De a poco, el cine argentino, después del estallido de finales de los noventa, fue llegando al campo. Lentamente, desde las ciudades las películas viajaron mayormente al interior para encontrar allí algo que el entorno urbano no podía darles: Tan de Repente, La Rabia, y ahora muchas más como El Campo, Los Dueños y Deshora son, en cierta medida, las incursiones en un territorio todavía desconocido que las películas van cartografiando a su manera, cada una con sus propios instrumentos. La ópera prima de Bárbara Sarasola-Day muestra un lugar fuertemente organizado en torno al trabajo, en donde la autoridad del patrón alcanza tanto a los peones como a la propia esposa. Para subvertir el reinado de Ernesto, y para desarreglar todavía más su frágil matrimonio con Helena, llega Joaquín, un primo de ella recién salido de una institución que va a vivir con ellos por un tiempo. En un primer momento uno cree que el joven en recuperación viene a ser una suerte de Terence Stamp de Teorema, pero la película enseguida se encarga de señalar que, lejos de cumplir el rol de un agente destructor de lo establecido, Joaquín será el que ponga a funcionar un mecanismo que habrá de afectar tanto a la pareja como a él mismo.
Cuesta entrar al pequeño mundo de época que elabora David O. Russell; cuesta por la exageración de las actuaciones, de la puesta en escena, incluso del vestuario y del uso de la banda de sonido. El director opta siempre por el grotesco, por el detalle que busca impactar a cualquier precio. Así, la película empieza con la imagen del protagonista peinándose y armándose un improvisado peluquín, continúa con planos reiterados del súper escote de Amy Adams y alterna todo eso con una mezcla de diálogos capaces de soportar un frío lenguaje de negocios y estafas tanto como las frases altisonantes acerca de lo que hacemos y quiénes somos. Escándalo americano es desordenada, despareja y no conoce de sutilezas; en principio, la película se presenta como una especie de topadora que le pasa por encima a los ojos del público con sus ropas chillonas de fines de los 70 y con sus planos estilizados, pero por momentos ese ir al choque permanentemente pareciera funcionar como una coartada que viene a encubrir la falta de un relato sólido con personajes más o menos creíbles. No es casual que la película se concentre en el personaje de Jennifer Lawrence y deje progresivamente de lado al de Jeremy Renner: mientras que la primera es una madre insoportable, gritona y mentirosa que no duda en extorsionar a su marido o en justificar una golpiza que por culpa suya recibe él, el segundo es un alcalde contenido, seguro de sí mismo y de sus buenas intenciones, de un nivel de autenticidad y una pasión extraños al retrato habitual que el cine suele reservarle a los políticos. Quisiéramos conocer más al político compuesto por Renner (que demuestra nuevamente por qué es un gran actor) y mucho menos a la madre trepadora, al borde del divorcio, que encarna sin delicadezas Lawrence, pero a los fines de impresionar al espectador Russell elige todo el tiempo el retazo de grosería, de miseria, casi de amarillismo que le provee mejor la burda criatura encarnada por Lawrence (por eso es que el “escándalo” del título local se adecua perfectamente, si no a la trama -porque el escándalo, en rigor, aparece recién al final- al menos al tono en general). De Niro aparece haciendo de taquito a un mafioso (se lo puede ver en un rol similar en Familia peligrosa, que se estrenó hace un par de semanas) y se extraña la densidad que aportaba al padre consumido por las cábalas en El lado luminoso de la vida. En realidad, también Lawrence y Bradley Cooper estaban mucho mejor en la película anterior del director. En cambio, en Escándalo americano, Cooper cede a la agitación y la ambición de su personaje y la actuación resulta imposible: sus estallidos intentan construir comedia y drama alternativamente, pero la mayoría de las veces solo consiguen romper el débil verosímil que había levantado la película. En vez de las familias turbulentas que se armaban y sostenían como podían de El luchador y El lado luminoso de la vida, acá hay un triángulo amoroso y dos familias (la del personaje de Christian Bale y de Cooper) que quedan misteriosamente opacadas, al menos hasta que Lawrence se ocupa de hacerse un lugar a los codazos tanto en la trama como en la vida de su esposo. A golpe de vista podrían trazarse paralelos con El lobo de Wall Street, en el sentido de que Escándalo americano también es una película de época sobre estafadores y, en cierta medida, un relato de ascenso y caída. Pero donde Scorsese filmaba la plenitud y el descontrol sin límites de su banda de delincuentes financieros, Russell no encuentra otra cosa que pequeñas miserias cotidianas que raramente pueden confundirse con la felicidad, como las peleas familiares que entablan frente a su hijito el matrimonio de Bale-Lawrence. Sin embargo, las dos se diferencias, entre muchas otras cosas, por el destino final que le prodigan a sus personajes: en el caso de Russell, el suyo será notoriamente positivo, un happy ending con todas las letras que nadie habría adivinado. Ese final amable funciona además como un bálsamo después de todas las inseguridades y peligros que deben atravesar los protagonistas, como si el director quisiera, a la manera de El lado luminoso de la vida, ofrecerles un futuro seguro, aunque forzado (por improbable), a sus criaturas. En ese final, donde mal que mal todos (o casi todos) encuentran su lugar definitivo en el mundo, Russell parece un director un poco más maduro, menos cínico, un misántropo indeciso con más corazón que odio que olvida por un rato su gusto por la exageración.
