A las patadas por Beijing Jackie Chan y el hijo de Will Smith, en la remake del filme de los ‘80. Karate Kid parece una película hecha en los años ‘80. Y esto debe ser leído como un elogio. Da la impresión de que el realizador -el holandés Harald Zwart- entendió que hay algo en la lógica del filme, en su narrativa y estética, que hace que sea sensato transmitir esa sensación sin ningún tipo de ironía, distancia o estilización. Sí, es cierto, se trata de una remake de un filme de 1984, pero podría haber sido arruinada tratando de “adaptarla” a la estética contemporánea. La trama del filme, en lo principal, se mantiene casi idéntica al original. Lo que han cambiado son los escenarios y la circunstancias. Y la edad del protagonista. Dre Parker (Jaden Smith, el carismático hijo de Will Smith y Jada Pinkett) tiene 12 y no 16, como tenía el personaje de Ralph Macchio. Con su madre no se muda a la costa oeste de los Estados Unidos sino a China. Y, fundamentalmente, no aprenderá “karate” sino “kung fu”, lo cual deja al título del filme en un absurdo equívoco cultural. Además de eso tiene a Jackie Chan en el rol del maestro Han, el solitario y taciturno portero del edificio al que Dre y su madre se mudan cuando llegan a Beijing. El pequeño Dre es maltratado por un grupo de chicos después de que lo ven conversando con una niña. Tras una serie de golpizas - kung fu style - en el colegio, Han sale en su ayuda y, solito, detiene a los cinco chicos. Dre le pide que sea su maestro y, tras negarse varias veces, finalmente Han termina aceptando. La educación en las artes marciales no será fácil para Dre, ya que Han le propone acciones repetitivas y aburridas como colgar y descolgar una campera. Pero, claro, todo tendrá sentido cuando Dre vaya a competir en un torneo de kung fu contra sus enemigos y lo aprendido funcione de maneras inesperadas. En el medio, Karate Kid (que, para no ofender sensibilidades, se estrena como Kung Fu Kid en todo Asia) tendrá tiempo para convertirse en un folleto turístico de China (es una coproducción que servirá para abrir mercados), para contar una serie de minidramas familiares (de Dre, de Han y de su noviecita) y para funcionar como clásica épica deportiva con enseñanza incluida. Si bien 140 minutos son demasiados casi para cualquier cosa, el filme nunca aburre (tampoco sorprende, eso es cierto) ni molesta. Algunos esperarán más “acción” de parte de Chan -que tiene un rol relativamente secundario-, y otros considerarán que los protagonistas son demasiado chicos tanto para los golpes que se dan (incluyendo algunas fracturas) como para el conato de romance que surge entre el precoz Dre y su novia china. Pero, más allá de eso, la película funciona como un regreso a cierta estética “ochentosa” que uno ya creía abandonada para siempre. Hacer un programa doble con el show de Peter Cetera sería el plan más apropiado.
El viaje hacia ninguna parte Viggo Mortensen es un padre que recorre con su hijo las rutas de un mundo post-apocalíptico en esta adaptación de la novela de Cormac McCarthy. Cada día es más gris que el anterior y cada semana más fría, mientras el mundo lentamente muere”, dice El Hombre en la voz en off que recorre La carretera , la post-apocalíptica película de John Hillcoat basada en la premiada novela de Cormac McCarthy, el escritor de Sin lugar para los débiles . El texto ha sido modificado del original –la prosa de McCarthy es en extremo poética, imposible de ser puesta en palabras-, pero la idea es clara: el mundo muere y hay muy poco que El Hombre y su Hijo pueden hacer más que sobrevivir. Pero, ¿cómo?, ¿por qué?, ¿a qué precio? La carretera imagina un mundo devastado por algún tipo de cataclismo no explicado. Puede haber sido natural o causado por el hombre, lo cierto es que las ciudades están abandonadas, los árboles caen y mueren, el sol casi no sale y la raza humana se ha prácticamente extinguido. Los pocos sobrevivientes siguen recorriendo rutas casi sin destino: buscando comida, tratando de evitar a lo que consideran la mayor plaga, los caníbales, escapando del fin del mundo o acaso yendo hacia él. El Hombre y el Niño (Viggo Mortensen y Kodi Smit-McPhee) han dejado atrás, hace años, una vida familiar que el filme pinta como idílica en escenas que no están en la novela y que sirven, si se quiere, para alivianar un poco el denso y fatalista recorrido del filme, además de dotar de un rasgo humano y reconocible al drama. Hubo un tiempo que fue hermoso, con una Madre (Charlize Theron) y un futuro posible, pero todo eso concluyó. Y ahora sólo queda seguir el viaje hacia ninguna parte. Para el padre, hay dos objetivos: llegar hasta la costa esperando encontrar allí algo, y proteger al hijo, aunque eso implique matarlo antes que entregarlo a potenciales zombies que comen todo lo que