Bruno Dumont sigue sacando (buen) provecho de estos personajes extraños, perdidos, que se relacionan con jóvenes algo inocentes e igualmente perdidas. De alguna manera, el film une las obsesiones de sus primeros trabajos con el tono algo más religioso del último. En esta etapa, digamos, algo más mística de su filmografía, el director francés adopta a su estilo un relato muy sencillo acerca de la relación entre una chica solitaria y una especie de vagabundo que viven en una zona con muy poca población (llamarlo “pueblo” ya es mucho, me parece) y que atraviesan juntos una serie de complejas situaciones. Entre Terrence Malick y Carl Dreyer, con la ya inevitable comparación con Robert Bresson en el medio, Dumont logra meternos en otra relación compleja entre un hombre y una mujer y, a la vez, pintar un personaje masculino misterioso, intrigante, que va del “Bien” al “Mal” sin saber muy bien cuál es la diferencia entre ambos. Un personaje extravagante, milagroso, raro, que se suma a la galería de los del director de La humanidad, quien cada vez va más a fondo en su búsqueda visual y que parece cada vez más querer acercarse al “film como experiencia sensorial” que a otra cosa. Muy distinto al Malick actual, pero no tanto, esta vez, al Malick de Badlands, especialmente en el “disparador” narrativo.
¿Hay antidoping para los súper espías? El legado Bourne es el ambiguo título de esta cuarta parte de la saga originalmente basada -y, en los últimos episodios, inspirada- en las novelas de Robert Ludlum sobre el intrépido y perseguido espía que encarnaba Matt Damon. Ambiguo porque, en cierto sentido, la película tiene que hacerse cargo de tres legados: el del propio agente Bourne, que desaparece de la trama y ahora la historia debe ser llevada adelante por un nuevo personaje; el del actor que la protagoniza (Matt Damon sale y entra Jeremy Renner); y el de la propia saga, que marcó un punto de quiebre en la estética del cine de acción de Hollywood gracias a la frenética y fracturada dirección de Paul Greengrass… que tampoco está más al frente. Ese “legado” puede ser un beneficio para el marketing del film, pero es un peso a la hora de ver la película y compararla con las anteriores (por lo menos con las dos últimas). Da la sensación, al ver El legado Bourne que, de no existir esa comparación, la mayoría hablaría de una bastante sólida película de acción y suspenso. Pero, claro, no está a la altura de las anteriores y eso hace que uno termine extrañando a Greengrass. De no existir ese “legado”, que está muy presente -y pesa- en la primera parte de la película, en tanto un contingente de capos de la CIA y de agencias aún más secretas se la pasan tirando links y datos “conectores” entre lo que le pasó a Bourne y lo que le pasará al agente Aaron Cross, veríamos con enorme placer una historia que podría no tener mucho que ver con los films anteriores. Pero como no es así -y como tampoco Bourne parece haber logrado el status que tiene James Bond de cambiar de cara y cuerpo, y seguir como si nada sucediera-, la primera parte de la película es un intento forzoso de parte de Tony Gilroy (el guionista de toda la serie y ahora también director) de plantear la historia de Cross al mismo tiempo que transcurre el final de El ultimátum de Bourne. Es decir: mientras el “viejo” agente sacaba a la luz la existencia de un programa secreto de espionaje, en El legado… se revela la existencia de otro, aún más secreto y problemático, que incluye modificaciones genéticas y que lo comanda Edward Norton, por lo que más vale tener mucho cuidado. Todo eso nos lleva a Cross, que Renner encarna de forma aún más dura, seca y cortante que Damon: casi una máquina que dispara, corre y golpea (muchas veces todo al mismo tiempo), gracias a las ventajas de unas capsulitas verdes y azules que no pasarían ningún control antidoping. Cross logra escapar de varios intentos por aniquilarlo -uno de los cuales lo obliga a una lucha de ingenio con un lobo para zafar de un misil…-, pero lo que le faltará pronto son sus pastillitas. Sin las que, según parece, pronto podría terminar convirtiéndose en una papilla humana. Paralelamente a los gritos de Norton y a las corridas de Renner, está Rachel Weisz, que encarna a Martha Shearing (probablemente la científica más bella de la historia de la ciencia), quien sobrevive al ataque de locura de un compañero de trabajo que liquida sin piedad a todos los hombres con delantal que se ocupan de pastillas, agujas y otros derivados de la trama. Y es a partir de esa escena, brillante e intensa, que la película encontrará su ritmo, se despegará de las asociaciones varias con Bourne, y empezará a pesar por sí misma. Ya no importa tanto entender las operaciones Treadstone, Blackbriar o la nueva, Outcome. Será cuestión de ver cómo estos dos fugitivos hacen para escapar de esa especie de Gran Hermano que parece haberse vuelto el mundo entero al ser transmitido por cien pantallas en la CIA Plus. El encuentro se produce en otra notable y violenta escena que tiene lugar en la casa de la perseguida Martha, y de allí en adelante ambos se escaparán mientras tratarán de saber un poco más no sólo de quién es el otro, sino de los detalles del programa en el que ambos participan. El único problema