Sin luces Así como se alinean los planetas para que de cuando en cuando emerja una obra maestra, también suele darse la antítesis con unos cuantos ejemplos comprobables. Lo que no sucede con tanta asiduidad es que a semejantes porquerías se les permita acceder al estreno comercial en los cines locales mientras que obras infinitamente superiores con suerte se estrenan en DVD. La Oscuridad es uno de ellos y debe estar, sin sobredimensionar ni un ápice, entre las peores películas de los últimos años. Una sorpresa más que desagradable viniendo de Brad Anderson, un director al que respetábamos por su trabajo en el género fantástico. Particularmente en El maquinista y la serie Fringe. Después de este lamentable simulacro de thriller sobrenatural y pseudo existencial Brad va a tener que remarla bastante para que le perdonemos el desliz… Bajo el aparente look de una clase B se esconde una de las más pobres producciones estadounidenses que hayamos visto alguna vez. No en recursos de producción, que sería lo de menos, sino en inspiración y profesionalismo. Históricamente han existido títulos modestísimos en presupuesto que con inteligencia y algo de talento han conseguido superar sus limitaciones. Recordemos que los mejores exponentes de la clase B son aquellos que generan la sensación de valer más de lo que realmente costaron. Por eso Roger Corman fue uno de los más notables especialistas en obtener productos comerciales decentes con cifras irrisorias. La Oscuridad, desde lo temático, es probable que apunte más alto que el estándar pero en definitiva esa ambición provoca que el fracaso artístico sea todavía más categórico. La película narra un Apocalipsis abrupto e insólito cuando las sombras nocturnas empiezan a devorarse a la gente dejando sólo sus ropas. Un porcentaje mínimo de la población se ha salvado pero por la noche vuelve el peligro de desaparecer para siempre. Esta idea argumental es factible de ser explotada de varias formas: jugando con la mirada micro, macro o una combinación de ambas. Anderson y el ignoto guionista Anthony Jaswinski, obviamente se han inclinado por la micro. Para desarrollarla nada más idóneo que el viejo truco de encerrar a varios personajes en un lugar físico determinado (como en la clásica La noche de los muertos vivientes y tantas otras). Jaswinski reúne en un bar a dos hombres, una mujer y un preadolescente a los que ha caracterizado con la torpeza de un amateur. Los conflictos que los movilizan son de manual y tan precarios que ni siquiera dos intérpretes del nivel de John Leguizamo y Thandie Newton salen bien parados de la experiencia. Hayden Christensen, por su parte, tal vez esté en condiciones de protagonizar filmes de acción por su porte o su rostro pero si como actor dramático no da la talla y encima lo dirigen en piloto automático... Sinceramente, no encuentro palabras para describir la “actuación” de este muchacho. Sin justificar nunca el origen del fenómeno, todo queda reducido a especular sobre quién será absorbido por las sombras y quién no. Argumentaciones filosóficas, existencialistas e incluso científicas pueden tener cabida en el contexto de la historia. No importa, da igual, la trama es tan deslucida, inerte y desganada que a los treinta minutos de metraje la atención del espectador ya está irremediablemente perdida. Quien siga sentado luego de la hora de proyección se asegura la canonización…
Cuando el dolor no conmueve... En determinadas ocasiones la suma de nombres de peso, por mayor prestigio o capacidad que estos revistan, no configuran una obra a la altura de las expectativas en ellos depositadas. Algo de esto seguramente ha ocurrido con El Laberinto, el más reciente filme de John Cameron Mitchell (Hedwig and the Angry Inch, Shortbus) que se basa en una obra de teatro ganadora del Premio Pulitzer en 2007 y que ha sido adaptada al cine por David Lindsay-Abaire, el mismo dramaturgo que la escribió. Este autor parece ser uno de esos talentos que absorbe Hollywood para intentar moldearlo a su gusto y conveniencia tal como ha sucedido en el pasado (¿es necesario recordar nombres como William Faulkner, F. Scott Fitzgerald, Dashiell Hammett o John Steinbeck?) y seguirá sucediendo en lo eventual. Lindsay-Abaire, que ha colaborado con los guiones de Robots (¡bien!) y Corazón de tinta (¡mal!) además de escribir los textos para Shrek the Musical, si se descuida podría convertirse en un émulo del Barton Fink de los hermanos Coen. Mientras su trabajo para la industria con producciones clase A continúa viento en popa (Sam Raimi le encargó el guión de Oz: The Great and Powerful, su próxima película), Lindsay-Abaire fue contratado para llevar Rabbit Hole a la pantalla grande. La misma pieza con la que obtuviera el Pulitzer y que ahora llega a la Argentina con el no muy feliz título de El Laberinto. Debe decirse que el proyecto fue impulsado por la actriz Nicole Kidman (pobre… ¡qué deforme quedó luego de las inyecciones de botox!) que además de interpretar a la protagonista es una de las productoras del filme. Evidentemente Kidman sabía lo que hacía, o al menos tenía la convicción indispensable para llevarlo a cabo, ya que su demasiada bien calibrada actuación fue merecedora este año de una nominación a los premios Oscar. Y es que El laberinto es la clásica historia hecha a medida para el lucimiento de sus actores. Aaron Eckhart, Dianne Wiest, Tammy Blanchard, Miles Teller y en un rol más secundario Sandra Oh descollan en sus respectivos papeles complementando con enjundia a la Kidman. Si hay que rescatarle un aspecto a este drama desolador sobre la pérdida de un hijo sería sin dudas el desempeño de este grupo de actores. En verdad no hay nada intrínsicamente malo en la manera que se eligió de plantear un conflicto con demasiados antecedentes tanto en el cine como en el teatro y la televisión. De hecho guionista y director procuraron eludir los golpes bajos y el regodeo indiscriminado en el dolor de sus personajes principales: no hay aquí atajos melodramáticos para llevarnos con efectismo a un final redentor o catártico en extremo. Claro que tampoco encontraron la veta apropiada para reincidir sobre un tópico ya agotado y sonar a la vez frescos e interesantes. Dentro de un tono serio y solemne, aunque no totalmente carente de humor (a veces negro), el término que mejor le cabe a la narración es el de “correcta”. Y se me antoja que no es algo positivo. Desgarradora, melancólica, emotiva o apasionada serían palabras más adecuadas para este material. La tibieza impide que nos involucremos más con lo que le sucede al matrimonio y al muchacho responsable involuntario de la tragedia. Si esa era la idea no es de mi gusto pero la respeto. Caso contrario… No puede hablarse de una “trama” propiamente dicha. Hay aquí un detonante fuera de campo (el accidente), una elipsis de ocho meses y un punto de arranque donde el episodio de la muerte del niño (que es atropellado tras perseguir a su perro a la calle) ya generó enormes desacuerdos entre Howie (Eckhart) y Becca (Kidman) que no saben cómo superar el dolor y seguir adelante. El hombre supone que asistir a terapia con un grupo de ayuda compuesto por parejas que han perdido a sus hijos quizás sea una forma de lograrlo. Ella, por el contrario, prefiere canalizar su angustia buscando a Jason (Miles Teller) -el adolescente que conducía el coche propiciador del accidente fatal- e intentar conectarse emocionalmente con él. Una curiosa historieta creada por Jason, la Rabitt Hole del título en inglés, dispara un concepto sobre mundos paralelos que tal vez alcance a esbozar un principio de consuelo para Becca. El Laberinto es una obra a flor de piel por su delicada temática que nunca pierde el buen gusto en el trato de situaciones que podrían volcarse fácilmente hacia el exceso lacrimógeno. Empero, ese freno emocional promueve una sobriedad general que distancia al espectador lo suficiente como para localizar y dejar a un costado toda emoción profunda. Es una cuestión de sensibilidad: si la ve un padre probablemente la reacción sea muy diferente a la mía. Por eso, si bien en lo personal no me conformó, jamás me atrevería a desestimar de pleno su visionado…
Cuando enamorarse es un mal negocio Para Alex Lippi, el seductor protagonista de esta agraciada comedia francesa intitulada Rompecorazones, hay tres tipos de mujeres: las que son felices, las que son infelices y lo enfrentan, y las infelices que no lo admiten. A esta última categoría se dedica el buen hombre ejerciendo una insólita especialidad: rompedor de parejas profesional. Claro que no está solo para ejecutar la titánica tarea de enamorar a una cantidad respetable de féminas: su hermana y su cuñado lo complementan dando forma así a un equipo aceitadito y siempre listo para afrontar cualquier desafío. La logística de la operación comienza con la inquietud de una tercera persona, por lo general un familiar o amigo de la “damnificada”, que se contacta con el grupo y por un precio justo adquiere sus servicios. Tras un trabajo de investigación sobre la pareja y, más que nada, sobre la dama