La venganza es lo último que se pierde Tres humillados empleados traman un plan... Extraños en un tren (también conocida como Pacto siniestro ), una de las mejores películas del genial Alfred Hitchcock, tenía como eje central de su trama un intercambio de asesinatos entre dos hombres. En tono de comedia, Quiero matar a mi jefe intenta llevar esta idea a tres personas (amigos entre sí, pequeño problema) y con un objetivo común que está claramente expresado en el título del filme. Los resultados no son ni por lejos los hitchcockianos, pero alcanza para pasar un rato más o menos divertido.Los Estados Unidos post crisis parecen dar tela para nuevas tramas, como se vio también en la reciente Larry Crowne . Aquí está Nick (Jason Bateman), el sacrificado oficinista al que su insoportable jefe (Kevin Spacey) lo hace correr de acá para allá sólo para finalmente negarle su esperado ascenso. Kurt (Jason Sudeikis) vive una situación idílica ya que en la fábrica en la que trabaja tiene una excelente relación con su jefe (Donald Sutherland) quien... muere en la primera escena del filme. A cargo del negocio queda su hijo (Colin Farrell, irreconocible), un cocainómano, desaforado e insoportable personaje que no tolera ni es tolerado por Kurt.El que tiene el menor de los problemas es Dale (Charlie Day). Muy enamorado de su futura esposa, este asistente dental es permanente y agresivamente acosado por la ninfómana dentista para la que trabaja, la Dra. Julia, interpretada magistralmente por Jennifer Aniston en uno de los mejores papeles de su carrera. Los tres quieren contratar un asesino a sueldo (Jamie Foxx), que no es lo que se dice un talento en la materia.Y así, de las humillaciones laborales (la parte más graciosa de la película, la inicial) a las complicaciones de cumplir el no muy elaborado plan (la segunda mitad, algo desperdiciada en su potencial cómico) va pasando la película de Seth Gordon (director del gran documental The King of Kong y de varios episodios de series como Community y The Office ), en la que la crisis toca muy de cerca ya que ninguno de los tres se atreve, simplemente, a renunciar.Los que se llevan la mejor parte son los villanos, con Spacey sacando jugo a un empresario despiadado, Farrell divirtiéndose como si fuera el playboy más decadente del mundo y la ya citada Aniston, más sexy y vulgar de lo que estamos acostumbrados a verla. En un papel breve, Foxx prueba también que menos puede ser más cuando de comedia se trata.Si bien la premisa es demasiado exagerada, especialmente para estos tres medio ineptos amigos a mitad de camino entre Los tres chiflados y la banda de ¿Qué pasó ayer? , de a ratos funciona muy bien. Y, seguramente, muchos espectadores encontrarán motivos para identificarse. Salvo con el sacrificado asistente de Aniston, claro, un tipo definitivamente de otro planeta...