encuentran a su paso. Y un tercero: hacer ese recorrido siendo parte “de los buenos”, de los que “llevan el fuego”, los que conservan eso que los hace humanos. Con el paso del tiempo y las complicaciones del viaje, será difícil saber cuál es el límite que separa a “buenos” de “malos” en una descarnada y paranoica lucha por la supervivencia. El australiano John Hillcoat, director del western Propuesta de muerte , consigue trasladar visualmente –con la ayuda del director de fotografía español Javier Aguirresarobe y de los diseñadores de producción- el clima ominoso de la novela de McCarthy. El mundo es un lugar desolado y desesperante, desprovisto de luz y de color, frío, amenazante y gris, siempre gris. Y también es muy respetuoso del laconismo de la novela. Pocas palabras, pocos incidentes: con transmitir la angustia y lograr que el espectador se conecte con ese padre y ese hijo alcanzará para que el asunto funcione. Hillcoat no llega a transformar a La carretera en una obra maestra (alguien decía que haría falta un Tarkovsky para lograrlo) ni para convertirla en una película amable o accesible. Se puede decir que es una película de terror, pero sin casi ninguno de los elementos típicos del género. Es un terror palpable, de miedo a la soledad, al silencio, al fin de las cosas. Pura angustia. Pero en el fondo, y más allá de la circunstancia, se podría decir que el filme y la novela tratan sobre la relación entre un padre y su hijo, sobre lo que uno está dispuesto a hacer por el otro, sobre ese lazo de protección que puede transformarse, sin quererlo, en una trampa. Viendo enemigos en todos lados, eligiendo la confrontación como ideología para sobrevivir, el padre intenta llevar a su hijo a través del desierto hacia la Tierra Prometida, pero sabiendo que el destino es incierto y aún más para él. Si hay un futuro -y quien sabe si lo hay-, será para los que logren ver el mundo con ojos nuevos.
La ciudad de los corazones rotos Diez directores en una película colectiva con historias de amor y desamor. Las películas colectivas son un formato bastante particular y especialmente difícil de analizar como un todo. New York, I Love You no es la excepción. Se trata de una adaptación a la ciudad estadounidense del concepto de Paris Je t’aime : una serie de cortos, viñetas, en torno a historias de amor o desamor en grandes ciudades. El productor es el mismo (Emmanuel Benbihy) y la idea es seguir llevando ese concepto a otros lugares, digamos, turísticos (Shanghai, Jerusalén y Río de Janeiro son problables destinos). El concepto no acaba ahí. El sistema incluye dos días de rodaje y ocho minutos de duración, como máximo, por corto. New York, I Love You tiene diez y uno que funciona a manera de transición/conexión entre los demás. Así, entonces, hay cortos mejores y peores, y a lo sumo se puede observar cierta similitud estética entre varios (un estilo, llamémoslo, ligeramente publicitario) y algún previsible hilo común, como las vueltas de tuerca “sorpresivas” del final, algo bastante habitual en el formato corto. También, claro, hay un elenco de notables y reconocidos actores. Destacables hay, apenas, cuatro. Bradley Cooper ( ¿Qué pasó ayer? ) y Drea De Matteo ( Los Soprano ) juegan con su voz en off y sus cuerpos una relación con pasado fugaz y presente misterioso dirigidos por Allen Hughes. Por otro lado, Robin Wright Penn y Chris Cooper, por un lado, y Ethan Hawke y Maggie Q., por el otro, manejan cierta picardía de conquista sexual con finales inesperados, dirigidos por el francés Yvan Attal. Sin ser un gran corto es un deleite ver el intercambio entre los veteranos Eli Wallach y Cloris Leachman tratando “de caminar” la ciudad en el corto de Joshua Marston, mientras que hay otro pequeño misterio en la relación entre Orlando Bloom, Christina Ricci y un tal Dostoievski, dirigidos por el japonés Shunji Iwai. Otros, como la noche de graduación entre Anton Yelchin y Olivia Thirlby, dirigidos por Brett Ratner, no pasa del chiste apenas simpático, lo mismo que el cruce entre Andy García, Hayden Christensen y Rachel Bilson en el que dirige el chino Jiang Wen, o el que se establece entre un pintor y una mujer asiática (Shu Qi) en el filme de Fatih Akin. Natalie Portman decepciona por partida doble. No es su culpa en el corto de Mira Nair (el problema allí es conceptual, de banalidad temática étnico/religiosa de la anécdota), pero sí lo es en el que ella dirige, sobre un hombre latino que pasea a una niña por el Central Park. El más flojo, pese al elenco (Julie Christie, John Hurt), es el de Shekhar Kapur, que parece sacado de otra película. Cuatro cortos interesantes, seis entre flojos y pasables. El turismo a Nueva York no va a crecer ni se va a caer porque existan más o menos películas simpáticas, pero intrascendentes, como ésta.
