Eterna y vieja juventud Florencia Otero y Claudia Fontán protagonizan el filme de Jazmín Stuart. Desmadre , película codirigida por Jazmín Stuart y Juan Pablo Martínez, juega con los diversos sentidos del título. Es, por un lado, una película acerca de una joven y la relación de amor/odio con su madre. Y, por otro, es la historia de una etapa en la que, sin saber muy bien qué hacer con su vida, prefiere pasar su tiempo con amigas, de fiesta en fiesta y con parejas eventuales. Florencia Otero encarna muy bien a Carla, una bonita chica de 19 años que vive en la casa de su madre (Claudia Fontán, algo tipificada en su rol de “madre pendevieja”) quien ahora vive en España. Pero ella debe regresar debido al secuestro de su ex marido (Arturo Goetz), un empresario de mucho dinero. Ese regreso marcará un quiebre en la vida de Carla. Ya sin la tranquilidad de manejarse a gusto con sus amigas, su amante casado y su despreocupado estilo de vida, la volatil chica de 19 años deberá lidiar con la extraña competencia que su madre le plantea. Narrada de una forma algo confusa mediante una serie de flashbacks que sólo más tarde uno advierte que lo son, Desmadre gana y mucho cuando describe la vida de Carla y sus amigas: una bastante zarpada (Ariadna Asturzzi), otra que parece proponerle una historia de amor (Luz Cipriota) y así... Pero también estará Nazareno (Nazareno Casero), empleado del secuestrado, que acaso no sea tan “careta” como Carla piensa. Es en la cotidianeidad de la vida adolescente donde la película compensa por lo que pierde en la subtrama del secuestro. La cuestión madre/hija tiene sus altibajos, con apuntes de humor algo torpes, pero con escenas de gran sensibilidad, como una en la que Otero descubre una foto suya, de pequeña, en la billetera de su fría madre. Para Stuart, Desmadre es su opera prima (no así para Martínez, ya que es su tercera) y, más allá de fallas y desajustes, se ve en el filme una enorme comprensión de esa suerte de limbo post-escolar, en donde todavía los lazos familiares pesan y la vida adulta parece una opción lejana y ni siquiera muy deseada. Limbo que Carla atraviesa pasando por varios estados (fastidio, excitación, frustración, intensidad, miedo) hasta llegar, tal vez, a algún tipo de revelación...
Una chica indestructible Gina Carano se luce como una violenta mercenaria. Ya se ha dicho una y mil veces que Steven Soderbergh es una cineasta prolífico y versátil, capaz de hacer una película tras otra y de estilos muy diferentes entre sí. En los últimos tiempos -tras la ambiciosa Che - se dedica a experimentar en géneros populares como el cine catástrofe, el filme de espionaje y el thriller. Tras la frenética pero densa Contagio , el director de La gran estafa vuelve con La traición , filmada en realidad antes que aquélla. Con una intensidad y un ritmo aún mayores, pero con poco de la pesada carga dramática de aquel filme, Soderbergh parece querer ejercitar aquí modos de filmar escenas de peleas en el marco de un thriller de intriga internacional que tiene muchos puntos de contacto con las sagas de Bond, Bourne y del gran inspirador del género: Hitchcock. La existencia del filme se apoya en un gran descubrimiento: Gina Carano, una luchadora de artes marciales que el director vio y, fascinado, quiso hacer una película con ella. Es que Gina, a diferencia de muchas mujeres a las que se pone a encabezar filmes de acción (caso Angelina Jolie), es una experta en lo suyo, lo que permite que Soderbergh se deje llevar por sus preparados movimientos. Si gran parte del cine de acción se basa en hacernos creer, mediante muy bien colocados cortes, los golpes y patadas que se dan los personajes, Soderbergh logra gracias a Carano lo mismo que lograban los directores de musicales contratando, por ejemplo, a Gene Kelly. Aquí no hace falta “disfrazar” nada: lo que ves es lo que hay. Soderbergh armó una trama de espías internacionales, disidentes chinos, viajes de San Diego a Barcelona, de Dublín a Nueva York, mientras Ewan McGregor, Michael Fassbender, Michael Douglas, Channing Tatum y Antonio Banderas tratan de engañar a la violenta mercenaria en cuestión, sólo para darse cuenta de que la chica puede liquidar a cualquiera de ellos. En algunos casos, sin despeinarse. Las notables secuencias de peleas de Gina con Tatum y Fassbender, las persecuciones en Dublín y Barcelona, la celeridad y nervio que Soderbergh y su cámara digital le imprimen a una película filmada, por momentos, casi como un noticiero, son los placeres que otorga este filme poco pretencioso y muy efectivo. Eso, y el descubrimiento de una gran heroína de acción -y actriz bastante pasable- a la que habría que sumar a futuras entregas de Rápido y furioso . O ponerla a pelear con Van Damme en Los indestructibles 7 ...
