Una maestra muy particular Cameron Diaz protagoniza esta ácida comedia de Jake Kasdan. Intentar construir una comedia zarpada alrededor de Cameron Diaz puede parecer una idea algo absurda a esta altura. Hay comediantes más cercanas al tono de humor, por momentos muy ácido, que plantea esta comedia de Jake Kasdan, a las que seguramente las bestialidades que salen de la boca de la bonita Diaz les serían más naturales. Pero también es cierto que, de no estar Cameron –con su mezcla de picardía e inocencia- el personaje que interpreta sería demasiado detestable como para interesarnos por su suerte. Es que, de hecho, Elizabeth lo es. Una ex maestra que está por casarse con un hombre que no soporta sólo por dinero -para ser una mantenida el resto de su vida- debe volver a dar clases cuando el tipo se da cuenta y la deja poco antes de la boda. Y Elizabeth vuelve, a regañadientes, más preocupada en “ponerse tetas” para poder competir en el mercado de solteros con chicas más jóvenes y pulposas, que por enseñar algo a sus alumnos. Y una de las formas en las que trata de conseguir plata es, directamente, robándosela a los chicos de todas las maneras imaginables. Esto recién empieza: como educadora, su concepto de “dar clase” consiste en tirarse patas para arriba en el escritorio, poner una película tipo Mentes peligrosas y tratar de sacarse de encima la resaca de la noche anterior. De a poco, Elizabeth empezará a relacionarse con Russell (Jason Segel), un profesor de gimnasia que se da cuenta del plan de la chica y comparte cierto cinismo respecto al comportamiento algo ridículo de algunos profesores excesivamente entusiastas, como Amy (Lucy Punch). Y la aparición de Scott (Justin Timberlake), un maestro suplente que parece venir de una familia de dinero, llevará a Elizabeth a pensarlo como su próxima víctima. Pero el particular maestrito parece más cerca al espíritu “animador de fiestas infantiles” de Amy que a sus propuestas más encaradoras. Malas enseñanzas tiene momentos brillantes y muy divertidos, gracias a un trío como Diaz, Punch y Segel (Timberlake está algo desdibujado con un papel de “maestrito pavo”) que le sacan jugo a cada escena y a cada ironía escrita por el equipo de guionistas responsable de The Office . Algunos términos que usa Díaz en clase podrán perder efectividad en la traducción, pero son literalmente impublicables en cualquier idioma, y más aún dichos a una clase de niños que pintan bastante inocentones. Malas enseñanzas podría verse como una versión femenina de películas como Escuela de rock o Un Santa no tan santo . Y el recorrido que hace la película y el personaje es similar al de los protagonistas de ambas. Si aquí no termina de funcionar tan bien como esas dos es porque, más allá de los gags específicos (verbales y/o visuales), la trama en sí (el triángulo/cuarteto romántico, la obsesión de Diaz por ponerse siliconas) no se sostiene demasiado por fuera de los gags en cuestión. Cuando la película intenta cambiar de tono o entrar en ciertos desarrollos narrativos, uno se queda esperando un nuevo chiste, un nuevo remate demoledor, un nuevo cuchillazo. Si hay comedias que son adaptables a sitcoms televisivas, Malas enseñanzas es una candidata firme. A la manera de la propia The Office, Community o Curb Your Enthusiasm , nos presenta personajes al borde de lo intolerable, pero que no podemos dejar de mirar. Ni de querer.