Por algún motivo, Luc Besson espera que uno se ría con los crímenes y las salvajadas de Giovanni Manzoni y su familia de psicópatas. Un plomero va a la nueva casa de los Manzoni, trata de estafar a Giovanni y la reacción inmediata de este es golpearlo primero con un bate de baseball y después con un martillo hasta producirle más de doce fracturas y dejarlo hospitalizado; eso, según Besson, vendría a ser un chiste. Aunque lo peor no son los actos de violencia que los cuatro integrantes del clan realizan con una notable precisión y una brutalidad poco disimulada, sino la incapacidad de la película para proponer esos estallidos como realmente cómicos: no hay prácticamente un trabajo de puesta en escena o de actuación que le imprima algo de humor a los hechos, solo alguna que otra melodía simpática, agradable que viene a señalar desde la banda sonora el supuesto carácter gracioso de las acciones. Familia peligrosa consigue algunos momentos interesantes cuando junta a Robert de Niro y Tommy Lee Jones en plan de viejos antagonistas reunidos a su pesar por las circunstancias, y el personaje del hijo, aprendiz aventajado de los modos bestiales de la mafia, tiene más de una buena escena cuando intenta desplazar del poder a los matones de turno y transformar la escuela en su territorio personal. El resto del tiempo, el guión se acerca a la familia en fuga (Giovanni delató a sus antiguos compañeros a cambio de protección policial) como si se tratara de un grupo más o menos normal y espera, por ejemplo, que el público se emocione cuando la hija le dice a Giovanni que es el mejor padre del mundo, a pesar de que los recuerdos del protagonista lo muestren cometiendo atrocidades como sumergir a una persona viva en ácido. Algo huele mal, y no se trata solo del problema moral que la película pareciera esquivar o directamente no comprender sino del desacople absoluto entre los atributos de los personajes y lo que el relato espera de ellos: con un montón de asesinos a sangre fría como los Manzoni difícilmente pueda generarse humor o interés, mucho menos la empatía a la que Besson aspira. Michelle Pffeifer, incluso en la piel de la repelente esposa de un matón sanguinario, sigue tan seductora como siempre, y De Niro repite una vez más al hombre cansado y abatido que viene interpretando cómodamente desde hace varios años, solo que acá además juega con su pasado de mafioso fílmico: es como si sus personajes de Buenos muchachos o Casino hubieran envejecido, ablandado un poco y llevado una vida familiar en permanente huida. Como si eso no alcanzara para certificar el linaje scorsesiano de Giovanni Manzoni, la película se encarga de llevar al protagonista, esta vez adoptando la identidad de un escritor, a un encuentro de cine-debate en el que, debido a una confusión, se termina proyectando Buenos muchachos. De esa forma, el canchero de Luc Besson puede jugar tranquilamente a la autoconciencia por un rato y creer que lo suyo es una especie de reflexión sobre el cine, cuando en realidad la cosa no pasa de una simple referencia previsible y tosca bien a tono con la moda actual de las citas cinematográficas; para colmo, el reenvío resulta ser de lo más correcto y respetuoso, quizás porque el mismo Scorsese figura como productor ejecutivo y, en el fondo, Besson, a pesar de todos sus alardes visuales y narrativos, no se atreve a reírse ni un poco en presencia de Marty.
