Texto disponible sólo en la edición papel del día 10/06/2011.
El coleccionista Documental sobre un obsesivo del séptimo arte. Alfredo Li Gotti es un coleccionista de películas: Super 8, 9 ½, 16mm., lo que pueda conseguir. Lleva una vida entera dedicada a ésa, su gran pasión. La otra son los equipos, los proyectores: tiene más de 50. En un filme que recorre su vida y su obsesión –y que habla poco, finalmente, de cine, que parece ser algo tangencial-, Li Gotti queda presentado como un hombre noble y amable, de esos coleccionistas que saben compartir los tesoros conseguidos (encontrados y comprados), al punto de tener una sala propia en la que proyecta su colección para el público, en forma gratuita.La obsesión de Li Gotti parece haber sido heredada por su nieto y ha sido, si se quiere, “soportada” por su mujer, que ya ha entregado cuartos enteros a apilar cientos y cientos de latas de filmes. Entre encuentros con amigos a ver películas, entrevistas a quienes lo conocen (entre los que están los programadores/críticos Fernando Martín Peña y Luciano Monteagudo) y las historias de su vida (su pasado como cantante y actor, entre otros) se desarrolla Una pasión cinéfila , el filme de Roberto Angel Gómez que lo homenajea.Hay, sin embargo, algo curioso y extraño en el filme, en Li Gotti y –al menos es materia opinable- en la actividad de los coleccionistas de películas. Si bien a Alfredo se lo celebra por su generosidad a la hora de compartir y educar con sus tesoros, da la impresión que el hecho de coleccionar cine tiene más que ver con un intenso hobby, obsesivo, y no necesariamente cinéfilo, en el que el aparato mecánico y el fetichismo de la copia en fílmico tienen tanta o más importante que las películas en sí.Poco se habla de cine en el filme y hasta poco parece importar. De hecho, Li Gotti se vanagloria de sonorizar y poner diálogos a clásicos del cine mudo, una operación que cualquier cinéfilo vería horrorizado y que el director no cuestiona. Tampoco los protagonistas parecen preocupados en cuanto al cine como concepto, como tema, en las películas en sí. Al verlo a Li Gotti mirar más el proyector (y hablar de su fascinación por el ruido que hace y por cómo la película circula a través de él), más que mirar la pantalla, da la impresión que la tarea del coleccionista y la de la persona a la que el cine afecta por sí mismo son cosas muy distintas.Más allá de la discusión sobre las distintas formas de manifestarse, por lo que se ve en el filme, Li Gotti es una persona apasionada por el cine (podría serlo por otra cosa, da la impresión, y mucho no cambiaría el asunto) y alguien que ha entendido que el valor de haber acopiado tanto material está en ponerlo a disposición de todos. Serán ellos, entonces, gracias a personas de enorme nobleza como Alfredo, los que se ocuparán de completar las películas
Pasados de rosca Despedida de soltero descontrolada... en Tailandia. Los memoriosos –o los fanáticos de los ’80- recordarán un hit musical de aquella época llamado One Night in Bangkok , de Murray Head. El título de la canción (que hará una aparición especial y con un intérprete más que particular también) podría haber sido el subtítulo de esta película por dos motivos. Uno, básico: casi todo transcurre durante una noche en Bangkok, Tailandia. Y el otro, si se quiere, lógico: el concepto de ¿Qué pasó ayer?Parte II es una paradoja temporal que el filme no puede resolver jamás. El “ayer” del filme es otro, claro. Esto es: otra despedida de solteros. En vez de Las Vegas, el escenario es Tailandia, donde el dentista Stu (Ed Helms) se casará con su nueva novia, Lauren, cuya familia es de allí. Lo harán en un lujoso resort y Stu ha decidido que no quiere irse de fiesta previa con sus amigos después de lo que pasó en la primera parte. De hecho, Stu ni siquiera invitó a Alan (Zach Galifianakis), el más caótico e impredecible miembro del grupo. Pero Phil (Bradley Cooper) y Doug (Justin Bartha) le dicen que Alan no soportará ser dejado de lado y, finalmente, el cuarteto viaja, tras hacer un brunch en una cadena de comida rápida como toda partuza . Pero en una recepción previa a la boda, todo