Una muñeca rusa En este melodrama de Luca Guadagnino, Tilda Swinton encarna a una mujer cuya vida da un vuelco. Las referencias surgen al segundo de comenzada la película: Luchino Visconti y El gatopardo ; el melodrama norteamericano y Douglas Sirk; El Padrino y Coppola, y así hasta llegar a la reciente Vincere , de Marco Bellocchio. Luca Guadagnino, el director de esta bellísima y emotiva película, es consciente de que El amante pertenece a ese universo. Se ve en los títulos, en cada plano que recorre la suntuosa casa familiar, en los planos detalle de ese universo de lujos, en el personal doméstico preparando una cena como si fuera un ejército de precisos movimientos. Nada escapa a la cinefilia, pero sin embargo la película no se ve como juego, ejercicio u homenaje, sino que se vibra desde adentro, desde el drama de la protagonista, la extranjera. Tras una impecable escena inicial, una cena familiar de unos 25 minutos, todos los “platos” narrativos están servidos. Se trata de un clan empresario italiano, con un abuelo a punto de dejar el negocio familiar a sus herederos (un hijo y tres nietos) y en el que se destaca la presencia de dos “extraños”. Por un lado está Emma (Tilda Swinton), una mujer rusa que se ha casado con el hijo del patriarca y que parece sentirse más apegada al ama de llaves que a los orgullosos empresarios milaneses. Y, más tarde, aparecerá Antonio, un joven chef, amigo de su hijo, procedente de una familia sin tanto poder económico. Lo más sorprendente, sin embargo, llega al final de la escena, cuando tomamos conciencia de que no estamos en los años ’50, sino en la actualidad... La decisión del “nono” de dejar la empresa a su hijo y a sólo uno de sus tres nietos empieza a desatar el conflicto. Pero a Emma más la impacta descubrir que su hija Elisabetta (Alba Rohrwacher), que se ha ido a estudiar arte a Londres, es lesbiana y está en pareja con otra chica. Ese impacto no es negativo, sino liberador, le permite imaginarse a sí misma, a los 50, algo más separada de ese opresivo clan familiar. Y el joven chef está ahí, rondando, de manera perturbadora. El filme se va volviendo más trágico y melodramático con el correr de los minutos, pero la actuación internalizada, sutil y casi etérea de Swinton lo mantiene en el terreno de lo humano y emocional. Ese mundo de tradiciones se empezará a fracturar de la misma manera que el relato se fractura y hasta la puesta en escena formalista del principio se va liberando (observen la manera en la que la cámara se “suelta”) con los cambios de la protagonista, cuyo apetito (vital, sexual y gastronómico) se abre. El amante es un filme excesivo que bordea la autoparodia. La música de John Adams lo recorre casi como si estuviéramos viendo un concierto en paralelo, y algunos motivos de la trama bordean el ridículo. Pero como todo gran melodrama, el mérito está no sólo en saber llevar adelante esos riesgos tonales, sino en comprometer al espectador, lograr que se olvide de esos formalismos genéricos. Y Guadagnino lo logra magistralmente. Y tiene a Swinton como su Madame Bovary, su Lady Chatterley, la mujer que siente que esa vida no le pertenece y que descubre que hay algo más allá. Y que un buen plato de sopa, preparado con una magia ancestral, es más que un placer refinado. Es una magdalena proustiana que trae de vuelta el pasado, abre el presente y pone en riesgo el futuro.
Las similitudes y las diferencias Comedia dramática de Victoria Galardi sobre una familia disfuncional. Películas como Cerro Bayo parecen reflejar un estilo cinematográfico que muchos nuevos cineastas han empezado a abordar, especialmente las directoras. A mitad de camino entre la radicalidad severa de los filmes más independientes que circulan por festivales internacionales y los productos más ostensiblemente comerciales, existen filmes como el segundo de Victoria Galardi, donde la directora de Amorosa soledad juega con una historia chiquita, en tono bajo, que refleja emociones finalmente grandes y fundamentales. A esa noción estilística habría que agregarle un fuerte componente temático: la familia disfuncional que se reúne, el pueblo chico, el conflicto asordinado que sale a la luz. De La Ciénaga a Los Marziano , de Encarnación a Una semana solos , de XXY a la inminente y premiada Abrir puertas y ventanas -por citar sólo algunas, todas ellas dirigidas por mujeres-, uno podría trazar casi una tradición a la que Cerro Bayo se amolda, con sus similitudes y diferencias. La película se centra en lo que pasa en una familia que atraviesa el sorprendente intento de suicidio de la abuela, que cierra puertas y ventanas y prende el gas, no sin antes dejar algo de dinero en la tumba del que fue su marido. La mujer no muere -queda en coma-, pero la situación trae de vuelta al pueblo de la zona de Villa La Angostura a una de sus hijas, Mercedes (Verónica Llinás), con sus conflictos personales y familiares, que se enfrenta a su abnegada hermana, Marta (Adriana Barraza, la actriz mexicana de Babel ), al marido de ella, Eduardo (Guillermo Arengo) y a los hijos de esta pareja, Inés (Inés Efron) y Lucas (Nahuel Pérez Biscayart). Cada cual tiene sus propios asuntos por resolver en lo específico además de uno, común a todos, que es el de entender lo que une y separa a esa familia aparentemente armónica. El dinero escondido será un eje importante para Mercedes y Lucas, mientras que Inés (en la parte más cómica del filme) estará preocupada por tener una relación sexual, así logrará “aflojar la tensión en el rostro” que, supone, le podría impedir ganar un concurso local de belleza en el que rivaliza con Romina (Marcela Kloosterboer). La película por momentos se sale de ese tono menor que caracteriza buena parte de su metraje y apuesta por un registro, si se quiere, más cercano al de cierto cine independiente norteamericano, agregando una secuencia musical (con un bello tema de la banda Beirut), alguna cámara lenta y ciertos apuntes que recuerdan a títulos como Historias de familia o Pequeña Miss Sunshine . Una película delicada, cuidada, certera en sus observaciones, sutil, Cerro Bayo no debería pasar inadvertida ante títulos más grandes que se estrenan hoy. Es el tipo de película que va dejando sus marcas de a poco, pero que son duraderas. Como muchos de los filmes nacionales citados antes, el cine de Galardi es un muy digno agregado a esta notable generación de cineastas argentinas.
