Calles salvajes Un negrísimo e impactante policial de Pablo Trapero, con Ricardo Darín y Martina Gusman. A los golpes, así anda Sosa. Intentando ser domesticado a las piñas, como buen antihéroe de todo policial. Arranca, nomás, siendo pateado en algún descampado. Y volverá, varias veces, a acumular cortes y heridas en su rostro. Pero parece que el hombre se alimenta de esos golpes, que lo ponen en funcionamiento. Con la sangre todavía fresca sobre el rostro, Sosa (Ricardo Darín) se presenta en un accidente de autos dispuesto a colaborar con los médicos de emergencia. ¿Qué hace allí? ¿Cómo llegó antes que ellos? El filme define su profesión como la de "carancho", un ave de rapiña, carroñera: un abogado que, más que perseguir ambulancias, recibe el dato de los accidentes -gracias a una serie de contactos- y llega al lugar antes que todos para ofrecer sus servicios legales a nombre de una fundación. El "paquete" funciona: de lo que paga el seguro, la víctima cobra una pequeña parte, los abogados una mayor y habrá comisión para policías y paramédicos. "A un tipo que no tiene nada y aparece tirado debajo de un puente a las tres de la mañana, lo mejor que le puede pasar es encontrarse a un tipo como Sosa", se justifica Pico, conductor de la ambulancia. En la ambulancia viaja Luján (Martina Gusman), una joven médica que hace guardias en un hospital de San Justo. En ese choque conoce a Sosa y descubrirá a qué se dedica. Lo verá varias otras veces -Sosa tiene la particularidad de siempre estar rondando, como buen carancho, a la caza de su presa- tendrán una rara cita. Rara porque funciona en los horarios y las condiciones que la poco glamorosa profesión de ambos requiere. Claro que, de allí en más, todo se complicará. Luján descubrirá que el "carancheo" de Sosa no es tan simple como parece, él se enredará en problemas con su jefe en la Fundación y la relación se quebrará. Todo lo que hará falta para reunirlos, como reza la tradición del cine negro, es un último trabajito para poder escapar de ese mundo sin salida. Y allí empezará, casi, otra película, una en la que el dinero, las armas y las persecuciones irán acelerando el pulso de los protagonistas y de los espectadores. En Carancho, como en El Bonaerense -la película de Trapero a la que más se asemeja-, el universo que rodea a los personajes es hostil, oscuro, por momentos desesperante. El punto de vista del espectador es el de Luján: es a través de ella que descubrimos las capas de corrupción, el negocio que se maneja detrás de los accidentes de tránsito, los lazos que unen a los distintos "jugadores". Si bien ya ha empezado a conocer algunos vicios de su profesión, Luján todavía trata de hacer lo correcto, cree en los que la rodean y no dejará de hacerlo hasta que la realidad le pruebe lo contrario. Sosa es diferente. Es un viejo zorro, un hombre que conoce su territorio y que quiere salir de allí antes de que sea demasiado tarde. Ella es su ángel, la chica que conquista y la que le permite ilusionarse con una vida fuera del infierno. Policial negro, puro y duro, que no da respiro al espectador, Carancho nos mete en una situación que imaginamos en extremo realista pero la tiñe de la lógica y los condimentos del género, como una versión sucia de los policiales norteamericanos de los '70. Es una película "scorseseana" (de Calles salvajes a Vidas al límite, pasando por Taxi Driver) en su combinación de tradición y modernidad, de estilización de guión (las "reglas" del género) y de observación del mundo (neorrealismos varios). Carancho es una película tan real como brutal, tan cercana como lejana (eso pasa acá, todos los días, muy cerca de la casa de cada espectador, pero parece un mundo aparte), tan cotidiana como sórdida. En ella Trapero demuestra, también, una solidez narrativa más clásica y detalles de puesta en escena (prestar atención a la cantidad de asombrosos planos secuencia) notables. Fatalista, sangrienta, impiadosa (acaso demasiado) y violenta, Carancho se suma a la tradición de los policiales que viene haciendo Ricardo Darín. Y tal vez este sea el más duro de todos ellos, más aún que El aura y ni hablar de El secreto de sus ojos. Su cara ya tiene pegado ese agotamiento ante el mundo: es como si el actor y el personaje estuvieran pidiendo por alguien que los saque de allí, urgentemente. Y para eso deberá estar Luján, personaje en el que Gusman vuelve a lucirse como una de las mejores actrices del cine argentino, encontrando esa difícil mezcla entre inocencia y dureza, simpatía y temeridad. Carancho no es una película fácil de ver ni todas las elecciones de Trapero son acertadas -el final generará algún que otro debate-, pero se trata sin dudas de un filme, y de un realizador, que no hace concesiones. Tener una estrella taquillera, mayor presupuesto y una distribuidora grande no le torcieron el pulso. Al contrario: Carancho es la película de alguien seguro de lo que hace y convencido de su recorrido en el mundo del cine.
