De vuelta al colegio Jonah Hill y Channing Tatum en una divertida comedia policial. Comando especial no parecía, en principio, la más feliz de las propuestas: una adaptación de una serie de TV de fines de los ’80 que sólo es recordada por lanzar al estrellato a Johnny Depp. Pero así como dicen que de las novelas menores se hacen mejores películas que de las grandes obras de la literatura, esta muy libre versión de aquel 21 Jump Street termina siendo una de las mejores sorpresas de la comedia de los últimos tiempos y una divertidísima serie de observaciones sobre la identidad y la cultura popular, disfrazadas de comedia de acción. Lo que hacen los directores Phil Lord y Chris Miller ( Lluvia de hamburguesas ) es armar un cruzado juego de cambios de roles en los que se aprovechan todas las situaciones cómicas posibles y, más allá de un excesivo tiempo dedicado al final a las escenas de acción, logran un filme no sólo divertido sino hasta muy inteligente. Tal vez no lo parezca a simple vista cuando vemos al típico gordito nerd (Jonah Hill) siendo burlado por el chico popular de la escuela (Channing Tatum), allá por 2005. Pero siete años después, ambos se encuentran en la academia de policía y descubren que hacen una buena sociedad ya que uno tiene lo que al otro le falta. Pero pronto pagan el precio de la inexperiencia y son ubicados en un programa que consiste en infiltrarse como alumnos de secundaria y tratar de descubrir una red de narcotraficantes que opera ahí con una droga de efectos bastante peculiares. El “choque cultural” se presentará de dos modos. En principio, porque en ese tiempo la escuela cambió y los típicos roles de macho agresivo y nerd humillado ya no funcionan como antes. Y, además, Jenko (un muy gracioso Tatum) es confundido con Schmidt (Hill, cada vez menos hiperactivo) y enviado con los nerds a las clases de ciencia, mientras que su más cerebral y tímido amigo ahora se junta con los “hipsters” de la escuela. Ambos irán investigando –y probando en carne propia en una escena de comedia física desopilante- los efectos de esta droga, mientras arman fiestas descontroladas y no siguen a rajatabla sus compromisos policiales para el fastidio de su capitán (Ice Cube). Así, entre algunos chistes que pueden parecer, en principio, bastante básicos y gruesos, Comando especial juega sus cartas de una manera curiosa. Es una película sobre cómo cambiaron los Estados Unidos en la última década, y una en la que el viejo género de la “buddy movie” (la película de colegas enfrentados que se vuelven amigos) deja al descubierto el subtexto sexual que siempre fue su disimulada marca de fábrica.
Un monarca suburbano Inquietante opera prima de Armando Bo acerca de la vida de un imitador del Rey del Rock. Nunca quisiste ser otra persona? ¿Algún famoso, por ejemplo? ¿Imaginarte cómo puede ser tener la fama, el talento, el dinero y la voz de, digamos, Elvis Presley? A Carlos Gutiérrez no sólo le pasa eso, sino que parece estar convencido de ser la reencarnación del Rey del Rock & Roll. Sólo que este monarca suburbano trabaja en una fábrica metalúrgica del Gran Buenos Aires, tiene una solitaria existencia en una casa que en nada se parece a Graceland (el fastuoso hogar de su ídolo) y mira por televisión, incansablemente, conciertos y entrevistas del cantante. Eso sí, come todo el tiempo emparedados de mantequilla de maní y banana, tal como lo hacía Presley. En su opera prima, Armando Bo (nieto) elige contar la vida de este hombre, pero no desde la parodia ni desde el ridículo. Carlos es obsesivo y posiblemente esté al borde de la esquizofrenia, pero El último Elvis camina a su lado sin juzgarlo. Es obvio darse cuenta que ha sido y es un pésimo padre y que no por nada su mujer (Griselda Siciliani, muy bien en su rol y casi irreconocible en su aspecto) lo dejó y no quiere que se acerque demasiado a su hija (Margarita López). Pero hasta ella, que seguramente sufrió muchas cosas junto a él, le tiene más compasión y piedad que odio o bronca. Es que Carlos pasa de la obsesión al hecho, y si hay algo que no se puede negar es que es un gran imitador de Elvis. Con shows en casinos, clubes, boliches y hasta geriátricos, el hombre –que jamás se saca los auriculares “full time Presley” - se gana