la guerra civil, y tiene tonos de western (excelentes, por cierto) hasta que en una extraña cueva, donde se esconde de los pieles rojas, Carter descubre una puerta cósmica que lo lleva a Marte. El planeta rojo está en una dura guerra civil entre dos clanes de humanos, uno humanista, científico y compasivo, y otro cruel y despiadado. Por supuesto este último es el que va ganando una guerra ya casi finiquitada con la ayuda de unos raros seres cósmicos que son los que abren la puerta entre distintos planetas y se alimentan de la energía de cada uno de ellos (Mark Strong pone todo su talento al servicio de este extrañísimo personaje que puede adoptar la forma de cualquier persona). Pero Carter no cae en medio de la guerra entre humanos-marcianos, sino que aparece en medio de unos marcianos verdes con cuatro brazos que lo toman como trofeo. Estos seres, bajo el mando de un líder interpretado por un Willem Dafoe digital, se mantienen aparte de las guerras entre humanos, aunque podrían cambiar el destino de su planeta si tomaran alguna decisión al respecto. A Taylor Kitsch le va bien la superacción, y su princesa marciana Lynn Collins no solo es super sexy, sino que está muy bien entrenada con la espada y las artes marciales. Pero cuando se ponen a hablar de los destinos del universo, utilizando palabras marcianas cada dos por tres, el asunto se enfría demasiado. La película tiene dos o tres escenas de este tipo que deberían haber quedado para los extras del dvd, pero en cambio utiliza muy bien las confusiones idiomáticas cuando la raza marciana de cuatro brazos habla en su propio idioma (con subtítulos, por supuesto), lo que lamentablemente desaparece pronto por culpa de un brebaje que hace que todos los personajes se entiendan entre sí. Pero más allá de estos detalles, la creación de este mundo marciano no tiene desperdicio, y Stanton logra imágenes que quitan el aliento. Hay algo de Conan, Indiana Jones y Flash Gordon en la descripción de este universo fantástico, y también en el diseño de las escenas de acción que, por momentos, redimen al film de cualquier otra falencia, empezando por una lucha increíble entre Carter -que gracias a la diferencia de gravedad salta por todos lados como un verdadero superhéroe- y dos gorilas albinos gigantes de seis patas. Despareja y todo, esta «John Carter» es algo que merece verse, muy especialmente por los fans del cine fantástico.
Acción y buenas imágenes pero nada de coherencia La superacción y las imágenes psicodélicas de todo tipo no faltan en esta tercera parte de la saga de «Inframundo», pero el descontrol narrativo es total y, realmente, a esta altura es difícil preocuparse mucho por lo que pasa en la pantalla. Kate Beckinsale sigue tan en plena forma como para saltar por todos lados y asesinar a cualquiera que se le ponga enfrente, en este caso más seres humanos que licántropos, ya que de eso se trata justamente esta nueva película: la vampira Selene es capturada y mantenida en hibernación por más de una década, periodo durante el cual los humanos se dedican a exterminar tanto a vampiros como a licántropos. Cuando la protagonista logra escapar de su estado de hibernación, corre detrás de imágenes extrañas que tienen que ver con una adolescente que dice llamarse «Sujeto 2» y que muy probablemente sea hija de la unión entre ella y el hombre lobo que se convirtió en su amante en el film anterior. Dado que los vampiros son ahora un puñado de seres enfrentándose al exterminio total, es de esperar que el escape de Selene y la aparición de la joven sirvan a la liberación de las criaturas de la noche. El dúo de directores suecos Marlind y Stein, conocidos por el film de terror con Julianne Moore «Shelter» del 2010, parecen resueltos a aplicar una fórmula que podría sintetizarse como todo imagen y cero cerebro, ya que en medio de decorados alucinantes provistos de una fotografía excepcional se suceden todo tipo de situaciones incoherentes en las que, en algunos casos, participa un Stephen Rea con cara de no estar demasiado seguro de qué demonios está sucediendo. Algo que por momentos también se puede aplicar al espectador.