cambia. Junto al hermano de la novia (un adolescente prodigio que es el orgullo del padre de Lauren, severo hombre que no tolera a Stu) la banda sale a tomar una cerveza a la playa y, acto seguido, ya es el día siguiente y los tres amigos (Doug se queda en el hotel) están en similares e incomprensibles condiciones que en la original. Lo que sigue no conviene describirlo demasiado (incluye también animales, prostitutas, destrucción de inmuebles, cambios de apariencia y una persona que desaparece), aunque no es muy distinto al filme anterior, tanto en lo que sucede como en la manera de estar contado. Demasiado parecido, al punto de que le cuesta retener la frescura del original, más allá de la gracia que las reiteraciones (el personaje de Ken Jeong, de la serie Community , como Chow, se roba la película) provocarán en los fans de la original. Como en la primera, sigue siendo interesante la estructura. Una comedia armada como thriller en la que se manejan varios tiempos narrativos y en la que las desventuras que se cuentan son siempre una especie de secuela de algo que los espectadores van descubriendo al mismo tiempo que los protagonistas, quienes no recuerdan nada de lo que sucedió. Por suerte siguen estando las camaritas digitales que aún en las más lisérgicas ocasiones guardan los retazos de lo que fue una noche salvaje y zarpada, y que siempre terminan siendo el bonus que dan a la película su golpe de gracia final. Siendo varios amigos, claro, hay tela para varias despedidas más. Y si bien la estructura funciona, ya uno quisiera, directamente, ver qué pasó anoche y compartir la diversión con los muchachos, más que sufrir las consecuencias...
Elecciones digitadas La comedia de Sergio Teubal se centra en un pueblo cordobés con un candidato a intendente en formol. En este pueblo chico del norte cordobés, en 1983, llegan por primera vez las elecciones. “Somos 501 habitantes”, dice Don Hidalgo (Gabriel Goity), el “capanga” del lugar y el candidato más fuerte a quedarse con el puesto a intendente. Sin embargo, sus chances de ganar se complican. También está Baldomero (Martín Seefeld), el hermano de Florencio (Fabián Vena), que podría pelearle el puesto. Pero un hecho fortuito parece salvarlo: a Baldomero lo matan. Ahora bien, sin Baldomero no hay 501 habitantes y sin 501 habitantes no hay elección. Entonces, costumbre de pueblo chico, Hidalgo convence a Florencio de no firmar el acta de defunción hasta después de la elección. Lo que no sospecha es que el asunto se le volverá en contra porque, en un frasco, en formol, el dedo del difunto lo complicará todo. Una especie de cuento picaresco que, afortunadamente, es tratado con discreción y cierta elegancia por Sergio Teubal, El dedo cuenta una historia bastante absurda, pero que, curiosamente, se apoya en una anécdota real que sucedió en el retorno a la democracia. El núcleo son los secretos y enfrentamientos pueblerinos que se suceden allí. Está el dueño del almacén de ramos generales (Vena, con un problemático acento cordobés), la chica que quiere conquistar corazones con gualichos (la excelente Mara Santucho), los ocultos affaires amorosos (el que tiene Baldomero con la mujer del carnicero y que termina con su vida), el viajante francés que sólo quiere que el colectivo pare allí para irse, pero nunca lo logra. Y así... Esta serie de anécdotas, unidas a una trama troncal sobre un dedo con “poderes mágicos”, podría haber dado para un grotesco intragable, lleno de gritos, sobreactuaciones y chistes de humor grueso. Y si bien hay algunas elecciones desacertadas (el uso de la música, algunas subtramas), Teubal se las arregla para tomar las riendas del asunto de una manera que, si bien no llega a funcionar del todo, logra unos cuántos momentos cómicos, más cercanos al absurdo que al realismo mágico. Después de todo, este universo de relaciones manejado por un dedo en formol que termina siendo un candidato político capaz de digitar la vida de un montón de seres desamparados, no es más que la historia de un grupo de gente a la espera de un colectivo que, en vez de seguir siempre de largo, se detenga allí de una buena vez...