la vida haciendo temas como Suspicious Minds o Always on My Mind y se luce en la tarea. Pero su vida como imitador y operario parece no satisfacerlo del todo y asegura estar planeando “algo grande” por lo que renuncia a su trabajo. Pero, en medio de sus grandes planes, su ex mujer (a la que llama Priscilla, aunque su nombre sea Alejandra) tiene un accidente y la pequeña hija (Lisa Marie, por supuesto) queda a su cuidado, trastocando sus planes y forzándolo a volver a trabajar, a pasar tiempo con ella y así conocerla, algo que hará en esos días más de lo que pareció haberlo hecho hasta ahí. Eso sí, arrastrándola en su cotidiana lógica de una vida armada como perpetuo homenaje al Rey. El último Elvis es fascinante en su exploración de un personaje pequeño pero con ambiciones gigantes, de un hombre casi sin identidad y que ha tomado una que le permite evadirse de su realidad. Y todo eso dentro de un filme casi sin fisuras desde lo formal. Con su experiencia en publicidad, Bo maneja los tiempos del relato a la perfección, sus actores son impecables, el diseño de producción es notable (Graceland está reconstruido en estudios locales, por ejemplo) y hasta la bromita algo banal de mostrar una galería de imitadores (además de nuestro Elvis, hay un Jagger, un Lennon, un Iggy Pop, un Charly García y hasta Paolo el Rockero...) resulta simpática y hasta tierna. Es que pese a tratarse de una película oscura, hasta densa en su lógica –y en el casi depresivo personaje que la protagoniza-, Bo y el notable John Mc Inerny (un excelente imitador real de Presley) logran que nos involucremos en las peripecias, alegrías y desgracias de este tal Carlitos, que un día se convirtió en Elvis y, a su manera, se consagró para siempre.
La familia es lo primero Padre e hijo compiten en filme israelí. Pie de página es una fábula moral, en tono de comedia dramática, acerca de la relación entre un padre y su hijo, ambos estudiosos del Talmud, la obra que recoge y preserva la tradición oral del judaísmo. El padre, Eliezer, es un severo y riguroso hombre que se pasó la vida estudiando diferentes versiones del texto religioso. Su hijo, Uriel, lo sigue en esa carrera, sólo que con un acercamiento a esos estudios (y a la vida en general) muy distinto al de su padre. Su forma de entender el estudio le ha traído más éxito en su carrera, pero, también, el desprecio de Eliezer, que lo considera un “folclorista”. Allí donde el padre es hosco y huraño, no cede ante nada ni negocia, el hijo es sociable y generoso, amable y querido por todos. El problema se da cuando le dicen a Eliezer que ha ganado el prestigioso Premio Israel, galardón que le ha sido negado por más de treinta años. Esa premiación lo alegra al punto de tornarlo casi irreconocible de simpático. El problema del asunto es que se trató de un error: lo llamaron a Eliezer para darle la noticia, pero el premio en realidad era para Uriel. El hijo, cuando se entera de la confusión, tiene que lidiar con su conciencia y con las autoridades que lo premiaron para ver si hay forma de corregir el asunto o si lo correcto es dejarle el premio a su padre. Pero tampoco esta opción es tan fácil, ya que para hacer eso le piden a cambio algunas cosas que no sabe si puede, o si quiere, cumplir. Los desafíos y debates a los que se somete este Uriel son propios de un cuento jasídico actualizado o una historia tradicional con moraleja. Y Cedar maneja narrativamente muy bien el desarrollo de esas tensiones, con algunas escenas excepcionales (la reunión de Uriel con el jurado en un pequeñísimo cuarto) y un juego con textos en la pantalla que está inteligentemente usada para incorporar esas “notas a pie de página”. En otros momentos, la película israelí es algo esquemática: en las diferencias excesivamente marcadas entre padre e hijo, en sus respectivas esposas y en el rol que ambas juegan, en el uso sobrecargado de la música (que por momentos subraya excesivamente las escenas). Pero, pese a esos detalles, la película de Cedar ( Campire, Beaufort ) aporta una mirada más que original a un mundo que es muy particular y específico, es cierto, pero a la vez bastante universal y reconocible en los dilemas éticos y familiares que le plantea al protagonista. Y, por ende, a los espectadores.