en cuestión Alex se presenta ante ella con un libreto bien aprendido. En apenas unos días la mujer queda prendada del galán quien manifiesta unos gustos y una sensibilidad customizados a su medida. Una vez roto el compromiso entre los novios/esposos/amantes Alex gentilmente rechaza a la damisela que, aún dolida, encara el futuro llena de optimismo y con la ilusión de, algún día, volver a encontrar al amor de su vida. Excepto para el hombre desplazado por Alex, una transacción favorable desde todo punto de vista… El código ético del equipo, cuyo funcionamiento presenta más de una semejanza con el diseñado por Damián Sizfrón para Los simuladores, se resquebraja cuando por un giro argumental interesante Alex deba romper una pareja sólidamente constituida por la bella e independiente Juliette Van Der Becq, hija de un poderoso empresario y un magnate inglés que pareciera hacerla dichosa. Dado que Alex se ufana de brindar una ayuda “social” a sus chicas, la misión es etiquetada como una traición a los propios ideales. Una cucharada de medicina amarga que es indispensable tragar rápido para sacarse el asunto de encima y seguir adelante. Asumiendo la falsa identidad de custodio de la joven, Alex debe terciar en una relación que no demuestra fisuras. Claro que el proceso se extiende más de la cuenta ya que en un principio la temperamental señorita se resiste con facilidad ante sus otrora infalibles encantos. Lo que nunca podía esperar este mercenario solidario, y en el fondo solitario, es enamorarse de su adorable target. Un pequeño detalle… ¡muy bueno para el corazón, muy malo para los negocios! Desde hace años que la industria fílmica francesa se desmerece cuando apela al burdo mimetismo copiando lo que producen en Hollywood (que de por sí deja bastante que desear). Rompecorazones se perfila como la excepción a la regla por varios motivos: hay una cuestión de timing, energía y empatía natural en su elenco que logra trascender las limitaciones del género. No se trata de originalidad, de un tema presupuestario o ni siquiera de estilo (aunque no carece de él por cierto) sino de algo más inasible e imposible de enseñar o transferir: simple y pura magia cinematográfica. La ópera prima de Pascal Chaumeil refleja ese cine pasatista y poco pretencioso del que hacen gala tantos directores mediocres en los productos hollywoodenses pero entrega una comedia muy por encima de lo que se suele encontrar en la cartelera por estos días. Otro aspecto que agradezco es haberle buscado un perfil familiar, de humor prácticamente blanco, en detrimento del procaz de otras propuestas. Por alguna razón sintonizo más con esta clase de historias; esos romances de emociones fuertes pero con reacciones casi pudorosas en sus personajes. Filmes como Quiero decirte que te amo (la de Rob Reiner, no la homónima de Lawrence Kasdan), Digan lo que quieran… y Pasión de cristal serían adecuados ejemplos de este gusto personal. Rompecorazones le agrega un tono lúdico, divertidas referencias pop a los ochenta (las canciones de Wham! y el musical clásico Dirty dancing - Baile caliente despertarán adhesiones instantáneas en una buena parte de la platea) y una dosis importante de glamour con sus magníficas locaciones de la Costa Azul. Como entretenimiento realmente no le falta nada… Romain Duris siempre me pareció un actor por demás respetable pero hasta ahora no me había percatado de lo carismático y notable comediante que es. Su magnética presencia levanta muchos de los más destacados gags de un guión urdido conociendo las posibilidades expresivas de un artista que denota una frescura y picardía que en algún momento recuerda al mejor Jean-Paul Belmondo. ¡Hasta baila como los dioses el muy condenado! Vanessa Paradis, la también cantante y modelo que está en pareja con Johnny Depp desde hace más de una década, lo acompaña con una menor exigencia actoral pero entre ambos se encargan de darle carnadura y credibilidad a ese romance que nace en el momento más inesperado. De más está decir que la química entre ellos es el secreto de su éxito. Por otra parte también son excepcionales los aportes de Julie Ferrier como la multifacética hermana, el desopilante François Damiens como el desgreñado cuñado y Héléna Noguerra en el papel de la amiga ninfómana de Juliette. Sorpresas te da la vida… y esta película que nos cae del cielo para robarnos una sonrisa y varias carcajadas con un ingenio voraz, es una de ellas. Mi lista de comedias románticas favoritas acaba de sumar un nuevo y rutilante título. ¡A no perdérsela!
