Las películas de Nicole Holofcener son chiquitas, frágiles, no están hechas para los temas importantes ni para soportar grandes conflictos. Esa ligereza es la que le permite contar sus historias de gente común y retratar lo cotidiano con tanta soltura; colarse en sus rutinas para narrar algo que, sin ínfulas de realismo, se parece demasiado a la vida como la conocemos. Las historias de amor y desencuentros son el recorrido más o menos guiado, más o menos preestablecido mediante el cual exploramos el mundo de sus personajes, por eso es que los mejores momentos de sus películas ocurren cuando desaparece la tensión narrativa (¿se van a dar un beso o no?) y lo que queda es ese universo desnudo que la directora observa sin llegar nunca a posicionarse nunca en el terreno de lo indie (por demás afectado y, a esta altura, tan convencional como el registro del mainstream). En la escena del primer beso entre Eva y Albert, los dos están en el jardín de la casa de él sentados, relajados, con la fiaca que sigue a un almuerzo de fin de semana, y entre las cosas de las que hablan mencionan los pies: de ellos, de otros. No hay primeros planos, música que marque el tono de lo que se dice (¿es cómico eso? ¿Ridículo? ¿Se trata de un gag previo al romance?), y los pies no van a cumplir ningún rol preciso en la trama, solo hay lo que se ve y escucha: un tipo grandote vestido de entrecasa casi tirado en una reposera y una mujer un poco más elegante que él (solo un poco) recostada en los escalones de la puerta. Los dos se gustan, se tienen ganas, pero por un segundo se olvidan de sus deseos y del suspenso de cualquier relato romántico y hablan de sus pies, de los pies en general. Así descrita la escena puede sonar a impostura, pero la película hace que todo fluya sin que nos demos cuenta. Otra manera que encuentra la directora para sumergirnos en la vida de sus personajes es la de iniciar las escenas con los diálogos ya comenzados y cerrarlas de manera abrupta, incluso cuando la conversación no terminó del todo: con un timing impresionante para la edición, Holofcener nos introduce casi de casualidad en esos bloques de realidad, como si pasáramos por ahí y de golpe pudiéramos escuchar una conversación. Pero la directora es consciente de que necesita una historia que atrape al público con mecanismos y efectos tradicionales (después de todo, Una segunda oportunidad es una película industrial, con estrellas, a la que se le reclama cierta efectividad), así que, para contrarrestar esa cotidianidad que se le cuela permanentemente, la banda de sonido suele recordarnos con demasiada insistencia el clima de cada momento, como si fuera una guía de lectura, un faro que no nos deja perdernos en el mundo pequeño y hermoso de sus criaturas y que nos trae de nuevo al terreno del relato convencional y de sus seguridades. Solo así se comprende la utilización burda de la música cuando Eva y su ex marido despiden a su hija en el aeropuerto: la escena en bruto podría llegar a ser tan dolorosa que necesitamos de anclajes narrativos que nos señalen hasta qué punto tenemos que entristecernos. Por lo demás, Holofcener es la directora menos cínica del mundo: nos iguala de una forma pocas veces vista con sus personajes, nunca nos hace saber más que ellos ni nos anticipa qué es lo que viene. Cada revés sufrido por Eva lo experimentamos a la par suyo. A su vez, cada conflicto es aprovechado por la película para contar menos un relato lineal que los espacios donde ocurren los hechos: las casas y los lugares de trabajos dicen mucho más de los personajes que los diálogos y son protagonistas de tanta importancia como ellos. Julia Louis-Dreyfus es luminosa incluso en sus momentos menos agraciados y más conflictivos (o lo es justamente por esos momentos) y tiene una de las sonrisas y dientes más lindos del cine. A James Gandolfini y su triste final quizás le debamos el estreno local de Una segunda oportunidad (la extraordinaria Saber dar fue directo a video), además de la que quizás sea la mejor actuación de toda su carrera.