Hora de elecciones Una comedia centrada en un candidato a alcalde gay. El cine italiano podría patentar un estilo: la comedia con cafeína. De El último beso a esta parte, y a juzgar por las muy pocas comedias populares de ese país que aterrizan por aquí, da la impresión de que el género allí se ha convertido en una competencia de velocidad: de planos, situaciones y, especialmente, diálogos. A los 7 minutos de esta película (contados “por reloj”) ya habían pasado más cosas de las que suceden en toda la trilogía de El Señor de los anillos ... Probablemente sea una exageración, pero lo cierto es que ¿Diferente de quién? es una película que corre a ninguna parte durante 90 minutos. Hora y media que, extrañamente, parece el doble, ya que las volteretas narrativas son muchísimas y, pese a la velocidad, la cosa no termina jamás. Una comedia centrada en el ámbito de la política, intenta contar lo que pasa cuando, por una casualidad propia del cine de Frank Capra, un precandidato gay a alcalde de Roma de un partido “de centro” termina ganando la candidatura por accidente. Pero el partido no lo quiere porque imagina que la gente no está preparada, mucho menos ellos, para un alcalde gay. Pero como él no se baja, lo “emparejan” con una vice completamente distinta: una mujer recatada, seria y profesional, que viste de traje y habla de valores familiares tradicionales. Cómo es que las dos personas pertenecen al mismo partido es algo difícil de entender, pero aquí tenemos muchas experiencias similares, así que un espectador local podrá tomarlo como lo más natural del mundo... De llevarse mal a llevarse bien habrá sólo un tramo. Pero cuando se enamoran y ponen en peligro la estabilidad sentimental de él (en pareja hace 14 años; ella es divorciada), la cuestión se hundirá en terrenos cada vez más pantanosos. Husmear, aunque sea de manera absurda, cómo los italianos ven sus manejos políticos, puede ser simpático por un rato, pero luego la película abandona el tema casi por completo para dedicarse a pintar un triángulo amoroso de confusión sexual que finalmente es mucho más pacato y poco “progresista” de lo que pretende ser.