Rompan todo Los milagros “cinematográficos” existen. Miren sino lo que ha sucedido con la saga de The Fast and the Furious: una franquicia muerta y enterrada con la execrable Rápido y Furioso 3: Reto Tokio (2006) que cuando nadie lo esperaba logró ser resucitada por el elenco original con la divertidísima Rápidos y furiosos (2009). La impactante Rápidos y furiosos 5: sin control (2011) amplifica aún más los méritos de la entrega anterior trasladando la acción a una ciudad tan fascinante como Río de Janeiro y creando, ¡por fin!, algo parecido a una trama argumental. Los ingredientes clásicos más los nuevos, entre los cuales la participación del carismático Dwayne “The Rock” Johnson no pasa desapercibida, conforman un producto tan contundente como vistoso. La espectacularidad de las imágenes obtenidas por el taiwanés Justin Lin es tan descomunal que en la próxima secuela –ya en marcha luego de los 83 millones de dólares conseguidos en los primeros días de exhibición en suelo norteamericano- se las verán en figurillas para superar a este memorable blockbuster. El guionista Chris Morgan no descubrió la pólvora con este trabajo por encargo –por otra parte el tercero que realiza junto al director Lin- pero sí es cierto que supo administrar los clichés y estereotipos habituales de la saga mezclándolos con la formulita de los caper films al estilo de La estafa maestra o La gran estafa. El robo sobre el que gira la historia le da una solidez inusual (¡sin exagerar que esto no es Shakespeare!) a esta continuación que reúne a la mayoría de los actores convocados en los títulos previos. Así, regresan personajes como Vince (Matt Schulze), Roman (Tyrese Gibson), Tej (el cantante Ludacris), Han (Sung Kang) y Gisele (la bella Gal Gadot); que se suman al trío integrado por Vin Diesel, Paul Walker y Jordana Brewster. La incorporación del durísimo federal Hobbs (que le permite sacar a relucir todo su poderío físico al intimidante The Rock), la valiente e incorruptible agente de policía carioca Elena (interpretada por la española Elsa Pataky) y un villano acorde (el portugués Joaquim de Almeida) terminan por completar un elenco que es un auténtico crisol de razas y nacionalidades. Incluso les buscaron un lugar dentro del equipo a los famosos músicos boricuas Tego Calderón y Don Omar que funcionan bastante bien como relevos cómicos pese a su inexperiencia actoral. El relato empieza exactamente donde concluía Rápidos y furiosos: Brian (Walker) y Mia (Brewster) interceptan el vehículo policial que traslada en detención a Dom (Diesel) y provocan la huida del recio pero no por ello insensible pelado de voz aguardentosa. Buscado en territorio estadounidense, el grupo escapa a Brasil y se instala en Río de Janeiro donde es recibido por Vince, viejo camarada de Dom. La favela en la que vive Vince le insufla nuevos aires a la tradicional y algo gastada ambientación urbana que han exhibido las distintas secuelas (en especial las tres primeras). La invitación de unirse a una banda delictiva local para robar unos súper autos incautados por la DEA, y que son trasladados en tren, posibilita de entrada una secuencia de acción filmada con tanta adrenalina, audacia y sorpresiva conclusión que sólo puede predisponer de la mejor manera al fanático. Dos horas después quedan dos cosas más que claras: primero, que la elección de Rio fue un hallazgo a nivel visual y segundo, que el género de acción acaba de anexar una nueva obra maestra que de ningún modo pasaría vergüenza al lado de clásicos de la más alta calificación. Y pensar que tras el traspié de Reto Tokio el futuro de la serie parecía sentenciado... Rápidos y furiosos 5: sin control es el equivalente dentro de esta franquicia a lo que fue Arma mortal 4 en su momento para la saga de Richard Donner: una fiesta de principio a fin en la que, como decía el viejo lema de los Benvenutto, “lo primero es la familia”. Estos personajes, con los años, se han infiltrado de tal manera en la cultura popular como para que cada nuevo filme traspase en acción, humor y taquilla a su inmediato predecesor. Vin Diesel, un actor de enorme fuerza que irradia ángel pese a sus limitaciones como artista, con el tiempo se fue quedando sin caballitos de batalla. Riddick no prosperó, el espía reluctante Triple X tampoco y otros proyectos suyos directamente fracasaron o no tuvieron luz verde. The Fast and the Furious seguramente le hará justicia a este émulo y admirador de Sylvester Stallone que ya cuenta con una legión de seguidores propios. Realmente se lo merece. Lo dicho: los milagros existen. Acabo de presenciar uno...
