Retrato en movimiento Una mujer decide abandonar su rutina en este filme español. Javier Rebollo, que viene de filmar su tercera película, hace pocos meses, en la Argentina ( El muerto y ser feliz , protagonizada por José Sacristán), se hizo conocido en España con sus dos primeros filmes, Lo que sé de Lola y La mujer sin piano , que se estrena aquí poco más de dos años después de su estreno en el Festival de San Sebastián 2009. La mujer... sigue las peripecias de Rosa (Carmen Machi), una depiladora de más de 40 años que vive una vida tan rutinaria como aburrida, de la que apenas un molesto zumbido en el oído saca de la monotonía casi absoluta. Como si ese silbido fuera la señal de alguna incomodidad existencial, una noche Rosa se decide a salir por la ciudad, a la aventura, intentando que la vida la golpee de alguna manera. Siempre con la parquedad y austeridad que caracteriza una puesta en escena con elementos cercanos al cine de Aki Kaurismäki –y la comedia distanciada y silenciosa, de cierto cine de Jim Jarmusch-, Rebollo va subiendo la apuesta a partir de las peripecias nocturnas de Rosa que -con valija, peluca y labios pintados- empieza a circular por la ciudad hasta terminar en una estación de micros con la idea de viajar a algún lado. Pero salir prueba ser más complicado que lo que pensaba y allí empieza a enredarse con otros personajes, en particular con un extraño ¿espía? polaco. Desdramatizada y precisa, alejada de todo convencionalismo propio de cierto cine español, en especial sus comedias (Machi actúa con mínimos movimientos, lejos del humor expansivo por el que se hizo famosa), La mujer... es un retrato en movimiento, que mezcla humor absurdo, contemplación y un cariño por los personajes que lo aleja del humor burlón, que podría haber sido el camino más fácil. Rebollo –parte de una camada de cineastas españoles que intenta despegarse de las formas del relato tradicional- maneja códigos similares al de su opera prima, llevando “lo real” hacia zonas inquietantes, raras, si bien en este caso en un tono más liviano. Ese extraño deambular de Rosa por una Madrid de madrugada tal vez sea un reflejo de que otra vida, al igual que otro cine, siempre es posible.
Promisoria opera prima del cordobés Rodrigo Guerrero, centrada en un grupo de seis personajes perdidos. En apenas algunos planos de su primera película, Rodrigo Guerrero demuestra ser un cineasta con muy claras ideas visuales y sonoras. La presentación de seis personajes, cada uno por su lado, va evidenciando el planteo de su filme, El invierno de los raros . Dos chicas andan a caballo por el campo. Un hombre en su camioneta. Una joven rubia y alta que cuida su cuerpo moldeado. Un hombre solitario, que espera. Una mujer sola, en su casa, que sufre. Estas escenas, acompañadas por una música sugerente y misteriosa, presentan a los personajes. Lo que veremos será un relato coral, con varias historias paralelas que se cruzan, apenas, entre sí. Pero Guerrero no apuesta a una historia en el sentido convencional. Sus personajes son seres perdidos, sin rumbo, que circulan en una especie de limbo sin saber bien para dónde arrancar. Y esa circulación es la que irá contando el filme. Guerrero encuadra con elegancia, sutileza: recorta objetos, cuerpos, combina planos detalle con otros, más largos, hasta generar una sensación de estar ahí, compartiendo el espacio con los protagonistas. Por momentos se excede en secuencias de montaje un tanto aparatosas, acaso engolosinado con ese particular ritmo visual que tiene el filme. Porque sabe, además, que el fuerte de El invierno... está en contar desde la observación y no desde la trama. Las historias de la chica de ojos claros y su pareja (Lautaro Delgado), la de la visitante recién llegada al pueblo, la de la observada y el observador (Luis Machín), la de las madres y sus hijas, irán moviéndose casi coreográficamente, sin avanzar demasiado (acaso, con 110 minutos, sea un filme algo largo para este tipo de narración impresionista), pero las sensaciones permanecerán en el espectador: el invierno en el pueblo chico, las calles solitarias, un debut sexual, miradas atrás de un vidrio sucio o el encuentro de dos viejos conocidos. Extraños paisajes del alma.