Hasta la más insignificante de las películas tiene un destino, alguna clase de misión que cumplir. Están las películas que nos hablan de las cosas buenas que nos rodean; las que nos muestran las capacidad del cine de revelarnos el mundo desde un punto de vista nuevo y único; incluso las peores películas funcionan a modo de anticuerpo, como si nos recordaran todo lo que el cine no debería ser. Carrie no entra dentro de ninguna de estas clases. La película de Kimberly Peirce ciertamente no es buena pero tampoco serviría de nada acusarla de manchar el buen nombre del cine; simplemente no sabe qué cuenta, por qué ni cómo hacerlo; no tiene un destino, es como si no existiera. La Carrie de De Palma se volvió una película de culto justamente por lo que tenía para aportarle al libro de Stephen King: el relato fantástico y de terror que el escritor trataba de manera realista (por ejemplo, a través de la inclusión de informes jurídicos, noticias o notas periodísticas) era dinamitado por una película que confiaba demasiado en sus propios materiales como para ajustarse a las convenciones de un horror naturalista. Esa Carrie era excesiva y no se tomaba en serio a sí misma; es por eso que, en algún punto, uno tiene la sensación de estar viendo algo que podría haber sido una comedia: la forma se hace visible y nos expulsa de un relato que, como ocurre en la mayor parte del cine del director, estamos obligados a ver sin llegar nunca a habitar. Los dos, película y libro, tenían algo para decir a propósito de la historia de una chica criada en un ambiente ultracatólico y enfermizo a la que molestan en la escuela y termina matando a todos con sus poderes telekinéticos. La remake de Kimberly Peirce carece de una visión propia, no sabe bien qué quiere contar. Sigue muy de cerca el relato de la película original agregando muy superficialmente alguna referencia al presente (como los celulares o internet), pero tampoco respeta el espíritu juguetón y autoconsciente de De Palma (Peirce no podría, aunque quisiera, copiar una imagen como el plano cenital que muestra a una Piper Laurie sacada y caminando en círculos hasta salirse del encuadre). La directora se toma en serio a Carrie y no se da cuenta de lo ridícula que parece Julianne Moore sobreactuando como la madre loca y asfixiante que arruina la vida de su hija. Lo que en la original era exageración aquí se convierte en un melodrama mal filmado en el que la cámara toma casi de frente a Chloe Grace Moretz solo para imprimirle algo de impacto a las escenas, por demás aburridas y sin pulso para el conflicto. La película avanza como por inercia, todo es rutina que debe cumplimentarse con el mínimo de esfuerzo estético y narrativo: cada escena cumple una función puramente estereotípica y poco más que eso (“mirá, acá la chica mala y resentida que odia a Carrie pergeña su venganza”). Después de soportar como una hora de trámite cinematográfico llega la escena del baile, cuando Carrie enloquece y ajusticia a todos los que se cruzan por su camino; pero incluso en ese punto culminante, largamente esperado, nada funciona: las muertes no son truculentas, los efectos parecen pobres y escasos, nunca alcanzamos a sentir algo del peligro que acecha a las víctimas, y Chloe Grace Moretz no resulta creíble en ningún momento (el problema es que se nota que actúa, que en tal o cual plano está queriendo poner cara de desencajada. Su Carrie es falsa, nunca nos creemos su rareza, la joven actriz parece demasiado normal, demasiado integrada como para ponerle el cuerpo a ese personaje –cosa que no pasaba con la extrañeza absoluta e irreductible que aportaba Sissy Spacek). Nunca alcanzamos a experimentar ni siquiera un poco del clima del pueblo y la escuela, de lo que implica masacrar a esos chicos en su baile de graduación (la primera Carrie o Halloween eran grandes películas justamente porque sabían captar la atmósfera de sus lugares, leer en la cotidianidad de un pueblo ignoto los signos de la locura y el horror). Al final, cuando Carrie muere y un personaje visita su tumba, no llegan a pasar unos segundos y la lápida se raja, parte, se escucha un grito, empieza una canción de rock y aparecen los créditos. Ese recurso resulta tan gratuito y automático que funciona a modo de cierre perfecto de una película innecesaria, inútil, tan anodina que hasta podría decirse que prácticamente no existe.