Que se doble pero que no se rompa Más allá de un nuevo director, poco cambió en la saga. La fórmula para reiniciar la saga Piratas del Caribe parecía ser, como pidió el propio Johnny Depp, simplificar las casi incomprensibles tramas de las últimas entregas. Y eso es algo que, en parte, han hecho para Navegando aguas misteriosas , cuyo relato resulta más o menos entendible. Lo que tal vez no anticipó Depp –o los productores- es que al cambiar de director (sale Gore Verbinsky, entra Rob “ Chicago “ Marshall) lo que se ganaba por un lado se iba a perder por el otro. Sí, la película se entiende, pero Marshall tiene un pulso bastante endeble para el relato de acción. En cierto sentido, todo esto importa poco y nada. Piratas del Caribe se transformó en El Show de Johnny Depp , y lo que lo rodea es, casi, secundario. Da la impresión que lo importante aquí es ponerlo en situaciones potencialmente ridículas y darle alguna ocurrencia para decir, mientras el resto corre en paralelo. De lo simpático o no que Jack Sparrow le caiga, a esta altura, a cada espectador, estará buena parte del disfrute. Si te fascina cada gesto y mueca del Capitán es más probable que te lleves mejor con la película que los que buscan mucho más que eso. A quien esto escribe, Sparrow le caía simpatiquísimo al comienzo y aquí, en esta cuarta parte, está llegando al punto de saturación. Digamos: no sé si en una quinta no se volverá agotador. Es que es un personaje con tantos tics y peculiaridades (el tono alcoholizado, el saltito al caminar, el revoleo de ojos, etc.) que es difícil que no se vuelva repetitivo. Es claro que no se convirtió en una caricatura: siempre fue una. Y allí reside buena parte de la fascinación que produce el personaje. En la cuarta parte, Sparrow escapa ingeniosamente a una condena a muerte, termina encontrándose con Angélica, una ex pareja de la que, cree recordar, estuvo enamorado (una Penélope Cruz muy bella, pero con ese tono de recitado por fonética que tiene cuando actúa en inglés que es bastante irritante), y se embarca, paralelamente a Barbossa (Geoffrey Rush) y Barbanegra (Ian McShane, quien podría ser el padre de Angelica), en la búsqueda de la Fuente de la Juventud. Por otro lado, los españoles arman su propia misión. Junto a personajes secundarios de siempre y otros nuevos (un clérigo que se enamorará de una... sirena), Sparrow deberá sortear los previsibles obstáculos para llegar a destino, como una persecución en las calles de Londres, un ataque de feroces y bellas sirenas y la lucha por dos cálices con poderes, pasando por el encuentro con su propio padre (Keith Richards), quien le da sus “sabios” consejos. Piratas del Caribe 4 mejora bastante en su segunda mitad, tras el ataque de las sirenas y el arribo a la isla, donde parece encontrar su mejor ritmo narrativo. Pese a sus 140 minutos, la película no se excede en subtramas o salidas absurdas (como la tercera parte), aunque en plan simplificación bien podrían haber aligerado su duración. Pero así como el ritmo levanta, lo que no mejora es la torpeza de Marshall para dirigir escenas de acción: lo suyo es apilar cuerpos en primeros planos, y el espectador ve objetos y personas volar sin tener mucha idea de qué está pasando. Su talento para la coreografía (en este caso, de las escenas de acción) parece tener más que ver con el impacto visual que con la comprensión de lo que pasa. Como deja entrever la escena que viene tras los créditos finales, la brújula de Jack lo llevará todavía a vivir nuevas aventuras. Da la impresión, aquí, que los espectadores lo seguirán en su viaje. Pero también queda claro que, de no torcer un poco el rumbo, el barco empezará a navegar en círculos.