del constante crecimiento de la acción en el film es que, en su última parte (no conviene adelantar donde es ni cómo llegan allí), el aumento del ritmo derivará en una larga y frenética secuencia de fuga que, si bien funciona bastante bien en sus propios términos, está más cerca de pertenecer a una película de superhéroes que a la lógica de la saga. No es que la saga Bourne haya sido realista ni mucho menos, pero en las veloces manos de Greengrass ha tratado siempre de ser plausible en sus propios términos, obligando en su camino a modificar la lógica por momentos absurda y hasta delirante de su hermana mayor, la saga Bond, que se “bournizó” con la llegada de Daniel Craig y un nuevo tipo de estética. Aquí, al final, Gilroy pone quinta velocidad, agrega un personaje propio de Terminator y tira la lógica interna de la saga (y de la película) casi por la borda. Pero pese a algunos problemas específicos, da la impresión de que hay tela para cortar con Jeremy Renner al frente de la saga. Ya “liberado” del peso de la presentación y justificación del personaje, el actor tiene la energía y el nervio necesarios para construir un verdadero héroe de acción siglo XXI. Tal vez Greengrass, fiel a Damon, no quiera volver a ponerse al mando, pero si a su vieja amiga Kathryn Bigelow (que lo llevó a la fama en Vivir al límite/The Hurt Locker) se le da por hacer una película de Bourne, los resultados pueden ser verdaderamente letales. Con o sin antidoping. Trailer del film:
Una que sepamos todos... La Era del Rock es una de esas películas que dejan en claro que lo cinematográfico es algo que excede la suma de las partes. Uno podría decir que el combo entre nostálgico e irónico de repasar hits del rock y el metal americano recreando el Sunset Strip californiano de 1987 -pleno furor del llamado “hair metal”, con todo el despliegue de exageración y teatralidad que eso mostró-, tiene todo para funcionar, como parece demostrar el exitoso musical que da origen al film. Pero el cine tiene elementos propios que no caminan paralelamente con el teatro. Y en esa transposición algo parece haberse quedado en el camino. Para los que vivimos nuestra adolescencia en esos años que pinta la película, la cuestión será saber hasta qué punto uno puede tomar la distancia suficiente como para disfrutar del mundo que ofrece La Era del Rock y, especialmente, cómo lo muestra. Si bien la película no es muy fiel musicalmente a la época ni a un estilo determinado (se presenta como una mirada al mundo del “hair/glam metal” de fines de los ’80, pero se trasforma en una Rockola Top 40 multiproposito en la que, además de Bon Jovi, Poison y Def Leppard entran Journey, Foreigner, R.E.O. Speedwagon, Pat Benatar, Joan Jett, Twisted Sister y Guns N’ Roses, entre otros), hay un concepto que la reúne y que uno podría definir como música “uncool” (debería poner “grasa”, pero temo furiosos comments de fans de Ratt y Europe) ¿Lo miramos con ironía, con cariño, con nostalgia? ¿Pensamos que es “horrible pero gracioso” o, más bien, “qué buenas canciones se hacían entonces”? Supongamos que aunque uno no pueda ver ni de lejos un disco de Night Ranger o de Warrant (ni hablar de Extreme, los creadores de More Than Words), el tiempo ha pasado y uno ya encuentra divertidas esas canciones, simpático el mundo que pinta la película y tiene curiosidad por esos “mash-ups” musicales que presenta. Digamos que uno entra a La Era del Rock desprovisto de prejuicios, entregado a un setlist que sólo aceptaría a las 4 de la mañana y con bastante alcohol encima, con espíritu de espectador de American Idol, con varias temporadas de Glee encima y con su mejor actitud de “fiesta de disfraces”. Aun así, nunca termina de funcionar. ¿Por qué? Porque la puesta en escena no es buena, porque las canciones están mal interpretadas (los arreglos, las voces), porque la mayoría de los actores no está bien, porque los números musicales son chatos, montados con los pies, desprovistos de gracia. Digámoslo más crudamente: la película no es lo suficientemente gay para ser divertida, es un malentendido “camp”. Ni siquiera se pelea en esa misma zona que el “hair metal” de la época se peleaba con la sexualidad: rock masculino, de barrio, pero con vestuarios, peinados y maquillajes que reflejaban otra cosa. Ese conflicto, que es lo más rico que la época tenía, no logra plantearse del todo en el film, al punto que una revelación gay friendly en el medio de la trama queda más como una cargada/tomadura de pelo que una aceptación creíble. Y ni hablar de la forma en la que se trata a las “boy bands” de turno… La historia no es muy importante, pero la resumo. Hay una chica que llega de Oklahoma a Los Angeles con ganas de triunfar como cantante. En el Sunset Strip empieza a trabajar en The Bourbon Room, un club que es el epicentro de esta movida de pop metálico, donde conoce a un chico del que se enamora (también un aspirante a rockstar). Aprovechando sus deudas impositivas, el club está siendo atacado por las autoridades californianas (en especial, la esposa del intendente de la ciudad) por su mala influencia en la juventud, por lo que el dueño convoca a la banda más popular del momento (Arsenal, liderada por Stacee Jaxx) a dar allí su último show antes de separarse. Todo