El comienzo desorienta rápidamente; la película pasa de una filmación de un documental salpicado con gags discretos a la inclusión de fragmentos que no se sabe bien a cuál de los dos films pertenecen, si al que se encuentra en rodaje o al que estamos viendo en la sala. El loro y el cisne se mueve así, con un ojo disperso pero atento a los detalles: dos de los integrantes de la compañía de ballet contemporáneo parecieran estar claramente actuando sus papeles, pero cuando llega el momento de los ensayos, tocan sus instrumentos, cantan y bailan totalmente incorporados a la escena, como si algo de esa mentira calculada que es la ficción alcanzara a dar con el clima justo de lo que se cuenta. El recorrer la historia y sus espacios disímiles tomando un camino sinuoso e incierto es la operación central que despliega el curioso dispositivo narrativo de Alejo Moguillansky. Incluso el conflicto romántico, verdadero corazón del relato, está construido con cierta despreocupación por las convenciones del género y hasta por una narración medianamente lineal: el guión nos informa cosas más de una vez hasta volverse redundante (las escenas de Loro y Valeria), o deliberadamente fragmenta el progreso con Luciana (la bailarina de la que se enamora el protagonista) hasta que la relación resulta confusa y el relato acaba por ubicarnos en un lugar de cercanía con el personaje: como Loro, nosotros tampoco sabemos muy bien qué le pasa a Luciana con él. La película huye de cualquier clase de sistema o de estructura que aporte alguna clase de previsibilidad, siempre opta por el desvío impensado. El resultado es un cine que procede de manera irregular y siempre ateniéndose a su programa inicial: a una masculina charla entre amigos que hablan de mujeres puede seguirle una escena en la que Loro quiere seducir a Luciana haciéndose el payaso; el realismo de las escenas filmadas para el documental se choca con el “efecto especial” que realiza el protagonista cuando cambia de escenario mágicamente en el plano y sorprende a Luciana. El loro y el cisne se convierte en un cine capaz de contenerlo todo, aunque a veces esa atípica apertura hacia lo imprevisto termine por restarle solidez a los personajes y acabe por transmitir la sensación de que la película no se compromete del todo con sus criaturas; como si, a fin de cuentas, le diera más o menos lo mismo que alcancen sus metas y sean felices. Sin embargo, de esa voluntad por dejar entrar elementos extraños a la trama quedan los momentos de documental del comienzo; momentos en los que la película, lejos de la ficción y de la búsqueda de expansión de sus herramientas narrativas, se permite reposar sin sobresaltos en los cuerpos en movimiento de los bailarines y en los ensayos de las obras. Allí, en ese particular pedazo de metatexto, Moguillansky, quizás despreocupado por no tener adosarle ninguna clase de juguete cinematográfico a la historia, logra captar algunas imágenes de una belleza y una frescura notables que habrán de reverberar en las escenas restantes.
Sofía Coppola se cansó de hacer películas sobre ella misma: sobre lo que implica ser la hija de un director de cine, rica, conocida, caminar sobre alfombras rojas y estar en la boca y los ojos de todos. Adoro la fama (el aburrido título local de The Bling Ring, nombre con el que se conoció el caso real en el que se basa el guión) cambia el punto de vista: ahora la directora observa ese mundo desde afuera a través de la mirada maravillada de unos adolescentes fascinados con la moda y el éxito de las stars, que quisieran ser como Sofia Coppola. La diferencia en relación con otras películas suyas es notable: los chicos que roban casas de famosos no tienen nada asegurado, desean con tanta desesperación participar aunque sea un poco del glamour de sus ídolos que no paran de moverse, de escabullirse por puertas y correr por los pasillos de las mansiones de Paris Hilton, Orlando Bloom o Lindsay Lohan. Ellos no pueden permitirse el aburrimiento, la tristeza