Los ‘80, aquí y ahora Divertida comedia, por momentos hilarante, de Steve Pink, con John Cusack. Al ver películas como Un loco viaje al pasado es imposible no imaginarse al guionista, director, elenco, productores y amigos -todos ellos, de 40 para arriba- recordando los ‘80 en cada mínimo detalle: la canción de moda, la ropa, los productos, las marcas... Pero, y sobre todo, las películas. El filme de Steve Pink parece haber encontrado un dispositivo que permite hacer revivir a todos los filmes de mediados de los ‘80 con una impronta, si se quiere, algo más ácida. Esta historia en la que tres cuarentones con una vida personal complicada terminan viajando en el tiempo y cayendo en los ‘80 combina la estética, la narrativa y hasta el estilo de Volver al futuro y de las obras completas de John Hughes ( El club de los cinco , La chica de rosa , Experto en diversión ) para contar una historia tan absurda omo simpática, una que seguramente Adam Sandler y sus amigos se estarán arrepintiendo por no haberla pensado antes. John Cusack -otro referente de esa época de cine- encarna a Adam, un hombre al que su mujer acaba de dejar. Craig Robinson es Nick, quien descubrió que su esposa lo engañó. Lou (Rob Corddry) es el que peor está y el que motiva la reunión del trío: alcohólico, acaba de tener un accidente/intento de suicidio, y zafó por muy poco. Con el sobrino de Adam a cuestas (Jacob/Clark Duke), el grupete decide hacer un viaje para “animar” al amigo y rehacer lazos. Así van a parar a un hotel/spa que en los ‘80 fue el lugar donde sus vidas cambiaron de rumbo (entre romances, alcohol, drogas y peleas) y que hoy es casi un lugar abandonado. Tras reparar el jacuzzi, se meten en él y, por culpa de un curioso accidente, terminan transportados en el tiempo hacia mediados de los ‘80. Nosotros los vemos en sus cuerpos actuales (y ellos se ven así también), pero los espejos revelan el look que tenían entonces y que es como los demás los ven. Salvo Jacob, que está idéntico. El viaje al pasado les permitirá repasar ciertas decisiones de esa noche siempre con una duda imposible de resolver: si cambiamos algo de lo que hicimos, ¿cambiarán nuestras vidas futuras? ¿Y eso es bueno o malo? Con una banda de sonido que es un grandes éxitos de esos años (David Bowie, Talking Heads, INXS, Men Without Hats, Poison, Spandau Ballet) y apariciones de íconos ochentosos como Crispin Glover y Chevy Chase, Cusack y sus amigos atravesarán situaciones que parecen extrapoladas de las películas antes citadas, pero con el ingenio suficiente como para que tengan valor narrativo por sí mismas. Divertida -hilarante, por momentos-, sin ningún tipo de mirada cínica ni gesto de superioridad sobre la época (de hecho, los adolescentes de entonces parecen mucho más conectados, sociales, en “el mundo real”, de lo que podrían serlo los de hoy), Un loco viaje... es una comedia que, desde el disparate, resulta una divertida forma de conectar generaciones y de ver que, más allá de las obvias diferencias puntuales (“¿qué es un email?”), los placeres y complicaciones de las distintas épocas no son tan diferentes. Eso sí: los ‘80 a la distancia, parecen increíblemente divertidos. Créanme, no lo fueron tanto. Pero en las películas sí lo eran...