La película empieza y uno se pregunta qué clase de voltereta va a poner en práctica el guión para establecer que su protagonista, alguien seguro de sí mismo, al que las cosas le salen bien, un tipo que se muestra pleno e, incluso, feliz, es en realidad un adicto. ¿Pero adicto a qué? Si la lista de adicciones del cine está formada por algunas pocas entradas (comida, alcohol, droga, sexo, adrenalina… no hay muchas más), Entre sus manos viene a sumar un ítem hasta ahora ausente: ver porno. Jon Martello ve mucho porno y se masturba al menos una vez por día, pero es curiosa la distinción que hace la película: el problema, la adicción en cuestión, parece incluir solo el acto de ver pornografía y, llamativamente, no el de la consabida gratificación posterior. Hay allí un ruido, un malestar que la película no sabe bien cómo resolver. El caso es que, mucho antes de que se proponga que lo que tiene Jon es una adicción (y no se trata solo de un mal uso del porno, ya que en la historia no hay otros ejemplos de hombres –o mujeres—que vean porno y lo hagan de manera saludable; no hay, por así decirlo, ningún pajero virtuoso), la película muestra a un personaje satisfecho con su vida cotidiana y sus pequeñas rutinas. Hacer la cama, entrenar en el gimnasio, ir al bar, las conquistas fáciles, el sexo previsible, la misa del domingo y el almuerzo con la familia; hasta cerca de la mitad de la película, el guión pareciera respetar los obsesivos rituales que le dan forma a la existencia un poco gris de Jon, a lo sumo se hace hincapié en su repetición; repetición que, dicho sea de paso, lo es más para nosotros que para el protagonista: si su vida nos resulta aburrida, siempre igual, se trata solo de un efecto producido por la manera en que la película nos presenta su día a día, un trabajo de montaje; el personaje, en cambio, no acusa ningún signo de cansancio ni de aburrimiento, al contrario, parece muy contento con la vida que lleva. La oscilación la introduce Barbara, una chica que termina enamorando a nuestro héroe y sometiéndolo al punto de convertirlo prácticamente en un títere suyo. Barbara, en el cuerpo, el rostro y los labios de Scarlett Johansson, es un esperpento difícil de contemplar: el personaje es engreído, manipulador, un poco estúpido, metido… en ningún momento resulta creíble, todo el tiempo se revela como una construcción contrahecha de guión, un mero mecanismo narrativo que habrá de sacar a Jon de su equilibrio inicial cuando descubra que a su novio le gusta el porno e inmediatamente lo censure. De ahí en más, la película se vuelve un simple recorrido moral. La tesis del relato puede resumirse así: Jon está mal consigo mismo y por eso ve porno (o está mal por ver porno; la película no aclara cuál sería la causa), hasta que llega Esther, una cuarentona medio desubicada con un pasado trágico que habrá de enseñarle el modo correcto de relacionarse con las mujeres. La película es consciente de su solución moralista e intenta disimularlo, trata que no se note tanto (no lo logra), y con ese fin habrá de acuñar un eufemismo para lo que las comedias románticas, desde hace décadas, vienen llamando “hacer el amor”, en contraposición con el sexo sin compromisos: Esther le explicará en qué consiste “perderse en el otro”, algo que Jon, aparentemente, no estaría capacitado para hacer debido a su gusto por mirar videos porno en internet. El debut como director y guionista de Joseph Gordon-Levitt empieza bien y, aunque sea por un momento, deja ver a un director con un manejo visual singular (en los planos hay velocidad, ideas y cambios de ritmo), pero enseguida anuncia sus limitaciones: la película no concibe matices, todo debe estar subrayado, desde la maldad y ridiculez de Barbara hasta la disfuncionalidad familiar y el caos de los almuerzos presentados como tanada pintoresca (solo las puteadas del reaparecido Tony Danza le suman un poco de humor a ese concierto de groserías impostadas). Así, el guión tampoco es capaz de respetar la tranquila felicidad de su protagonista durante mucho tiempo, y después de conocer al monstruo de Barbara (Scarlett incluso está afeada, con si tuviera una o dos capas de maquillaje extra) se dará a conocer rápidamente el diagnóstico antes mencionado. Eso sí, al menos en los términos en los que la explican los personajes, la adicción consistiría única y exclusivamente en ver porno y no en el hecho de masturbarse, y eso se debe menos a un gesto de libertad sexual que a un pudor mayúsculo que le impide a la película discutir el asunto. Lo que el moralismo tibio de Entre sus manos evita nombrar (y mostrar, también), viene a ser recordado un poco bestialmente por el simpático título local.