“Drive”: un modelo de policial negro Este extraordinario ejemplo de cine negro moderno tiene como protagonista a un tipo del que poco se sabe, salvo que maneja. Ryan Gosling personifica a este héroe sin nombre (nunca se lo menciona a lo largo del film), y que cuando el inversionista del auto de carreras que va a conducir quiere estrechar su mano, él se niega explicando que está sucio. «Yo también», replica el hombre poderoso (Albert Brooks) y el apretón de manos se consuma sellando un destino fatídico que está anunciado desde las oscuras primeras imágenes de «Drive». Gosling no sólo conduce autos de carrera. En realidad, trabaja como «stunt driver» de películas de acción, y sobre todo es el que maneja autos para delincuentes que planean robos confiando en su pericia para el escape de la policía. El conductor tiene una serie de reglas, por ejemplo no involucrarse en absoluto en los detalles del golpe, no tener una ruta de fuga preestablecida y sólo estar a las órdenes de los delincuentes esos cinco minutos en los que los saca del apuro, nada más. Además, el protagonista habla muy poco y piensa bastante cada vez que habla con monosílabos. Es un personaje solitario e introvertido, y seguiría solo si no fuera porque encuentra a una vecina sola con su hijo. Evidentemente hay una atracción mutua, que da lugar a una rara escena de amor abstracto motorizado haciendo piruetas a toda velocidad en los desagües de Los Angeles. Lamentablemente, el marido de la vecina sale de la cárcel y es acosado por los hampones que le dieron seguridad en la prisión para que les devuelva el favor cometiendo un robo menor. El conductor decide ayudarlo, pero el robo es una trampa -que además de dar lugar a una antológica escena de persecución, desencadena una terrible serie de hechos violentos donde casi nadie sobrevive. «Drive» es un policial negro con algo de los clásicos héroes solitarios de las road movies de los 70, como «Carrera contra el destino» (Vanishing Point) o «Carrera sin fin» (Two Lane Blacktop), pero con más clima que escenas de autos a toda marcha. En cambio, con la música electrónica de Cliff Martinez (habitual colaborador de Steven Soderbergh) y una original ilustración musical que emplea temas tecno pop para dar clima a varias escenas, la película también tiene algo del cine de los años 80 al estilo de «American Gigolo» de Paul Schrader. La estética, el guión y las actuaciones son de primer nivel (los villanos Albert Brooks y Ron Perlman no tienen desperdicio), pero sobre todo es un triunfo del director holandés Nicolas Winding Refn, el de la saga de policiales de «Pusher», que aquí aparece en Los Angeles logrando una pequeña obra maestra que recuerda un poco a grandes directores del film noir clase B como Edgar Ulmer o el Richard Fleischer de los comienzos, y hace pensar en qué estarían filmando esos y otros maestros si trabajaran con los elementos técnicos del siglo XXI.
Entretiene, aunque la cámara se mueve tanto que marea Las imágenes pueden ser extraordinarias, pero si el cameraman es amateur y la cámara casera, obviamente no van a poder registrarse con eficacia. El formato del supuesto reality que acosa al cine fantástico tiene este problema, aparte de que una vez que se conoce el truco, lo que queda es una cámara que se mueve para todos lados. «Poder sin límites» no es el peor de estos casos, y de hecho tiene una idea bastante original. De todos modos, sus mejores escenas pierden fuerza por mantenerse fiel a su truco de estar filmada por un adolescente que se acaba de comprar una cámara de video. La premisa consiste en hacer que justo no bien se compra la cámara, él y otros dos amigos empiezan a obtener poderes telekinésicos sorprendentes, algo así como una cruza entre Carrie y Superman. Por más teenagers que sean, los chicos podrían detenerse en algún momento para usar sus superpoderes de alguna manera más inteligente, pero éste no es el caso. Juegan a volar, hacen bromas en supermercados (en una escena muy divertida) y también cometen actos totalmente irresponsables que conducen necesariamente a provocarle daño al prójimo, lo que los lleva a establecer una serie de reglas a modo de precaución, aunque uno de ellos, con un background bastante problemático, no esté fácilmente dispuesto a aceptarlas. Intentando resolver los conflictos sexuales del adolescente problemático, los otros dos inventan una estratagema que los convertirá en los chicos más populares del colegio. Lo logran haciendo un ingenuo show de magia en el acto de graduación, pero los problemas subsisten y llevan a otros superlativos, incluyendo escenas de destrucción masiva. «Poder sin límites» tiene buenas actuaciones e incluso, dado su formato de cámaras en eterno movimiento, incluye algunas buenas imágenes y sobre todo una atractiva fotografía. La película hubiera dado para bastante más si no fuera por la maldita cámara que no para de moverse.