Autor y detective John Cusack encarna al escritor que investiga a un asesino serial. Edgar Allan Poe es víctima de sus propias trampas literarias en El cuervo , un filme de suspenso de James McTeigue que intenta jugar con la mezcla entre la obra y su creador. Es que no se trata de una adaptación del poema homónimo de Poe, sino una ficción que introduce al autor en el texto a través de un asesino serial que comete sus crímenes siguiendo las tramas de sus cuentos detectivescos y de horror. Cuando la policía de Baltimore descubre un horrendo crimen que se parece mucho a uno descripto por Poe en Los crímenes de la calle Morgue , es el propio autor el que es convocado. Primero, como sospechoso; y después, cuando se aclara que no tuvo nada que ver (ante la aparición de un nuevo asesinato), se suma como un detective más a la caza del que resultará ser un asesino en serie. Claro que la situación se complica más porque Poe (encarnado por John Cusack) está ya viejo, pobre y algo olvidado, y a la vez está enamorado de una mujer mucho más joven que él (Alice Eve), cuyo padre (Brendan Gleeson) lo rechaza. Para Poe, la posibilidad de descubrir el asesino implicará, también, poner en riesgo esa relación, ya que el criminal tiene muy en claro tanto su obra como su vida, y sabrá qué cuerdas tocar para hacerlo reaccionar. Este ingenioso juego implicará revisitar situaciones de El pozo y el péndulo, El misterio del amontillado y otras historias de Poe, pero la película nunca logra del todo darle vida a ese esquema, por lo que el asunto queda como una muy elegante y un poco truculenta clase educativa sobre el autor (mucho mejor que la fantochada pop de Sherlock Holmes , con la que tiene algunos puntos en común), pero sin nunca lograr respirar del todo como una película. Poco hay reprochable, en sí, en la película: bien actuada, ingeniosa, elegantemente gótica, visualmente refinada. Todos valores, si se quiere, algo secundarios cuando la narración no cobra del todo vuelo propio. Tal vez –curioso resulta decirlo-, la película podía haberse beneficiado un poco de la locura y la intensidad de alguien como Nicolas Cage en el rol principal. Cusack, que por momentos parece querer imitarlo, termina ofreciendo algo así como una versión descafeinada de lo que Cage usualmente transforma en frenesí enloquecido. La película podría no haber sido tan correcta ni prolija con el bizarro Nicolas en el papel de Poe, pero seguramente hubiera sido bastante más divertida.