Los cazadores de riquezas Documental sobre la mina de Esquel, Chubut. Vienen por el oro, vienen por todo” es el texto que escribe un manifestante contra la explotación de una mina de oro en Esquel al comienzo de este documental que se centra, principalmente, en los esfuerzos de los habitantes de esa ciudad por impedir que una multinacional canadiense explote los recursos minerales de la zona con las graves consecuencias ecológicas y ambientales que eso conllevaría. Un poco a la manera del documental de Pino Solanas, Tierra sublevada: oro impuro , lo que se intenta contar aquí es cómo los recursos son saqueados por compañías que directamente se llevan todo el dinero y las riquezas minerales que el país es capaz de producir, dejando a su paso pobreza, contaminación en el agua y el aire, y las consecuentes enfermedades que eso produce. Pero el filme no intenta jamás escuchar a las dos partes ni analizar en profundidad la situación. Toma claramente partido desde el principio y relata la epopeya de los que se opusieron a la mina y lograron, en un plebiscito de 2003, que no se permita su instalación. Hay poco, muy poco, del otro lado de la batalla dialéctica para que el espectador pueda analizar seriamente los hechos y entender mejor la complejidad del tema. El filme es más un repaso de una gesta heroica que un análisis concienzudo de un complejo problema político, económico y social. Lo que complica la situación en Esquel es la falta de trabajo y eso es lo que lleva a muchos habitantes a pensar que trabajar en la mina es mejor que morirse de hambre o seguir desempleados por años y años. Para eso no parece haber solución (tampoco es el rol del filme obtenerla) y, de hecho, tampoco para la presión de las empresas, que pese a los varios rechazos, continúan al día de hoy intentando explotar esos preciosos recursos nacionales.
Yo, el peor de todosGracias a Larry David, Allen hace su filme más ácido en años.Mientras Woody Allen estrena su película número 41 en Cannes y se prepara para filmar su 42° en Roma, aquí llega con un retraso aún mayor que el habitual su opus 39, titulado Que “la cosa” funcione y estrenado mundialmente en 2009. El retraso puede deberse a la falta de estrellas que tiene la película, pero la demora es una lástima porque se trata de lo mejorcito que Allen ha hecho en los últimos años. La película lo devuelve a Nueva York y aquí encuentra a su mejor alter-ego en mucho tiempo, el cocreador de Seinfeld y figura de la serie de TV Curb Your Enthusiasm , Larry David. Tomando un guión escrito en los ‘70 para el fallecido Zero Mostel que nunca se filmó, Allen parece por momentos volver a esa mezcla de acidez, experimentación y ternura de sus filmes de entonces. David es Boris Yelnikoff, tal vez el más misántropo, y ácido de los protagonistas de Allen en toda su filmografía: un tipo desagradable que dejó a su mujer porque se llevaba demasiado bien, que sobrevive enseñando ajedrez a chicos a los que maltrata y tiene una teoría terriblemente nihilista para todo. Según él, pudo haber ganado un Nobel por su estudio de Física Cuántica, pero perdió “en la final”. Como en Annie Hall , Boris por momentos le habla a cámara y trata de hacer cómplice a la audiencia de la superioridad que siente respecto a los que lo rodean, inclusive a Melody (Evan Rachel Wood), la joven sureña algo tonta que un día se aparece en su casa y él, a regañadientes (casi como en Un cuento chino , película con la que tiene más de una similitud, especialmente en la negatividad de su protagonista), termina alojando. La chica es otra de esas criaturas prototípicas del universo “woodyallenesco”: rubia simplona, que no se da cuenta de su belleza ni de lo que provoca en los hombres y que termina modificando la vida de nuestro antihéroe. Mientras Boris se dedica a lanzar sus diatribas contra el mundo, a sufrir sus ataques de pánico y a recorrer hospitales por enfermedades que no tiene -y Melody lo acompaña, enamorada de su “sabiduría”-, la película encuentra su mejor ritmo. “Vi el abismo ”, le dice él cuando ella pone la TV. “No te preocupes, pongo otra película”, le responde ella. Ese ida y vuelta empieza a perderse cuando David cede protagonismo a los personajes que aparecen en la segunda mitad del filme: los padres de Melody, sus más jóvenes pretendientes que le complicarán su vida sentimental. No es que los aportes de Patricia Clarkson y Michael McKean como los padres tradicionalistas que cambian de vida al llegar a Nueva York sean malos. Sólo que la esencia del filme se pierde para pasar a otra comedia de enredos sentimentales, más típica de los últimos relatos de Allen y en donde se lo ve repitiéndose, sin poder entender demasiado el pulso de una relación actual. De cualquier manera, el filme es pura fábula. Por momentos cruel y ácida como la dupla Allen/David se atrevieron a hacerlo. Claro que el cinismo de Boris será curado, y la más oscura de las recientes comedias de Woody se convertirá en una película tímidamente luminosa. Tanto como se lo pueden permitir, a esta altura del partido, ese par de gruñones neoyorquinos.