Las palabras y las cosas El filme de Corneliu Porumboiu se centra en un policía que no está de acuerdo con la tarea que le encomendaron: detener a un joven por consumo de droga. Si jugás mal al fútbol, vas a jugar mal al fútbol-tenis”, le dice un oficial a otro al comienzo de Policía, adjetivo , la premiada película del rumano Corneliu Porumboiu. “Es una ley”, agrega. Y si bien habrá una escena de fútbol-tenis más adelante, ni la conversación ni ese deporte tienen, aparentemente, importancia alguna dentro del filme. Lo que sí hace esa escena es establecer una de las rutinas que ocupan buena parte del filme: las discusiones casualmente filosóficas (semiológicas, lingüísticas, etc.) que se plantean entre los personajes mientras siguen su rutina cotidiana. En este caso, Cristi (Dragos Bucur) tiene una tarea policíaca bastante rutinaria y tediosa (que el filme se esmera en mostrar como tal, tal vez generando cierta impaciencia del público, pero completamente a tono con la evolución del personaje y la situación): debe seguir a un adolescente que fuma hachís con sus amigos en la puerta del colegio y averiguar quién le provee las drogas. Todo parece indicar que el “dealer” sería su hermano mayor. Pero Cristi no logra avanzar demasiado en la investigación y todo parece indicar que sus días y horas de seguimiento y espera terminarán sirviendo para atrapar al chico por consumo y hacerlo pasar hasta ocho años en prisión. Y Cristi no quiere hacer ninguna de las dos cosas “No quiero obligarlo a denunciar a su hermano, no quiero eso en mi conciencia”, dice. Y luego, cuando el asunto parece limitarse sólo al consumo, es para él aún peor: “No quiero arruinarle la vida por una ley que no estará mucho tiempo en vigor: ya no existe en ningún lugar de Europa”, le dice a un superior. Policía, adjetivo es un policial, digamos, diferente. La tensión se va acumulando de a poco, como en buena parte del nuevo cine rumano ( La noche del Sr. Lazarescu, o bien 4 meses, 3 semanas, 2 días ), y no hay escenas de acción ni tiroteos. Es un caso menor, de esperar, seguir, observar, humorísticamente retratados en los largos y detallados informes que Cristi entrega a sus superiores relatando cada uno de sus pasos. Una tarea que al policía le parece inútil y que, a la vez, le genera problemas de conciencia. Entre rutina y rutina policial (muchas escenas podrían llevarse a cabo en una comisaria del Gran Buenos Aires y las diferencias serían mínimas), aparecen las conversaciones que van llevando el tema hacia uno de los finales más curiosos en mucho tiempo, en el cual Cristi y su superior discuten, diccionario de por medio, cuestiones como la conciencia, la ley y la ética en el marco de la tarea policíaca. Antes de eso, Cristi tendrá conversaciones con su mujer sobre anáforas y metáforas en canciones melódicas, lectura de prospectos de remedios, una discusión sobre la función de la Academia Rumana de Letras y cosas así. Los diálogos no son tan libres y espontáneos como uno quisiera: intentan ir cerrando el círculo de lecturas y significaciones que derivarán en el final. Policial metalingüístico, entonces, extraño, ambiguo y fascinante en su construcción, Policía, adjetivo tiene un final abierto a diversas interpretaciones. El eje sería hasta qué punto un funcionario (en este caso, un policía) puede decidir, de acuerdo a su conciencia, si está bien o no cumplir una determinada ley. Relacionando el filme con la actualidad local (el caso de los jueces que dijeron que se negarán a oficiar matrimonios entre personas del mismo sexo, por ejemplo, aunque el sesgo ideológico sea casi opuesto), Policía, adjetivo se torna aún más rica y compleja para ser analizada. Es un filme sobre palabras, sobre ideas, sobre la relación entre la ética, la conciencia, la ley y la justicia. No todos los días uno encuentra películas así. Que sea un policial, es casi secundario. La palabra clave en ese título es “adjetivo”.