Crash! Boom! Bang! El lado oscuro de la luna” La tercera película de la saga es otra sinfonía de hierros retorcidos. Si Michael Bay se viera obligado a dirigir el tráfico en alguna esquina sin semáforos no podría evitar que los autos chocaran entre sí de a decenas. Y, luego del desastre, no se podría identificar qué causó el accidente, por qué pasó, ni cómo se dieron las situaciones. Eso sí, el hombre se retirará del lugar con una sonrisita y un gesto de “misión cumplida”. Imaginemos que ese Bay, antes de ubicarse en esa esquina esperando el choque, deposita media docena de cámaras para filmarlo. Luego toma todo el material grabado, lo mezcla y lo llama película. Bueno, algo así es ver Transformers: el lado oscuro de la luna , una especie de interminable sinfonía de hierro retorcido, de Metal Machine Music del cine pero sin intenciones experimentales (como el homónimo disco de Lou Reed) sino con la idea de conformar una cacofonía de motivos visuales y sonoros que llevan tres películas (y más de siete horas) reiterándose prácticamente sin variaciones. En Transformers 3 , Bay expande el universo de esta pelea intergaláctica entre Autobots y Decepticons para incluir episodios de la historia contemporánea. La justificación narrativa de este filme es que la carrera espacial entre rusos y estadounidenses tuvo que ver con la búsqueda de un material llegado a la Luna desde el planeta Cybertron, en plena guerra civil entre ambos bandos. Y que parte de ese material sigue allí, otro aquí y que todo terminará con la aparición de un nuevo Prime (como Optimus, el hasta ahora líder de los Autobots), quién podría lograr que todo Cybertron venga a la Tierra. Y más allá de si el planeta viene o no, lo que se siente es que para Bay no existe mucho más -a la hora de pensar cinematográficamente- que tratar de idear escenas de acción para luego arruinarlas en la ejecución. Tras un planteo mínimamente interesante (que tarda media película en explicar), Bay ya no sabe qué hacer con él. En sus películas, la acción no incluye a la trama: la detiene de igual manera que un solo de batería detiene una canción, para mostrar una pretendida y tediosa destreza muscular. No debe haber en la historia de los “tanques” de taquilla personajes menos interesantes que los Transformers. Casi indistinguibles unos de otros -los buenos de los malos, y ambos de los indecisos-, verlos combatir es lo más parecido a ver un chico de tres años estrellar un juguete contra otro durante horas hasta que todas las partes terminan repartidas por el living. Da la impresión de que Bay es uno de esos niños que en un momento se cansa de armar su castillo y lo patea por el aire a ver dónde caen las piezas. Y si terminan en la cabeza de alguien, mejor. Y si las secuencias potencialmente interesantes están mal narradas (toda la batalla que se produce en Chicago), el “factor humano” es mínimo, risible. Sam Witwicky (Shia LaBeouf) es un personaje de carisma nulo, y se agradecen las apariciones de personajes secundarios (John Turturro, John Malkovich, Kevin Dunn, Ken Jeong) que tienen al menos la gracia de un chiste malo en medio de un velorio: en esas circunstancias, uno se ríe de cualquier cosa, se agarra de lo que puede. Respecto a la reemplazante de Megan Fox, la británica Rosie Huntington-Whiteley, se puede decir que es muy bonita y que Bay la filma como si cada aparición suya fuera un comercial de shampú que interrumpe el filme. Esto no quiere decir que no haya espectacularidad visual y un uso del 3D más discreto que lo esperado en un cineasta tan abusivo desde lo sensorial. Lo que no hay es nada que conecte a lo que se cuenta con algo humano, algo que lleve el interés de una escena a la siguiente. Ya no digamos a lo Spielberg (ver su nombre ligado a esta franquicia duele): hasta Emmerich es sutil y poético al lado de Bay. Por momentos uno siente que Michael se burla de sus propios clichés (los soldados avanzando en cámara lenta, las frases altisonantes, los chistes malos, las sobreactuaciones), pero al final se convence de que no. Que es consciente de ellos, pero que está orgulloso de sus aportes al cine de estos tiempos. Lo que molesta, también, de Transformers 3 , es que tanto técnico talentoso y artista visual competente esté perdiendo el tiempo en esta franquicia inerte. Y que sea el bolsillo, finalmente, el que le dé la razón a una saga sin alma, sin vida, sin corazón. Ah, no se les ocurra poner El lado oscuro de la luna , de Pink Floyd, a ver si “coincide” con la película. Jamás podrán volver a escuchar el disco otra vez. No es broma...
¿Alguien vio a papá? Comedia dramática sobre una familia muy particular. Es curioso el efecto que genera una película como Daddy Longlegs (también conocida en festivales como Go Get Some Rosemary ), de los hermanos Ben y Josh Safdie. Uno ve al padre que la protagoniza y podría calificarlo, sin vueltas, como un desastre. Sin embargo, pese a su confusión, su locura y su descontrol, termina siendo un tipo querible. Y no sólo para sus hijos -que tal vez no se dan del todo cuenta de la extraña manera que tiene de ocuparse de ellos las dos semanas al año que le toca- sino hasta para el público. Un ejemplo lo pinta a las claras: como una noche debe trabajar hasta muy tarde (es proyectorista de un cine) y no tiene con quién dejar a los chicos, no tiene mejor idea que zafar dándoles una pastilla para dormir. La cuestión es que les da una tan potente que a los chicos les toma días despertarse. Y eso no es nada: sale con una chica y se los lleva a la rastra hasta su casa y allá se topan con que ella tiene pareja; los manda solos a través de un barrio muy denso a hacer compras (tienen 7 y 9 años) y así... Un niño/adulto, irresponsable pero encantador, que quiere ser amigo de sus hijos más que su padre, Lenny (basado en el verdadero padre de los directores) es un gran personaje que Ronald Bronstein (un realizador que debuta como actor) construye con una energía y un carisma que hacen que le perdonemos casi todo. El filme de los Safdie tiene la energía y el nervio de Lenny. Una cámara en mano y en 16 mm., una Nueva York vibrante y nerviosa, y una notoria influencia del cine de John Cassavetes hacen que Daddy Longlegs se convierta en una película tan atractiva y ambigua como su personaje principal.