Como un subibaja emocional Todo drama que se precie de tal –al menos dentro de una estructura narrativa convencional- presenta una situación desencadenante determinada. De cuán verosímil sea depende muchas veces que uno compre o no el producto. Prueba de amor lucha denodadamente para hacernos olvidar lo que debe ser una de las situaciones desencadenantes más idiotas que recordemos. Y desde luego, fracasa en el intento. En concreto, hablamos del accidente en el que muere Bennett (Aaron Johnson), el hijo mayor de Allen (Pierce Brosnan) y Grace (Susan Sarandon). El muchacho está tan eufórico por su recién formalizada relación con Rose (Carey Mulligan) que estaciona el coche en el medio de la ruta para hacerle una confesión a su novia en el peor de los escenarios posibles. Flaco, ¡es obvio que te van a atropellar! En la vida se hacen tonteras sin necesidad de justificarlas. En el cine, en cambio, es necesario tomar ciertos recaudos porque hay algunas cosas de las que no se vuelve… Rose sobrevive al estupidicidio de Bennett y algún tiempo después decide solicitar la ayuda de los padres del muchacho dado que con apenas 18 años se encuentra embarazada y sola. Aquí empieza a desarrollarse el núcleo de la historia con Rose integrándose a duras penas a esta familia disfuncional como pocas. Allen es incapaz de canalizar su dolor y se concentra en su trabajo de profesor de matemáticas; Grace está más loca que un plumero (no se sabe si por la desaparición del hijo o si ya era una causa perdida desde antes) y su vida transcurre entre el llanto desconsolado y una investigación cuasi detectivesca sobre lo que ocurrió durante los diecisiete minutos que el chico se mantuvo con vida luego del siniestro. Lo más insólito es la guardia que mantiene en el cuarto de hospital del conductor del vehículo que propició de manera involuntaria la tragedia, quien se encuentra en un coma profundo. En este rol y con sólo una escena de diálogo se luce el siempre inquietante Michael Shannon. El personaje restante de importancia es Ryan (Johnny Simmons), el hijo menor del matrimonio, que se debate entre sus problemas con las drogas y la culpa por razones que no mencionaremos aquí. Grace rechaza a Rose mientras que Allen y Ryan la aceptan rápidamente. Juntos atravesarán la etapa del luto, intentando resignarse a la pérdida del ser querido y preparándose para recibir una nueva vida con las fuerzas que les quedan. Y eso es todo. La autora y directora debutante Shana Feste escribió el guión de Prueba de amor mientras trabajaba de babysitter en el tiempo récord de tres semanas. Le salió rápido pero no redondo. Y al igual que su segundo opus Country strong –que de acuerdo a la información que manejamos no se estrenaría comercialmente en la Argentina- se la rescata más que nada por el excelente nivel de sus actores. Los conflictos con los que construyeron sus respectivos papeles son universales y cercanos al común de la gente. La película no es original pero en sus propios términos funciona. Feste tuvo la suerte de poder contar con el apoyo de Pierce Brosnan (también productor ejecutivo) quien a su vez convenció a Susan Sarandon de aceptar un rol que en principio la actriz no quería por contener varias similitudes con los que interpretara en La vida continúa (Moonlight Mile, 2002) y La conspiración (In the Valley of Elah, 2007). Al compromiso de ambos se debe sumar la inteligencia de la expresivísima Carey Mulligan (vista hace poco en Nunca me abandones, un melodrama muy superior) y la sinceridad de Johnny Simmons. A no engañarse: no es lo mejor de ninguno de ellos pero con el oficio y la convicción transmitida alcanzan a sostener un relato que apunta todos sus cañones a la sensibilidad del público femenino. En el 99% de los casos una película con estas características termina confinada al mercado local de DVD. Habrá que ver si el voto de confianza que implica su exhibición encuentra un eco apropiado en un momento donde la atención del espectador se bifurca en dos sendas que casi nunca confluyen: el circuito comercial tradicional y los aportes independientes del BAFICI. Pese a su dignidad escasamente espectacular las posibilidades concretas de éxito se avizoran cuanto menos complicadas…
Anexo de crítica: Rio es la fervorosa declaración de amor que le dedica el realizador carioca Carlos Saldanha a la multitudinaria ciudad de la que es oriundo. La excusa argumental es aquí lo de menos y vuelve a abrevar en el inoxidable Camino del héroe; por eso lo importante, más allá de la incuestionable eficacia de la historia, pasa por el trabajo del co-director de La era de hielo cuya inspiración se ha desbordado al recrear no sólo los lugares físicos (¿quién podía imaginarse que en un dibujo mainstream como este nos mostrarían una favela con tanto lujo de detalle?), con su característica flora y fauna, sino también la idiosincrasia de un pueblo con sus bailes, música, energía y sentido del humor. Ni siquiera el carnaval quedó afuera. Es todo tan prototípico (en el buen sentido) que si esta película la hubiese dirigido una persona no brasilera con seguridad estarían lloviendo las críticas. La sensibilidad manifestada por Saldanha es sorprendente pero no deja de tener su lógica: el proyecto era una jugada personal y no podía darse el lujo de malograrla por errores propios. Rio es una maravilla en la que todos los elementos que la nutren cohesionan mágicamente como pocas veces suele verse en el género. Saldanha superó las expectativas depositadas en él y logró el mejor filme animado producido por la Fox hasta el día de hoy. Francamente imperdible…