La cara oculta del Mundial ‘78 El italiano Stefano Incerti dirige esta fallida coproducción. Ya se ha dicho mil veces que con las buenas intenciones no alcanza para hacer una buena película. Y algo parecido a eso es lo que pasa con Cómplices del silencio , un enrevesado melodrama italiano-argentino, dirigido por Stefano Incerti y que transcurre durante el Mundial de Fútbol de 1978. La premisa, en principio, es simple. Maurizio, un periodista italiano (Alessio Boni, uno de los dos inolvidables hermanos que protagonizaban La mejor juventud ), viene al país a cubrir la Copa del Mundo para un diario, acompañado por un amigo. En la Argentina tiene unos familiares, a los que va a visitar: tíos, primos y una larga serie de parientes que, milagrosamente, han mantenido muy bien el uso del italiano. A partir de ese encuentro, Maurizio irá interiorizándose cada vez más de lo que está pasando en la Argentina en ese momento, con los secuestros y las desapariciones forzadas de personas. Pero al principio parece más interesado en conquistar a Ana (Florencia Raggi), una mujer que se ha divorciado y de la que queda prendado instantáneamente. Mientras el Mundial pasa a ser un reflejo cada vez más distante, la historia de amor entre ambos (con alguna escena hot) y la trama política se mezclarán de maneras totalmente previsibles, con un guión dispuesto a llevar los distintos hilos narrativos (que son demasiados) hacia los choques más obvios, tanto familiares como sociales y políticos. A todo esto hay que sumarle diálogos literalmente imposibles de ser dichos (parece por momentos una parodia de una película sobre la dictadura, de ser esto posible) y el trabajo de actores que, evidentemente, responden a sus propios impulsos y que parecen dejados a su suerte por el director. Salvo excepciones (Raggi, por momentos, o el propio Boni), todos parecen actuar en distintas películas. Algunos, acaso sin darse cuenta, en una comedia. Las intenciones, entonces, de develar/revelar secretos de los ’70, podrán ser nobles y valiosas. Los resultados de Cómplices del silencio , lamentablemente, son decepcionantes.
Esas cuestiones del corazón Miley Cyrus protagoniza un melodrama familiar y romántico. Si la idea era ir sacando a Miley Cyrus del exclusivo mercado de chicas adolescentes que consumieron con devoción toda su etapa Hannah Montana, la idea de ponerla como protagonista de una adaptación al cine de una novela de Nicholas Sparks -autor de melodramas románticos como Diario de una pasión, Noches de tormenta o la más reciente Querido John -, sonaba como la adecuada. En un punto, los filmes basados en textos de Sparks son como la evolución natural tanto para una actriz como ella como para sus fans: son fantasías similares, sólo que apuntan a un público algo más grande... en edad. En La última canción , Cyrus encarna a Ronnie, una adolescente rebelde de 17 años, a la que le toca compartir un tiempo con su padre (Greg Kinnear) y con su hermano menor, en una ciudad costera de Georgia, alejada de Nueva York, ciudad en la que ahora está radicada. Ronnie tiene una muy mala relación con su padre, ya que lo culpa de la ruptura familiar. El, un pianista clásico y maestro, intenta pero no puede conectarse con ella. Aunque comparte la pasión por la música, algo falla ahí. Como si fuera un melodrama de los ‘50, Ronnie conoce en la playa a Will (Liam Hensworth), un adolescente hijo de una familia muy rica con el que, de a poco, comienza a tejer una relación sentimental. Allí, como en todas las tramas de Sparks, las cosas se tornarán, por un lado, románticas y, por otro, entrará el drama en sus formas más tortuosas. La reconciliación familiar y el despertar sentimental irán de la mano de una catarata de golpes bajos difíciles de asimilar. Como actriz, Cyrus es competente y si la película es floja no es por su culpa. Sus problemas son parte de la idea de que evolucionar como espectador (y como actor) es salir de las fantasías pop y pasar a dramas de novelas de bolsillo. Y no tiene por qué ser así. Promediando el filme, uno ya quiere que regrese Hannah Montana.