El pasado que vuelve Jake Gyllenhaal viaja en el tiempo para evitar un atentado en este intenso thriller. Como decía una canción de Talking Heads, un día podés levantarte y preguntarte: “¿Que estoy haciendo acá?”. Algo así le sucede a Colter Stevens (Jake Gyllenhaal) cuando se despierta de lo que parece ser un sueño en un tren que viaja a Chicago. La mujer frente a él le habla como si lo conociera, pero él no tiene idea quién es, ni dónde está, ni por qué. Ni siquiera la ropa que tiene puesta es suya. Enseguida irá al baño y, al mirarse al espejo, notará que la imagen que ve allí tampoco es la suya: es la de otro hombre, un desconocido. Y, encima, mientras trata de descifrar la situación, el tren explota y todos vuelan por el aire. En 8 minutos antes de morir veremos esa situación repetirse varias veces, pero siempre con variantes. En esta suerte de versión ciencia ficción de Hechizo del tiempo sabremos que Colter es un soldado apostado en Afganistán que es parte de un experimento. Para descubrir al autor de ese atentado, es enviado a través del tiempo -mediante un complejo código científico- ocho minutos antes de la explosión a tratar de evitarla. Pero el hombre no viaja realmente. Lo hace... mentalmente. Y tampoco viaja al pasado real: viaja uno posible, a un vector, a... bueno, ya verán, pero tiene que ver con la física cuántica o algo por el estilo. Lo interesante del filme de Duncan Jones ( Moon ) es que no se enreda mucho, como El origen , en explicar su sistema. Lo hace rápidamente y confía que el espectador no se pondrá a hacer cálculos científicos para probar si es posible, porque seguro que no lo es. Es una película mucho mas pequeña que aquélla. Son dos escenarios: el tren donde debe investigar y el extraño lugar en el que Colter está como encerrado recibiendo ordenes de una pantalla (¿es una prisión? ¿una cápsula espacial? ¿un lugar imaginario?). Pero, a su vez, la apuesta es más alta (evitar una explosión que volará Chicago) y sus conflictos vitales/emocionales están puestos en el centro de la acción. Es que, a través de cada uno de sus ocho minutos en el tren, y mientras busca al sospechoso, Colter irá conociendo a la gente que viaja y a trazar relaciones con ellos, en especial con Christina (Michelle Monaghan), la chica que lo mira con cariño y que no conocía. Paralelamente se relacionará con la agente que le da órdenes (Vera Farmiga) e intentará descubrir qué es ese otro extraño lugar donde todo es también muy raro. Con puntos de contacto con Los agentes del destino , pero con una lógica interna más consistente y narrativamente mucho mas intensa, Jones plantea una situación “hitchcockeana” de manera notable y lo hace con mínimos recursos, un pequeño grupo de actores (además de los citados esta Jeffrey Wright, como el creador del “código”, y otros pasajeros del tren) y mucho ingenio para ir encontrando ejes narrativos distintos (y no sólo sospechosos) en cada “viaje”. Como en los grandes filmes que homenajea ( La ventana indiscreta e Intriga internacional ), Jones hará como Hitchcock: pondrá el eje más en las relaciones y menos en el mecanismo. Si bien se reserva una serie de sorpresas que modificarán la trama, lo que más le importa es la situación emocional del personaje y su relación con los demás. Como en Hechizo del tiempo , de ese momento que se repite una y otra vez no se sale aprendiendo de memoria las rutinas. Se sale encontrándole algún sentido a lo que se hace. O bien, teniendo un buen motivo para salir.