autocomplaciente de los chicos ricos (aunque los protagonistas de Adoro la fama estén bien lejos de la pobreza y la humildad). Para acceder a ese universo cerrado, aunque sea por la puerta de atrás, tienen que planificar y diseñar estrategias, al menos hasta que descubran que todo el asunto es mucho más sencillo de lo que parece (Paris Hilton deja la llave abajo del felpudo de la entrada) y en poco tiempo se relajen y la cosa se transforme casi en una dosis periódica de adrenalina, un vicio más. De alguna manera, la directora consigue que las incursiones en los hogares ajenos resulten entretenidas y cinematográficas, incluso para aquellos que no compartan los gustos de los personajes (seguramente el desfile de productos de diseño y marcas sea un festín para alguien interesado en la materia). Cuando la película observa, lo hace bien y logra esa mirada extrañada que no enjuicia, que no opina acerca de la intimidad de los famosos y que es condición para igualarnos con los protagonistas (las escenas en el bar, momentos de triunfo y plenitud, de vitalidad orgullosa, son de lo mejor de la película). El problema de Adoro la fama es otro, y se adivina ya en el comienzo, cuando se presenta al personaje de Leslie Mann, que viene a cumplir con la obligación de la sátira, de la crítica social rutinaria (“estas chicas son así en parte por culpa de la rubia tarada que tienen por madre”). Fuera de ese personaje patético, la película no busca las causas del comportamiento de los chicos y ese es uno de sus puntos más fuertes: la ausencia de explicaciones de cualquier índole les permite conservar una cierta dosis de misterio; sus motivos son opacos, lo que importa son las acciones concretas, sus recorridos por las estancias de algún caserón moderno. En la misma línea, el otro problema es el personaje de Nikki (Emma Watson) en la actualidad, a la que la edición muestra como una tonta y una mentirosa descarada. Ese contraste entre el pasado y su presente atenta contra la riqueza del personaje, la simplifica al punto de sugerir que Nikki (y por extensión, sus compañeros de fechorías) es solo otra adolescente acomplejada a la que no se le pusieron los límites debidos. Se trata de la parte escandalosa de la película, la que habla menos en términos de cine que de comentario social y que nos interpela ya no desde el acto de acompañar a los personajes (como ocurre en la primera mitad) sino colocándonos en el lugar complaciente de jueces; después de la sentencia estatal, y tras la última imagen de Nikki hablando a cámara, se nos invita a juzgarla moralmente por falsa, egoísta y vanidosa; el momento en que podemos dar rienda suelta a los prejuicios y calificar la situación con palabras comodines como “banal”, “vacío”, “consumismo” (aparecieron en varias críticas, de paso). Quizás se trate de una concesión grosera a las buenas costumbres que habilita, en realidad, el relato nada condenatorio que se detiene como embelesado en una banda de pequeños ladrones de casas lujosas. El castigo final es el pase de entrada a esas casas, la carta que le permite a Sofía Coppola poner patas para arriba su cine, invertir el orden de cosas de su filmografía y redescubrir un desde un lugar nuevo un universo en vías de agotamiento.
Duelo bajo el sol Cuando dejan de ser explicadas y discutidas en tono solemne por profesores y alumnos universitarios, las matemáticas se llevan bien con el cine. Debe ser por eso que Apuesta máxima trata de demarcarse de bodrios con aires de importancia como Una mente brillante o Los crímenes de Oxford saliendo rápidamente del espacio de la facultad para viajar a Costa Rica y hacer de las matemáticas el soporte de un complejísimo sistema de fraude internacional que le permite a los involucrados vivir una vida de lujos y excesos, todo en un clima amable, con palmeras, chicas en bikini y vista al mar. En medio ese paisaje, con el éxito y la riqueza como promesas tangibles, los números y las fórmulas se oxigenan con el aire de la costa, se sacuden el olor