Infancia interrumpida Abandonadas por su madre, dos niñas van a vivir con familiares en este notable filme. La impronta del neorrealismo atraviesa todo el relato de Los senderos de la vida , el segundo largometraje de Kim So Yong, la realizadora coreano/estadounidense que se hizo conocida (al menos en el mundo de los festivales de cine) a través de su opera prima, In Between Days , premiada en la edición 2007 del Bafici. Los senderos... (que, bajo su título original, Treeless Mountain , estuvo en el mismo festival porteño en 2009) tiene características bastante autobiográficas y cuenta la historia de dos niñas que viven en Seúl y que se van de la ciudad para quedar al cuidado de su tía cuando su madre decide partir a la búsqueda de su pareja, que la dejó, con la promesa de volver. Las niñas tienen seis y cuatro años, y su tía, claramente, no está en condiciones de cuidarlas. Ni a ellas ni a sí misma. Alcohólica, agresiva y bastante negligente, deja a las chicas prácticamente libradas a su suerte, ocupada en sus propios asuntos. Y como las niñas tampoco están capacitadas para cuidarse, terminan yendo a vivir al campo, a la casa de su abuela, donde encuentran algo más parecido a un hogar. Si bien hay varias películas asiáticas que cuentan historias de niños en situaciones de semiabandono y/o de reencuentro familiar (de Nadie sabe , de Hirokazu Kore-eda, a la coreana Camino a casa ), la de Kim no apuesta ni a la desesperación de la primera ni al sentimentalismo de la segunda. Su registro es más cotidiano, mezclando pequeñas anécdotas de las niñas, sus paseos y sus pequeñas actividades y juegos. Hay algo del cine de Yasujiro Ozu que se cuela en este relato calmo y revelador en sus detalles (si bien la puesta en escena es muy distinta, con la cámara bien cerca de cada movimiento de las chicas), aunque también se puede trazar una relación con cierto cine independiente estadounidense, que es el marco en el que Kim desarrolla su carrera. De hecho, su marido, Bradley Rust Gray (que dirigió The Exploding Girl y produce sus filmes) tiene en sus películas un tono similar de observación y de captura de pequeños momentos y epifanías. Si bien no son demasiado novedosas, las películas de ambos, que combinan tradiciones realistas varias, son de las más interesantes del cine contemporáneo.