Las huestes del heavy metal Muy divertida comedia guatemalteca. Las marimbas del infierno es una comedia brillante y absurda por donde se la mire, graciosa y conmovedora a la vez, cuyo eje central resulta una excelente excusa para crear un relato divertido y original. A partir de la situación, aparentemente real y filmada cual documental, en la que se ve contando su historia de vida a un veterano músico guatemalteco, Don Alfonso, intérprete de ese enorme y folclórico instrumento que es la marimba (similar al xilófono), el director Julio Hernández Cordón lo enreda en una serie de situaciones absurdas. Ya sin grupo propio y con la marimba a cuestas, Alfonso recorre bares y restaurantes para encontrar que a nadie lo interesa contratarlo y que prefieren reemplazarlo por un DJ. En su periplo se topa con su ahijado, Chiquilín, más interesado en aspirar pegamento que en cualquier otra cosa, y luego con Blacko, legendaria figura del rock guatemalteco (esto es verdad, no invención del filme), con quienes se termina uniendo para ser parte de una banda de death metal con Blacko como baterista, Chiquilín como improvisado (y bastante malo, por cierto) cantante y el agregado musicalmente insólito de un marimbista folclórico. El choque de este trío podría ser un chiste que se acaba pronto, pero Hernández-Cordón lo aprovecha al máximo, no sólo en su potencial humorístico, sino en la forma en la que lo transforma en un retrato de tres generaciones: un músico folclórico indígena y tímido desocupado y perseguido por deudas, un adolescente villero y hip-hopero, y un veterano rocker que parece extraído de una cueva del Oeste bonaerense de los años ’80, con sus referencias satánicas y su carrera paralela como... doctor. Todo esto lo consigue, además, manteniendo siempre la ilusión de un retrato documental. De hecho, los personajes son quienes dicen ser en la vida real, es sólo la situación que los reúne la inventada. Esa confrontación entre lo real y el gag hacen inmejorable a una película que, en otras manos, podría haber caído en la burla, la sorna o la condescendencia. Aquí eso no sucede jamás. Alfonso, Blacko y Chiquilín son tres personajes queribles, nobles y hermosos, a los que el director adora y respeta. Cuánto tardarán los productores de Hollywood en ver el enorme potencial para una remake que tiene esta película no se sabe. De cualquier manera, sería deseable que nadie se quede a esperar esa versión: este notable filme de Guatemala es una de las mejores comedias latinoamericanas en mucho tiempo, una verdadera joyita que no conviene dejar pasar.
Enemigo público número uno Notable filme de Olivier Assayas sobre el terrorista “El Chacal”. Olivier Assayas asumió el encargo de hacer una miniserie para el Canal + francés acerca de Ilich Ramírez Sánchez, más conocido como “Carlos, el Chacal”, célebre terrorista y ejecutor de varios notorios atentados en los ’70 y ’80. Su contrato incluía entregar una versión para cine que es la que se estrena hoy aquí. Con una duración de 165 minutos -la mitad de los 330 que duraba la miniserie-, Carlos es una apasionante exploración de ese mundo, tan lejano y tan cercano a la vez, a partir de un hombre de acción, una mezcla de Che Guevara y James Bond, y sus cambios de joven idealista de armas tomar (a nombre del Frente Popular de Liberación de Palestina) a ser casi un mercenario a sueldo de diversos gobiernos de países árabes. Esa película de geopolítica contemporánea está disimulada dentro de un relato de acción y suspenso apasionantes, con un personaje por lo menos magnético como Carlos. Brazo armado de una revolución árabe marxista -muy distinta a la fundamentalista que llegaría después-, Carlos era una mezcla de galán latino, ejecutor nato, líder carismático y notable estratega que empezó a perder un poco el rumbo a partir de cierta fama conseguida y su transformación en una suerte de mito urbano. El más célebre de sus operativos –que ocupa casi la mitad del relato- es la toma de rehenes en la reunión de delegados de la OPEP, en Viena, 1975. Con un grupo comando asaltó esta reunión de ministros de países exportadores de petróleo con un falso objetivo, los subió a un avión y se vio enfrentado a la situación de un mundo árabe más complejo de lo que suponía. Si la película no llega a la excelencia de la miniserie es porque el relato de largo aliento de aquélla permitía entrelazar mejor las secuencias de acción y suspenso, con la vida personal de Carlos, pero sobretodo con la compleja estructura política en la que se hallaba inserto, trabajando para nombres que siguieron sonando por décadas, como Gadafi o Saddam Hussein. Permitía, también, por motivos del formato, diversos y sucesivos picos dramáticos. Pese a sus 160 minutos, ésta se siente como una versión clipeada, apurada y resumida de 25 años de historia. Lo cual no afecta su calidad como entretenimiento. De hecho, se podría decir que ahora es un relato de acción y suspenso, con unos pocos intervalos. Assayas conduce con mano maestra las escenas de acción, siempre pendiente de que el espectador entienda lo que pasa, porqué y cuáles son las fuerzas enfrentadas sin perder de vista el impacto o la tensión. Con un uso brillante de la música (prueba de que bandas como Wire, A Certain Ratio, New Order o The Feelies pueden ser propulsivos motores de escenas de acción, si bien son posteriores a muchos de los hechos) y una actuación magnética del venezolano Edgar Ramírez, Carlos es un filme que -como Munich , de Steven Spielberg-, hace que las palabras acción política cobren otro significado: el de género cinematográfico.