Héroes anónimos Documental sobre los campeones mundiales de básquet del ‘50. La Generación Dorada no existía entonces. No había partidos de la NBA televisados donde Manu Ginóbili o Luis Scola, entre otros, deleitaban a millones de espectadores de básquet de todo el mundo con su talento frente a los más grandes de ese deporte, con títulos y finales en Juegos Olímpicos y Mundiales. Nada de eso. Corría el año 1950 y muy pocos podían imaginar que una selección de básquet local podía llevarse el título mundial. Pero sucedió en 1950, durante el primer gobierno de Perón, cuando la Argentina fue elegida sede del campeonato del mundo ante una Europa que todavía se estaba reconstruyendo tras la Segunda Guerra Mundial. Ese hecho histórico -y las consecuencias no del todo conocidas que tuvieron para sus protagonistas- son el centro de este documental de Baltazar e Ivan Tokman en el que muchos de los sobrevivientes de aquel equipo, que se reúnen desde entonces, cuentan historias de la época. El eje es el título y lo que pasó después, cuando al caer el gobierno justicialista, esos mismos jugadores fueron marginados y olvidados en la época del golpe militar de la llamada Revolución Libertadora a partir de denuncias (los acusaron de haber recibido permiso del gobierno para importar un auto cuando eran amateurs) que dejaban en claro que buscaban castigarlos. Con material de archivo de la época, más las charlas de jugadores (el equipo lo integraban, entre otros, notables como Oscar Furlong y Ricardo González), herederos notables y familiares, los hermanos Tokman van y vienen del pasado al presente, se meten en esa mesa de recuerdos y van desgranando no sólo los hechos tristes que sucedieron tras la épica victoria, sino la actualidad de cada uno de estos simpáticos octogenarios. El documental corre por los caminos convencionales, pero eso no le quita intriga ni emoción. Héroes al fin, por más que la historia quiso ocultarlos, los ganadores del Mundial ‘50 cuentan su historia, de la alegría al dolor y de ahí a la serena reflexión de la edad adulta.
Los misterios del corazón humano Notable debut de Milagros Mumenthaler. La vida de tres hermanas, en la intimidad y en sus dificultades para la convivencia, es lo que cuenta Abrir puertas y ventanas , la sutil, delicada e inteligente opera prima de Milagros Mumenthaler, cuyo talento le permite contar con pocos elementos y un gran trabajo de puesta en escena la vida cotidiana de estas tres mujeres. El talento de Mumenthaler está en la observación, en saber describir a través de miradas, silencios, algunos pocos comentarios y situaciones en apariencia cotidianas, todo lo que pasa en ese caserón que habitan las chicas y en el que vivían con su abuela, que ha fallecido poco tiempo atrás (de los padres se da mínima información). Está Marina (María Canale), la mayor de las tres, que parece obsesionada tanto por su figura como por Francisco (Julián Tello) que vive y/o trabaja al lado. Es, además, la que debería llevar la organización del lugar. Sofía (Martina Juncadella), la del medio, es la más activa: estudia y trabaja, pero esa intensidad la trae al hogar, criticando a la hermana menor por “vaga” y explayándose en su idea de que Marina debe ser adoptada. La tercera hermana es Violeta (Ailín Salas), la hedonista del trío, que se pasa la película en ropa interior y tirada en camas y sillones, a veces sola y otras acompañada. Mientras Marina flirtea con Francisco y Sofía discute con todas, será Violeta la que se aparecerá con una sorpresa que no vamos a revelar acá, pero que cambia el eje de la trama. De cualquier modo, Abrir puertas… no es una película para ver en busca de grandes acontecimientos. Con algo de puesta teatral (chejoviana, si se quiere), ya que tiene a la casa casi como único escenario, pero con un planteo totalmente cinematográfico en cuánto a captación de detalles y juegos de miradas, la película de Mumenthaler (cuyo cine es comparable al de Lucrecia Martel y Celina Murga) logra ser honesta y sensible, humana sin volverse sentimental (cuando las chicas escuchan canciones, como Back To Stay , por Bridget St. John) y hasta dura y violenta, sin por eso tornarse jamás cruel. Las chicas actúan, se equivocan, se pelean, pero no hay duda de que siempre lo hacen tratando de encontrar una manera para lidiar con lo que les sucede. Hay pocas películas argentinas como Abrir puertas y ventanas , un filme sobre la ausencia, sobre el espacio y el silencio entre las personas, sobre los comportamientos humanas esbozados en unos pocos comentarios (no hay grandes discursos y la catarsis pasa por una lágrima escapada mientras se escucha una canción), sobre el crecimiento y sobre la compleja relación entre hermanas. Como lo dice su acaso algo evidente título, es una película sobre salir al mundo, sobre el paso de la adolescencia a la adultez. Cada una, a su manera, encontrará las formas de salir de esa casa, de volver a conectar el pequeño mundo interior con el otro, misterioso, que las espera allá afuera.