Un hombre solo, es sólo el comienzo Sebastián Sarquís cuenta la historia de un hombre secuestrado. La opera prima de Sebastián Sarquís, hijo del cineasta Nicolás Sarquís (director de Palo y hueso y Facundo, la sombra del tigre , entre otras), que falleció en 2003, es un filme que trata sobre una relación entre padre e hijo, una película sobre encuentros y desencuentros, sobre pérdidas. Pero esa historia, si es que está ahí, aparece en el marco de otra, que ocupa buena parte del metraje de este fallido filme que no logra estar a la altura de sus ambiciones. El filme es, en principio, la historia de un secuestro. Un hombre llamado Franco (Jean Pierre Noher) se despierta solo, amordazado y atado, en una casa en lo que parece ser una isla del Delta. De a poco va descubriendo que no hay nadie allí, pero que tampoco puede escaparse y que nadie parece escucharlo gritar. Pronto aparecerá un niño, su hijo, que dice hacerse pasar por otro para ayudarlo a escapar. Pero mientras Franco espera y espera por esa oportunidad, su sanidad se complica y no está seguro si su hijo intenta salvarlo o algo más está pasando allí. Paralelamente, se nos muestra que una mujer está negociando telefónicamente con secuestradores pagar o no un rescate para liberar a un hombre, pero nunca nos queda del todo claro la relación entre ambos segmentos del relato. Recién sobre el final, como un sospechoso golpe de efecto, empezarán a caer algunas máscaras y se revelarán los supuestos secretos y sospechas. El problema de El mal del sauce es que, si bien mantiene su interés en los momentos en los que Noher recorre y descubre, en silencio, el lugar donde vive, sin saber muy bien qué es lo que está pasando ahí, la mayor parte de los diálogos y actuaciones del resto de los personajes entra en un territorio de lo inverosímil a punto tal que la limitada credibilidad de la situación desaparece del todo. Y las revelaciones del final, ligadas a la naturaleza del secuestro y de la relación entre el padre y su hijo, se sienten completamente descolgadas, traídas de otra película que aquí nunca estuvo. Es una pena que una película que logra algunos climas silenciosos y que demuestra cierta pericia visual no logre sostenerse cada vez que algunos personajes abren la boca. Esa es una deuda, una asignatura pendiente, que tienen muchos directores argentinos.
Peligro y ron en Puerto Rico Depp vuelve a encarnar a Hunter Thompson. Los cinéfilos conocerán al excéntrico Hunter S. Thompson por la anterior adaptación de uno de sus textos, acaso el más célebre de todos, Miedo y asco en Las Vegas , que dirigió Terry Gilliam hace 14 años. Pero la figura del periodista y escritor, alcohólico y experimentador variado excede y por mucho los límites del cine. Interpretado aquella vez y también ahora por Johnny Depp –amigo íntimo de Hunter en los últimos años de su vida: se suicidó en 1998-, el hombre encarna a la perfección al mito del periodista/escritor que transforma su vida en su arte, o viceversa. Diario de un seductor (título engañoso si los hay: el original es “Diarios del ron” y la novela se llamó aquí Días de r) podría ser una trama de iniciación: la historia de cuando un escritor encontró su propia voz. Thompson la escribió en los ’60 pero no la consideró digna de ser editada y recién se publicó en los ’90 por insistencia de Depp. El libro -y la película dirigida por Bruce Robinson- transcurren en 1960 cuando un entonces joven Thompson viajó a Puerto Rico a trabajar en un diario local y terminó, casi casualmente, dando un vuelco importante a su vida. Entonces un alcohólico “en la franja más alta del bebedor social”, Paul Kemp (así se llama el personaje en la ficción) empieza a mezclarse en la complicada vida de la San Juan en la que, gracias a la compañía del fotógrafo Sala (Michael Rispoli), comienza a conocer los placeres del ron y, con la “ayuda” del sinuoso Sanderson (Aaron Eckhart) llega a descubrir no sólo la corrupción imperante sino a una bella mujer (Amber Heard) que, lamentablemente, es la esposa de este intrigante operador. Así, mientras no logra ser útil a su periódico -que sólo quiere dar buenas noticias sobre la isla- y bebe cada vez más, el descubrimiento de una operación hotelera gigante en una isla desierta lo lleva a cuestionar lo que pasa allí. A eso hay que sumarle, claro, la posibilidad de quedarse con la chica. Episódica, errática, por momentos atrapante y por otros irrelevante, Diario de un seductor interesará más a los que quieran saber de los inicios del escritor o los fascinados por la recreación de lugar y época. Estarán los fans del actor, que pese a ser el instigador principal del filme, no parece demasiado compenetrado en lo suyo. O tal vez, como el personaje que interpreta, también vea todo desde la idiosincrática distancia y los momentos de revelación que da el alcohol, en una película a la que también se siente un poco así, entre copa y copa.