Amenaza fantasma Efectivo filme de terror y suspenso sobre un extraño apocalipsis urbano. La oscuridad tiene uno de los mejores arranques del cine de terror de los últimos tiempos. Y también una premisa atrapante, naturalmente cinematográfica. Un proyectorista de cine está pasando una película en su cabina en penumbras cuando se corta la luz (y, obviamente, la proyección). Al salir de su cubículo encuentra que la gente en la sala no está, pero que han quedado sus vestimentas en sus asientos. Al irse al hall del complejo se topa con lo mismo: un vacío total y prendas tiradas sin los cuerpos que las vestían. Luego sale a la calle y la visión es aún más aterradora. ¿Qué sucedió? Habrá que ver la película para saberlo, o suponerlo. Cercano en espíritu al cine de John Carpenter o al estilo catástrofe minimalista de M. Night Shyamalan, el director Brad Anderson propone un misterio intangible, casi metafísico. Da la impresión de que es la propia oscuridad la que se lleva los cuerpos, una negrura que arrasa con todo a su paso y a la que sólo se puede combatir teniendo algún tipo de luz encima. Esto es literal, por un lado (linternas, focos, lámparas, todo lo que funcione a batería) y, finalmente, metafórico. El proyectorista (John Leguizamo), un conductor de TV (Hayden “Anakin Skywalker” Christensen), una mujer que no encuentra a su pequeño hijo (Thandie Newton) y un preadolescente, hijo de la dueña de una taberna, terminan convergiendo en ese lugar tratando de mantener viva la luz mientras la ciudad (¿o el mundo?) parece sumergida en una oscuridad sin fin, ya que ni el sol parece poder salir. La segunda mitad del filme –claramente inspirado en títulos de Carpenter como La niebla y Asalto al precinto 13 ; o Señales , de Shyamalan- casi no saldrá de ese bar y se centrará en el grupo intentando sobrevivir, mientras vamos conociendo sus historias y explorando sus relaciones. Anderson allí no logra mantener la tensión y la intriga que sí sabían lograr sus maestros, y La oscuridad empieza a girar en falso, a volverse algo mística y hasta tediosa. Pero la economía de recursos, la inteligencia a la hora de plantear un misterio sólo con sombras y con un villano inasible, resulta un recurso que, por momentos, funciona muy bien. La explicación, seguramente, convencerá a pocos. Pero también es tarea del espectador poder disfrutar de un filme o una serie (como Super 8 o Lost ) sin la imperiosa necesidad de que el fin justifique los medios. El suspenso es ese “medio”. Si las cosas no cierran como uno quisiera, más allá de una justificable decepción, no debería arruinar del todo la experiencia.
Una caja de chocolates Un hombre pierde su trabajo y vuelve a estudiar en esta comedia con Tom Hanks y Julia Roberts. Hace diez, quince años, una comedia romántica protagonizada por Tom Hanks y Julia Roberts podría haber hecho explotar la taquilla. Dos de las estrellas más populares de los ’90, Tom y Julia (entonces no hacía falta más que los nombres de pila, probablemente hoy tampoco) movían los hilos de Hollywood. Pero hoy las cosas han cambiado. Y no sólo porque ni Tom ni Julia siguen llevando, al menos en los Estados Unidos, la misma cantidad de gente que entonces (en el resto del mundo las figuras consagradas tienen una vida útil bastante más larga), sino porque el concepto mismo de películas que se venden por la fama de sus actores ha caído, vencido por los tanques que aseguran novedosos efectos especiales, secuelas, adaptaciones de cómics y otras variedades. Sería maravilloso poder decir que Larry Crowne marca un notable regreso a un cine más humano y clásico, pero lo cierto es que si bien las intenciones son ésas, los resultados no llegan a la altura de sus pretensiones. Dirigida con economía y simpleza por el propio Hanks, el filme intenta ser una comedia contemporánea acerca de cómo la crisis económica y