esto se irá mezclando en una trama armada a partir de las letras de canciones prexistentes, mediante las cuales se tratará de ir contando la historia. Todo este musical de rockola, aseguran, funciona muy bien en el teatro, ya que allí se apuesta a romper “la cuarta pared”, haciendo participar al público de la fiesta ochentosa, casi en plan celebración de la nostalgia. Más allá de lo que uno pueda opinar de ese tipo de experiencia -tengo una relación bastante difícil con el llamado “consumo irónico”-, esa comunión teatral es algo que la película nunca puede reproducir, por más esfuerzos que hagan todos los involucrados. Tampoco el elenco aporta demasiado. Descartando a los dos blandos protagonistas, ni Alec Baldwin ni Catherine Zeta-Jones ni Paul Giamatti ni mucho menos el ya agotador Russell Brand logran aportarle demasiada gracia a sus personajes (en un pequeño papel, más que olvidable, está Bryan “Breaking Bad” Cranston). Mejor está Tom Cruise, ya que su personaje a lo Axl Rose le permite excesos de todo tipo y Tom le pone el pecho, literalmente, al asunto, sin miedo al ridículo. Lo que no logra nunca es cantar de una manera más o menos decente… La Era del Rock no funciona siquiera allí donde Glee sí funcionaba (lo pongo en pasado porque ya no veo la serie y no sé si sigue funcionando muy bien). En Glee, los personajes creían en lo que hacían y, más allá del tono paródico que podía rodear a cada episodio, había algo sincero en ese cariño por los personajes y por las canciones que interpretaban. Acá no parece haber mucho de eso y uno se siente como espectador de una fiesta privada, imaginándose que ellos la deben haber pasado muy bien haciendo la película, pero que la experiencia -más allá de algún que otro momento- nunca llega a integrar a quien la mira. Y este tipo de películas dependen, más que nada, de sumar al público a la experiencia. Mirado de afuera es todo un poco ridículo, como ver un video del carnaval carioca de una boda a la que uno no fue.
Cabeza borradora Adaptar a Philip K. Dick parecería ser, a esta altura, casi un rito de pasaje para cualquier cineasta que intente ubicarse en esa zona a la que podríamos llamar ciencia ficción cerebral. Pocos han logrado hacer obras maestras (acaso Blade Runner y Minority Report sigan siendo las únicas grandes películas de todas las surgidas del universo Dick), pero si había una que había tenido resultados más que dignos, esa era la original adaptación de 1990 de Paul Verhoeven del cuento We Can Remember it For You Wholesale que se llamó Total Recall y, aquí, El vengador del futuro. Esto lleva a pensar algo obvio: ¿Hacía falta una remake a sólo 22 años de la original? Cierto es que las posibilidades de generar secuencias de acción de forma digital han cambiado radicalmente, pero ese no parece ser el mejor motivo para rehacerla. Viendo esta nueva versión, dirigida por Len Wiseman (Underworld, Duro de matar 4) uno entiende los motivos por los que se hizo, aprecia sus limitados logros, pero termina por darse cuenta que la original quedará como la mejor de las dos. Es que la sensibilidad zarpada de Verhoeven (de quien quieren “rehacer” también ahora RoboCop, otra remake innecesaria) es muy diferente a la creación de un futuro distópico gris y desangelado que se presenta aquí. Y Colin Farrell es -a diferencia del inclasificable Arnold Schwarzenegger- un héroe acorde a los colores de ese universo: sólido, intenso, pero también gris, sin gracia. Para los que no conocen la historia, la trama original pone en juego la identidad de Douglas Quaid, un empleado de una fábrica de robots en un mundo futurista que está dividido en dos grandes bloques habitables: un imperio llamado UFB (la United Federation of Britain) y La Colonia (lo que hoy es Oceanía, un mash-up de motivos tercermundistas asiáticos), que se comunican entre sí mediante un velocísimo tren (llamado La Caída) que cruza de punta a punta el planeta en 17 minutos. Hay un importante conato de rebelión en La Colonia para acabar con la dominación imperial y, sin quererlo, Douglas aparece en el medio ¿Cómo? Un día va a una empresa que inserta en el cerebro fantasías para el disfrute de los clientes, pero algo sale mal y la fantasía de Doug de ser agente secreto parece transformarse en realidad. Allí descubre que su esposa es una agente del gobierno, que hay una mujer con la que pudo haber estado relacionado en el pasado y que, tal vez, él tenga algo que ver con la rebelión que se viene gestando ¿Pero todo esto está pasando o es parte de la fantasía? Wiseman no pierde mucho tiempo en explorar los costados metafísicos de la historia de Dick. Parece usarlos, simplemente, para crear un antecedente hitchcockiano (un hombre inocente metido en una situación que no comprende) y, una vez eso más o menos resuelto (la sensación de nunca saber si lo que se sucede es o no real, clásica en las adaptaciones de Dick, prácticamente se esfuma cuando empieza la acción), aborda un relato de acción y persecución que se extiende, casi sin pausa, durante más de una hora. Ese relato, si bien resulta reiterativo y algo cansador, otorga algunos placeres, en su mayoría visuales. Y eso es lo más destacable del film, que si bien la trama es predecible (no sólo por conocer la historia, sino