¿La suerte está echada? Intrigante thriller metafísico con Matt Damon. La obra de Philip K. Dick ha sido llevada varias veces al cine, desde Blade Runner a Minority Report , pasando por El vengador del futuro , por citar las más famosas. En esos filmes de ciencia ficción, los planteos del autor entraban en perfecta sintonía con un mundo desplazado del real, incorporando fluidamente sus juegos con la memoria, el tiempo y sus típicos mundos paralelos. En Los agentes del destino la situación es más complicada y el grado de credibilidad del espectador al que aspira George Nolfi (guionista de Bourne: el ultimátum ) en su opera prima como director es mucho más alto ya que decide, en su versión muy libre del cuento de 1954 Adjustment Team , ubicar esos juegos metafísicos propios de Dick aquí y ahora. Matt Damon encarna a David Norris, un joven congresista de Nueva York cuya ascendente carrera se cae a pique cuando se publican en la prensa unas fotos comprometedoras de su juventud (bastante inocentes, en realidad). En el momento en que está por dar su discurso aceptando su derrota en una elección, conoce a una bella chica inglesa (la excelente Emily Blunt) que lo seduce de inmediato, llevándolo a cambiar su discurso y renovando su potencial político. Pero eso es sólo el comienzo de una suerte de eventos extraños en la vida de Norris. Primero el espectador (y luego él) descubre la presencia de un grupo de personas, todos con sombrero, que circulan alrededor suyo. Pronto sabremos que son algo así como “ajustadores del destino”, seres con poderes para modificar la vida de las personas y llevarlas a determinados lugares, haciendo que lo que parezca azaroso no lo sea tanto. Para no revelar mucho de la trama, digamos que este grupo tendrá a Norris entre ceja y ceja y harán lo imposible para evitar que se aleje de su trazado destino. Y la chica en cuestión sería un impedimento para ese plan. Pero, claro, Norris sabe de sus intenciones y, enamorado de esa escurridiza mujer, hará lo imposible por escapar de la trama prefijada de su vida. Una mezcla de Bourne y Las alas del deseo , en términos temáticos –más cerca de la primera en su ritmo-, Los agentes... tiene una muy buena y hitchcockeana primera hora, pero de a poco empieza a volverse algo simplona y obvia, y sólo la capacidad de estos “enviados” de modificar la realidad (pueden mover objetos, salir del Central Park y aparecer en un estadio de béisbol, y así) termina siendo motivo de entretenimiento. A favor de la película, la historia de amor que justifica todo el caos que se genera alrededor tiene en Damon y Blunt a dos actores capaces de tornarla creíble y hasta emotiva. Y es eso lo que asegura que, por más simple que se vuelva la supuestamente compleja y filosófica trama (azar versus destino, la existencia del libre albedrío, etc), Los agentes... se siga con interés hasta el final. Eso, y la capacidad de ver qué trucos “mágicos” pueden salir de la literal galera -y de esa suerte de iPad de la vida- que manejan los poderosos “simuladores” de Philip K. Dick.
Texto disponible sólo en la edición papel del día 10/06/2011.