el consecuente desempleo alteran la vida de un hombre por completo. Y cómo es posible salir de la desesperación gracias a... bueno, a toparse con alguien como Julia Roberts. Hanks es Larry, un hombre en apariencia simplón y solitario, repositor de una gran tienda durante décadas, que de golpe se queda sin trabajo, supuestamente, por no tener educación terciaria. Imaginando que hacer la universidad le permitirá conseguir trabajo, Larry se anota en un Community College (esas universidades públicas muy poco prestigiosas, lugares adonde van los que estudian de grandes o los que no tienen o dinero o promedio para entrar a una facultad “en serio”) y uno de los cursos que le recomiendan es el que da Mercedes (Roberts). Se trata de una clase de oratoria para poder hablar de cualquier tema en público, algo muy caro a las interacciones sociales en ese país. Y Mercedes es una mujer bella pero dura, cortante, con una pareja que es un cero a la izquierda (interpretado por Bryan Cranston, en el rol más problemático del filme junto al del vecino de Larry que encarna Cedric the Entertainer). Allí es donde primero se ignorarán y luego darán tímidos primeros pasos. La historia tiene algunos otros vericuetos y personajes secundarios (como la banda de motoqueros más buena del mundo), pero el problema del filme es que su visión edulcorada, amable y, uno supone, ideada en la época en la que Barack Obama parecía que iba a cambiar radicalmente el curso de las cosas allí, es demasiado ñoña e inocente. Sólo algunos pasajes y salidas entretenidas, especialmente gracias a Roberts, que parece más despabilada que el propio Tom (enfrascado en hacer de un más veterano y adaptado Forrest Gump), levantan el “paquete”. Larry Crowne es menos que la suma de las partes y, seguramente, logrará brindar algunas sonrisas a los espectadores nostálgicos que esperan ver destellos del talento de Tom y Julia. Pero no mucho más que eso. En lo fundamental, se siente como una oportunidad perdida. La mayoría de las comedias románticas juveniles, hoy, son más certeras, graciosas y políticamente afiladas que este apenas pasable intento de hacer un cine “por la gente y para la gente”.
Arriba y abajo Coproducción centrada en una difícil relación. Empleadas y patrones es un acercamiento a la relación siempre extraña que se da entre patrones y empleados domésticos. El documental ambientado en Panamá, un país con muchas diferencias culturales específicas con el nuestro, muestra que hay circunstancias (acusaciones, recelos mutuos, etc.) que se repiten, al menos, en toda América latina. Mientras que en otros puntos las cosas no son tan similares. El realizador panameño Abner Benaim cuenta a partir de muchos testimonios las vicisitudes a las que se enfrentan ante este particular contrato que deviene en relación personal. Los patrones hablan de la inoperancia de algunas empleadas, de su falta de rigor y/o seriedad, de que roban, de que no hacen bien las tareas y, en algunos casos, de otras que han sido “fieles” compañeras de una familia durante décadas. Las empleadas, por su parte, aportan desde denuncias por maltratos, abusos y falta de pago hasta anécdotas de patrones exigentes, pasando por algunos casos de empatía mayor -los menos- en los que parecen sentirse parte de la familia. Tal vez las costumbres panameñas hagan que la experiencia no sea del todo representativa aquí, donde la relación entre dueños de casa y personal doméstico cubre espectros más amplios de clase y genera hábitos menos tradicionales que los que se ven en el filme. Los tópicos pocas veces sorprenden y, en sus mejores momentos, aparece cierta emoción ante una anécdota dolorosa (de muerte, de abuso, etc.) o surgen las risas ante una historia simpática. A lo largo de 64 minutos, esta coproducción panameño/argentina se ve con ligereza. No mucho más, ni mucho menos, que eso.