Una liviana farsa con Carmen Maura. Una suerte de fantasía retro, a mitad de camino entre la nostalgia y el absurdo, Las mujeres del 6° piso intenta contar, en tono de farsa casi teatral, una situación de la vida real como fue la vida de las mujeres españolas que, en los años ’60, se iban a Francia a trabajar como mucamas para escapar de la pobreza y del franquismo. Un grupo de ellas vive en el sexto piso de un edificio en el que muchas también trabajan. Allí, un piso más abajo pero sin casi darse por enterado de esa situación, vive Jean-Louis (interpretado con todos los tics posibles por Fabrice Luchini). Tras una disputa entre su mujer y la mucama que trabajó con ellos toda la vida (no una española), terminan echándola. Sin saber qué hacer con su casa, contratan a María (la argentina Natalia Verbeke, de El hijo de la novia ), recién llegada a París desde España y sin experiencia laboral, pero “recomendada” por su tía Concepción (Carmen Maura), una de las “mujeres del sexto piso”. Ese simple pretexto sirve para contar un cuento falsamente inocente sobre cómo la vida de un hombre francés cambia al conocer a su mucama, interesarse primero en ella y luego, ante las fricciones cada vez más constantes con su esposa (Sandrine Kimberlain), enamorarse de la chica. Ese interés por María lo llevará a conocer a “las chicas”, un grupete bastante gritón y estereotipado de señoras españolas que vive arriba (Lola Dueñas, Berta Ojea y Concha Galán completan el equipo, cada una con sus problemas específicos), ver las lamentables condiciones en las que conviven y su mezcla de bonhomía, solidaridad mutua y dureza en los reclamos, digamos, sindicales. Todo teñido de un entusiasmo y un joie de vivre que incluye su costado gastronómico. La ayuda será mutua: él tratará de mejorar sus condiciones de vida y ellas lo despertarán emocional y, claro, sensorialmente, si bien las sospechas entre ambos tarden un rato en disiparse. Se podría decir que el filme tiene algo de Historias cruzadas en el cruce entre el mundo de los “patrones” y las lecciones que aprenden de las mucamas, lo mismo que la idea de un hombre reservado y “civilizado” que descubre su otro lado más juvenil y rebelde al conocer bien la vida de “las chicas”. Pero Las mujeres del 6° piso ni siquiera se preocupa demasiado por cualquier costado social ni cinematográfico. Es una fantasía banal, una comedia de tono y tempo teatrales que ya quedaría vieja en la calle Corrientes, y que representa al lado más intrascendente y ñoño del cine francés.
Semilla de maldad Tilda Swinton se luce en este duro filme sobre la relación entre madre e hijo. A mitad de camino entre la película de terror y el estudio psicológico de una tensa relación, Tenemos que hablar de Kevin es más bien el retrato de una crisis nerviosa, de la depresión en la que entra una madre luego de que su hijo adolescente comete un acto terrible de insoportables consecuencias. En términos narrativos, el tercer filme de la talentosa realizadora escocesa Lynne Ramsay (la excelente Ratcatcher y El viaje de Morvern ) cuenta la difícil relación entre una madre y su hijo desde el embarazo hasta ese momento de quiebre, la incómoda historia de cómo quien parece ser un hijo no deseado se va transformando en una especie de monstruo que parece querer castigarla por traerlo al mundo, por no quererlo lo suficiente o, simplemente, porque es más parecido a lo que ella sería si “la vida” no la hubiese domesticado. Pero esa visión literal del filme sería limitada, ya que la historia se presenta como la pesadilla, los pedazos de un espejo roto que Eva, la madre, revisa cuando mira su vida en un estado casi catatónico. Yendo y viniendo en el tiempo, reforzando (acaso demasiado, a partir de recurrentes motivos visuales y auditivos que lanza Ramsay al espectador) la idea de inestabilidad emocional, tal vez todo lo que vemos no sea más que una deformación afiebrada de esa relación. Es que más de un espectador podrá preguntarse, viendo el filme, hasta qué punto es posible que nadie se dé cuenta de los problemas de un chico que se niega a ir al baño solo hasta los 8 años, destruye el cuarto y las cosas de su madre, y la tortura con su desprecio, su falta de afecto y su tono burlón y cínico (a su padre, en cambio, lo trata con afecto, pero sólo para molestarla a Eva). Ramsay parece allí apelar a una visión distorsionada. Tanto para la madre como para el hijo, los únicos que existen son ellos, y la película es ese juego de ajedrez vuelto pesadilla. Ramsay quiere hablar de demasiadas cosas en el filme y en ese sentido su retrato “social” de cómo Eva (extraordinaria Tilda Swinton, mezcla de tolerancia, desprecio, bronca, miedo y depresión en cada plano) tiene que tolerar las consecuencias de los actos de su hijo a partir de las reacciones de otras personas, la lleva a un territorio algo obvio. Con pintar la relación y la vida familiar queda claro que, en el fondo, el filme es una crítica casi “lynchiana” al sueño americano. Transformar en monstruos a los demás puede ser excesivo, por más que integren en cierto sentido la permanente pesadilla que es su vida. Tenemos que hablar de Kevin es una película perturbadora, dura, incómoda. Un filme que cualquier madre (o padre) verá con cierto espanto y terror, pero que en algún lugar se reconocerá en esas sensaciones confusas y ambiguas que se pueden producir en la relación con sus propios hijos, por más que las chances de que salgan como Kevin sean, por suerte, ínfimas.