¿De dónde obtiene La vida de Adele su intensidad, esa que consigue dejarnos sentados en al butaca durante tres horas sin que pensemos ni por un segundo en levantarnos? O, mejor: ¿cómo logra capturar nuestro interés, con qué recursos lo hace? La respuesta, creo, no hay que buscarla especialmente en la puesta en escena: la planificación visual de Kechiche es repetitiva y carece casi por completo de ideas y de ritmo (no es casual que la edición esté realizada a ocho manos). El director se limita a filmar a las protagonistas en una serie interminable de primerísimos primeros planos que ocasionalmente se alternan con algún encuadre general obligado (como ocurre en las escenas de sexo). Al menos en La vida de Adele, Kechiche no demuestra mayor talento para filmar a las personas y las cosas que el que podría tener cualquier artesano de industria; su seguidilla de planos contra planos, de rostros que se contestan unos a otros no es muy distinta de lo que puede verse en una tira de televisión. Pero La vida de Adele es dueña de una potencia que ningún producto televisivo podría igualar, que supera incluso los picos emotivos habituales del mejor cine hollywoodense y que, a diferencia de este, lo logra tomando distancia de los convencionalismos de los géneros y de las narraciones tradicionales. Entonces, ¿cómo funciona la alquimia misteriosa de Kechiche? ¿Mediante qué ingredientes secretos consigue transformar el plomo de un guión algo pobre y de una puesta en escena soporífera en el oro que reluce en pantalla? Esos ingredientes son dos: la elección de las protagonistas por un lado, y la dirección de actores por otro. Del primero no hay mucho para decir: ignoro cuánto tiempo habrá tardado el director tunesino en dar con Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux, pero no caben dudas de que la elección fue inmejorable, que cada una le dio vida a su personaje de una manera única e irrepetible. Por otra parte, hay algo que resulta indiscutible: antes de una película que sintoniza con nuestro tiempo, de un cine de sensibilidad contemporánea, La vida de Adele es, más que nada, un ejercicio interpretativo y un trabajo de dirección actoral inmenso. Solo así el director pudo extraer la emoción que atraviesa a su película, solo después de contar con dos actrices notables y que habían compredido a la perfección a sus personajes, y solo después de trabajar la relación de las dos lo suficiente como para que la pasión entre ellas resulte creíble; con esas bases previas es que Kechiche pudo permitirse el riesgo de confeccionar una planificación que descansa, segurísima de sí misma, en los rostros de las protagonistas, atenta al más mínimo gesto o movimiento muscular, al más pequeño tic que, por obra de la amplificación de la cámara, termina definiendo por entero a un personaje tanto o más que lo que la información que el guión pueda proveer. Porque La vida de Adele es una película cerrada sobre sí misma y su propio y diminuto universo, lo suyo no es el retrato de una época o una pintura social sino la exploración de las relaciones y los intercambios que se tejen en su interior. Así, a los ojos del director, en una cena familiar, importa menos la dinámica del grupo y los signos de clase que pudieran definirlos que la saliva que genera Adele cuando mastica con la boca abierta; la cámara se fija en eso y desecha tanto los diálogos como los planos de conjunto. Es por esto, por estar demasiado aislada en su mundo personal, que la película pierde fuerza en los pocos momentos en los que intenta abrir el plano y mirar muchas cosas. Pasa con la discusión en la puerta del colegio, cuando las amigas de Adele la interrogan y la acusan de lesbiana: la escena resulta burda, subrayada, un momento claramente dispuesto para convocar la indignación, para comentar el estado de la sociedad francesa y para mostrar cómo los jóvenes parecieran reproducir la ideología un poco retrógrada del país en otras épocas. No es casual que esa escena involucre a muchos personajes y que incorpore un tono ausente hasta ese momento: la cantidad de rostros, la velocidad de los diálogos (y de las agresiones), los empujones y lo subrayado de toda la situación no hace otra cosa que recordar que el hábitat natural de La vida de Adele no son las calles, los bares y las discusiones a los gritos sino los intercambios en voz baja de los amantes (o sus silencios) y la intimidad que conlleva el estar solo tirado en la cama o el compartir un banco de plaza con alguien al que se quiere. Pero si los méritos que vengo describiendo son, en cierta medida, pre cinematográficos, anteriores al cine, hay un acierto de Kechiche que se apoya solo en las herramientas del cine. Se trata de las escenas de sexo entre las protagonistas que tanto dieron que hablar durante el estreno en Cannes: el cine mostró cómo se acostaban dos mujeres muchas veces, el tema (una relación lésbica) y la imagen (dos chicas teniendo sexo) no son para nada nuevos. Pero sí es nueva la manera en que el director las filma: las dos aparecen totalmente desnudas, excitadas, chupando y succionando desesperadas el cuerpo de la otra; incluso se llega a mostrar mucho sexo oral recurriendo a planos detalles que no permiten falsear la acción. Si la mayor parte de la película, venía diciendo, resulta poco sofisticada en términos de imagen, las escenas de sexo no lo son tampoco, al contrario, es como si Kechiche estuviera convencido de que la única forma de sostener la intensidad acumulada en el relato durante las escenas de cama era filmar el sexo como lo haría una película porno del montón: poner a dos chicas desnudas a tocarse y lamerse sin que el encuadre oculte nada y sin que la edición corte el plano antes de tiempo. Este es otro de los puntos fuertes de La vida de Adele, otro éxito que se cifra en buena medida en la voluntad del director de capturar la mayor cantidad de intensidad posible, sin importar si la planificación termina pareciendo demasiado la del porno. Todo esto, sumado a la forma narrativa más bien elemental del relato de descubrimiento amoroso, arroja una película efectiva, con los reflejos suficientes como para fijarse en el crecimiento de la protagonista y en los cambios por los que atraviesa sin necesidad de explicarlos ni de enmarcarlos en alguna especie de explicación grandilocuente de la vida. La vida de Adele no se arroga para sí ninguna sofisticación, lo suyo es el arte de narrar y mostrar utilizando solo los recursos justos, y esa justeza es solo comparable al rigor de las normas que rigen los códigos del amor en el universo de los personajes. El aprendizaje es duro y los errores se pagan demasiado caro.