La leyenda del indomable Un nuevo show actoral de Robert Downey Jr. es lo mejor de una secuela apenas entretenida. El superhéroe menos heroico está de regreso. Tony Stark, el empresario multimillonario, playboy incorregible, egomaníaco y alcohólico, ya es conocido por todos como Iron Man. Se acabaron los secretos. Pero para Stark no es un problema. Al contrario, es motivo para más show, para inflar más su ya exacerbado narcisismo. Es él, y nadie más, el único capaz de salvar el planeta. "Privaticé la paz mundial", se vanagloria. En Iron Man 2, Stark se verá enfrentado a diversos problemas (y villanos) paralelos. Esa "justicia privatizada" no le cae nada bien al gobierno estadounidense, que quiere su tecnología para controlar ellos la seguridad mundial. Y por allí está también Justin Hammer (Sam Rockwell), un fabricante de armas que también quiere esos secretos. Y en el medio está Rhodey (Don Cheadle, que reemplazó a Terrence Howard), el amigo de Stark, que duda si debe o no dejar la seguridad del planeta en manos de semejante irresponsable. Y aún falta lo mejor: Ivan Vanko (Mickey Rourke), el hijo de un científico ruso que quiere vengarse de Stark por un asunto del pasado, y que es quien más cerca está, tecnológicamente hablando, de presentar una seria amenaza para Tony. Todo esto, claro, sin hablar de su relación siempre distante con Pepper Potts (Gwyneth Paltrow), su atracción por Natalie Rushman, una misteriosa asistente recién llegada a su empresa (Scarlett Johansson) y, finalmente, su problema principal: el reactor que le funciona como corazón está arruinando su cuerpo y puede matarlo si no encuentra una solución rápida. Con todos estos materiales juntos, es claro que no puede haber una película sino una sucesión de escenas, enfrentamientos y, lo que patentó muy bien la película original, oportunidades para que Downey luzca su timing cómico frente a distintos partenaires. Pese a eso, el asunto fluye con bastante naturalidad y no se transforma en el pastiche que fue El Hombre Araña 3. Más que nada porque el director Jon Favreau, sabe que el fuerte de la saga está en el jugo que los actores le sacan a cada escena, más que en su algo irrelevante trama o en sus escenas de acción, que no ocupan ni la mitad del tiempo de lo que lo hacen, por ejemplo, en Transformers. Se ve que Favreau entiende que ver chocar a dos estructuras voladoras de metal durante una hora es agotador y prefiere mantener los enfrentamientos (salvo el primero y más espectacular, en un Grand Prix en Mónaco) en su justa medida. O bien, los productores se dieron cuenta de que, después de Avatar, las escenas de acción en 2D, ya no lucen tan bien como antaño y las recortaron. Menos interesante que la primera (o al menos ya no causa la misma sorpresa la interpretación entre cómica y desaforada de Downey), pero indudablemente entretenida, Iron Man 2 es, a su manera, una suerte de despedida a los grandes tanques de acción en 2D. Se trata de una especie, como los superhéroes impecables de los años '50, en vías de extinción.