Una lección de educación cívica Redford indaga en el juicio a los asesinos de Lincoln. La historia del juicio a los que conspiraron en asesinar al presidente de los Estados Unidos, Abraham Lincoln, en 1865, le sirve a Robert Redford, en su rol de director (no actúa), para intentar trazar un paralelo con la situación actual de los Estados Unidos “en guerra” y en cómo la necesidad de encontrar y condenar a culpables de crímenes terribles no debe nublar la vista de los que imparten justicia y que -tanto entonces como ahora- deben hacerlo de las maneras constitucionalmente aceptadas. El filme se inicia con el famoso asesinato en un teatro de Washington, no sin antes informarnos que la Guerra Civil, que había terminado apenas unos días antes, todavía está más que presente en las mentes de todos los participantes. El principal es un héroe de guerra de la Unión (el Norte), Frederick Aiken (James McAvoy), un inexperto abogado a quien le encargan la tarea que menos quiere: defender a Mary Surratt (Robin Wright), acusada de conspirar en el asesinato, ya que en su casa se reunían John Wilkes Booth (el actor que mató a Lincoln y que fue luego asesinado), su hijo John Surratt (que se ha escapado y no lo pueden encontrar) y los otros sospechosos. De una manera metódica, correcta, llevadera pero para nada apasionante, Redford nos mete en el juicio de una forma tal que muy rápidamente sabemos (y si uno sabe cómo terminó la historia, peor, así que mejor no averiguar y dejarse sorprender) cómo se moverán todas las piezas. Aiken empieza repudiando el trabajo, pero luego se va dando cuenta de que es probable que la mujer no supiera bien lo que sucedía ni cuáles eran las intenciones de las personas que se reunían con su hijo en su casa. O bien, que en su deseo de salvar a su hijo, termine echándose culpas sobre sí misma, como parece pensar su hija (Evan Rachel Wood). Y queda claro que hay muy poco de “juicio justo” en el tribunal militar: todos parecen dispuestos a condenar sin mirar demasiado atentamente los hechos. Que Redford ponga los cuestionamientos a la forma de impartir justicia de los defensores de Abraham Lincoln es una interesante vuelta de tuerca para un cineasta “liberal” a quien le resultaría más sencillo encontrar una trama donde los villanos fueran los sectores más reaccionarios de ese país. Y ahí está lo más interesante del filme, en el hecho de indagar en cómo, por más razones morales que parezcan tener los acusadores, los hechos son los hechos y no es ético torcerlos por más justa que la causa parezca ser. Eso, claro, hace eco en lo que sucedió en los últimos años, con prisiones como Guantánamo y otros actos de dudosa justicia impartida por un país que se considera a sí mismo el máximo baluarte de la democracia. Redford no subraya esta conexión, pero es obvia. Lo que se lamenta es que haya filmado más una lección de educación cívica que una película verdaderamente atrapante.