El amor (primera parte) La planificación visual que ensaya Ulrich Seidl funciona en parte como una declaración de humildad: los encuadres cerrados recortan la imagen de una manera evidente y calculada, como si el director dijera abiertamente que no aspira a capturar en su totalidad el mundo del turismo sexual en Kenia; los planos se muestran como tal, la película se revela como una mirada y no busca pasar por un documento o un pedazo de realidad en bruto. Las escenas de Seidl son como maquetas pequeñas o viñetas que se vinculan entre sí de manera un poco caótica: la mayoría de las veces el montaje es cortante y no hay nada parecido a un raccord. Es que cualquier otro proyecto de puesta en escena seguramente habría resultado falso: la historia de Teresa y del contingente de mujeres europeas que viaja a las playas soleadas de Kenia para acostarse con los jóvenes locales habría sido una tentación demasiado grande para otro director que quisiera explotar las miserias de las protagonistas o la marginalidad de la sociedad keniata. Como ocurre en todas las buenas películas, el valor de Paraíso: Amor reside tanto en los propios logros como en todos aquellos peligros oportunamente esquivados. Uno podría pensar que la novedad del tema no le deja espacio a Seidl para otra cosa que no sea la observación un poco maravillada de ese universo, como si todo pasara demasiado rápido y la película no quisiera distraerse con la denuncia. No es casual que Paraíso: Amor sea dueña de tanta luz y tanto color: recordemos que las películas que explotan la pobreza y buscan el impacto fácil como Ciudad de Dios o Tropa de elite tienen una fotografía contrastada donde no hay lugar para los tonos vivos. Incluso cuando la trama lleva a Teresa a las casas de sus amantes ocasionales, la cámara devuelve una enorme cantidad de colores y matices, como si Seidl no se resignara a encontrar la belleza en ninguna parte, ni siquiera en una habitación descascarada atravesada por los signos de la pobreza más terrible. Así, el cine de Seidl termina replicando, a su manera, al de Pedro Costa. En el relato de Paraíso: Amor (concebida como un film de larga duración, finalmente se transformó en la primera entrega de una trilogía) ocurre algo similar. Ante la inmensidad de un entramado de relaciones desconocidas, el austríaco elige retratar cómo es que se efectúan las confusas transacciones amorosas de los personajes antes que comentar las desigualdades que separan a las partes. La ambigüedad de los intercambios dota de un misterio notable a las parejas temporales que se la historia arma y deshace cada vez más rápidamente. El drama de Teresa no es otro que el de no conocer las reglas del mercado sexual local: ella tarda bastante en aprender que la promesa de amor de sus compañeros de cama no es otra cosa que una parte acostumbrada del ritual de la prostitución masculina keniata. En este sentido, la película se acerca a ese universo tratando de comprender las formas mediante las cuales opera el sistema: los negros seducen a las turistas, las convencen de llevarlas a su casa en algún pueblito alejado del hotel, juegan a hacerles creer que gustan de ellas (y ellas, salvo por Teresa, siguen el juego sin creérselo demasiado) y después tratan de sacarles toda la plata que puedan. Salvo por algunos pocos momentos subrayados (como el plano que muestra a los vendedores ambulantes separados de los turistas por una guarda y un policía) no hay nada parecido a la sordidez ni la queja altisonante: Paraíso: Amor es un relato de aprendizaje de una mujer madura que busca el amor en tierras extranjeras. Incluso cuando los vendedores se abalanzan sobre el infortunado que osa querer pisar el mar, la película es capaz de mostrarse feliz: la insistencia de los vendedores carga la escena de tensión pero sus halagos mentirosos y su picardía para el comercio logran que el tono sea cómico y nunca miserable.