El arte de sufrir De la pluma de Charlie Kaufman, un viaje hacia lo profundo de una mente torturada. "No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total; ruego a los dioses ignorados que un hombre -¡uno solo, aunque sea, hace miles de años!- lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno(...)" (Jorge Lus Borges, "La Biblioteca de Babel") A las 7.44, Caden Cotard comenzó su día. A las 7.45, lo habrá terminado. O no. En este metarompecabezas que es Todas las vidas, mi vida, todo lo que le sucede al protagonista puede o no haber sido un sueño que duró sólo un minuto. En él pasa toda su vida: sus pasiones, sus proyectos, sus amarguras, sus frustraciones. Y el tiempo que, literalmente, se lo lleva por delante. Cotard (Philip Seymour Hoffman) es un autor teatral que vive con su mujer artista (Catherine Keener) y su hija de cuatro años en un pueblo en las afueras de Nueva York. Allí monta una producción de La muerte del viajante con actores jóvenes porque, dice, todos terminarán envejeciendo y muriendo, igualmente. Es evidente que el protagonista del primer filme como realizador del guionista de Eterno resplandor de una mente sin recuerdos no es una persona optimista. Al contrario: es un depresivo severo, pesimista de manual, enfermizo y enfermante. Alguien que no encuentra sentido a su vida, y menos aún cuando su esposa, cansada, lo deja y se va con la niña a Berlín. Cotard (el Síndrome de Cotard existe y habla de personas que se sienten muertas en vida) intentará reconstruir su vida de diversas maneras. Y en esa serie de reconstrucciones -simulacros- se le irán los años. Mantendrá una relación con una dulce empleada del teatro (Samantha Morton) y un romance con una actriz (Michelle Williams) con la que tendrá una hija a la que siempre llamará con el nombre de la anterior, a la que adora y extraña. Pero, fundamentalmente, ganará una beca millonaria y con ella intentará producir la obra de teatro más ambiciosa jamás realizada. Para eso conseguirá un enorme galpón en Nueva York y juntará allí a actores, sin guión alguno, para producir entre todos "algo real, honesto, la cruda verdad", en la que cada uno -pero especialmente él- pondrá en escena sus conflictos personales. El asunto crecerá y crecerá hasta ocuparle al hombre todo su tiempo: la reconstrucción de su vida será, en definitiva, su vida misma. Y esto, para los que conocen los guiones de Kaufman, recién empieza a complicarse ahí. Tan ambiciosa como angustiante, acaso una de las películas más tristes y depresivas jamás hechas, Todas las vidas... es un racconto de las experiencias de un hombre que, como él mismo dice, va "camino hacia la muerte aunque estoy, por el momento, vivo". Enfermedades, amores frustrados, separaciones, dolor, muertes y más muertes. El tiempo que se esfuma ("Mi mujer se fue hace una semana", dice. "Ya pasó un año", le contestan). No hay casi lugar para la luz en la vida de Caden, salvo aquella que perdió y no logra recuperar. En sus guiones para Spike Jonze (¿Quieres ser John Malkovich?, El ladrón de orquídeas) o Michel Gondry (Eterno resplandor...), Kaufman dejaba sus complejos artefactos en manos de cineastas que uno podría llamar lúdicos, juguetones. Con él mismo al frente del barco, se pierde ese lado liviano y cómico (lo intenta en un principio, pero no lo logra) y deja en primer plano todas las preocupaciones metafísicas y filosóficas, y a un personaje frustrado y frustrante, con el que, finalmente, resulta muy difícil identificarse por más que se compartan ciertas obsesiones, temas y (malas) elecciones. De cualquier manera, Kaufman sigue siendo un fascinante creador de universos, capaz de intentar crear una "sinécdoque" (figura retórica que refiere a una parte que representa un todo; de allí viene el título original del filme) del mundo entero y de todas las preocupaciones humanas y, al no poder reducirlo, termina construyendo una vida dentro de otra, un simulacro que lo consume. A él y a Caden. Ambiciosa y desmedida, creativa y voraz, angustiante a más no poder, Todas las vidas... es un extraño viaje por el mundo de las ideas, pero un filme acaso demasiado cerebral para que toda la experiencia humana que debería contener nos interpele y nos conmueva.