a encierro al que el cine siempre las confinó (salvo honrosas excepciones como El juego de la fortuna).Incluso el conflicto principal de la película mide su tensión por una desigualdad numérica: Ivan Block, el cabecilla a punto de retirarse de su trabajo en una red de apuestas online, se muestra desde el comienzo superando en probabilidades al protagonista desde toda perspectiva: tiene más años (más experiencia) que Rick, conoce al dedillo el negocio y sus puntos débiles, planifica todo por adelantado, es mucho más grande (si pelearan, Ivan ganaría la contienda sin problemas), y hasta podría decirse que la película lo presenta como un galán mucho más seductor y seguro de sí mismo que el joven inexperto que es Rick. Así las cosas, el camino del héroe consistirá en incrementar sus chances de ganarle a Ivan en su propio juego, de conocer las reglas y las maneras de romperlas para, finalmente, hacerse con el botín y la chica. Rick, un universitario expulsado salvajamente de Wall Street que tiene que volver a la universidad a hacer un posgrado (como el hijo brevemente independizado que enseguida debe retornar a vivir con los padres), solo tiene de su lado sus aptitudes para los números, y pertrechado con esa única arma tendrá que vérselas con las fuerzas de Ivan y balancear los recursos a su favor. En esa guerra silenciosa la película no se dedica a explicar nada, lo suyo son las matemáticas en movimiento, dinámicas, las que hacen que el mundo funcione como tal, y no los saberes abstractos y etéreos sobre los que debaten universitarios aburridos (al John Nash de ficción, protagonista de Una mente brillante, le habría gustado existir en una historia así, en la que los números sirven efectivamente para crear y desbaratar a su vez una trama de engaños y peligros –quizás de esa manera no se habría vuelto loco y paranoico imaginando conspiraciones vehiculizadas en números). Cuando se dedica a retratar la escena del juego ilegal por internet y su sede off shore, Apuesta máxima es ágil, precisa, tiene capacidad para construir humor y logra involucrarnos en la aventura del desclasado Rick y su ascenso en la estructura digitada por Ivan. En el fondo, la película puede ser vista como el duelo de dos actores muy diferentes que se baten utilizando solo sus habilidades interpretativas: en uno de sus mejores papeles (casi tan bueno como el de Argo) Ben Affleck demuestra la serenidad del actor curtido que conoce a la perfección su lugar en la escena; su actuación es económica y expansiva a la vez; la enormidad de su cuerpo se adueña de los planos sin esfuerzo. Justin Timberlake, en cambio, se encuentra fuera de su elemento natural: la comedia. Si la estrella pop suele hacer personajes activos y en constante movimiento, aquí debe trabajar el doble: el camino de Rick incluye tanto la búsqueda del éxito en la empresa de Ivan como el desbaratar sus planes y vencerlo en su propio territorio. La primera parte de la película, cuando todavía el peligro parece lejano, Timberlake está en su salsa y vuelve a componer el yuppie decidido a todo que ya hiciera en Red social y Amigos con derechos. Pero cuando la trampa de Ivan empieza a revelarse, Rick debe procesar la amenaza y lo logra con mucha menos cintura que al comienzo. En todo caso, podría decirse que a Justin Timberlake le queda mejor la parte del éxito, las fiestas, los lujos y las conquistas que la del fracaso y la derrota; ese desfase actoral, puede pensarse, lo acerca a cualquiera de los que estamos de este lado de la pantalla (todos -vos, yo, ustedes- quisiéramos permanecer indefinidamente en la primera parte del relato). Así las cosas, la película funciona bien mientras Ivan y Rick mantienen aceitado el vínculo de mentor y aprendiz; cuando esa relación comienza a romperse, Apuesta máxima pierde la soltura del comienzo y falla tratando de atar las múltiples líneas narrativas abiertas y en hacer creíble la transformación de Rick y su inverosímil plan maestro que lleva a un final igualmente forzado.