Mirar las cosas por primera vez Notable drama del coreano Lee Chang-dong. Para escribir un poema hay que mirar las cosas como si fuera la primera vez”, le dice a Mija, mientras sostiene una manzana, el hombre que le da clases de poesía. Mija se ha acercado al centro cultural del pueblo interesada en el tema (“me gustan las flores y digo cosas raras”, explica) y ha empezado a estudiar con el objetivo de poder escribir un poema al final del curso. Acaso ese problema de memoria que está teniendo -se olvida sustantivos, no recuerda cosas- la haya llevado hasta allí. O tal vez la necesidad de pensar un poco la relación con su nieto adolescente, que vive con ella. Es que el chico podría estar involucrado en un delito -con un grupo de amigos habrían violado repetidas veces a una compañera de la escuela- que concluyó con el suicidio de la chica, imagen que abre el filme. Pero en la escuela lo que quieren –tanto las autoridades como los padres de los otros chicos- es sacarse el problema de encima y están dispuestos a pagar por el silencio de la madre de la víctima. Mija no sabe, no entiende muy bien qué es lo que debe hacer. Y para eso está la manzana, la poesía, para ayudarla a mirar mejor. En Poesía para el alma , el quinto filme del coreano Lee Chang-dong ( Oasis, Peppermint Candy ), hay varios ejes narrativos que se van uniendo hasta conformar las distintas facetas de un persona, de una vida. La de Mija, en este caso, una elegante mujer de unos 70 años cuya vida aparentemente tranquila se desmorona de un día para el otro entre su nieto y el incipiente Alzheimer. Ese relato íntimo le permite a Lee acercarse a otro, más complejo: es una historia acerca del arte (la literatura, sí, pero también el cine) y cómo nos puede no sólo ayudar a sobrevivir sino también a mirar mejor lo que pasa a nuestro alrededor. Lee puede ser directo y casi obvio en lo que quiere transmitir, pero la forma en la que lo hace es muy sutil, entrando a su temática de la manera más lateral posible. Poesía… es un drama y un policial, pero más que nada es un relato pausado que va acumulando tensión dramática mientras gira lentamente su eje, al punto en que, al final, esa manzana que Lee nos va mostrando ya no es la misma que al principio. Con sobriedad y recursos nobles, sin gestos ampulosos ni golpes dramáticos impostados, el notable realizador coreano construyó un filme que se detiene en detalles (una reunión de incipientes poetas borrachos, una caminata de Mija bajo la lluvia, la contemplación de un árbol), porque son ellos, más que los acontecimientos, los que cuentan la historia de esta mujer que entendió que la vida y el arte se cruzan -y retroalimentan- de las formas más insospechadas.
Todo sobre mi madre Comedia dramática italiana sobre la relación entre un hijo y una mamá muy particular. El reencuentro de un hijo con su madre, a quien ha dejado de ver y hoy sufre una enfermedad terminal, no parece el argumento más adecuado para una comedia. Y si bien el nuevo filme de Paolo Virzi ( Carolina en la ciudad ) tiene sus elementos dramáticos, en su tono, sus elecciones estéticas y su “desparpajo” apuesta a un humor que surge de la comprensión, del sentirnos parte de una experiencia de vida. Bruno (Valerio Mastandrea) es un profesor de literatura bastante amargo, adicto a lo que sea que le permita evadirse. Un día su hermana viene a buscarlo para decirle que su madre está enferma y lo último que Bruno quiere hacer es ir a verla. Pero termina yendo. Y es ahí donde el filme empezará a contar en dos tiempos el reencuentro y el origen de esa difícil relación. Flashback a 1971. Bruno es un niño y no le gusta nada que todo el mundo mire a Anna, su madre, tan bella como liberal en sus comportamientos (la encarna Micaela Ramazzotti, antes, y Stefania Sandrelli, ahora). Cuando le dan un premio a “Miss Madre” en el pueblo su marido empieza a celarla y termina echándola a patadas. Ella se lleva a los chicos y de allí en adelante vivirá con sus sueños de fama, pasando por casas de distintos “amigos” ante el fastidio de su hijo y la fascinación de la niña. En el presente, y pese a la enfermedad, Anna sigue siendo una mujer descuidada y salvaje, que desaparece del hospital para irse a pasear, y se cambia y pinta como si en cualquier momento fuera a comenzar una fiesta. Y con esa madre, Bruno deberá lidiar, y tratar esta vez de no juzgarla. Con un material que daba para el sentimentalismo y la nostalgia, Virzi arma una comedia con apuntes dramáticos más cercana a la voracidad narrativa y casi festiva de los filmes italianos de Gabriele Muccino ( El último beso ) que a los de Giuseppe Tornatore, con elecciones visuales, musicales y apuntes cómicos inesperados que le quitan pomposidad a los momentos más dramáticos sin por eso hacerles perder fuerza. El filme tendrá revelaciones, subtramas y diversos episodios (demasiados, la alargan innecesariamente), pero en lo central quedará grabado en el espectador la impresión de haber conocido a una serie de personajes que llevan encima sus contradicciones, sus complicadas historias, y hacen lo mejor que pueden para vivir con ellas.