Visiones, de Juan De Francesco, cuenta la historia de Marta, una mujer que se disfraza de gitana y sobrevive fingiendo adivinar el futuro; y de Esteban, un chico que vive en la calle y que habrá de ser adoptado por Marta. Pasados muchos años, Esteban se convierte en estafador que embauca mujeres y las envía a Marta, ahora su cómplice, quien las recibe en su sala de consulta. El método es simple: Esteban las conoce, seduce, obtiene información y después las abandona, pero no sin antes esconder un volante en sus bolsos con los datos de Marta. Así, ella las recibe conociendo todos sus secretos y las atrapa con su red de mentiras y de supuestos embrujos. Hasta ese punto, la película resulta notablemente rutinaria: las escenas se suceden sin demasiado pulso, la cámara parece rígida y atornillada al suelo, y la planificación general hace acordar a la de una tira televisiva (muchas escenas se resuelven apelando al plano/ contraplano; la fotografía es siempre brillante, tanto en exteriores como en espacios cerrados). Si la sociedad espuria de Marta y Esteban se vuelve medianamente creíble, eso es solo por obra de los actores, cuya solvencia (en especial la de Adrián Ero, que interpreta a Esteban) ayuda a imprimirle algo de dinamismo al conjunto. Pero incluso si los actores cumplen, la dirección no sabe aprovechar del todo la tensión generada entre ellos y algunos momentos culminantes pierden eficacia por culpa de los primeros planos, que fragmentan la acción y no nos permiten ver a uno reaccionar frente al otro. Algo de este estado de cosas cambia para bien cuando el guión pega su vuelta maestra: Marta, la falsa gitana, la que simula leer las cartas, descubre por accidente -cuando toca a una clienta- que tiene visiones, visiones reales de la vida de la otra persona, y que puede acceder tanto a su pasado como a su futuro. Así, con ese nuevo don adquirido de golpe y porrazo, Marta se entera que la clienta en verdad está complotada con Esteban y que entre los dos planean robarle la plata ahorrada durante años y matarla. Para cuando Marta toma conciencia del peligro, ya es tarde: Esteban le apunta con un revólver, y dispara. Lo que sigue no deja de ser divertido: las imágenes de la muerte de Marta se revelan a su vez como otra visión surgida del contacto físico con la clienta (confabulada con Esteban), entonces la acción retorna al principio, y ahora la protagonista habrá de ensayar una estrategia para desbaratar los planes de Esteban, solo para fracasar de nuevo, morir y volver al comienzo una vez más, y así muchas veces más. En este punto, Visiones demuestra tener una rara predilección por las variaciones y por la exploración de los rumbos posibles de un relato, algo atípico para el cine argentino (salvo, quizás, por la obra de Mariano Llinás) que pone a la película en diálogo, antes que con otro film local, con alguna filmografía extranjera como la de Hong Sang-soo y su gusto por las variaciones de un mismo tema. Aunque no se trate de otra cosa que de un mero ejercicio de estilo, el experimento divierte y compensa la falta de credibilidad que la película transmite el resto del tiempo. Pero cuando el recurso agota una serie nada despreciable de opciones y de revelaciones, la trama opta de nuevo por la linealidad y la frescura cede para que la película avance nuevamente -en forma mecánica- hacia un final dramático, con vuelta de tuerca incluida.
El israelí Nadav Lapid entiende poco de sutilezas; en Policeman todo se percibe amplificado, como si no confiara demasiado en la capacidad del público para comprender la postura política de la película. Se nota en algunas de las primeras escenas cuando, para exhibir la irritante seguridad de sí mismo que tiene el protagonista, se lo muestra cantando una canción a todo volumen y enfocado en contrapicado muy cerca de la cámara. O, cuando en el asado que hace el grupo antiterrorista, la actitud sobradora y expansiva del personaje es construida mediante el ruido de las palmadas en la espalda o de los golpes amistosos (aunque no menos contundentes) propinados en el pecho. El supuesto comentario polémico, que aparece en la primera mitad en el hecho de contar la vida cotidiana de esos personajes con sus rituales y códigos particularísimos (el líder parece una especie de Sacha Baron Cohen sobrealimentado y sin sentido del humor), se derrumba en la segunda parte cuando la película abandona a sus protagonistas para sumar un grupo nuevo: son unos terroristas jóvenes e inexpertos que planean dar un golpe en nombre de una ambigua revolución. La tensión y el interés del comienzo decaen, mientras que el guión (y en esto se funda el verdadero –supuesto– gesto polémico) le da al grupo de los policías una excusa para actuar, como diciendo que lo condenable de ellos y su trabajo está justificado en buena medida por la existencia de terroristas peligrosos. El final, sin embargo, opta por la corrección política más cómoda y aburrida: los dos bandos cometen excesos y atropellos, nadie está libre de culpas. Fuera del momento en que los policías irrumpen en la habitación con los rehenes (que probablemente sea el tiroteo más feroz y rápido y, por eso mismo, más impresionante en mucho tiempo), Policeman se revela torpe y gruesa, incapaz de producir una polémica sobre nada.