Canciones tristes para sentirte mejor Un muy sensible y delicado filme sobre un padre y su hija. El secreto está en los detalles. En un regalo doméstico. En una mirada que la cámara nota cuando nadie está viendo. En un gato viejo que no se mueve. En una canción que dice más que muchos diálogos, especialmente cuando los protagonistas la bailan o se miran unos a otros bailar. Hablan poco Lionel y su hija Josephine. No hace falta más. Llevan mucho tiempo viviendo juntos y su relación parece establecida y apacible, sin conflictos. De hecho, si uno desconoce su relación, podría parecer una pareja de larga data, más allá de la diferencia de edad. El trabaja como conductor de trenes suburbanos y ella estudia en la universidad. La madre no está, luego sabremos qué fue de ella. Las otras dos personas del cuarteto central son Gabrielle y Noé. Ambos viven en el mismo edificio que Lionel y Josephine, y mantienen relaciones con cada uno, respectivamente. Pero ninguno parece poder alterar ese orden de cosas que padre e hija mantienen. Ni siquiera cuando en medio de un baile -central, como en todas las películas de Claire Denis, en este caso al ritmo de Nightshift , un éxito de The Commodores de 1985- les hace repensar su situación. En 35 rhums , Claire Denis hace su personal homenaje al cine de Ozu en una película que parece trabajar varios de los temas del realizador japonés, en especial el de la relación entre padre solo e hija devota, a lo que habría que sumar la icónica presencia de trenes, que vuelve aquí como figura central de la experiencia sensorial que en buena medida es la película. Si la historia es corta en despliegue argumental, es porque a Denis le alcanza con contar lo básico. La relación de Lionel y un compañero de trabajo que se jubila. Las miradas desde el balcón de Gabrielle. El gato de Noé. Josephine hablando sobre la deuda del Tercer Mundo en la Universidad. Los ejes están planteados y el desarrollo es vía tono e imágenes: los recorridos por las vías de tren con música de Tindersticks, una salida nocturna que se complica, las reuniones de compañeros de trabajo de la que surge el título del filme, dos hechos trágicos que se resuelven de manera seca y directa. Y así… Sin vueltas, sin subrayados, Claire Denis crea una historia de amor entre padre e hija, y entre una familia y la comunidad (laboral, étnica, de clase social) que la contiene. Y lo hace apelando a las sensaciones (la fotografía de Agnes Godard es tan magnífica como central) y a la emoción que se dispara cuando esos personajes silenciosos, contenidos, toman una decisión o son partícipes de algo que, en alguna medida, les cambia la vida. Un gato que muere. Un último shot de ron. O una canción que te recuerde que “al final de un largo día, todo va a estar bien”.
Historias de amor cruzadas Drama romántico sobre complicadas relaciones de pareja, con Pablo Rago, Julieta Ortega y Violeta Urtizberea. Los amores y desamores, encuentros y desencuentros, de un grupo de personas entre los veinti y los treintilargos son el centro de No te enamores de mí, opera prima de Federico Finkielstain que intenta armar una especie de mapa de corazones rotos en una Buenos Aires de diseño. Construida coralmente, pero sin forzar demasiado los cruces entre unas y otras historias, No te enamores... observa lo que le pasa a un grupo de personas con malas relaciones de pareja y para las que el sexo (o la falta de él) es la manifestación más evidente de esa apatía. Sergio y Alejandra (Pablo Rago y Julieta Ortega) son amantes. Ella es soltera y quiere más que noches de sexo, pero él está casado y no quiere