A toda velocidad Adrenalina pura en una saga de acción que mejora con cada nuevo episodio. Son muy pocas las sagas que crecen y mejoran en su cuarto, quinto episodio. Uno podría decir eso de Harry Potter , pero esa serie siempre fue pensada como un todo dividido en siete (u ocho) episodios. Y no sólo eso: se apoya en una serie de novelas que tienen fama por sí mismas. Rápido y furioso no tiene nada de eso. Es más bien la antítesis. No hay reputación que la sostenga: ni literaria, ni dramática, ni actoral. Se armó como un filme de acción con autos de carrera para público adolescente y “tuerca” y, de a poco, se fue transformando en una franquicia de acción que, acaso por esa falta de pretenciosidad, es una de las mejores de la actualidad. No hay 3D. No hay efectos especiales que llamen la atención por sí mismos (los hay, claro, pero se trata de que no se noten) y la trama no brillan ni por su originalidad, ni por su corrección política, ni por sus textos y/o actuaciones. Lo que hay aquí es nervio cinematográfico, puro y duro, de ese que apasiona en ciertas películas de Tarantino (pero sin el guiño referencial constante) y que remite a cierto cine de los ’70 de programa doble, pero con presupuesto de siglo XXI. Aquí vuelven Brian O’Conner (el carilindo Paul Walker) y Dom Toretto (ese opaco axioma que es Vin Diesel), escapándose a Brasil y lidiando allí con la persecución policial local, de los agentes de seguridad estadounidenses y de un narcotraficante que parece manejar las favelas de Río. Como una versión trash de La gran estafa (o una noventosa de Los indestructibles ), Brian y Dom reúnen a un grupo de especialistas. ¿Su objetivo? Robarle al narcotraficante 100 millones de dólares. El filme de Lin es un relato de acción con mínimas conexiones narrativas entre las escenas de persecuciones, tiroteos y/o peleas, pero con la convicción y el pulso para mantener la atención durante 130 minutos, y con una larga escena de acción final que pasará a la historia por su espectacularidad. No llama la atención que Lin haya sido nombrado como un posible director de una nueva Terminator . Como Jonathan Mostow, el director de la tercera, o el propio James Cameron antes de transformarse en gurú digital, Lin confía en el peso de las cosas: los golpes duelen, las caídas se sufren, los choques impactan. Ante tanto 3D y efecto donde todo parece inflable, ingrávido, donde lo espectacular anula lo creíble, una película de acción como ésta golpea e impacta con recursos clásicos, sólidos como una canción de AC/DC. Un párrafo aparte merece Dwayne Johnson, gran aporte a esta película. Como el comando que los persigue, el papel del ex The Rock como contrincante casi invencible le suma puntos al filme, una sorpresa de la temporada de “tanques” de Hollywood.