Escenas de los suburbios J.J. Abrams se luce en esta película de aventuras con niños. Corre 1979 y Joe, un chico de 13 años, acaba de perder a su madre en un accidente. Unos meses después, al terminar el colegio, se juntará con sus amigos “geeks” para ocuparse de su mayor obsesión: hacer una película de zombies en Super 8. El equipo, que integra también un “actor” y un especialista en explosiones (Joe se especializa en maquillaje, efectos y construcción de modelos), suma a Alice (Elle Fanning), quien oficiará de actriz y conductora del auto que los lleva a la estación de tren, donde filmarán una escena clave de la película. Aprovechando el dramatismo que da la aparición de un tren, los chicos filman en el momento. Lo que no imaginan -pero Joe, y luego la camarita, alcanzan a captar- es que ese tren va a ser interceptado por una camioneta, descarrilará violentamente y de allí surgirá algo que pondrá en peligro la vida de los habitantes de ese pueblo de Ohio. En un filme que homenajea a películas de Steven Spielberg como Encuentros cercanos del tercer tipo y E.T. , junto a otros filmes producidos por su compañía Amblin (como Goonies, Gremlins y Poltergeist ), así como otros títulos y realizadores de fines de los ‘70 y principios de los ‘80 ( Los exploradores , Zemeckis, el Stephen King de Cuenta conmigo y varios etcéteras), J.J. Abrams crea una película propia, que logra conservar ese espíritu temático, estético y, hasta cierto punto, narrativo. Hay una serie de dramas de preadolescencia (la relación familiar, la llegada del primer amor, la amistad, la pasión por el cine) que arman la base y son la verdadera sustancia para lo que viene después: un conflicto intenso que incluye a la Fuerza Aérea, apagones, explosiones, extrañas y posiblemente monstruosas apariciones, y varias amenazas que van desde la invasión rusa hasta posibles derivaciones del accidente nuclear en Three Mile Island. Con esas situaciones, Abrams arma un relato más que fluido, en el que el caos circundante (acaso excesivo si se lo compara con el algo más reposado cine que hacían sus maestros) sirve como teatralización de los conflictos de los personajes. En determinadas escenas, Abrams canaliza al Spielberg de E.T. y Encuentros cercanos..., aunque le suma un gusto algo más fuerte por el cine de terror. Pero en todos los casos, Super 8 conserva algo mágico y muy difícil de lograr: cada plano y cada corte -además de las expresiones y caracterizaciones de los actores y todos los detalles de producción- remiten directamente a películas de la época. Apenas el exceso de ritmo (la acción arranca con todo ya a los 15 minutos) y algunos efectos delatan la reconstrucción, la mirada del siglo XXI. Pero, ¿es más Super 8 que el eco de esas películas que adornaron la infancia de los que hoy rondan los 40? Sí y no. Sí, porque Abrams reconstruye también un espíritu que parece faltar hoy: el de una aventura a escala humana, reconocible, mágica y a la vez terrenal. Y no, porque esos mismos condimentos estaban en las películas de entonces, por lo que se siente más como “homenaje” que como una nueva forma de plantearse las superproducciones de aquí en más. Más allá de esas consideraciones, la experiencia de ver Super 8 es extraordinaria. Un viaje de regreso a una época, sí, pero más que nada a una forma de mirar el mundo. Esa mirada de los 13 años, en la que todo puede ser extraño, sorprendente, mágico y aterrador. Y donde los amigos, el primer amor y las películas están ahí, al lado nuestro, acompañándonos en la complicada travesía.
Mucho más que dos Abbas Kiarostami dirige a Juliette Binoche en una historia sobre un raro encuentro amoroso en la Toscana italiana. Un viaje a Italia. Es eso lo que inicia, de dos maneras diferentes, la trama y la experiencia cinematográfica de Copia certificada , de Abbas Kiarostami. Ese viaje, literalmente, es el de un ensayista inglés que va hasta la región toscana a presentar un libro suyo que lleva el título del filme. Y si de historia del cine se trata, el Viaje a Italia es el título de un clásico filme de Roberto Rossellini sobre el que esta película, cual “copia certificada”, parece cabalgar. Kiarostami tiene aquí un paisaje de tarjeta postal y a Juliette Binoche demostrando su talento para la actuación y los idiomas, pero en lo fundamental poco ha cambiado de su época de oro de los ’90: su filme es la crónica de un viaje zigzagueante, sinuoso, con historias y personajes que parecen ir mutando en esas mismas curvas del camino, y un límite cada vez más difuso, ya no entre realidad y ficción, sino entre capas de ficción. A primera vista, la premisa