En el camino Una historia real llevada a la ficción con sus protagonistas. Francis Estrada se vio, uno imagina, ante una decisión complicada a la hora de recrear los hechos reales que inspiraron la historia que se cuenta en El viaje de Avelino . Una opción era documentar el hecho: el viaje de un padre, a lomo de burro, con su hija enferma, para llevarla al pueblo más cercano a ser tratada. Debería usar testimonios y materiales de ese estilo para eso. Pero, sabía decisión, decidió evitar esa opción. Lo que hizo fue, si se quiere, más cercano a ciertas estéticas predominantes hoy: la recreación del hecho, pero no con actores sino con los mismos protagonistas, algo que es usual en el cine iraní, por ejemplo (Abbas Kiarostami y Jafar Panahi han hecho experiencias similares) y que aquí se usó poco. El resultado es prolijo, limitado en su alcance, cuidado en su realización, pero que no alcanza a cobrar vida del todo a lo largo de los escasos 64 minutos que dura el filme. La anécdota es simple y las imágenes deberían proporcionar el misterio y el agobio de la increíble proeza de Avelino. Pero no lo logra del todo. Estrada muestra momentos de ese recorrido, algunos diálogos, los detalles y pequeñas situaciones que se generan, pero no logra acumular tensión o involucrar al espectador del todo en la travesía. Tal vez, parte del problema tenga que ver con que los participantes de esta historia, puestos a “actuar de sí mismos”, desnudan el artificio permanentemente con diálogos en los que se los ve incómodos, forzados. Esa naturalidad, ese hilo tenue que une a la ficción con el documental, allí desaparece. El viaje de Avelino no se arriesga a extremos contemplativos como los del cine de Lisandro Alonso. Tampoco intenta -por suerte- atornillarnos desde el sentimentalismo. En la vida real habrá llegado a destino, pero en la cinematográfica se queda a mitad de camino.
Volver a los trece Varios amigos de la infancia pasan un fin de semana juntos, pero ahora con sus familias. El universo que ofrece Adam Sandler no es para todos los espectadores. Es de esperar que buena parte de ellos, ante lo que propone Son como niños , salga preguntándose cómo es que Sandler y el grupo de comediantes que lo acompaña aquí (Chris Rock, Kevin James, Rob Schneider y David Spade) son considerados como algunos de los tipos más graciosos de los Estados Unidos. Y, en parte, tendrán razón. Esta es otra de esas películas en las que la mezcla de comedia y “película de lecciones familiares” no combinan del todo bien, generando que la cuestión no termine de funcionar ni para uno ni para los otros. En la primera parte, un típico grupo sandleriano de hombres que se comportan como niños (aunque el personaje de Sandler es el más serio de todos) se reúne después de 30 años cuando muere el entrenador de básquet que los sacó campeones en el secundario. Ese reencuentro viene acompañado de un fin de semana en un bonito caserón frente a un lago donde pasaron los cinco parte de su infancia y adolescencia, y al que vuelven ya con familias (madres, esposas, hijos) y con vidas que han tomado rumbos muy diversos. Sandler es un agente de Hollywood, casado con una diseñadora (Salma Hayek), y tienen tres muy malcriados hijos y una nana a disposición. James es un vendedor obeso cuya mujer aún da de mamar a su niño de cuatro años. Rock encarna a un amo de casa que no es muy bien tratado ni por su esposa ni por su madre. Schneider es un devoto de todo lo New Age y está en pareja con una anciana. Spade es el único soltero y eso, aparentemente, lo transforma en un baboso y alcohólico. Mientras reparan cuestiones de pareja, rearman lazos familiares, se reencuentran con su “niño interior” y logran que los chicos aprecien la vida al natural y compartir experiencias en familia, Son como niños combina escenas de humor físico y disparatado (ver el cameo de Steve Buscemi o lo que hace la suegra de Rock), con cargadas e ironías permanentes lanzadas entre los amigos, hasta que el asunto va trocando -pero no mucho- hacia la zona sentimental. No es de las películas más interesantes de Sandler (otras, mucho mejores, como No te metas con Zohan no se estrenaron) y apenas tiene elementos como para entretener a sus fans más acérrimos y, porqué no, al que gusta de las comedias gruesas con un estilo reminiscente a cierta saga de “bañeros” locales.