Es sólo un encargo pero me gusta... Repasando la filmografía como director de Simon West nos encontramos con títulos de alto perfil comercial como Con Air (1997), La hija del general (1999) o Lara Croft: Tomb Raider (2001). También dirigió el thriller Cuando un extraño llama (2006), remake del film setentoso de Fred Walton, y estuvo involucrado en la producción y/o realización de dos series muy divertidas, ambas con el actor Mark Valley: Keen Eddie y Human target. Con estos antecedentes, al darse a conocer que West se encontraba trabajando en una nueva versión de The mechanic (Michael Winner, 1972) uno podía anticipar con un margen de error mínimo para dónde estaría encarada la película. Pues bien, tras visionar la obra en cuestión no podemos sino confirmar nuestro pálpito: El mecánico 2011 apuesta sobre seguro extrayendo el ADN argumental de aquel clásico con Charles Bronson, potenciando la acción con todas las posibilidades técnicas modernas y simplificando más de la cuenta el desarrollo de sus personajes principales. El esqueleto pareciera ser similar pero ya desde la escena de presentación queda claro que en realidad son dos cosas muy distintas. El filme de Winner se tomaba su tiempo para caracterizar al asesino a sueldo que interpretaba Bronson con su acostumbrado laconismo y el conflicto sobre el que giraba la historia llegaba cuando tenía que llegar. Ni un minuto antes. El vínculo maestro / alumno que se daba entre Bronson y Jan-Michael Vincent fue escrito siguiendo esos parámetros. Y funcionaba, dentro del verosímil planteado, podríamos decir que casi sin fisuras. No obstante, recordemos que eran los setenta y el ritmo cinematográfico de entonces no puede equipararse a la velocidad actual. Los cambios efectuados por Richard Wenk sobre el guión original de Lewis John Carlino apuntaron a corregir ese aspecto y de paso ajustarlo para el lucimiento de su estrella, el inglés Jason Statham. Wenk hizo su tarea a conciencia y en consecuencia El mecánico fluye con un dinamismo con la que su predecesora sólo podría soñar. La contra era de esperarse: el relato pierde consistencia con cada exceso adrenalínico tendiente a superar la escena anterior. Con semejante despliegue de acción no se puede sacar los ojos de la pantalla, garantizado, pero a nadie le importa el destino de sus fríos protagonistas. Son los riesgos de trivializar una buena trama… Jason Statham es el solitario, cerebral e infalible hitman Arthur Bishop. Quien le encarga las misiones es su mentor Harry McKenna (Donald Sutherland) quien tiene con él algo así como una relación de padre / hijo (sacando de la ecuación cualquier atisbo de emoción). Steve (Ben Foster), el verdadero hijo de McKenna, es el polo opuesto de Bishop: impulsivo, visceral y explosivo. Cuando por un suceso que no mencionaremos Bishop resuelve enseñarle el “oficio” a Steve todos los elementos dramáticos son puestos sobre la mesa. Si la situación parece forzada en parte se debe a ciertas modificaciones introducidas por el guionista Wenk que además se ha tomado la libertad (si fue él en efecto) de cambiar el archiconocido y sorpresivo final. Algunos fanáticos de Bronson no le perdonan a Wenk la irrespetuosidad. En lo personal, disiento con tales efervescencias porque se trata de un vehículo al servicio de Statham y por ende es lógico que busquen otras alternativas para no caer en un burdo calco al carbónico. De los héroes de acción occidentales que se observan hoy en día Jason Statham es quizás el más completo, el que mejores producciones entrega y el que menos desentona actoralmente (reconoce sus limitaciones y escoge bien los proyectos). El mecánico no está a la altura de la saga de El transportador –lo más destacable que hizo el actor en este género- y tampoco logra mitigar el impacto del film con Bronson por los motivos aludidos; sin embargo, para los seguidores del inglés hay varias secuencias trepidantes muy bien filmadas por Simon West y su equipo que justifican la inversión de los pesos que cuesta la entrada. Es sólo un encargo, sí, pero ejecutado con tanto profesionalismo y desapego emocional como los que realiza el mismísimo Arthur Bishop…
Depresión, melancolía y amores fatalistas... Con algún retraso luego de su exitoso paso por la 25ª edición del Festival de Cine de Mar del Plata, por fin ha llegado el drama existencial inglés Nunca me abandones a la cartelera local. El film de Mark Romanek es ambicioso en su temática, personalísimo narrativamente y con no pocas aristas de interés para analizar. En principio se trata de la adaptación al cine de una novela de culto publicada en 2005 por el japonés –criado y educado en el Reino Unido- Kazuo Ishiguro. El argumento sólo puede ser calificado como espeluznante: en una sociedad distópica es perfectamente lícito desarrollar y educar a jóvenes concebidos en un laboratorio para ser utilizados como donantes de órganos al cumplir la mayoría de edad. Una premisa en verdad atroz que se ve hábilmente mezclada con un triángulo amoroso que involucra a dos chicas (interpretadas por la ascendente Carey Mulligan y una Keira Knightley casi desconocida con su look de morocha) en franca competencia por el amor de un problemático muchacho (Andrew Garfield, el nuevo Spiderman). El dilema ético y moral que conlleva semejante concepto está ahí para quien quiera recoger el guante y salir de la sala dispuesto a desmenuzarlo. La película, en cambio, se preocupa infinitamente más por sus personajes y los climas opresivos en los que están inmersos. El guión de Alex Garland (asiduo colaborador de Danny Boyle en la década del 90) refleja el viaje