saber nada con el afuera. Su mujer es Paula (Violeta Urtizberea), una chica aplicada y estudiosa, que está dando sus primeros pasos como psicóloga (es acompañante terapéutica de Luli –Ana Pauls- una chica... desprejuiciada), y que el filme muestra como una chica casi frígida. Violeta le alquila un departamento a Martín (Guillermo Pfening), un fotógrafo que pasa poco tiempo en Buenos Aires y que ahora, al volver de un viaje, descubre que Sofía (Mercedes Oviedo), la novia de su hermano Maxi (Tomás Fonzi), a la que no conocía, está en crisis con su pareja. Y a esa crisis se suma una rápida atracción entre ambos, que tornará al asunto en un peligroso trío pasional, con la madre de los hermanos (Luisina Brando) observando todo de cerca. Las idas y venidas de esas relaciones son las que intentará trazar el filme con suerte dispar. En algunos casos, como en la relación entre Martín y Sofía, la película alcanza momentos de cierta complejidad que en otros se esfuma, tapada por frases hechas, canciones y bailes que no tienen nada que ver, y situaciones en extremo forzadas. El oficio de los actores saca al filme de algunos pozos de banalidad, en especial Pfening y Oviedo, que construyen algo que se intuye poderoso en esa relación prohibida. El triángulo Rago-Ortega-Urtizberea, en cambio, se maneja por carriles más prototípicos y allí sí ayuda la experiencia y el oficio de los tres para salir del paso ante situaciones de guión algo trilladas. Más allá de sus simplismos, el filme funciona a su manera como retrato generacional, aunque su moraleja de premios y castigos pueda ser un poco injusta, dividiendo a personajes en “buenos” y “malos” a punto tal de hacer perderles la ambigüedad que los hacía interesantes. Es una película despareja, fallida, cuyos momentos de genuina emoción alcanzan a tapar sus defectos más evidentes.
Un artista que vive de sus recuerdos El filme se centra en el pintor Nicolás Rubió. En base a los recuerdos del pintor Nicolás Rubió, el cineasta Fernando Domínguez construyó una suerte de documental que se divide en dos partes muy claramente diferenciadas y no igualmente logradas. Por un lado, y un poco a la manera de El sol del membrillo u otros filmes sobre artistas plásticos trabajando, Domínguez muestra a Rubió con sus telas y pinturas, encontrando formas y figuras. Luego sabremos que su obra trabaja incansable y obsesivamente sobre sus recuerdos en el pequeño pueblo de Vielles, en Auvergne, Francia, donde su familia se refugió durante la Guerra Civil española cuando Nicolás era pequeño. Ese trabajo de traer a la luz el pasado, la obsesión por encontrar, retener y hasta averiguar detalles de aquel lugar (durante una buena parte del filme el hombre quiere recordar cuántas ventanas tenía la casa en la que vivía) conforma la mejor parte de la película. El problema está en la otra mitad, en la que Nicolás, usando un tono de abuelito contando un cuento infantil (y con música en ese estilo) narra su historia en Vielles mientras se suceden las imágenes excesivamente figurativas de sus cuadros. Así, mientras la voz en off dice “llovía”, la cámara muestra gotas de lluvia en los cuadros, y mantiene ese grado de referencialidad y subrayado a lo largo de toda esa parte del relato. Por suerte, los momentos en los que 75 habitantes, 20 casas, 300 vacas abandona el cuentito de cuna, el interés renace. No alcanza, claro, para convertirla en la muy buena película que podía haber sido. La convierte, en realidad, en una narración algo esquizofrénica entre un documental de arte y ensayo, y un cuento “animado” para llevar a la cama a los niños.