La vida es sueño Natalia Oreiro en un musical pop e irreverente. En tiempos de éxito de series como Glee (de culto aquí, masiva en los Estados Unidos), un musical irreverente como Miss Tacuarembó debería ser una apuesta segura. Pero no lo es, acaso porque el público local, en especial el de vacaciones de invierno, busca entretenimientos más fácilmente clasificables. Digámoslo de otra manera: de parecerse más a High School Musical , pero con Natalia Oreiro, estaríamos hablando de un exitazo. Pero ni Oreiro ni Martín Sastre (director), ni Dani Umpi (escritor) querían hacer algo así. Que la película se venda de esa manera es problema de otros. Miss Tacuarembó cuenta la historia de Natalia (Oreiro de grande, Sofía Silvera, de niña), una chica de un pequeño pueblo que sueña con salir y triunfar como estrella, empezando por ganar el concurso del título. Talentosa pero loser , con su amigo Carlos (Diego Reinhold), irán tras ese sueño que deparará más frustraciones que otra cosa. A la vez, la vemos treintañera, aún buscando la fama que la elude y trabajando en un parque de diversiones de temática cristiana e intentando entrar al mundo del espectáculo. De alguna manera, esta Natalia sueña con ser la verdadera, y ese juego de referencias le da una gracia extra a la película. Pese a algunos baches narrativos –no es fácil manejarse con tiempos paralelos, realismo, fantasía, música, coreografías-, el filme combina muy bien nostalgia con irreverencia, inocencia con picardía, ironía y acidez, con una ternura pop que la hacen, por momentos, irresistible. Con los primeros ‘80 como referencia, la película alude a íconos de la época como Flashdance , la telenovela Cristal o Los Parchís, y las canciones de Ale Sergi (de Miranda!) apuntan hacia esa zona que, al menos los de treintaypico, guardan en algún lugar de la memoria. Apariciones almodovarianas como las de Rossy de Palma, de la realeza del cine local (Graciela Borges) y un rol clave y zarpado de Mike Amigorena se juntan con una Oreiro en un papel doble en una película acaso ambiciosa en demasía, pero a la que se le pueden perdonar esos excesos en función del espíritu festivo y livianamente irreverente con el que está hecha.
Corre, Tom, corre Cruise y Cameron Diaz, en fuga permanente. Hay algo impenetrable en la sonrisa de Tom Cruise que lo convierte en un enigma. En Encuentro explosivo , esa impresión juega a su favor: Cruise es un agente secreto al que no deberíamos saber si creerle o no. A juzgar por la primera y mejor secuencia del filme, uno debería suponer que la segunda opción es la más probable. Pero sabemos que Cruise es Cruise, y por más sonrisa maliciosa y actos inhumanos, hay pocas chances de que sea el villano. De cualquier manera, ese arranque hace imaginar que el filme puede adentrarse en zonas ambiguas. ¿Será un asesino redimido por amor? ¿O un frío agente dispuesto a sacrificarse? Esa primera escena encuentra a Roy (Cruise) en un aeropuerto buscando a alguien. Su mirada se topa con June (Diaz), que arrastra con la mezcla de torpeza e inocencia que la caracteriza, una valija. Allí se chocan, se conocen y ella queda embobada. Pero cuando van a subir al avión nos enteramos que ella tiene pasajes para un vuelo posterior al suyo, a Boston. Allí se revelará el primer secreto: el vuelo de Cruise está bloqueado. El tipo está siendo monitoreado por agentes del FBI. Cuando descubren a la chica deciden mover influencias y hacerla subir al avión: ¿será una forma de controlarlo o ella también está metida en esto? En el avión él despachará a una docena de pasajeros que lo persiguen hasta terminar en un aterrizaje forzoso y la revelación (¿real?) de los motivos de tamaño caos: Roy estaría protegiendo una fuente de energía de manos de agentes que quieren venderla a mafiosos. De allí en adelante, la intriga se reduce y queda entonces disfrutarla (o no) por las escenas de acción y persecución, y el conato de romance entre los protagonistas. Y si bien están profesionalmente realizadas por James Mangold, ninguna de las dos cosas funciona muy bien. Las secuencias de acción son reiterativas, con volteretas imposibles de los efectos especiales (CGI), y sólo son “creíbles” en su exageración cómica. Más problemático es el romance. De un tiempo a esta parte, a los personajes de Cruise les cuesta “conectar” con los otros. Sus ojos parecen estar más pendientes del próximo obstáculo que de generar una relación romántica. Es por eso que las chispas que genera la dupla se parece más a la que hay entre amigos, o hermanos, que a las de una posible pareja. Esa “ausencia” genera un vacío imposible de resolver, más allá de que el carisma personal de cada uno tape los agujeros. La pericia técnica está, los diálogos rápidos e ingeniosos también, la estructura hitchcockiana se sostiene, pero Encuentro… tiene un agujero en el centro tan enigmático e indescifrable como la sonrisa de Tom.