La playa del misterio El filme de Mariano de Rosa, con Alejandro Fiore, sigue a una familia en unas complicadas vacaciones en la costa. Entre la comedia y el misterio, Aguas verdes, de Mariano de Rosa, es una apuesta de riesgo de la que el director -que hizo uno de los mejores cortos de Mala época (1998) y debuta, más de una década después, como "solista"- no consigue exprimir todas sus posibilidades. La película arranca, costumbrismo puro, con una familia yéndose de vacaciones al balneario que da título al filme. Pero, pronto, el padre de familia (Alejandro Fiore) comienza a sentir que su hija adolescente y su esposa le prestan cada vez menos atención, situación que recrudece cuando un joven atractivo y misterioso aparece en la playa y empieza a ser el centro de las miradas de todas las mujeres del balneario. Estudio sobre los celos, sobre la paranoia y los roles cambiantes en una familia de clase media, Aguas verdes empieza a correrse hacia el suspenso y la contenida violencia. Pese a tener muchas escenas mal resueltas desde lo formal y lo actoral, Aguas verdes se sostiene como un ejercicio, esforzado, de hacer un filme de género(s) con bajos recursos.
Triste, solitario y final... En algunas ocasiones, la tarea de un actor puede elevar a una película a límites emocionales que, de otra manera, no hubiese alcanzado. Y eso es exactamente lo que sucede en Sólo un hombre, debut en la dirección del diseñador de modas Tom Ford. Sin la presencia de Colin Firth en el rol de George Falconer -el profesor universitario desolado y al borde del suicidio por la muerte de su pareja con la que convivió durante 16 años-, el filme de Ford sería un elegante y bello tratado visual sobre la tristeza y la melancolía, más cerca de un estilizado aviso publicitario "de autor" que de una película conmovedora y tocante. Pero Firth se las arregla para meterse dentro de esa superficie en extremo lustrosa y empaparla de emociones genuinas. Su mirada agobiada, su tristeza infinita, los pequeños atisbos de luz y de deseo que todavía alcanza a registrar, elevan ese museo de diseño que es el filme hasta conmover profundamente al espectador. Ford adaptó para su opera prima la novela A Single Man, de Christopher Isherwood, texto de 1964 considerado una pieza de relevancia histórica al centrarse en un personaje homosexual. Corre 1962 y la crisis de los misiles con Cuba se escucha por la radio. Falconer, en tanto, cumple con su rutina: se baña, se viste, prepara su desayuno, acomoda todo a la perfección en su bellísima casa vidriada de las afueras de Los Angeles y marcha a dar clases a la universidad. Eso sí, lleva consigo una pistola. El filme lo seguirá a lo largo de un día, a través de varios encuentros: con un alumno joven y bello que lo busca (el irreconocible Nicholas Hoult, el niño de Un gran chico), con un taxi-boy (el modelo español Jon Kortajarena), con su inseparable y alcohólica amiga Charley (Julianne Moore) y con sus vecinos. Todo ese recorrido estará salpicado por flashbacks de su pasado con Jim (Matthew Goode), con quien parecía tener una existencia perfecta que, un día, se acabó de golpe tras un accidente. Ford abreva en modelos conocidos a la hora de plantear visualmente su filme. Se puede decir que tiene mucho de Wong Kar-wai (especialmente de Days of Being Wild y Con ánimo de amar), desde los motivos visuales y musicales hasta la cuidada composición de cada cuadro; un toque estilístico que recuerda a la serie Mad Men y, el mundo de los melodramas de antaño (los mismos a los que recurría Todd Haynes en Lejos del paraíso), pero con un estilo, digamos, más cercano a la publicidad o a los avisos de revistas tipo Esquire. Esa fabulosa serie de "tableaux vivants" (alguno los comparó con publicidades de perfume y no está del todo errado) no sería más que una cáscara glamorosa pero impenetrable de no estar Firth otorgándole respiración, humanidad y hasta desesperación a cada plano. La suya es una personificación implosiva (muy británica), casi sin excesos, que logran hacer pasar al espectador de la contemplación a la compasión, de la observación a la compenetración. Pocas veces el dolor por la pérdida de un ser amado fue representado de una manera tan conmovedora.