por el hecho de que aún está más simplificada), el diseño de producción y el arte generan atención por sí mismos. Ciudades laberínticas con decenas de niveles simultáneos y un uso casi de “cubo mágico” de los espacios, con los verticales y horizontales modificándose entre sí y generando una constante reformulación de la perspectiva. Un poco como El origen (y Blade Runner y Minority Report, y varias más), pero sin demasiadas explicaciones “ad hoc”. El problema es que, de cualquier manera, las secuencias de acción que transcurren en esos espacios no se salen (salvo alguna excepción en cámara lenta por causa de la falta de gravedad) de lo convencional. No hay Marte en este Vengador del futuro, casi no hay humor, y Bryan Cranston -con una horrible peluca- no está bien utilizado como villano. De las mujeres que se pelean por Farrell (El vengador… maneja, como la película de Verhoeven, ese raro subtexto de tener a dos mujeres peleándose, literalmente, por un hombre), Jessica Biel parece ofrecer más complejidad a su personaje que la asesina de cartulina que encarna Kate Beckinsale. En el parecido entre ambas -de lejos o de perfil, al menos- la película suma un elemento interesante que la otra no tenía. Pero no lo aprovecha del todo, lamentablemente. El film apuesta a ser también una alegoría política, pero nunca deja la superficie. Hay un poder central totalitario y una especie de Tercer Mundo combativo que no está dispuesto a dejarse pisotear, pero ese mismo “pueblo” por el que la película parece preocuparse nunca deja de ser una imagen de fondo, figuras creadas digitalmente que, debajo de las torres, los extraños edificios y complejas autopistas miran los combates desde lejos, casi como esperando que dejen de hacer ruido de una vez por todas y los dejen en paz…
Personajes ajenos, mundo propio “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada.” Historia de dos ciudades – Charles Dickens Acaso a Christopher Nolan nunca le haya interesado del todo hacer una película -mucho menos una saga- sobre Batman. Acaso, sólo le parecía un “medio” apropiado para negociar cinematográficamente sus ideas sobre el valor, el heroísmo, el miedo, la locura, la obsesión, la muerte y “la sociedad en que vivimos”. Batman sería el hilo conductor para esa serie de ideas. Pero más que Batman, lo que lo moviliza es Bruce Wayne, un alma torturada y confundida, un tipo solitario y distante que se vuelve héroe enmascarado de historieta sólo para que Nolan, en el rol de investigador de la mente humana y sus vericuetos, pueda entregar tramas hipercomplicadas que, aun pareciendo “realistas”, no son otra cosa que extravagantes proyecciones mentales de sus protagonistas. O suyas. El Caballero de la Noche asciende cierra la trilogía retomando temas, ideas y personajes de la oscura primera película y combinándolos con la energía e intensidad de la segunda, como si se tratara de un combo y/o un “grandes éxitos” de ambas. Hay un villano inmanejable que pone en vilo a Ciudad Gótica, hay una película política y polémica y hay, sobre todo, un psicodrama personal/familiar que se pone en juego cuando Bane, el malvado en cuestión, no tiene mejor idea que hacer volar por los aires todo lo conocido y Wayne debe retomar su propia y abandonada historia de cruzado enmascarado. La trama es imposible de resumir, pero digamos brevemente que luego de ocho años de ausencia -en los que abandonó la vida pública y dejó que Harvey Dent se convirtiera en un héroe mitológico para los ciudadanos, aun sabiendo que ese mito se basaba en una mentira-, Bruce se ve obligado a volver a la acción a partir de la aparición de esa especie de fuerza de la naturaleza que es Bane (Tom Hardy, a quien le pusieron voz de megáfono luego de las críticas que recibió Nolan cuando mostró escenas en las que no se le entendía casi nada), un hombre que parece ser la “mano dura” de un operativo por controlar la economía de la ciudad, empezando por las propias Wayne Enterprises. Y, por otro lado, seducido e intrigado por la escurridiza Selina Kyle (Anne Hathaway, lo más parecido a algo luminoso que tiene esta negrísima película), una ladrona de joyas que busca limpiar su pasado y está dispuesta a cualquier traición para lograrlo. Wayne volverá a calzarse la ropa de murciélago humano y tendrá un nuevo chiche mecánico con el que recorrer, ahora por los aires, Ciudad Gótica, gracias a su siempre fiel Lucius Fox (Morgan Freeman). Habrá nuevos personajes, como el joven e idealista policía John Blake que encarna Joseph Gordon-Levitt con el aplomo que le da ser un veterano actor con más de 20 años de experiencia (y tiene 31), y la francesa Marion Cotillard, que interpreta a otra billonaria que será clave en el desarrollo de la trama. Y regresa el Comisionado Gordon (ya escribirlo da placer), a quien Gary Oldman convierte en la voz de la razón y la cordura de la saga. Pero si hay alguien con el que verdaderamente Wayne se relaciona -y donde late el corazón de esta película intensa y brutal, apasionante y frustrante a la vez- es con Alfred, su mayordomo de toda la vida, que, con un par de apariciones, Michael Caine transforma en el alma humana de la trilogía, otorgándole la emoción que el resto de la cerebral trama no tiene. Es que Christopher Nolan es