iniciático –interior y exterior- de Kathy (interpretada por Isobel Meikle-Small de niña y por Carey Mulligan a partir de la adolescencia) que desde su más tierna infancia está internada como pupila en un colegio que se especializa en “preparar” para su aciago destino a otros pobres desgraciados como ella. Todos los alumnos del establecimiento dirigido por Miss Emily (Charlotte Rampling) saben que al egresar no les espera un trabajo bien remunerado, el perfeccionamiento académico o la posibilidad de formar una familia si así lo desean. Para estos clones las opciones son dos: calificar como donante vivo o a lo sumo como acompañante terapéutico (son quienes asisten a los primeros antes y después de las intervenciones). La mayoría resiste dos extracciones, algunos menos toleran tres y si llegan a una cuarta por lo general luego mueren sin remedio… Nunca me abandones propone una reflexión potente, desgarradora y deprimente sobre la condición humana. La idea que plantea en su libro Ishiguro no parece tan lejana a lo que nos encontramos viviendo en la actualidad. Los avances científicos de a poco le han puesto un freno al orden natural de las cosas y quizás llegará el día en que una situación tan extrema pueda ser algo habitual, casi normal, para la gente. Esa espada de Damocles que cuelga sobre los personajes principales le da un mayor relieve a la historia de amor entre Kathy, Tommy y Ruth, que se inicia cuando aún son niños y se extiende a lo largo de sus vidas. Kathy guarda un resentimiento con Ruth –en teoría su mejor amiga- desde que sedujera al inseguro e iracundo Tommy pese a que éste pareciera guardar sentimientos para con ella. El relato sigue a los chicos desde su pre-adolescencia en el colegio, los acompaña en sus primeras vivencias al egresar del mismo y dedica buena parte del metraje al triángulo amoroso, con reencuentros, culpas, arrepentimientos y -por fin- la tan anhelada redención. Por su experiencia previa en videoclips y el muy desparejo nivel del thriller Retratos de una obsesión, el director estadounidense Mark Romanek no era la elección más lógica para adaptar la novela del autor de Lo que queda del día. Sin embargo Romanek se las arregló bastante bien para estar a la altura de las circunstancias sin regodearse en su portentosa imaginería visual. Los típicos manierismos cliperos (con abuso de esteticismo y vértigo) están afortunadamente sosegados en beneficio del relato, más encauzado hacia la introspección y el desasosiego narrativo. El constante pulsar de la memoria se entronca con el fatalismo de amores condenados a una finitud prematura, en esta lánguida y feroz visión del mundo a la que sólo le falta el contrapunto musical de una banda hiper depre como Joy Division para hacer completa la devastación emocional de sus personajes.
Lo que necesita es un buen guión… Marte necesita mamás fue la última producción iniciada por la ImageMovers antes de que la Disney anunciara su cierre definitivo en marzo de 2010. La compañía del viejo Walt había comprado en 2007 el Studio creado una década atrás por Robert Zemeckis y socios. Es casi tragicómico leer los argumentos oficiales de la Disney para decretar la bajada de persiana: detrás del palabrerío inútil se sobreentiende que los motivos reales están relacionados con que las películas cuestan mucho más de lo que recaudan. El canto del cisne de esta productora especializada en films animados con la técnica de captura de movimiento sinceramente no podía estar más fallido y confirma las sospechas agoreras de los dueños. Marte… tuvo un presupuesto de 150 millones de dólares y cosechó menos de 7 en su fin de semana de estreno. Los catastróficos números son lapidarios. No es el único responsable pero por su cargo en el Studio hay que decirlo: Robert Zemeckis nunca le encontró la vuelta comercial a sus productos. El expreso polar (2004), Monster House, la casa de los sustos (2006); Beowulf, la leyenda (2007) y Los fantasmas de Scrooge (2009) ya son historia... En Marte necesita mamás el director Simon Wells y su mujer Wendy adaptaron sin mucho ingenio el libro infantil homónimo del autor e ilustrador ganador del premio Pulitzer Berkeley Breathed. El planteo es descabellado pero eso en sí no es forzosamente malo. El problema son los personajes que no funcionan como deberían y un humor raquítico que siempre se queda corto. La aventura dispara la imaginación de los niños pero sin el complemento estimulante de la comicidad la narración se desinfla sin remedio. Pixar es un buen espejo para esta clase de relatos. Simon Wells, pese a su experiencia en el campo, da la sensación de no haber visto en su vida alguna de las tantas películas del revolucionario Studio de John Lasseter… Milo (Seth Green) es un niño de unos diez años que se enoja con su mamá (Joan Cusack) por castigarlo sin saber que esa misma noche una líder marciana (Mindy Sterling) ha decidido secuestrarla para extraerle todo su conocimiento en la crianza de niños y así programar a sus propias nannybots (niñeras robot). Al intentar detener a los captores Milo accidentalmente sube a la nave espacial y es llevado a Marte donde un adulto/niño humano llamado Gribble (Dan Fogler) lo ayuda a escapar. El resto de la trama narra los esfuerzos del dúo, a quien luego se