El bebé ataca de nuevo Flojísima remake de un filme de terror clase B de los años ´70. No se trataba de un clásico a la manera de El exorcista o La masacre de Texas, pero para muchos fanáticos del cine de clase B, Está vivo (It's Alive!), de Larry Cohen, es uno de esos filmes de culto de los años '70 que permanecen en la memoria como un recuerdo simpático. De hecho, el filme tuvo bastante éxito y deparó dos secuelas. Ahora, como tantos otros filmes de terror de esa época, Está vivo tuvo su actualización y remake. El guión sigue siendo muy similar -en los créditos figura el mítico e inagotable Cohen- y, más allá de algunas actualizaciones y cambios de motivación, la historia es la misma. Una chica embarazada (Bijou "voz de helio" Phillips) y su novio (James Murray) se mudan juntos, y la panza de ella comienza a crecer desmedidamente. Ya en el parto quedaba claro que lo que había dentro no era un bebé convencional: sólo al salir del vientre liquida a todos en la sala de partos. Menos a la madre, claro, a la que defiende, literalmente, con uñas y dientes. Con un hambre que lo hace devorar animalitos domésticos, luego otros más grandes para terminar con policías, familiares, amigos y vecinos, el bebé en cuestión se transforma en un enemigo público, si bien nadie sospecha de él por motivos obvios. Como en la original, la película tiene el buen tino de dejar las carnicerías del niñito fuera de campo (se intuye el peligro y luego se ven las consecuencias), pero uno supone que es más por falta de dinero para efectos especiales que por una cuestión de buen gusto o de discreción. Está vivo es un filme de terror muy menor: mal actuado, peor filmado, casi sin suspenso. Por suerte apenas dura 80 minutos.
Cartas de amor Lasse Hallström dirige este melodrama sobre una relación a distancia. El melodrama bélico supo acompañar el regreso de los veteranos de guerra en la segunda mitad de los años '40 y durante la década siguiente. Los posteriores conflictos armados tuvieron menos melodramas: para la generación que hacía cine a fines de los '60 y '70, el melodrama era un género menor, a ser mirado con desprecio y hasta sorna. El tiempo pasó y los estilos cambiaron, pero se siguen haciendo muy pocos melodramas que tengan a la guerra como centro (el reciente Hermanos, de Jim Sheridan, es un caso posible). Querido John, dirigido por el sueco Lasse Hallström en base a una novela de Nicholas Sparks (autor de las románticas Diario de una pasión y Noches de tormenta), intenta recuperar ese espíritu al contar una historia de una pareja: el soldado John y la joven Savannah que se conocen y enamoran cuando él está de vacaciones esperando volver al frente. El se va y durante mucho tiempo se enviarán cartas escritas a mano. Si bien el filme transcurre en esta década, la excusa de no tener internet "en el frente" permite volver a la carta clásica. Pero el tiempo y los años irán modificando las cosas. El tendrá un accidente, ella no podrá esperarlo, el padre de él (un hombre obsesivo-compulsivo, al que ella considera autista) tendrá problemas, ella sufrirá los propios. Y así. El destino (y la política internacional) se meterán en el medio para hacer que esta pareja nunca pueda conectarse. Pero si bien el núcleo es clásico del melodrama y Hallström muestra cierta discreción en el manejo del asunto, Querido John no parece lograr nunca salir del formato de "película de llanto" más rancio y convencional. Las tibias escenas de sexo filmadas publicitariamente, las cancioncitas que resumen años, los cuerpos brillando a la luz del sol: el director de ¿A quién ama Gilbert Grape? no logra sacar a la película de esa trillada zona. Tampoco lo ayuda mucho el guión y sus obvias y algo redundantes metáforas. Una buena actuación de Jenkins (en el rol del padre) es lo más destacado de un filme que, de cualquier manera, puede llegar al éxito, como el best-seller en el que se basa y muchísimos otros libros de tapas sensuales y barrocas tipografías. Esta película es, casi, el equivalente de la literatura del corazón.