Y el tiempo nos llevará... Una familia de artistas recoge a una niña abandonada. Los otros tienen un pasado y, posiblemente, un futuro también misterioso. En un punto en la vida, fortuito acaso, se cruzan con nosotros y crean lazos que con el tiempo mutan, se transforman. Y esas mismas personas, esos otros, algún día pueden marcharse y todo lo que les sucederá después será igualmente ajeno e inaccesible. ¿Nos recordarán? ¿Los recordaremos? ¿Será ese cruce en la vida algo importante o nos convertiremos todos en algo borroso, en eso que el tiempo se llevó? La pivellina es una película sobre el tiempo, en más de un sentido. Lo es, porque se centra en el que una niña pasa con una familia: desde que la encuentran hasta que termina la historia, de final abierto. Y es una película sobre el tiempo porque su narrativa se estructura a partir de ese concepto: no es un filme de acontecimientos, es uno de momentos, de lo cotidiano, es el cine como experiencia viva. Asia (“Aia”, lo pronuncia la nena de dos años) es el nombre que le pone Patty a la niña que encuentra un día en un parque, al parecer abandonada. La pelirroja Patty es una artista de un circo ambulante que vive con su marido y un adolescente en condiciones algo precarias en las afueras de Roma. La llegada de “Aia” produce todo un cambio familiar y es motivo para el deleite, el placer, pero también la incomodidad, el peligro y la culpa. Es que, al encontrarla, la chica tenía en su ropa un mensaje pidiendo que la cuiden y que se hagan cargo de ella por un tiempo, hasta que puedan venirla a buscarla. Walter (el marido de Patty) supone que tenerla les traerá problemas con la ley. Ella, consciente de ese peligro, es incapaz de dejarla en un instituto y se hace cargo. Así, mientras las rutinas de preparación del humilde acto circense continúan y las relaciones familiares se van revelando, “Aia” se suma con una simpatía a prueba de todo al esquema. Covi y Frimmel registran esos hechos sin recargar las tintas del drama que está planteado en ese encuentro inicial: hay una tensión circundante que hace que cada acto, por menor que sea, adquiera un carácter dramático. Hay mucho de los Dardenne en el filme de Covi y Frimmel, quienes también son documentalistas con larga experiencia (de hecho, la pareja de artistas circenses aparece en su documental Babooska ) que debutaron en la ficción con este filme que pasó por Cannes 2009. Si algo los diferencia de los belgas es una visión menos oscura de lo cotidiano, más luminosa y cálida. El peligro y los problemas acechan, es cierto, pero quedan casi siempre fuera de campo o se presentan de manera desdramatizada. La pivellina juega en el límite entre la ficción y el documental, pero no sólo por la puesta en escena, sino por la presencia de “Aia”, cuyas actitudes y movimientos, cuya mirada y ternura, son imposibles de ser “dirigidas” por la voluntad de cineastas. Es así que el espectador se va dejando llevar por el relato a través tanto de la experiencia de estos súbitos padres sustitutos, como también mediante la mirada de la niña, esa niña con un pasado misterioso y un futuro que podrá serlo también. O no. Así, el filme crece hasta convertirse en una experiencia emocional devastadora. Con unos pocos elementos, construye un mundo de afectos, de contención, de alegría. Como en Donde viven los monstruos (recién editada en DVD), el filme es un segundo hogar, un resguardo en la tormenta. Afuera, las cosas serán distintas. Mejores o peores, quién sabe. Sí, seguro, serán ajenas, lejanas, misteriosas.