La magia de los intérpretes Documental musical de Carlos Saura. En Flamenco, flamenco , Carlos Saura continúa en el estilo de documentales musicales que tan buenos réditos comerciales le han dado a esta última década y media de su carrera, a la vez que regresa al género musical que le dio inició a todo este proceso, que ya tradujo en imágenes Sevillanas y Flamenco , en la década del ‘90. Tras pasar por el tango y el fado, aquí vuelve al flamenco y a utilizar un estudio y enormes paneles como decorados -acaso pintados con motivos más figurativos que en anteriores experiencias, en las que solían servir básicamente para jugar con los colores-. Está, también, la lustrosa fotografía llena de claroscuros y colores fuertes de Vittorio Storaro. Y los intérpretes, claro, que son la razón de ser de estos filmes no narrativos. Flamenco, flamenco recorre distintos estilos del género y va desde grandes números coreografiados a grupos pequeños y sin instrumentos (Miguel Póveda, brillante), pasando por una amplia variedad que va desde la guitarra de Paco de Lucía hasta el zapateo de Farruquito, y figuras de distintas generaciones como José Mercé, Estrella Morente, Tomatito, Sara Baras, Niña Pastori y Rocío Molina, entre muchos otros. Si bien el filme (toda la serie, en realidad) tiene todo el aspecto de ser un producto comercial casi for export , y que Saura se mete demasiado en cada performance cortando más de lo necesario entre puestas de cámara, es indudable que son los músicos, cantantes y bailarines los que determinan en cierto sentido el placer y deleite con el que se puede seguir el filme. Y ellos están más que a la altura de las circunstancias. O mejor... Sigue siendo curioso, de cualquier manera, entender porqué Saura toma géneros musicales de fuerte conexión popular y urbana, y los lleva al estudio, los “estiliza” y descontextualiza de esta manera. Logra, sí, un bonito espectáculo casi teatral de música e imágenes (casi como si uno estuviera sentado en primera fila de un magnífico concierto multiestelar), pero teniendo las posibilidades cinematográficas -y, acaso, éticas- de devolver esos géneros a las calles, resulta difícil entender su empeño en encerrar a los intérpretes a mirarse en el espejo.
Las venas abiertas Documental sobre los pueblos originarios. Crónicas de la gran serpiente intenta mostrar mediante una serie de viñetas un recorrido por la historia del sometimiento de los pueblos originarios argentinos y latinoamericanos a manos de los españoles. El documental de Darío Arcella se conforma a partir de historias contadas de padres a hijos, a través de generaciones indígenas, acerca de las luchas, las imposiciones religiosas y comerciales, y las humillaciones a manos del “hombre blanco”, saltando de lugar en lugar y de siglo en siglo. Armado a partir de imágenes de archivo, filmaciones actuales, fotografías, animación y usando testimonios actuales más otros leídos de cartas de distintas épocas, Arcella da cuenta de esa historia de dominación, pero también de supervivencia. Y refleja también una suerte de mirada ideológica colectivista, solidaria, que las comunidades indígenas tienen y que ha sobrevivido, se dice, a los intentos de forzarlos a un cambio, si se quiere, filosófico. El filme tiene algunos problemas. La caricaturización que se hace de los españoles mediante el uso de una voz en off hecha por actores imitando su acento y que -como si fuera un filme para niños- sobreactúan un tono de villano, no ayuda mucho a tomarse en serio el proyecto. Y, por otro, si bien el “sampleado” por distintas épocas y tribus permite dar un panorama de la situación, a la larga todo termina empatándose, ya que cada viñeta se apoya en las mismas ideas que se repiten a lo largo del tiempo. Esto se traduce en una simplificación un poco radical de siglos y siglos de historia. Y más allá de las buenas intenciones y de la visión generalista que el planteo ofrece, por momentos al espectador no le queda otra que pensar en aquella frase de “el que mucho abarca, poco aprieta”. A veces, un sólo ejemplo es más revelador que un apretado collage sobre seis siglos, una decena de tribus y un continente entero.