El choque urbano Fallido policial uruguayo centrado en un enfrentamiento entre bandas. Reus es un barrio montevideano en el que, al menos en los años que pinta la película que lleva ese título, se había tornado un sector peligroso, con bandas de delincuentes que robaban tanto a los negocios como a los transeúntes -ante la aparente impotencia de la policía-, motivados por la necesidad de dominar el barrio y conseguir drogas. Una banda de barrio, sin grandes conexiones, más salvaje por inexperiencia y descontrol que por otra cosa. En un combo que mezcla varias películas policiales juntas, por un lado la banda entra en crisis por el regreso de la cárcel de El Tano, su veterano jefe, que no acepta algunas de las prácticas más salvajes de los más jóvenes metidos en el consumo de la pasta base. Por otro, la policía y los comerciantes del lugar (en su mayoría judíos, ya que Reus tiene algo del Once porteño) deciden que ya es hora de parar de alguna manera estos robos violentos y deciden tomar cartas en el asunto. En el medio, se realiza allí un bar mitzvah (cumpleaños de 13) del hijo de Don Elías –el enemigo declarado del Tano-, justo cuando el fuego entre ambas partes empieza a crecer. El enfrentamiento es entre Elías y el Tano, pero allí tallan ex fuerzas de choque de la época de la dictadura y los elementos más densos de la banda, lo que hace que el asunto se vaya de las manos. El filme, codirigido por tres directores, también se va bastante de las manos, ya que pese a su tradicional estructura, casi nunca logra volverse convincente, pareciendo todo el tiempo una exagerada representación, casi caricaturesca, tanto de los delincuentes (en una onda “viejita” sobreactuada a la enésima potencia) y aún más de los comerciantes y parapoliciales que no hacen más que repetir frases salidas del manual del policial. Un éxito en Uruguay, Reus se plantea como un filme realista a la Pizza, birra, faso , pero en realidad es tan forzado y excesivo como Ciudad de Dios , aunque sin la solidez técnica de aquel más que discutible pero incuestionablemente potente filme brasileño.
La vecinita de enfrente... Gianni Di Gregorio dirige y protagoniza esta comedia sobre un hombre que quiere conquistar mujeres jóvenes. Los que vieron Un feriado particular saben bien quién es Gianni, el protagonista de aquel filme y de éste, La sal de la vida , en ambos casos interpretado por Gianni Di Gregorio, que es también guionista y director de ambas. Este sesentón, amable, tierno y hasta un poco discreto para los estándares italianos, tenía que lidiar, en el primer filme, con cuatro viejitas que quedaban a su cuidado en un fin de semana de vacaciones en Roma. En este nuevo filme -que no es estrictamente una secuela, pero parte de la misma idea, con los personajes llevando el nombre de los actores y una estética y planteo similar-, Gianni sigue teniendo a su madre alrededor causándole problemas (está internada en un geriátrico y no para de gastar dinero), pero el centro está en otra cosa. En esta ocasión, Gianni -casado, con una hija y viviendo en cuartos separados con su esposa- descubre que a su alrededor está lleno de bellas mujeres que le gustan y que lo miman, lo quieren, lo respetan. Pero lo tratan como un abuelo y punto. ¿Le alcanza con eso? El filme corre desde lo temático por una senda más convencional que el anterior. Si bien las “viejitas“ hacen su aparición para enredarle la vida al pobre Gianni, el asunto para él parece ser cómo hacer para que alguna de las tantas chicas que se cruzan por su camino (la que atiende a su madre en la clínica, su vecina, una ex pareja y hasta las bellas mujeres que caminan por la calle o las que venden en la feria) le preste atención. El hombre es amable, simpático, “un gran amigo” al que todas las chicas besan, abrazan y acarician. Pero la edad no implica que al pobre de Gianni no le pasen cosas con ellas. Lo interesante del filme es ponerse en la piel de un hombre de 60 años que sigue con los sentidos despiertos, pero al que ya las chicas se le vuelven inalcanzables. “Te quiero como a un nono”, le dice una. De ahí no se vuelve... Di Gregorio (que fue guionista de Gomorra ) estructura todo de manera similar a su película anterior. Se siente la improvisación de algunos textos, la naturalidad de las actuaciones, la estructura casi casual y nada forzada de encuentros y desencuentros, pero acaso por ser la temática algo más trillada, el filme no tiene la potencia humorística del anterior, aunque no pierde en melancolía y gracia. Al final, cuando suena Here Comes the Man , de The Pixies (sí, los Pixies en una comedia italiana para un público, eh, mayorcito), el círculo se cierra claramente. La vida, a los 60, tiene sus variados placeres, eso es innegable. Sólo que hay que saber dónde encontrarlos y, también, asumir que algunos otros habrá que resignar, por más que la vecinita de enfrente de 20 años sea pura sonrisa...