Cine negro a la gallega Un hombre vuelve a su pueblo y se enreda en una situación policial. Estrenada, como dicen, “entre gallos y medianoche” (es una coproducción argentina, lo que justificaría su salida comercial mínima), Retornos es una especie de filme noir a la gallega que mezcla una historia familiar con un caso (o un par de casos) policiales que ocultan que, en ese pueblo pequeño y brumoso del interior de Galicia, pasan más cosas que las que uno imagina. El filme de Luis Avilés Baquero se centra en Alvaro (Xavier Estévez), un hombre que vuelve al pueblo tras irse a vivir a Suiza después de una confusa situación policial (para el espectador) que lo ha hecho “persona non grata” en su lugar. Un llamado de su hija, a la que casi no conoce, avisándole de la inminente muerte del padre de él lo hace reencontrarse con unos viejos vecinos que le dan vuelta la cara, incluyendo su ex esposa, hoy en pareja con un hombre, al parecer, importante del lugar. Estando allí vuelve a suceder otra situación desafortunada cuando atropella con su auto a una joven, amiga de su hija, y ella muere. Pero él está convencido de que la chica ya estaba muerta al chocar. Mientras se trata de determinar la causa de la muerte, Alvaro investigará algunos secretos del pueblo ya que esta chica, centroamericana, trabajaba en un prostíbulo en el cual el nuevo marido de su ex mujer está involucrado y en el que pasan cosas densas, que parecen impensadas en ese pueblito gallego en apariencia tranquilo. El asunto, intrigante en un momento, se irá complicando de más, ya que se involucra su hermano y otras cuestiones que no conviene adelantar. Esas resoluciones apresuradas intentan desentrañar una maraña innecesariamente compleja dejando de lado lo más interesante del filme: el drama familiar, el retorno, la relación con su hija, la descripción del ambiente. Allí, Retornos se transforma en un thriller más que podría ocurrir en cualquier pueblo estadounidense sin las particularidades de una tierra de exilios, idas y vueltas como es Galicia. Cuando el filme no pierde de vista dónde está, es cuando mejor funciona.
Del tal padre, tal hija Una adolescente criada en soledad por un ex agente de la CIA sale al mundo a conocer su identidad. Hanna es una película extraña, rara. En tiempos en que gran parte del cine de Hollywood parece funcionar como una organizada procesadora de escenas y secuencias, la película de Joe Wright se destaca por sus diferencias. Es que el filme del director de Orgullo y prejuicio y Expiación, deseo y pecado parece trabajar a caballo entre dos tradiciones, la del cine de suspenso y la de arte/autor, y lo que le sale es, bueno, Hanna , una película... rara. La primera escena impacta. En el medio de la nieve, en un paraje desolado, una adolescente (la Hanna del título, Saoirse Ronan) persigue, mata y descuartiza un enorme animal con la frialdad y decisión de una pequeña Terminator. Pronto iremos sabiendo más de ella. Que vive en ese paraje con su padre (Eric Bana), un ex agente de la CIA que desapareció, literalmente, del mapa. Que su padre es su único contacto con el mundo: le enseña a hablar en varios idiomas y la educa y entrena por cuenta propia tanto en la lectura como en, bueno, en lo que ya le vimos hacer... Pero Hanna ya es adolescente y quiere saber que hay afuera. El padre le explica algo ligado a un botón rojo (que, si lo toca, dará cuenta a sus jefes de su paradero) y le advierte de los peligros de hacerlo, pero tarde o temprano, la manzana hay que morderla. Hanna toca el botón, el padre se fuga y la chica es atrapada por la CIA, comandada por Marissa (Cate Blanchett). De allí Hanna se escapará y otra película comenzará, suerte de Bourne mezclado con Alias/Nikita . Por un lado, Wright maneja con maestría escenas de suspenso como la que sucede entre una estación de micros y un subte en Berlín (un plano secuencia de más de tres minutos) con Bana escapándose de perseguidores. Y, más tarde, con la propia Hanna peleando con tres matones entre enormes containers. Todo en plan de reencontrarse con su padre y, de paso, saber quién es y cuál es la razón de esa indómita fuerza. Pero la extrañeza del filme no está ahí: Wright ocupa igual o más tiempo en narrar la fuga de Hanna como si fuera un oscuro cuento de hadas, con situaciones y personajes que parecen salidos de la fantasía (los matones alemanes, de hecho, parecen más bien sacados de El gran Lebowski ) y entrando al territorio de la trama de iniciación. Hanna se hace amiga de una chica de su edad y de su familia de acampantes a través de lo que parece ser el Norte de Africa y el sur de España, lugar en el que Wright se toma el tiempo para mostrar un número de flamenco... íntegro. Ese choque es lo que hace a Hanna una película extraña, no siempre lograda, pero inquietante. Tiene la capacidad de sorprender y sacar al espectador de la rutina, aunque muchas de esas salidas produzcan un choque entre realismo y fantasía que casi obliga a tomar partido por una u otra parte. Pocas películas salen airosas de este combo (imagine un Bourne dirigido por Tim Burton y piénselo), pero Wright lo logra. Con grandes momentos y otros discutibles, se las arregla para disfrazar lo simple de la trama y crea un filme que merece verse con atención.