Un “reality-terror” que nunca llega a asustar El formato de lo que podríamos llamar el «reality-terror» ya se ha aplicado casi virtualmente a cada subgénero del cine fantástico, no una sino varias veces. Esta es una especie de «El exorcista de la bruja de Blair», es decir una película de posesión diabólica grabada en video como si se tratara de un auténtico documental, cosa que en este caso nadie podría creer bajo ningún punto de vista. La película empieza con un cartel admonitorio acerca de que el Vaticano no permite grabar exorcismos en video, y que por lo tanto no ha apoyado este film. Eso más o menos sirve para explicar el tono general de un producto que, si bien no deja de tener algunas partes interesantes por sus discusiones entre ciencia y religión, jamás provoca miedo ni nada por el estilo, lo que en este tipo de asunto es algo bastante malo. La trama presenta a la hija de una mujer que mató a tres curas que le practicaban un exorcismo en 1989, y sus intentos de saber, ya adulta, qué le pasó verdaderamente a su madre, ahora internada en un psiquiátrico del Vaticano, cerca de Roma. La protagonista acude a una escuela para exorcistas de la Iglesia -donde el espectador puede interiorizarse de discusiones muy interesantes- y también va a ver a su madre al manicomio, todo esto acompañada por un equipo de documentalistas que no ayudan a generar climas terroríficos. En la escuela vaticana tambien conoce a una especie de paraexorcistas decididos a tratar posesiones no calificadas como tales por la Iglesia, lo que naturalmente lleva a probar un nuevo exorcismo en la madre internada, y a toda la conocida gama de imágenes borrosas y con poca luz de este tipo de películas. Los que no vieron el clásico de William Friedkin sobre el tema quizá puedan sacarle algún provecho a este mediano film, el resto, mejor abstenerse.
“El topo”: espías a la vieja usanza John Le Carré aparece como productor ejecutivo de esta sólida adaptación de su famosa novela de espías en la Guerra Fría, la primera de su trilogía del archivillano soviético Karla. Dirigida por Tomas Alfredson, el de la excelente historia de vampiros «Criaturas de la noche». «El topo» es una película retorcida y sutil como la misma historia de Le Carré sobre un jefe del servicio secreto británico retirado luego de una desastrosa operación en Budapest, y luego reintegrado al trabajo para descubrir si en verdad hay un infiltrado soviético en «el circo», es decir la cúpula del MI6. Hay muchas excelentes actuaciones en el film. De hecho hay muchos muy buenos actores, y cada uno tiene la oportunidad de exhibir su talento en escenas que parecen escritas a su medida. Pero Gary Oldman como el protagonista, George Smiley, es el que no para de lucirse en varias escenas de terrible tensión dramática contenida, y su composición del atribulado Smiley vale por sí sola para recomendar la película. «El topo» es una novela mucho más compleja que el guión de este film que, de todos modos, necesita verse con atención e incluso con paciencia, ya que no tiene nada que ver con un thriller de espías del siglo XXI. Aquí nadie encontrará nada parecido a la superacción de, digamos, «Misión Imposible», y es que justamente cuando Le Carré escribió su novela a principios de la década de 1970 se propuso buscar un estilo anticuado que no tuviera nada en común con los superagentes que se habían masificado desde el cine. Sintetizar la historia en poco más de dos horas sin hacerle perder sus climas y la profundidad de sus personajes es todo un logro de Alfredson (hay que pensar que la versión televisiva inglesa con Alec Guinnes duraba 350 minutos), y sin embargo esta nueva «El topo» puede resultar misteriosa y enigmática hasta lo borgiano a una audiencia moderna. Justamente ésta es la gran cualidad del film, la de generar sutiles detalles de interés desde todos los ángulos, sin recurrir a simplificaciones ni tampoco forzar las cosas hacia intelectualidades de sobra, algo que hubiera sido terrible dado lo complejo que ya es el relato por sí mismo. Como piezas de ajedrez, cada personaje, cada decorado y cada nuevo flashback revelan una pista más acerca de adónde llevará la investigación de Smiley, que para llegar a su destino recorre historias de amores trágicos, torturas terribles y espeluznantes dramas de oficina que podrían parecerse a muchas otras, sólo que en este caso los entretelones de rutina tienen que ver con cuestiones de vida o muerte. Como director, aquí, Tomas Alfredson se muestra especialmente interesado en sus criaturas, algo que sorprende teniendo en cuenta la frialdad emotiva y estética de su film de vampiros. La única queja es que no le haya dado un poco más de tiempo a John Hurt, que se luce en cada una de sus breves apariciones.