Después de una primera película accidentada que imitaba sin demasiado éxito la trilogía de El señor de los anillos, Peter Jackson logra con El Hobbit: La desolación de Smaug algo más parecido a un relato bien contado, que explora con un poco más de inteligencia su universo. Si El Hobbit: Un viaje inesperado apostaba más a explotar la cantidad de elementos que a aprovecharlos (había acumulación de personajes, de chistes, de conflictos y hasta las reapariciones de El señor de los anillos se amontonaban), la secuela encuentra un equlibrio siguiendo a unos pocos protagonistas como Gandalf, Bilbo o Bard, y cuando narra las aventuras del grupo de enanos consigue darles a casi todos una personalidad más o menos reconocible; a diferencia de la anterior, donde la compañía liderada por Thorin era una especie de masa informe de guerreros y bebedores, ahora finalmente se los humaniza (aunque quizás sería más correcto decir que el guión los “enaniza”). La aparición de Légolas, ausente en el libro, confirma la debilidad innata que exhibe El Hobbit como proyecto cinematográfico, pero el director se las arregla para volver interesante al personaje imaginándolo con un carácter menos bondadoso y más violento (quizás debido a su inmadurez). De a ratos el guión corre el peligro de convertirse en una mera seguidilla de aventuras, pero esta vez la película puede detenerse a retratar momentos y escenarios, mientras que la anterior parecía estar distraida y no poder fijarse en nada con demasiada atención. La entrada a la Montaña Solitaria, por ejemplo, representa un momento notable tanto de suspenso como de drama, y el pueblo marítimo de Esgaroth, antiguo centro comercial ahora sumido en la decadencia, se convierte en un espacio con habitantes reales (no estoy pensando en la caricatura que hacen Stephen Fry y su ayudante sino en los vecinos de Bard) que terminan por imprimirle carnadura a la misión de los protagonistas. Eso sí, al igual que en la primera El Hobbit, Jackson tiende a engolosinarse con la tecnología y es capaz de pasar de la creación atardeceres digitales impresionantes a abusar de las posibilidades técnicas y llega hasta arruinar a Smaug, probablemente el personaje que más interes despertaba de la secuela. El cierto que el dragón, con su tamaño, su textura y su relación imposible con el espacio (está encerrado en un lugar muy pequeño y repleto de objetos) es un prodigio de la animación digital, pero Jackson, una vez develada la criatura, pone en su boca diálogos interminables y termina por quitarle cualquier misterio que hubiera podido conferirle al principio, cuando el monstruo apenas asomaba sus extremidades a través de las montañas de oro. Algo similar ocurre en la escena del escape de la guarida de los orcos: de tan exageradas las proezas que los personajes realizan mientras son arrastrados por la corriente en los barriles no solo no consiguen el impacto esperado sino que cansan y pierden intensidad; pareciera, por ejemplo, que Légolas es capaz de cualquier hazaña física imaginable, entonces todo resulta poco creíble incluso para un relato fantástico. Para cualquiera que haya disfrutado de la trilogía de El señor de los anillos, el diagnóstico de El Hobbit sigue siendo el mismo que el de la primera película: Peter Jackson trata de emular, todavía sin demasiada suerte, la justeza y la belleza del trío original, compensando lo que aquella tenía de corazón con la mera suma de actores, conflictos y efectos digitales. Sin embargo, a pesar de ubicarse bastante lejos de esas tres cumbres del cine de aventuras, esta segunda entrega supera a la primera y muestra a un director más seguro, capaz de comprender mejor a los personajes y sus problemas, de esquivar un poco mejor la tentación de la simple acumulación y observar más en detalle el mundo que tiene delante suyo, que no por notoriamente artificial resulta menos subyugante. A su vez, esta capacidad para entender mejor ese mundo y sus criaturas permite que surjan relaciones impensadas con El señor de los anillos: por ejemplo, una y otra trilogía parecen contener en verdad el relato de unos herederos al trono amargados y taciturnos, que lidian como pueden con la misión inmensa que se les adjudica de un momento a otro: recuperar lo que les pertence, ganarse el derecho de ser reyes, gobernar y devolver la paz a los que serán sus súbditos. Más allá de los hobbits, elfos, dragones y todas las criaturas y los peligros que habitan en la Tierra Media, los libros de Tolkien parecieran ser antes que nada el cuento de reyes caídos en desgracia como Aragorn y Thorin que deben aprender a confiar en otros y a hacer amigos nuevos, como si todo fuera una suerte de road movie en clave fantástica.