La decisión de Norma Curioso thriller apocalíptico, de Richard Kelly y con Cameron Diaz. Si algo no se le puede cuestionar a Richard Kelly es su ambición. En Donnie Darko, su opera prima, todo un filme de culto, y en Southland Tales, su segundo y apocalíptico revoltijo de influencias, el hombre se despacha con otra saga de ciencia ficción apocalíptica a la que, como siempre, llega desde los lugares más inesperados. La caja mortal retoma, en principio, el "frasco chico" de su primer filme. Basado en un cuento de Richard Matheson (Button, button), que ya fue adaptado a un capítulo de La dimensión desconocida en los años '80, el filme arranca con una premisa simple y atractiva, de esas que prometen tensión. Norma y Arthur, una pareja de clase media en los años '70 (Cameron Diaz y James Mardsen; ella maestra, él trabaja en la NASA), recibe un regalo misterioso en la puerta: una caja con un dispositivo arriba y el anuncio de que más tarde vendrá alguien a explicar su funcionamiento. Es allí cuando aparece Arlington Steward (Frank Langella), un hombre intrigante y extrañísimo, con casi medio rostro en carne viva. El les explica la propuesta que viene con el regalo: si apretan el botón, les dice, alguna persona desconocida morirá y ellos se quedarán con un millón de dólares. Y si no quieren participar, la caja pasará a otra persona. Ellos dudan, no saben que hacer, tratan de ver las posibilidades hasta que en un arranque Norma aprieta el temido botón. Y ahora, ¿qué sucederá? Lo que pasa es difícil de resumir aquí y es hasta complicado de entenderlo del todo en la pantalla. Digamos que "la caja" en cuestión dispara una suerte de disputa interplanetaria, con extraterrestes y cosas por el estilo, y que la NASA no está del todo alejada del conflicto. Se puede decir que Arlington es, en cierta manera, un heredero de Klaatu, el extraterrestre que bajaba a la Tierra para juzgar el comportamiento humano y allí decidir qué hacían con el planeta en el clásico El día que paralizaron la Tierra. La tentación de la pareja los meterá en terrenos insólitos y ante opciones inconcebibles. Y Kelly arma su filme como si estuviera hecho en los años '70, con un clima propio de algunos clásicos de Stanley Kubrick (y con esa densidad en el manejo de los tiempos y los planos) hasta lograr que La caja mortal parezca, por momentos, una de las viejas películas de Spielberg deformada por algún discípulo de David Lynch. Pero como en su anterior película, Kelly no sabe bien cuándo parar y no tiene ningún miedo al ridículo, llevando la apuesta a lugares que muchos espectadores considerarán bastante insólitos e improbables. De cualquier manera, sus fallas son creativas, de ambición, y en un medio que nos acostumbra, semana a semana, a lo previsible y correcto, una película como La caja... se destaca por meterse en zonas que muchos tratan de evitar. Va al infinito y más allá también.