Un retrato de sobrevivientes Un singular drama familiar de Inés de Oliveira Cézar. El recuento de los daños es una película curiosa. Por un lado, plantea, con un estilo distanciado y formalista, el recorrido que hace un hombre que viaja hacia una fábrica en las afueras de Rosario con el objetivo de auditarla. Ese viaje no concluye de la forma previsible: hay un accidente extraño y un hombre puede haber muerto, algo que el conductor (Santiago Gobernori) no sabe. La noche, la bruma, la ruta, el accidente: uno se imagina entrando a un moderno policial negro, algo similar a lo que están haciendo muchos de los cineastas de la Escuela de Berlín (Thomas Arslan, Christian Petzold). Pero poco después nos daremos cuenta que, si bien algunas particularidades de esa estética con algún toque “Antonioni” sobreviven, El recuento de los daños cambiará de eje, registro y estilo. Una vez llegado a la fábrica, el hombre descubrirá que allí las cosas no están del todo bien. La dueña del lugar (Eva Bianco) acaba de quedar viuda y su hermano trata de mantener las riendas de una fábrica que tiene algunos problemas. Y la relación entre el recién llegado y los dueños se complicará a partir de otros hechos y revelaciones que no conviene adelantar acá, si bien no se trata de una película que haga su centro en el misterio o el suspenso. Descriptiva, oscura y extrañamente bella, pero algo sentenciosa en los textos (el filme funciona mejor... en silencio), El recuento... pasa a adentrarse en los territorios de la tragedia griega mezclados con la historia política argentina. ¿Es posible que ese muerto, esa mujer y ese hombre más joven estén relacionados entre sí y que esa relación haya nacido en la etapa más oscura de la historia argentina reciente? Suena -y es- forzado, es cierto, pero Oliveira Cézar no apuesta al realismo ni al cine de denuncia política. Sus películas (las anteriores son Extranjera y Como pasan las horas ) trabajan lazos atávicos, pero jamás lo hacen desde las zonas previsibles. Estilización, modernidad, distanciamiento, llámenlo como quieran. La directora logra subyugar desde la puesta en escena. Es un filme de imágenes ominosas, sonidos disruptivos, extrañas músicas humanas. Un oscuro retrato de sobrevivientes.