Y la vida continúa... El filme se centra en la vida de un anciano. A los 60 años, Raúl Perrone, el prolífico realizador de Ituzaingó no parece tener deseos de frenar su ritmo de hacer casi una película por año (lleva más de 20 en otros tantos años de trabajo) y esto lo lleva a estrenar tres películas casi en simultáneo en el Cosmos, a las que integra en lo que gusta llamar un Tríptico. Ellas son Luján, Los actos cotidianos y Al final la vida sigue, igual . La primera en verse es Luján , de 2009, centrada en un hombre mayor, que bordea los 80 años, y que por un problema familiar se ha ido a vivir a lo de una vecina y amiga. Luján es callado, pero inquieto, y dedica su tiempo a colaborar en refacciones en la casa, mientras se encuentra con amigos, vecinos y familiares, con los que va compartiendo sus historias de vida, diversas viñetas que dejan entrever un mundo que es conocido para los habitués del cine de “el Perro”: vecinas, jóvenes, laburantes y personajes de la fauna de Ituzaingó. A diferencia de sus filmes anteriores, Luján inaugura un aspecto clave en este Tríptico y que es un cambio visual bastante radical en el cine de Perrone: son filmes en interiores y con una paleta de colores oscura, casi en busca de un realismo alejado del costumbrismo y más cercano al cine del portugués Pedro Costa, con sus cuartos derruidos, sus angulosos contrapicados y sus densos claroscuros. Pero el cine de Perrone no se caracteriza por la sordidez, sino más bien por la empatía con sus personajes, gente de barrio con sus problemas y dificultades emocionales, que busca algún tipo de salvación (vía el trabajo, la religión o la familia) de su realidad en apariencia complicada y hasta deprimente. Que Luján tenga más de diez hijos, que reciba una carta con noticias que uno supone terribles o que no pueda vivir en su casa con su mujer, es visto sin exceso de dramatismo, como si Luján estuviese atravesado por una suerte de resignación de la que sólo el trabajo manual parece sacarlo. Y así, entre sirenas de policía y enfrentamientos a tiros que se oyen pero no se ven, Luján lleva adelante su vida dispuesto a enfrentar las dificultades, a su manera, y sin esperar a que el tiempo venga a llevárselo de prepo.
Lejos del mundanal ruido Sólido drama con Leonardo Sbaraglia y Dolores Fonzi. Para Santiago y Elisa, la posibilidad de irse “a vivir al campo” parece la mejor opción para este momento de sus vidas. Padres de una niña pequeña, suponen que encontrarán allí un remanso, un lugar calmo para criar a su hija lejos de la furia y las tensiones de la gran ciudad. Pero tan sólo al llegar allí se dan cuenta que las cosas no serán tan sencillas. El caserón al que se están mudando está bastante destruido y no es ni cómodo ni cálido. Y por más que Santiago intente demostrar que él será capaz de transformar ese ambiente tirando a hostil en un paraíso familiar, Elisa empieza a deprimirse y a sentir no sólo que se han equivocado en la decisión, sino que hasta algo extraño podría estar pasando allí y en los alrededores. En El campo , el director y coguionista Hernán Belón se maneja en el límite entre el drama y el terror psicológico, bordeando un territorio cercano al de Roman Polanski pero prefiriendo el tono menor y evitando casi todo efectismo de género. Con algunas señales externas equivocas (el sonido es un aporte fundamental), Belón intenta hacernos experimentar como una progresiva perturbación psicológica pone en riesgo a una familia, a partir de un enfrentamiento con la naturaleza (tanto la del campo, como la de la propia naturaleza humana) con la que el hombre y la mujer toman diferentes posturas. O bien, porque se topan con sus miedos más profundos y previos. Es Elisa (Dolores Fonzi, una presencia siempre intensa en la pantalla) la que lleva el peso de esa perturbación. Lo suyo puede ser frustración habitacional, dificultades con la maternidad o fricciones matrimoniales, pero también Belón deja entrever que los ruidos pueden ser reales, que hay personajes que pueden tener extrañas intenciones y que, más que nada, Eli no estaba realmente preparada para enfrentarse a tamaños cambios. Santiago (Leonardo Sbaraglia, más controlado, como su personaje lo requiere) puede parecer el hombre aventurero y emprendedor, pero también deja entrever una zona oscura, terca, hasta violenta; le cuesta ceder a los reclamos de su mujer y entender que tal vez ese sueño de irse al campo sea suyo y de nadie más. Uno podría esperar que el ritmo y la tensión se intensifiquen aún más con el correr del relato, pero el nervio de la película no pasa jamás por el impacto y la búsqueda del shock. Así, esta película ominosa, sugerente, muy bien fotografiada por Bill Nieto, se agrega a la lista de promisorias operas primas del cine nacional, ya que al menos en el terreno de la ficción Belón es un debutante. Presentada en el pasado Festival de Venecia, premiada en varios encuentros internacionales, El campo seduce con la idea de que la violencia y el temor pocas veces están en el afuera. Se llevan como marcas en la piel.