Más allá de los sueños Un intenso retrato familiar basado en la vida de un productor de cine francés. Grégoire es un productor de cine muy ocupado. Sin perder la elegancia ni la amabilidad en el trato, se ve que está metido en problemas. Nunca se despega de su teléfono mientras trata de resolver un complicado rodaje en Suecia a las órdenes de un director demandante, o manejar las deudas acumuladas que lo podrían obligar a vender su más preciado capital: sus películas. De cualquier manera, al llegar al cálido y enorme caserón de fin de semana que tiene con su esposa, Sylvia, los problemas parecen esfumarse: allí se entretiene con sus simpáticas y creativas hijas, pasea con ellos y trata de alejarse del día a día profesional. Pero en un momento determinado, los mundos eclosionan y, sorpresivamente, Grégoire (Louis-Do de Lencquesaing) toma una tremenda decisión. De allí en adelante, su familia deberá aprender a lidiar con las consecuencias. En su segunda película, la realizadora Mia Hansen-Love, de sólo 29 años al filmarla, se basó en un caso real: el del productor francés de cine de autor, Humbert Balsam, a quién conoció cuando buscaba financiación para su primer filme (Tout est pardonné). El padre de mis hijos cambia bastantes hechos de la vida real (los cineastas que aparecen en el filme son, con los nombres cambiados, reconocidos autores europeos) y, en un momento, asume el punto de vista de la esposa, encarnada por Chiara Caselli, quién debe tomar mayor protagonismo en la segunda parte del relato. Y allí también empezará a pesar la figura de la hija adolescente, otro personaje que se enfrenta de golpe con una nueva vida. El padre... es un hallazgo en todos sus aspectos. Desde la primera parte, en la que el día a día de una productora de cine está visto como una combinación peligrosa entre arte y comercio (Grégoire adora producir cineastas poco comerciales y parece bancarse los fracasos), hasta la segunda, en la que la situación cambia y hay que hacer lo posible para salvar a la compañía. Y a través de todo eso, la extraordinaria manera (casual, simpática, con tensiones en segundo plano) en la que Hansen-Love pinta la vida de esa familia. Sin sentimentalismos forzados, con una mirada casi documental para retratar situaciones y emociones bastante fuertes, Hansen-Love hace un retrato honesto y genuino de un productor de cine que se jugaba por lo que creía y una familia que hizo siempre lo posible por acompañarlo. Un homenaje, sí, pero más que eso un gran filme.
Todos por un sueño La remake del filme de Alan Parker se acerca a la estética de los realities. Treinta años atrás, la película Fama, de Alan Parker, se convirtió en un modelo que hoy es imitado hasta el hartazgo, especialmente en televisión, a través de decenas de reality shows en los que el talento de algún joven y/o adolescente, mezclado con su historia familiar, forma parte de una narrativa inacabable. Si bien el modelo "backstage" es un clásico hollywoodense muy anterior (de los musicales de los años '30), Fama puso en primer plano la idea de la "escuela de artistas" como lugar en el que jóvenes con distintos talentos (músicos, actores, bailarines, etc.) se reúnen y combinan el aprendizaje en sus respectivas artes con lo que llamaríamos "lecciones de vida". Y esa popularidad del subgénero hace que poco y nada de lo original que podía haber en aquella película sobreviva hoy. Esta remake cruza escenas y situaciones de ese filme, pero se siente más como una mezcla de High School Musical con incontables realities tipo American Idol, X Factor o los locales Operación triunfo y Talento argentino, por citar sólo algunos. Además, claro, de la explosión de MTV y los videoclips (que cuando Parker hizo su Fama estaban en pañales), lo que transforma a esta remake, por lo menos, en redundante. Una primera media hora se sostiene gracias a cierto ritmo, los primeros cruces entre los personajes (una bailarina talentosa pero fría, un actor demasiado intenso, una actriz muy tímida, una pianista clásica frustrada, un cineasta, y así.) y los números musicales "improvisados" que surgen en medio de la escuela. Pero al rato, cuando el filme pasa (rápidamente, de año a año) a los conflictos entre los personajes y de cada uno de ellos con su familia, el asunto empieza a derrapar sin remedio, tomando como modelo más esos filmes musicales de los años '50 que siempre terminaban con un padre aceptando, entre gruñidos, pero "moviendo la patita", que su hijo/a adolescente "rebelde" tiene algún talento. Musicalmente el filme es casi nulo -más allá de algún momento pasable- y los personajes no salen nunca del trazo grueso. Una remake innecesaria, como tantas. Y en breve se viene Footloose, y así. Todo se recicla.