La vida y sus extraños caminos Tras un intento de suicidio, una mujer tiene una nueva chance. Decir que la película Veronika decide morir es de carácter terapéutico no está necesariamente relacionado con el hecho de que su autor sea el gurú de la autoayuda Paulo Coelho. No, es algo mucho más concreto: es terapéutica porque se centra, entre otras cosas, en la relación entre una mujer y su psiquiatra en el marco de una clínica de rehabilitación mental. Veronika (Sarah Michelle Gellar, la actriz de Buffy, la cazavampiros ) está deprimida. Imagina un futuro de vida clásica, si se quiere convencional (“me casaré, tendré un hijo, mi marido tendrá una amante, me separaré, etc.”), y ante esa perspectiva que supone terrible decide regresar a casa de su buen trabajo, poner música muy fuerte (Radiohead, de hecho), abrir un whisky, disponer de unas cuantas pastillas para dormir y empezar a combinarlas hasta que el cuerpo no dé para más. Al otro dia alguien la encontrará tirada en su casa, la llevará a una clínica y lograrán salvarle la vida, algo que a Veronika no parece caerle en nada simpático. En la clínica de rehabilitación, reunida con dos psiquiatras, le dirán una noticia inesperada: si bien zafó del intento de suicídio, su cuerpo ha quedado muy debilitado y matrecho, y es probable que sólo tenga unas pocas semanas de vida. Los pasos siguientes de Veronika tendrán que ver con continuar sus sesiones terapêuticas, con conocer a otros pacientes del lugar (se interesa particularmente en un joven callado), con enfrentar a sus padres inmigrantes y con empezar a vivir nuevas experiencias y confrontaciones que la llevan a hacerse un replanteo de su realidad. Basada en el best seller de Coelho y dirigida por Emily Young, Veronika decide morir es la saga de una mujer que tiene que intentar encontrarse, redescubrirse, aunque le quede poco tiempo de vida y su futuro sea incierto. Para el filme –y para el espectador-, lo que pase después no importa mucho. Imaginable como filme “con mensaje”, lo que aquí tiene que quedar claro, palabras más, palabras menos, es algo similar a aquel “vale la pena estar vivo” de un viejo filme nacional. Los buenos actores (Gellar, David Thewlis como su psiquiatra, y Florencia Lozano como otra especialista, más apariciones de Erika Christensen y Barbara Sukowa) hacen lo que pueden con un texto flojo (escrito por Larry Gross, de las míticas 48 horas y Calles de fuego ) y con situaciones y enfrentamientos predecibles. Más allá de alguna sorpresa o vuelta de tuerca, todo el filme parece desarrollarse frente al espectador con la inevitabilidad de un texto aprendido de memoria. Sabemos –ella, ellos, nosotros- las lecciones de vida que el filme nos deparará al acercarse al final de su recorrido. El resto del tiempo uno, simplemente, irá viendo como el asunto avanza, sin pausa pero sin prisa, a un destino prefijado en varios manuales: los de autoayuda, sí, pero también los de guion, que muchas veces suelen ser bastante parecidos entre sí.
Una historia de película El filme del filipino Raya Martin rescata la estética de los años ‘30. A lo largo de la historia del cine, la manera más tradicional de tratar temas históricos es y ha sido el realismo en todas sus variantes. Pero el filipino Raya Martin no es un cineasta tradicional. A los 25 años, lleva ya siete películas realizadas, todas ellas diferentes en forma, estilo y duración (todas se pueden ver, desde cortos a largos de más de cuatro horas, en la Retrospectiva Integral que se da en la Sala Lugones del Teatro San Martín) y no es la clase de realizador que optaría por una solución convencional. Así nace Independencia , presentada como segunda parte de una trilogía sobre períodos conflictivos de la historia filipina, todos ellos armados en función de un estilo cinematográfico específico. La primera fue Una película corta acerca de Indio Nacional (centrada en la ocupación española) mientras que Independencia tiene como trasfondo la ocupación estadounidense de fines del siglo XIX y toma como referencia estética los filmes del último período silente y de los años ‘30 de Hollywood. La trama de Independencia es simple, arquetípica. Una madre y su hijo se escapan de la invasión estadounidense y se refugian en medio de la jungla, donde tratan de sobrevivir con muy poco. Allí encontrarán a una mujer, que se convertirá en la esposa del hijo. Tiempo después, la mujer dará a luz un hijo producto de haber sido violada por un soldado estadounidense. En blanco y negro, y con el formato 4:3 (pantalla casi cuadrada) del cine clásico, Martin usa fondos pintados, una jungla construida en estudios, intérpretes que usan un estilo de actuación exagerado y muchas referencias del “cine exótico” de aquellos tiempos. Y es un placer cinematográfico de principio a fin: un filme hecho con inteligencia y sensibilidad, político y humano a la vez, estilizado pero curiosamente real si se lo mira más allá de la apariencia. Si los mitos son mentiras que se convierten en verdades, este filme es pura verdad cinematográfica.