Superhéroe casero Un adolescente decide “convertirse” en un superhéroe y se termina metiendo en serios problemas. Por qué a nadie se le ocurrió ser un superhéroe en la vida real?”, se pregunta la voz en off de Kick-Ass al comenzar la película. Tanto adolescente fanático de los cómics, nerds marginados en el colegio y con poco acceso a las chicas, ¿por qué en lugar de consumir fantasías acerca de volverse poderoso, amado y admirado, directamente no pasan a los hechos aunque no tengan, en realidad, ningún poder especial? Eso es lo que piensa Dave -y luego veremos que no es el único- en el comienzo de Kick-Ass , la nueva película del inglés Matthew Vaughn, quien fuera productor de Guy Ritchie y tras la muy buena película de gángsters Layer Cake se convirtió en director. El arranque de Kick-Ass es muy diferente. Parece tratarse de una parodia de superhéroes jugada por los protagonistas de Supercool , o tantas otras comedias sobre nerds de secundaria. Como en aquélla, aquí son tres amigos de los cuales uno, tratando de impresionar a una chica, decide calzarse un traje verde y, sin talento alguno, salir a cazar villanos por Manhattan. Esa primera parte es la más divertida: paródica pero no obvia, cruzando el género con cierto realismo y con algunos toques que hacen acordar a gemas literarias que atraviesan escenarios similares como La fortaleza de la soledad , de Jonathan Lethem. Pero Vaughn no se conforma con eso. En realidad, sólo funciona como punto de partida para una película mucho más “ Guy Ritchie” de lo que parecía en un principio. Habrá gángsters, un padre y una hija obsesionados por las armas (quienes, al ver la fama que termina alcanzando el tal Kick-Ass se lanzan a combatir lo que se les cruce en su camino) y también el hijo del mafioso, otro chico solitario en busca de atención paternal, encarnado por Christopher Mintz-Plasse, el McLovin’ de Supercool . En extremo violenta -aunque en un tono paródico que la acerca, si se quiere, más a Kill Bill que a El Hombre Araña , su referente temático más cercano-, el filme termina tomándose demasiado en serio como película de acción y perdiendo un poco el eje entre subtramas y diversos personajes. Da la impresión de que, tras un comienzo en clave humana, Vaughn quiso demostrar que era capaz de dirigir la nueva película de X-Men y puso sus fichas en eso. Lo logró: dirigirá la próxima X-Men . Y, aparentemente, también Kick-Ass 2 . Aquí demuestra su talento para el género, pero también sus limitaciones como director.
Criaturas no tan celestiales Vienen del Más Allá... con propósitos violentos. Puede una película tener una primera mitad muy interesante y luego irse cuesta abajo sin retorno? ¿Y cómo se la juzga? ¿Por sus muy buenos primeros 50 minutos o por sus muy flojos últimos 45? De hecho, es algo bastante normal y habitual en el cine estadounidense, especialmente en los últimos años: crear una trama interesante y potencialmente atrapante, y luego tirarla a la basura y reemplazarla por interminables y confusas secuencias de acción regadas de efectos especiales. Digamos que Legión de ángeles empieza con el modelo de clásicos como Asalto al Precinto 13 , de John Carpenter (o la anterior Río Bravo , de Howard Hawks), y la mezcla con una suerte de Terminator místico/religioso. Y bien en plan Clase B. El asunto arranca cuando un ángel (Paul Bettany) cae del cielo, roba unas armas y mata a unas personas. De ahí pasamos a un restaurante en medio del desierto de Mojave y a las vidas de los que están allí: el dueño (Dennis Quaid), su hijo, una familia que ha parado allí a comer, un hombre divorciado que acaba de detenerse en el lugar, el cocinero y la chica que atiende, que está embarazada. De a poco las historias se conectarán. Aparecerá una anciana escapada de El exorcista llevando tensión al grupo. Luego serán invadidos por una plaga de moscas. Y enseguida, nuestro ángel caído aparecerá allí con sus armas. ¿Qué busca? ¿Viene a atacarlos o a defenderlos? ¿Y qué es esa horda de personas que vienen llegando con cara de pocos amigos? Esa primera mitad, de tensión creciente, de encierro y amenaza, es lo mejor de la película. Pero luego empiezan las explicaciones (que no conviene adelantar aquí, pero que apuntan por el lado de “la ira de Dios”, tema que hizo que muchos grupos cristianos boicotearan el filme), los diálogos pomposos y, finalmente, los combates a mansalva, con cuerpos despedazados y una inercia narrativa que lleva al filme, sin muchas variantes, a previsible destino. La sensación final, claro, no es demasiado agradable. Uno siente que se echó a perder una de esas películas potencialmente nobles que a veces se cuelan en el mainstream hollywoodense, obligada a ceder a la grandilocuencia digital que hoy se les exige a todos estos productos. Una lástima.