un cineasta para el que todo es igual de importante. Digamos: cada vuelta de tuerca de la trama y cada traba psicológica de cada personaje tiene que tener su desarrollo y exploración. Eso lo distingue claramente de la mayoría de los realizadores de películas de superhéroes o de films de acción, que se contentan con plantear conflictos sencillos y luego se entregan a ese largo solo de batería que suelen ser los 45 minutos finales de destrucción masiva. Nolan no. Su ritmo y su compromiso es diferente, y eso -en este tipo de películas- se agradece. No teme mezclar una enorme escena violenta (explosiones, peleas, etc.) con 20 minutos de Wayne encerrado en una prisión/cueva; no impone prioridades entre una persecución furiosa por la ciudad y una conversación entre, digamos, Blake y el encargado de un orfanato. Nolan transmite todo el tiempo la sensación de que se le van años de planificación en cada escena. Y eso, que le juega en contra en películas más adultas como El origen (atrapadas en un vendaval de información narrativa tan ampulosa y sobrecargada como las imágenes), en este tipo de films funciona para darle un tono “realista”, serio, ensimismado. Hasta profundo, quizás demasiado... Si pongo “realista” entre comillas, es porque hablar de realismo en una película de superhéroes (ya sé, Batman no es un superhéroe estrictamente, pero eso no viene al caso ahora) siempre es una trampa. Lo que hace Nolan es disimular, casi todo el tiempo, que es una película sobre un tipo con una máscara y una capa peleándose con otro con un bozal en la cara. Christian Bale es mucho más Wayne que Batman (¿cuánto tiempo real de pantalla tiene disfrazado?) y Selina es más una mujer seductora con una malla negra de baile que un personaje de comic. La trama mezcla cuestiones “políticas” serias (Bane toma el poder en Ciudad Gótica y hay una especie de confusa rebelión ¿anarquista? que nunca se entiende bien cómo funciona, mezcla de la Toma de la Bastilla con Occupy Wall Street) con otras propias de una película de espías de los ’60 (desactivar ojivas nucleares contra reloj, ese tipo de cosas) y Nolan logra navegar bastante bien entre esos universos. O, al menos, te lleva puesto con su marchosa convicción al punto de que sólo después se notan los baches y grietas del asunto. El tipo no es del todo clásico (sus tramas, su forma de editar y su puesta en escena son demasiado personales como para serlo) ni tampoco se ha subido a los distintos formatos de la modernidad: no hay ironía ni pastiche ni “referencias pop” ni frenesí clipero. Tiene una voz propia que es innegable, tan innegable como el hecho de que le gusta escuchársela de una y mil maneras distintas. Y que la escuches vos también. Aquí, te convence (acaso por cansancio). Mucho se ha hablado acerca de las cuestiones políticas que la película pone en juego. Son, sí, evidentes y en primer plano, pero hay mucho cuidado por parte de los Nolan (Chris y su hermano Jonathan, coguionista) en no enredarse demasiado ni en tomar claro partido por nada ni nadie. Por cada buen policía hay uno corrupto, por cada millonario altruista hay uno cínico y ambicioso, por cada revolucionario con causa hay otro que sólo busca el caos por el caos mismo. Y así. Cada “análisis político” se sostiene y se contradice a la vez. Un policía tira la placa pero es a la vez el más honesto de todos. Y el ladrón puede ser más leal que el filántropo. Y en los “bajos fondos” (ese lado oscuro del sueño americano en este caso es literal) viven los marginados y oprimidos, pero también los asesinos y criminales. Lo que plantea Nolan es un escenario post 11/9 de tiempos confusos, en los que el Bien y el Mal no se dividen con claridad meridiana. Como Una historia de dos ciudades, una de las fuentes de inspiración de la trama. Con su espectacularidad y virulencia, El Caballero de la Noche asciende es una película atrapante como pocas en su género. Pero también es cierto que la falta de un villano desbocado y anárquico como el Guasón -tal como fue interpretado por Heath Ledger- le quita esa sensación de imprevisibilidad que tenía la anterior película, y la hace más mecánica y robótica, se le notan más los hilos. Las acotaciones de orden, digamos, psicológico (hay una especialmente interesante asociada al miedo y a la pulsión de muerte) suelen estar en boca de los personajes más insospechados, como si en el mundo de Nolan la “universidad de la calle” fuera una expresión literal, lo cual genera una rara combinación de supuesta erudición y brutalidad que se repite, de diversas maneras, a lo largo de toda la serie. Bah, de toda la carrera de Nolan. Batman, Bane, Alfred, Gordon, Gatúbela -la estructura molecular de la historieta de superhéroes como género- son los pilares sólidos y casi centenarios que permiten que Nolan no se desboque ni termine mirándose su propio ombligo como llegó a hacerlo cuando le tocó crear un mundo propio en El origen. Es un mundo que ya está creado y, sin necesidad de explicar cómo funciona, el hombre ofrece su interpretación personal. Es una serie de variaciones sobre una composición clásica que Nolan toca con la convicción y la potencia necesarias como para hacernos creer, al menos durante 165 minutos, que no la hemos escuchado cientos de veces antes.