Con un toque personal y auténtico La historia de dos hermanas, con Facundo Arana en el medio. Tras la opera prima de Juan Minujín, Vaquero , estrenada la semana pasada, le llega el turno a una actriz pasar del otro lado de la cámara. En este caso, Paula Siero, que estrena El agua del fin del mundo , una película en la que no actúa (como sí lo hace Minujín), pero a la que le encuentra un toque personal y auténtico. El filme cuenta la historia de dos hermanas, Laura y Adriana, interpretadas por Guadalupe Docampo y Diana Lamas, que deben lidiar con la enfermedad de la segunda -la mayor- a la que parece quedarle pocos meses de vida. El centro será la relación entre ambas y el sueño de Adriana de viajar a Ushuaia antes de morir. El problema, claro, es que no tienen dinero para hacerlo. Laura se ocupa de Adriana y de su trabajo en un bar, pero su jefe no le da ni el tiempo ni el dinero para programar ese viaje. Adriana es poco lo que puede hacer: dedica su tiempo a pintar su casa, buscando concentrarse en algo. En el medio aparece Martín (Facundo Arana), un músico callejero, alcohólico, que generará algunas rispideces y celos internos (ambas se lo disputan, aunque él parece estar más pendiente de la ginebra que de las chicas) y se suceden algunas recaídas en la salud de Adriana. El agua del fin del mundo es un filme sencillo, sin muchas vueltas, con un desenlace tal vez demasiado “liviano”, pero que consigue transmitir sus ideas (el cuidado del familiar enfermo y las relaciones complicadas que eso produce; la inesperada solidaridad de los extraños) de forma cuidada y con actuaciones que sostienen con intensidad lo que podría ser, en otras manos, una situación algo desgastante. Docampo y Lamas dan la química justa para esas hermanas que se pelean y celan, sin caer en el miserabilismo de la “película de enfermos”. Y Arana compone un personaje muy alejado de su modelo habitual: sucio, desprolijo y alcohólico. Igual, claro, las chicas se pelean por él. Eso, se ve, no cambia por la falta de shampú.
La revelación Un fotógrafo se obsesiona con un retrato en el nuevo filme del portugués Manoel de Oliveira. A las 5 de la mañana, bajo la lluvia, un hombre sale con urgencia a buscar un fotógrafo. Una mujer, la Angélica del título, acaba de morir y la familia –una de las más ricas de la zona- desea sacarle unas últimas fotografías antes del entierro. El único fotógrafo al que encuentran es un joven judío (la familia de la difunta es cristiana, devota) al que le gusta hacer “las cosas a la antigua”. Tanto su vestimenta como su tecnología lo hacen parecer venido de otros tiempos. Angélica (Pilar López de Ayala, la misma actriz española que protagoniza Medianeras ) ha sido acomodada, en un sillón, inmaculadamente vestida y sonriente. Cuando Isaac intenta sacarle una foto, ella cobra vida y le sonríe, una y otra vez, mirando al lente. Es algo que sólo él ve (o cree ver), pero que lo cambiará para siempre. Encima, al volver a su casa, revela las fotos y al colgarlas frente al balcón, la bella Angélica le sigue sonriendo, “viva”, desde el papel. El asunto comenzará a afectar a Isaac, que se va volviendo cada vez más ensimismado y ajeno a lo que pasa a su alrededor, para preocupación de la dueña de la pensión en la que habita. Mientras sigue sacando fotos a obreros trabajando, Isaac comienza a tener alucinaciones cada vez más fuertes, en las que Angélica sigue siendo una figura central. Y así, hasta alejarse cada vez más del mundo de los “mortales” y empezar a vivir una inexplicable relación con ese “fantasma”. Con un guión que escribió en los años ’50 –pero que recién ahora hace a causa de la necesidad de ciertos efectos especiales-, el realizador de 102 años involucra mansamente al espectador en este juego misterioso que es más una exploración cinematográfica que un drama psicológico. La cámara sigue a Isaac mientras escucha conversaciones sobre energía (“cuando la materia y la antimateria se dan un abrazo”, dicen por ahí), brujería y maldiciones, va a sacar fotos a iglesias y lugares religiosos, acompaña a los trabajadores en el campo o, simplemente, se queda extasiado mirando las fotos de Angélica. Manoel de Oliveira filma ese encantamiento, esa devoción, ese extraño amor que nace entre un hombre extranjero (en todo sentido) y una mujer muerta, como si Vértigo de Hitchcock pudiera mezclarse con un drama religioso europeo de los años ’50. Sin prisas (los tiempos narrativos del portugués son calmos, los parlamentos de los personajes precisos y pausados), pero involucrando al espectador en esa fascinación (que es también la fascinación por el cine, por la magia de las imágenes y sus fantasmas), el infinito De Oliveira entrega una de sus mejores y más accesibles películas. Una delicia más que bienvenida en la pobre cartelera cinematográfica actual.