suma la marciana insurgente Ki (Elisabeth Harnois), para rescatar a la mamá de Milo antes de que sea demasiado tarde… Curiosa resulta esa sociedad netamente matriarcal que describe Wells en la cual los hombres son condenados a vivir en un planeta basura por ser “tontos y querer jugar y bailar todo el día”. Las mujeres son guerreras o científicas y no pierden su tiempo criando hijos. Si las criaturas recién nacidas –que emergen del suelo, no del cuerpo de las marcianas- son hembras se las entrega a los nannybots para que las eduquen. Si son machitos, en cambio, son arrojados al planeta basura para que los idiotas de los hombres se ocupen de ellos. Un panorama desalentador que Wells y compañía utilizan para entregar su mensaje: todo niño debe estar bajo los cuidados de una madre y un padre; mientras que el Amor es el ingrediente mágico que mantiene cohesionada a cada familia, y hay que ser extraterrestre para no verlo. Para superobjetivo un poco básico, ¿no? Desde un punto de vista cinematográfico Marte necesita mamás cumple con los mínimos rudimentos para entretener por su solvencia técnica y el poderío audiovisual que era de esperarse viniendo de Disney. Faltan los contenidos para enriquecer la simple anécdota elegida y sobre todo las emociones que involucren a chicos y grandes por igual. En materia de personajes insufribles Jar Jar Binks ya no está tan solo: el gordito Gribble se ha ganado su lugar con un histrionismo agotador. Viendo el making of que acompañan los créditos finales nos queda una certeza incontrastable: el equipo técnico y los actores se divirtieron mucho más que nosotros. Y bué, un despropósito más…
Balada para una selkie En la vasta mitología de pueblos como el escocés y el irlandés hay un lugar importante reservado para las selkies. ¿Qué son estas curiosas criaturas que han inflamado la imaginación de Neil Jordan como para concebir este bello filme con nombre de mujer en el título original (Ondine) y horriblemente traducido al español como Amor sin límites? Se trata de unas míticas ninfas acuáticas con torso y rostro de mujer y cuerpo de foca en lugar de piernas. Dice la leyenda que una selkie puede enamorarse de un hombre de tierra ya que al salir del agua se les desprende la piel de foca y lucen exactamente como cualquier fémina. El problema es que eventualmente sienten la necesidad de regresar a su elemento y no dudan en abandonar a su amante pese a los años de convivencia y amor juntos. En su decimosexto filme el autor, productor y director Neil Jordan explora una línea argumental no muy vista en su respetable filmografía. El realizador de En compañía de lobos y Mona Lisa se ha jugado por una idea temática cuyo eje rector está sostenido por una deliberada ambigüedad. Ondine (lograda caracterización de la polaca Alicja Bachleda) es atrapada moribunda por la red del pescador Syracuse (un Colin Farell más contenido que lo habitual) quien la salva dándole respiración boca a boca, la protege y le brinda un lugar donde esconderse ya que la muchacha muestra una conducta hacia la gente un tanto aversiva. La pequeña hija de Syracuse, Annie (Alison Barry) proclama que la dama en cuestión es una selkie que ha venido a cambiar la mala suerte crónica de su papá. Y en verdad que la Diosa Fortuna comienza a sonreírle a este pescador alcohólico cuyas redes se llenan de pescados y langostas cuando antes brillaban por su ausencia. La pregunta, no obstante, sigue estando allí: ¿es Ondine una ninfa cantarina o un ser humano común y corriente que oculta algún terrible secreto? Neil Jordan escribió un guión sin grandes alternativas dramáticas –lo cual no significa que no pasen cosas interesantes- poniéndole especial énfasis a la faceta intrigante de la historia. La relación amorosa entre Syracuse y Ondine está narrada sin exceso de sentimentalismo procurando siempre no caer en la melosidad. Lástima que por buscar ese delicado equilibrio, en el camino quizás se haya perdido algo de la clásica pasión romántica. El devenir emocional del personaje de él también presenta algunos reparos que hubiesen sido fácilmente subsanados durante el desarrollo de la trama. Aunque esto es claramente opinable, así como la resolución del misterio que puede llegar a decepcionar o entusiasmar de acuerdo a la sensibilidad de cada espectador. Más allá del discreto trabajo de Jordan como guionista si hay algo que debe rescatarse en esta película es su riquísima pátina estética en la que confluyen los notables talentos de Christopher Doyle (el director de fotografía australiano que detesta la Argentina de acuerdo a las anécdotas originadas durante el caótico rodaje de Happy Together), la escenógrafa Anna Rackard y el director de arte Mark Lowry, más el invalorable aporte del compositor islandés Kjartan Sveinsson cuyas melancólicas melodías de guitarra revisten a este moderno cuento de hadas de un inspiradísimo hálito poético. La hermosa península de Beara –localizable en la costa suroeste de Irlanda- ha sido embellecida aún más por un equipo técnico de desempeño extraordinario. Por su parte Jordan como director aprovecha con sapiencia los recursos de producción puestos a su disposición y entrega un producto filmado como los dioses que desde lo conceptual podría haber sido notoriamente mejor.