De soledades compartidas La vida gris y rutinaria de Sosa, un hombre solitario que vive en una pensión, entrena box y trabaja en un bar, empieza a sufrir algunas modificaciones al ser testigo de las conversaciones de los habitués del boliche en el que trabaja. En principio, para el aparentemente abúlico Sosa, cuyo hobby es cantar y tocar el acordeón, esas conversaciones de café son ruido de fondo, como las máquinas y los otros sonidos que hacen de su lugar de trabajo un espacio mucho más bullicioso que el silencio en el que acostumbra a moverse. Ese “silencio” incluye a su vecina, una mujer con un bebé, a la que no se atreve a invitarla a salir, pese a las chanzas de su patrón. Pero, de a poco, las charlas pasan al primer plano y, mientras los parroquianos deparan sobre los buenos viejos tiempos del peronismo del ‘45 y los complicados pero esperanzados ‘70, Sosa empieza a prestar atención. De allí en adelante, esas charlas empezarán a cumplir sus efectos y Sosa estará yendo a marchas e integrándose en lo que se podría llamar el entramado social del país. También una postal que hay en la cocina disparará su curiosidad y lo llevará a otros descubrimientos. El relato de Fattore es simple y sin muchas vueltas. De hecho, el propio patrón trata de explicar al peronismo como una conjunción entre “lo individual” y “lo social”. Lo más radical, si se quiere, no es tanto eso, sino una puesta en escena seca, que imita al documental de observación, por la cual Fattore elige que su película sea más vista como una tesis que como una narración, si se quiere, dramática. Una opción inteligente que le da interés a una película que, de otra manera, se podía haber quedado en la superficie de muchas cosas. Como suele pasar en la mayoría de las charlas de café...
Cómo escapar de la familia El realizador uruguayo, codirector de “Whisky”, estrena “3”, una comedia dramática sobre la extraña relación entre los miembros de una familia desmembrada. Con 25 Watts (2001) y Whisky (2004), los nombres de Pablo Stoll y Juan Pablo Rebella se instalaron como el gran descubrimiento y luego como referentes del cine uruguayo, una cinematografía con muy poca historia. Rebella murió trágicamente en 2006 y, desde hace tiempo, se esperaba la nueva película de Stoll. En 2009, el realizador regresó con Hiroshima , una película muy pequeña, experimental y muda. Tres años después desembarca con 3 , una comedia dramática sobre una familia desmembrada que se estrena este jueves en la Argentina tras pasar hace poco más de un mes por la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes. El filme es una coproducción con la Argentina centrada en la extraña forma en la que Rodolfo (Humberto de Vargas, un reconocido conductor televisivo uruguayo en la vida real) intentará volver a meterse en la vida de su ex mujer (Sara Bessio) y su hija adolescente (Anaclara Ferreyra Palfy), quienes, paralelamente atraviesan momentos muy especiales en sus vidas. “La idea nació con Juan (Rebella): la de un padre separado que vuelve a su casa -cuenta Stoll-. Yo había regresado a vivir a lo de mi madre entonces y mis padres están separados desde que soy muy chico. Me identifiqué con el personaje de la hija y con cómo cada uno ve y vive la historia de manera diferente. Cuando murió Juan dejé la historia y, mientras trabajaba de asistente de dirección de otra película ( Gigante , de Adrián Biniez), volví sobre ella y la empecé a escribir de cero a partir de lo que me acordaba. Cambió mucho en el camino.” En el medio, Stoll filmó en pocos días Hiroshima y recién tuvo el dinero suficiente para 3 en 2010, película que filmó en 35mm. “Debe ser la última película latinoamericana filmada en 35mm -se ríe-. Fue un poco por inconciencia y otro porque teníamos la plata. En un momento teníamos tres cámaras: ahora nadie las quiere y te las tiran por la cabeza”. Lo más llamativo, especialmente para los uruguayos, fue la convocatoria de De Vargas para uno de los roles principales. “Es un tipo de la tele desde hace miles de años -cuenta el realizador-, yo lo veía de chico en La revista estelar , que era un programa que iba todos los sábados. Y todavía hoy está todas las mañanas en la tele y tiene un programa los sábados. Muchos amigos no entendían por qué lo había elegido a él, pero yo lo vi actuar en teatro y en una película ( Alma mater , de Alvaro Buela) y me había gustado mucho. Se comprometió un montón con el papel”. Para el rol de la conflictuada y a la vez apática adolescente convocó a Ana, con la que había trabajado hace tiempo en varios cortometrajes (“la tenía a ella en la cabeza y sabía que daba muy bien con el papel”) y a Sara, actriz a la que “había visto en unas películas de terror que hizo Ricardo Islas en los ‘90” y que salió después de un casting. Respecto a los temas que trata 3 , Stoll, de 37 años, dice: “Yo me veo como hijo, no como padre, así que el personaje con el que me sigo identificando más es el de la hija. Creo que la película habla de cómo la familia es algo de lo que no se puede escapar. No sé si es drama, comedia, si es optimista o pesimista”. Cada uno sacará sus conclusiones...