¿Será justicia? Matthew McConaughey en un sólido thriller legal. En los años ’80 y ’90, thrillers legales como Culpable o inocente eran casi rutina en la cartelera porteña. Pero los cambios tecnológicos, la obsesión de los estudios por ofrecer superproducciones en 3D –para un target de público- y comedias románticas –para otro-, hicieron que este género fuera desapareciendo, o quedara relegado a la televisión (series como La ley y el orden ), donde allí sí se multiplican. Este retorno del thriller judicial basado en un best seller (de Michael Connelly) merece ser celebrado no sólo por devolver al público esos placeres del policial de abogados con una vuelta de tuerca tras otra, sino por lo bien que Brad Furman se las arregla para crear un entretenimiento sólido, competente y, si bien no del todo original, al menos intrigante y bien actuado. Matthew McConaughey, tomándose un descanso de las comedias románticas, vuelve a sacar esa sonrisa de dientes blancos, pero en este caso hay algo perverso en ella: es la risita típica del abogado ganador, canchero, que sabe cómo sacar clientes de las garras de la ley sin importarle si son o no culpables. El título original – The Lincoln Lawyer - viene de un detalle que lo pinta claramente: Mick no tiene oficina, maneja sus negocios desde su auto, un Lincoln Continental. Un caso aparentemente sencillo se torna más que complicado y es el punto de partida del filme: Louis, un joven millonario y arrogante (Ryan Philippe), de familia poderosa, es acusado de golpear a una prostituta. El hombre se declara inocente, pero las pruebas no son contundentes a su favor. El caso se irá complicando porque se conecta con otro anterior que manejó Mike y en el que una prostituta fue asesinada. ¿Será Louis el responsable de ambos? ¿Y, de ser así, qué hará Mike tomando en cuenta de que se trata de su cliente? Más allá de lo intrincado que se va volviendo el asunto (tal vez el filme tenga un par de giros y finales de más), lo importante de Culpable o inocente no es tanto la plausibilidad de la trama como su interesante galería de personajes (y actores). Mike tiene una relación no del todo definida con su ex esposa (Marisa Tomei), también abogada, y su “investigador” es un personaje bastante peculiar que encarna a la perfección William H. Macy. John Leguizamo, Bryan Cranston, Josh Lucas, Frances Fisher y el propio Philippe agregan solidez y credibilidad al filme. Lo mejor de Culpable o inocente , sin duda, es su tono de la “vieja escuela”, su manera de contar sin apresuramientos, sin grandes efectos ni escenas de acción forzadas, construyendo un universo antes que generando impacto tras impacto. Sin llegar a la maestría de Clint Eastwood o Sidney Lumet, Furman parece seguir igualmente esa escuela (como Ben Affleck, por dar un ejemplo similar), y la de los viejos autores de cine negro, y crea aquí la versión cinematográfica de un personaje ya popular en la literatura de bolsillo. No sería extraño que, a la manera de tantos abogados/detectives de policiales recientes, Mike Haller (sobre quien Connelly ya escribió cuatro novelas) siga por un buen rato en la pantalla.
Tiempo final Rafael Filipelli se centra en la captura y condena de Aramburu. Secuestro y muerte es lo que dice su título. Pero no sólo por lo que narra, sino por cómo lo narra. Más una película de tesis que un drama psicológico convencional, el filme de Filippelli funciona como una puesta en escena de un conflicto, despojado de toda metáfora y subrayado. Y esa sequedad y rigurosidad es la que lo hace interesante y logrado. La película cuenta, paso a paso, cómo pudo haber sido el operativo en el que Monteneros capturó y luego condenó a muerte al General Aramburu, en 1970. La película no expresa simpatías concretas porque la puesta en escena no está armada en ese sentido ni las actuaciones (o diálogos) buscan la empatía del espectador. Lo que se intenta es exponer las dos posiciones posibles de un debate. Mientras Aramburu trata de justificar los fusilamientos de José León Suárez o lo que pasó con el cadáver de Eva Perón, el juicio popular va hacia su destino conocido. De cualquier manera, más allá del ángulo político con el que uno vea el filme, Secuestro y muerte excede esos debates para transformarse en un relato de una espera. Gran parte de la narración se centra en los cuatro secuestradores, sus charlas, sus silencios, sus juegos, sus nervios. Filippelli no busca construir tensión entre los miembros del grupo ni generar suspenso. El tiempo de espera incluye algún juego, una discusión (sobre si la llegada del hombre a la Luna es verdad o mentira) o una charla sobre cómo preparar una liebre para la cena. Y eso es todo. La película jamás apuesta al naturalismo y las actuaciones son sobrias, secas y funcionan en el registro riguroso y desapasionado que pide el filme. Secuestro... es arriesgada y potente. Filipelli va a un grado más básico y primal de las relaciones políticas: la puesta en escena de ideas, el debate, la contradicción. Es un buen proceso para volver a recorrer desde el principio.