Golpe a golpe, beso a beso Sensible drama francés de Sylvie Verheyde sobre una chica de once años. Stella tiene once años y acaba de entrar a un colegio en el que no se siente muy cómoda. Le tocó por sorteo (por el apellido) y se trata de una escuela de chicos ricos y aplicados que la dejan de lado todo el tiempo. De hecho, ella tampoco hace muchos esfuerzos por integrarse. Y ni siquiera por aprender lo que allí enseñan. En la voz en off que recorre Stella , la nueva película, bastante autobiográfica, de la francesa Sylvie Verheyde (la historia transcurre en 1977), la chica confiesa que no presta atención en las clases, que no le interesa nada de lo que allí se habla. Y sus pésimas calificaciones lo dejan en clara evidencia. También es cierto que en su casa a nadie parece importarle mucho el asunto. Stella vive detrás de un bar (pub, boliche, bodegón, hostería) y sus padres trabajan allí todo el día, beben con los habitués (una serie de personajes bien de bar) y no le prestan demasiada atención a lo que hace o deja de hacer. Pero algo empezará a cambiar cuando Stella conozca a Gladys, la aplicada e inteligente hija de unos exiliados argentinos (a quienes se ve en un momento cantando aquello de “ Por las sendas argentinas/Va marchando el Errepé ”). En su familia se lee, se habla de política, se escuchan cantautores. En la de Stella: cerveza, pool, Eddy Mitchell y peleas de borrachos. Ese despertar al mundo de Stella tendrá otros ingredientes: una visita a la familia de su papá en el campo, los problemas matrimoniales de sus padres (encarnados por una intensa Karole Rocher y un apocado Benjamin Biolay, sí, el cantante, que luce demasiado cool para el rol de perdedor que le dieron) y su amistad con otros personajes del bar: un veterano que la mira con demasiado cariño y el taciturno Alain Bernard, encarnado por Guillaume Depardieu en uno de sus últimos papeles antes de morir. Stella es un filme de iniciación, reflejando de manera muy ajustada esa etapa de cambio entre la infancia y la adolescencia. Por momentos Verheyde busca epifanías un poco obvias (abundan las secuencias musicales) o lleva a los personajes a funcionar en un modelo causa-consecuencia que suena algo forzado (Stella ve a su madre besándose con otro hombre; escena siguiente está a los golpes en la escuela), pero sin duda logra captar no sólo el estado mental y emocional del personaje, sino esa época de finales de los ‘70, a través de elecciones musicales y de arte/vestuario más que acertadas. Una película pequeña y humana, muy sensible, que sabe cortar en el momento justo, que entiende y no juzga a los personajes -equivocados o no, confundidos o no-, Stella es más que una agradable película: es un espejo de ese niño (o niña) que todos fuimos alguna vez.
Uno, dos, aquí vengo otra vez más... Esta remake de la original "Pesadilla en lo profundo de la noche", de 1984, tiene a un nuevo actor en el papel de Freddie Krueger y pocos cambios más. En el avance cronológico de las remakes -y agotadas casi todas las de los '70-, era obvio que tarde o temprano iba a tocarle a Pesadilla en lo profundo de la noche, aquel perturbador filme de Wes Craven de 1984 sobre los crímenes de un tal Freddie Krueger, que durante años llevó el rostro (severamente quemado, es decir, maquillado) de Robert Englund. Lo mejor que hicieron los productores de la remake (entre los que se cuenta Michael Bay) fue elegir a un actor que genuinamente causa miedo para reemplazarlo. Se trata de Jackie Earl Haley, el pedófilo de Secretos íntimos o el mismísimo Rorschach de Watchmen. Pero los esfuerzos del enjuto Haley no alcanzan. La trama no se ha modificado demasiado de la original. Krueger aparece en los sueños de un grupo de adolescentes y es allí donde puede matarlos. Ellos, en tanto, intentan permanecer despiertos la mayor cantidad de tiempo posible y así tratan de descubrir quién es el sujeto que los tortura en sus pesadillas y porqué. Y así irán cayendo, amigo tras amigo, todos conectados a un hecho del pasado que desconocen y que, claro, los une al misterioso y "afilado" Freddie. Los recursos son los mismos de antaño y más allá de algunas mejoras obvias en los efectos especiales, no hay muchas sorpresas en un filme que trata sustos de 26 años atrás (el ya típico ruido de las cuchillas de Krueger sobre la pared o su perversa cancioncita de una) como si fueran novedades. Tomando en cuenta el éxito de su estreno en los Estados Unidos, es obvio que hay un mercado dispuesto a consumir refritos de éxitos del pasado, especialmente si no vieron los otros ocho capítulos de la saga. Para los que pasamos por todos (o casi todos) ellos, esta nueva pesadilla (el título local, Pesadilla en la calle Elm, esta vez sí respeta el original), no es otra cosa que un "cover" hecho por una banda menor de un tema que, en algún momento, fue original.