Más corazón que odio El filme de Marc Webb es mejor contando el romance entre Peter Parker y su novia, que en su trama de suspenso y acción. Pasó sólo una década desde la primera película de la trilogía de El Hombre Araña , que dirigió Sam Raimi. La última es de 2007 y cinco años suele ser un tiempo más o menos lógico para estrenar una cuarta parte. Pero El sorprendente Hombre Araña no es eso. Es lo que en los Estados Unidos llaman “reboot” y que acá se traduce como “relanzamiento” cuando en verdad a lo que más se parece es a uno de esos “reinicios” que se hacen cuando una computadora “se cuelga”. No es la primera vez que se reinicia una saga de superhéroes (se hizo con Superman y con Batman en los últimos años), pero sí es la primera vez que se hace con tan poco tiempo de diferencia. La pregunta es: ¿para qué? ¿Hay una nueva visión sobre el personaje, tan distinta a la anterior, que amerite volver a empezar? La respuesta sería Sí y No. El Hombre Araña 3 fue una película larga, confusa y extenuante que quitó mucha de la energía que todavía le quedaba a la saga de Raimi. Por eso el director Marc Webb prefirió hacer borrón y cuenta nueva, y no cargar ya con el peso acumulado de las anteriores... En cierto sentido, hizo bien. Andrew Garfield es un Peter Parker más rico e interesante que el algo básico que encarnaba Tobey Maguire, y ni hablar de Emma Stone, una actriz con un magnetismo tal que amerita cualquier “reboot” sólo para justificar su incorporación. Entre ellos dos aparece algo que la trilogía no tenía: química emocional, personajes más complejos y humanos si se quiere. Webb modificó algunas partes de los orígenes de Parker: aparecen los padres como otro eje de su trauma juvenil (además del famoso tío asesinado, que aquí lo encarna Martin “dentadura nueva” Sheen) y hay otras diferencias en cuestiones específicas (ver Parecidos... ). Pero, esencialmente, la diferencia principal es que Parker ya no es el nerd de Raimi/Maguire. Es un chico solitario, de skate y buzo con capucha, al que la araña y Emma “Gwen Stacy” Stone dan una inyección hormonal brutal. Lo que no amerita demasiado el reinicio es, digamos, casi todo los demás. Visual y estéticamente la película no presenta un cambio tan radical como el Batman de Christopher Nolan lo fue al de Burton/Schumacher, ni el Superman de Bryan Singer lo era del de Richard Donner de los ‘70 y ‘80. De hecho, al ser la película más “realista” en lo que respecta a la vida emocional de los personajes, la parte de acción del filme -la lucha contra el temido villano Lizard/ Curt Connors (Rhys Ifans)- parece de otro filme, como una hora de película de superhéroes adosada de manera incómoda a otra sobre un romance entre adolescentes. No es que la parte de acción sea mala. Webb se las ingenia para jugar con una cámara subjetiva que funciona muy bien en 3D para hacernos volar junto al Hombre Araña y, como hacía Raimi, incorpora al combate a los habitantes de Nueva York de una manera original y solidaria -lo mismo que a la propia Gwen, que no se queda en casa temiendo por su novio superhéroe-, pero uno tiene más ganas de volver a verlos a ellos sobre la tierra y no volando por el aire. O que si vuelan, que sea por otra cosa y no para destruir a un lagarto gigante que quiere acabar con todos los habitantes del planeta.