El amor en la ciudad de la furia Comedia romántica, sobre un premiado cortometraje, acerca de lo difícil que es conocer gente real en estos tiempos virtuales. Otro debut se suma hoy a la cartelera local. Un debut “tramposo”, en realidad. Gustavo Taretto es, a los 45 años, un experimentado director publicitario y premiado cortometrajista. Y Medianeras , de hecho, es la versión largometraje de un corto del mismo título que recorrió el mundo a partir de 2004. Al realizador le tomó casi siete años poder transformar esa historia (que coincide con la primera parte del largo) en un filme en el que esos mismos personajes pudieran tener mayor desarrollo. Y, pese a algunos deslices y excesos, logra un producto efectivo. Medianeras son tres películas en una. Por un lado, es una serie de reflexiones “woodyallenescas” del propio Taretto puestas en la boca de los dos protagonistas (una chica y un chico que viven a metros de distancia, pero jamás se encuentran) acerca de Buenos Aires, su arquitectura y cómo esta influye en el comportamiento de la gente, aislándolos en lugar de unirlos, generando espacios cerrados de conexión virtual en el que conocer gente “real” se vuelve difícil. Esas reflexiones “hipocondríaco/geográficas” son por momentos muy divertidas y, en otros, reiteran clisés vistos en decenas de películas. Lo mismo sucede con la trama. Por un lado está Martín (Javier Drolas), un fóbico que casi no sale de su “caja de zapatos” y se la pasa todo el día frente a la computadora desde que una novia (Romina Paula) lo dejó. Algo no tan distinto sucede con Mariana (la española Pilar López de Ayala), que se está recomponiendo de una relación que fracasó (con Alan Pauls) y que acarrea también sus miedos y obsesiones. Entre infinitas referencias a la cultura pop (algo bienvenido por lo inusual en el cine nacional: personajes que consumen películas, discos y programas de TV como el común de los mortales) y complicados intentos de “conocer gente nueva” (él, con Inés Efron y Carla Peterson; ella, con Adrián Navarro y Rafael Ferro), las historias se van desarrollando paralelamente con el modelo de la comedia romántica estadounidense de fondo. Con algo de Amélie , de 500 días con ella y hasta de Sintonía de amor , Medianeras se construye como un peculiar Buscando a Wally que toma situaciones de la realidad y las convierte en material de comedia pop. Como con las reflexiones, las situaciones pasan de graciosas a intrascendentes, pero con un gran acento puesto en una voz en off que construye esa otra película que no se puede contar en las imágenes y viñetas que dispone Taretto. Una voz que es más angustiada y angustiante que lo que el tono de la película parece hacernos creer.
La vida de un artista Documental biográfico. La vida y la obra estética del artista plástico y cineasta Edmund Valladares son el centro de este documental realizado por Educaro López, Jorge Valencia y Jaime Lozano en base a entrevistas con el artista -hoy de 79 años- y con testimonios y aportes críticos que recorren su historia. En un documental de formato convencional y más apto (por duración, también) para su paso por televisión, lo mejor de Testimonio de una vocación tiene que ver con evitar el tour por “cabezas parlantes” y preferir que las imágenes que acompañan a lo que se dice de la obra de Valladares sean sus propias obras, en un collage de pasa de sus pinturas a sus esculturas, deteniéndose en películas suyas como Nosotros los monos, I Love You... Torito y El sol en botellitas . El testimonio del propio Valladares sirve para armar su historia de vida y su intención por retratar, combinando diversas vanguardias estéticas en un estilo que sólo puede definirse como propio y personal, la problemática social argentina y latinoamericana. El resto del filme son consideraciones de otros (colegas, críticos, especialistas) que han escrito sobre su obra, en textos que son leídos, en su mayoría, por Juan Leyrado. A través de ellos se ofrece una panorámica de las ideas que circulan sobre la obra de Valladares tanto en la Argentina como en el resto del mundo. Las escenas de sus filmes (en especial las de Nosotros los monos ) le otorgan algo más de fuerza y dinámica a este documental respetuoso, atento y discreto, que no escapa de lo previsible, pero logra evitar varios lugares comunes.