Una película de huevos La sátira del comienzo sobre Hollywood, las estrellas y su particular estilo de vida es solo un entre, el umbral conocido y confortable mediante el cual la película nos introduce en algo distinto y muy parecido a una prueba, a una especie de experimento Kuleschov calibrado a la medida de la joven comedia norteamericana. La tesis que Este es el fin trata de verificar podría enunciarse así: una buena parte de la Nueva Comedia Americana, o por lo menos su producción más reciente, necesita solo de un puñado de buenos cómicos para existir, y nada más. Para hacer NCA no se requieren temas, historia, chistes o puesta en escena, alcanza con poner a dos o tres actores en escena frente a algún conflicto ridículo, incluso inverosímil. En cierta forma, estamos frente a un alarde interpretativo: estos seis tipos intentan hacer una comedia sin nada que no sea ellos mismos; ellos con sus manías, sus miserias y sus torpezas físicas. Como para dejar en claro qué es lo que se busca, Seth Rogen y Evan Goldberg no apelan a ninguna causa mínimamente creíble para aislar a sus protagonistas en la casa: lo que ocurre es ni más ni menos el fin del mundo, el Apocalipsis (recordemos: la NCA es eminentemente cotidiana, poco dada a explorar los confines de lo fanástico). Como en todo experimento, los resultados pueden ser disímiles: por momentos, la película confía demasiado en la capacidad de los actores para conseguir la risa casi sin materiales, y el ritmo se resiente. Pero la mayor parte del tiempo Este es el fin toma la forma de un verdadero punto de quiebre para la comedia estadounidense, como si lo que estuviéramos viendo fuera una suerte de El ángel exterminador en clave guaranga pero igualmente divertida. Lo radical de la propuesta de los directores puede ser leído como una reacción masculina y conservadora frente al copamiento del género por parte de las mujeres, que parecieran ir abandonando lentamente los modales de la comedia romántica para adquirir los hábitos escatológicos y brutales de los varones de la NCA. El reflejo, entonces, consiste en hacer una película donde lo que se juega no es (como queda establecido desde el comienzo) el destino del mundo, un ideal, ni siquiera la propia vida, sino la amistad masculina. Así, Este es el fin realiza un muy simpático reparto de roles de héroes y villanos en virtud de la comprensión que tenga cada personaje de la amistad y de los códigos (o de la falta de ellos) con los que opte por ejercerlo: los que no lo experimentan plenamente, o peor, los que lo traicionan, terminan siendo castigados. Este es el fin parece, además, la respuesta a otra película de amigos como Son como niños hecha a la medida de Adam Sandler y su obsesión por los deportes, la familia y el aire libre. Justamente, en el debut de Rogen y Goldberg no hay nada de eso: la historia transcurre en el encierro de una casa, no se perciben signos remotos de la familia (ni siquiera antes de la catástrofe), y el acto de patear enloquecidos por el miedo una cabeza arrancada por un monstruo es lo más parecido a un momento deportivo. Cuando empiezan los temblores, el pánico y todo se viene abajo, cuesta un poco olvidarse de la sátira salvaje y entretenidísima que el guión venía repartiendo como latigazos sobre las caras jóvenes más reconocidas de la NCA (las apariciones de Michael Cera son luminosas). Los gags se suceden rápido, entran más por los oídos que por la vista (como siempre en la NCA) y el encanto de ver a actores famosos interpretándose a ellos mismos atrapa enseguida. Pero Este es el fin no es una sátira, otra película sobre Hollywood ni nada parecido al ya aburrido y automático “cine sobre el cine”, sino un ejercicio de estilo, una canchereada de un grupo de cómicos que quiso despojarse de todo y volver a las raíces: a los chistes malos, al humor físico, al uso y abuso de un mismo recurso (ver la escena de las acabadas con gestos), a la incorrección política (se habla explícitamente de violar a la única mujer de la casa) y al conflicto que quizás haya sido el motor de la NCA de los últimos años: la amistad entre hombres. Así, con ese arsenal dispuesto, los directores tratan de exorcizar las amenazas externas (la vida en familia, las mujeres) para poder seguir contando la misma historia de siempre: la de los machos urbanos de buen corazón que corren el riesgo de perderse por culpa de sus propias neurosis. Entonces, además de experimento, Este es el fin funciona como declaración pública por parte de sus realizadores acerca del cine que más les gusta y que quieren seguir haciendo.