Vidas paralelas Thriller francés en el que dos policías investigan el crimen de un taxi-boy. En la sólida tradición del policial francés se ubica Cómplices , la opera prima de Frédéric Mermoud, que arranca con un cadáver que aparece tirado en un río. El cuerpo y el rostro están violentamente desfigurados y eso es lo que lleva a los policías Hervé (Gilbert Melki) y Karine (Emanuelle Devos) a meterse de lleno en el asunto. El muerto es un joven de apenas 19 años y lo único que se sabe en el primer momento es que su novia está desaparecida hace varios días. El filme contará su trama en dos partes muy inteligentemente ensambladas, ya que es ingeniosa en sus paralelos narrativos aunque peca por ser un poco obvia desde lo temático. Por un lado, iremos avanzando en la investigación de los policías. Y, por el otro, a modo de flashbacks, iremos conociendo la historia de este joven, Vincent (Cyril Descours), que se dedica a la prostitución masculina. Lo que solía llamarse un taxi-boy. En un cibercafé donde arma sus citas, Vincent conoce a Rebecca (Nina Meurisse), una chica más joven que él y que parece bastante inocente, y empiezan a salir. Ella no sabe cuál es el verdadero trabajo de “Vince”, como se hace llamar el chico. Pero un día él le contará y, tras un primer y asqueado rechazo, Rebecca, terminará no sólo por aceptarlo, sino por unirse en “la tarea”, especialmente con algunos clientes que quieren “fiesta”. Paralela a la relación cada vez más sexualizada y liberal de los dos jóvenes, vemos a Herve y Karina averiguar los detalles del cada vez más oscuro caso, pero manteniendo entre ellos una relación casta, de colegas que se ven atraídos el uno por el otro, pero, a diferencia de sus investigados, no pasan a los hechos. Así, el filme llegará a contar con una buena serie de sospechosos del asesinato que van desde el jefe/amigo de Vincent a algún cliente ofuscado o decepcionado, pasando por su propia novia fugada. Y la resolución deparará alguna que otra sorpresa, aunque también alguna innecesaria y desagradable “ironía del destino”. Cómplices es un policial bien armado, intrigante, con ese naturalismo francés para tratar este tipo de temas (prostitución masculina, tríos, orgías y varios etcéteras) que le quita todo tipo de sensacionalismo innecesario. La mezcla de los jóvenes y entusiastas Descours y Meurisse, con los más veteranos y metódicos (oscuros, decepcionados, cansados) Melki y Devos, le dan al filme la combinación perfecta entre furia juvenil y parquedad madura. Al final, unos y otros habrán cambiado y comprendido que, más allá de las diferencias, son las similitudes (y los parecidos) lo que importa.
Amor que mata Comedia gótica de Tim Burton, con Johnny Depp, inspirada en una serie de televisión. Hace 22 años, la dupla Burton/Depp estrenaba El joven manos de tijera , la primera de una larga serie de colaboraciones que llega hoy a Sombras tenebrosas , una película que tiene puntos de contacto con aquella obra maestra, la primera “experiencia” de Depp en esta especie de teatro kabuki aniñado que hace para el director de Charlie y la fábrica de chocolate . Es que Barnabas Collins, su personaje aquí, se asemeja bastante a aquel Edward: ambos llegan a un mundo cuyas reglas desconocen, tratan de adaptarse a esas normas e intentan hacerlo de la manera más gentil y amable que le es posible dadas sus particulares circunstancias. Aquí, Barnabas es un vampiro que fue enterrado vivo 200 años atrás por una amante despechada y que reaparece, en 1972, cuando unos obreros de la construcción no tienen mejor idea que abrir el ataúd que encuentran. A Barnabas no le queda otra que matar para sobrevivir, pero lo que más desea es ser parte de esa familia que supo tener un gran imperio pesquero dos siglos atrás, pero que ahora apenas sobrevive en un palacio desvencijado. La llegada del legendario Collins sacudirá a sus “herederos”, un grupo disfuncional que integran la madre (Michelle Pfeiffer), su hermano (Jonny Lee Miller), la adolescente rebelde (Chloe Grace Moretz) y el niño perturbado por la muerte de su madre (Gulliver MacGrath). Junto a ellos están la alcohólica psiquiatra del niño (Helena Bonham-Carter), el no menos borracho mayordomo (Jackie Earle Haley) y la bella niñera Victoria (Bella Heathcote), que Barnabas ve idéntica a su amada de entonces, que murió víctima de la tenebrosa Angelique (Eva Green), la misma que lo convirtió en vampiro y que, con sus mágicos poderes, sigue viva en 1972. Y dispuesta, ahora sí, a hacerlo suyo, caiga quien caiga. Sombras...se basa en una serie de TV de fines de los ’60 con un aire a Los locos Addams , que Burton modificó a su antojo, transformándola en parte de su propio –y ya algo reiterado- universo. Pero en este caso, a diferencia de sus filmes recientes, todos los elementos “burtonianos” se sienten pertinentes y adecuados al material. Y la película gana, además, por su liviandad, su humor, su ternura y una -a esta altura- inusualmente contenida actuación de Depp. Como lo hizo en El joven...o Beetlejuice , Burton lleva lo macabro con humor, haciendo hincapié en el choque cultural que vive este héroe gótico y romántico en una época -entre el hippismo y el glam rock- con marcadas diferencias con la suya, en especial por la manera rebuscada y formal de hablar de Barnabas, a quien Depp dota de ternura: un freak perdido en un mundo de personas a las que no le faltan sus propias peculiaridades. Esta “doble distancia” entre el espectador de hoy y las eras que el filme muestra permite una serie de divertidos choques que Burton aprovecha en la primera y mejor parte de la película. La resolución –como suele suceder en muchos filmes de Burton, a quien le interesa más crear universos que armar una narración fuerte- no está a la altura de la gran primera hora. Pero esa primera parte da forma a lo que es, finalmente, un regreso de Burton a un cine personal, a esos mundos donde sus buenos, raros y torpes héroes solitarios se juegan todo por amor, aún cuando eso implique perderlo todo en el camino. Es que las derrotas de las criaturas de Burton se sienten como las más encantadoras de las victorias.