es simple. James, el escritor (el cantante de opera inglés William Shimmel), conoce a una francesa (Binoche) que tiene allí su galería de arte. Juntos salen de paseo en auto por la Toscana y se detienen Lucignano, donde caminarán, tomarán un café, comerán algo, verán bodas, plazas y museos y, básicamente, conversarán (sobre el arte, sobre ellos, sobre “la vida”) en un plan de aparente seducción mutua. Pero las cosas no son tan simples y claras como parecen. De la misma manera que en Close-Up, El sabor de la cereza o A través de los olivos , Kiarostami pondrá en duda, a partir de mitad de la película, nuestras certezas sobre esos personajes: quienes son, quienes dicen ser. No conviene revelar más porque es parte de la intriga y el disfrute del filme, del giro que tuerce la trama, el que lo vuelve más complejo y enigmático, más misterioso y hasta aterrador. Copia... no es una película sobre el mundo del arte, sino una que usa el arte (el cine) para hablar de las relaciones entre las personas. ¿Somos quienes decimos ser? ¿Vemos en el otro a quien es o a quien queremos ver? ¿Cuánto de persona y de personaje hay en cada uno? ¿Cuánto de actor, de espectador? Estas preguntas no están llevadas a la pantalla de una manera densa o pomposa. Kiarostami se propone un acercamiento lúdico, falsamente naturalista, usando similares elementos al de aquel filme de Rossellini: la historia de una relación de pareja a través de un viaje sin aparente destino. Sólo que aquí le agrega un elemento autoconsciente, como si Binoche y Shimell jugaran a ser Ingrid Bergman y George Sanders en aquel filme. En cada diálogo, Copia... va anunciando –a veces, sutilmente; otras, no tanto- hacia donde se dirige. “No hay nada simple en ser simple”, dice él. Hablan de Jasper Johns, de Andy Warhol. El se niega a ver cuadros y esculturas que Kiarostami no nos muestra. Ambos hablan mirando a cámara. Una camarera confunde (o no) sus identidades. Y así... Da la impresión de que ellos (y Kiarostami) juegan un juego a través del cine de arte europeo de los ’50 y ’60 escapándose siempre por alguna tangente. Pero, más que eso, la suya es una historia de amor sobre las historias de amor, sobre cómo proyectamos nuestras vidas en las vidas de otros y llamamos a eso Arte.
Lejos de la rutina George A. Romero regresa a la saga de los zombies. La sexta entrega de la saga de zombies creada por George A. Romero 43 años atrás encuentra al ya veterano realizador en un extraño dilema: ¿cómo seguir contando distintas versiones de la misma historia después de tanto tiempo? Y lo interesante es que, en lugar de convertir el asunto en una rutina, Romero sigue teniendo ideas creativas y hasta arriesgadas para resolver ese tipo de problemas. Los resultados no siempre están a la altura de sus ambiciones, pero lo cierto es que nunca se repite. Después de la estructuralmente compleja El Diario de los muertos –en la que jugaba con la idea del falso documental-, en La resurrección de los muertos parece querer volver a lo básico y directo, una suerte de western político con los zombies como espectadores, casi, de un enfrentamiento que bien podría darse sin ellos. La trama de La resurrección... tiene como protagonistas a dos líderes de clanes enfrentados entre sí, cada uno –literalmente- con cadáveres en sus placares, y a un grupo de soldados que, después de una serie de enfrentamientos y fugas, caerán en el medio de esta pelea, deberán tratar de entenderla y luego saber de qué lado ponerse. Los zombies serán como bombas de tiempo que obligan a los personajes a apurar decisiones, relojes narrativos que llevan a los protagonistas a actuar. Esa batalla de clanes, en manos de Romero, es una metáfora más que evidente de la guerra política establecida en los Estados Unidos, esa lucha fratricida que enfrenta a demócratas con republicanos, estados “azules” con estados “rojos”, y así. Salvo algunos aparatosamente berretas efectos digitales, Romero hace una película como si los ’80 nunca hubieran terminado: gore básico y brutal, personajes caricaturescos, humor acaso involuntario, todo absurdamente excesivo y a la vez casero. Más cercano al origen de la saga que a la pretendida complejidad de Diario... Este “regreso a lo básico” no siempre es del todo feliz ni logrado, y la trama se vuelve algo confusa e intrascendente, pero muestra que Romero, a una edad en la que podría poner piloto automático cual zombie en la dirección, todavía se plantea cómo seguir contando, una y mil veces, la historia de un mundo dominado por los zombies que acaso sea más realista de lo que él mismo imaginaba allá, a fines de los años ’60.