Como su protagonista (una médica que se encuentra en el espacio para instalar un sistema de captura de imágenes creado por ella), la película de Cuarón también se ofrece como una máquina de ver: desde el extenso plano inicial, en el que flotamos al igual que los astronautas Ryan, Matt y Shariff, el director apuesta a generar un mundo (“universo” sería más preciso) que atrape el ojo del espectador, que lo subyugue con la visión inédita de la Tierra y sus interminables capas de colores, luces y brillos. Mientras es capaz de integrar la trama con esa pulsión escópica, la película fluye y resulta una experiencia bella y angustiante a la vez (la sensación de flotar en medio de la nada se acentúa gracias al uso del 3D). Los diálogos son dinámicos, la información acerca de los personajes y su misión es dada de manera económica y el suspenso se construye tanto al nivel de la historia como en el de la imagen; ver ese plano desesperante en el que Ryan, a la deriva y separada de su grupo, se desdibuja en la oscuridad y casi termina de fundirse con el negro del espacio (el terror también puede ser eso: hundirse lentamente en el vacío más profundo). Pero poco después de pasado el peligro de los desechos de un satélite ruso, Cuarón no se conforma con esa película sólida y prometedora del comienzo y cambia el rumbo marcado hasta ese momento: el relato copa la parada y se adueña de la totalidad del film; las imágenes ya no valen por sí mismas, ahora son utilizadas en forma burda para la elaboración de metáforas aburridas como la de Ryan en posición fetal y con el cable de fondo ocupando el lugar de un cordón umbilical (la figura se forma despacio y dura varios segundos, no sea cosa que alguien no llegue a notar la comparación con un útero). La cámara, que al comienzo nos sumergía en la historia haciéndonos flotar igual que los personajes, ahora quiere estar en todas partes; quiere ofrecer una vista única de la Tierra y de los personajes enmcarcados contra ella pero también insiste en colocarnos en el lugar de Ryan en uno de los tantos planos subjetivos que realiza. Ese deseo de ubicuidad lleva a Cuarón incluso a revelar la cámara misma en varias ocasiones, atentando contra la inmersión lograda antes (las gotas que flotan chocan con la cámara; el gas de los propulsores empaña el lente). Cuando Matt desaparece del relato con él también se esfuman la gracia y la elegancia de Clooney y la película se ve en el predicamento de contar solo la historia de la mucho menos carismática Ryan y de tener que señalar todo lo que hace el personaje mediante frases dichas por ella, que pareciera hablarse a sí misma pero en realidad nos explica a nosotros cuáles son sus intenciones, cómo se siente en ese instante o, mucho peor todavía, qué está buscando (el acto de la protagonista de entrar en la estación china y decir en voz alta “radio, radio, radio…” funciona menos como un monólogo que como una señal para el público, al que Cuarón cree incapaz de darse cuenta de nada por sí solo). De ahí en más, la película se dedica pura y exclusivamente a la construcción de una idea insistente y subrayada (el dolor de Ryan por la pérdida de su hija que la aleja de la voluntad de vivir y la acerca a la muerte) y a la confección de un itinerario de suspenso de a ratos intolerable que resulta ser lo mejor de la película a esa altura, su parte más vital, física y menos discursiva. Curiosamente, antes del cierre (remarcado, metaforico, previsible), Cuarón toma un par de decisiones que atacan como nunca antes la identificación con el personaje: ya en la Tierra y tratando de emerger del agua, junto a Ryan pasa una ranita notoriamente digital que nada a sus anchas, libremente y sin esfuerzo alguno mientras la protagonista lucha por quitarse el traje de astronauta que la arrastra hacia el fondo. Esa rana aparece de golpe y por unos breves segundos la cámara la sigue a ella y se olvida de Ryan, casi como si el reptil funcionara como una burla lanzada contra la protagonista: después de atravesar y superar una interminable serie de obstáculos imposibles en el espacio, la película pareciera reirse en la cara de Ryan cuando introduce en el plano, de manera totalmente artificial, esa ranita insultante. Ryan finalmente puede deshacerse del traje y, acto seguido, el encuadre revela sorpresivamente unos juncos que la enredan y capturan, prolongando aún más su salida del agua. El problema es que la aparición de esos juncos se percibe tan forzada como la rana, y el efecto, lejos del de generar suspenso, es de distanciamiento: la película, lo quiera o no, se revela en tanto sistema narrativo capaz de construir tensión sometiendo a su personaje una serie de obstáculos. El público de la sala, que no coincidía con la idea poco halagadora que Cuarón y su película se hacían de él, se rió en voz alta y aplaudió en esos dos momentos, como certificando que los alardes y la autoconciencia del director, desde las gotitas que mojan el lente hasta los juncos, tienen consecuencias bien concretas: el espectador es expulsado del relato. Después del accidentado escape acuático de Ryan, la suerte final de la protagonista y la metáfora final (sí, adivinaron, tiene que ver con volver a nacer) importan realmente muy poco.
La furia y la virulencia de Dromómanos explotan en la cara del espectador desde la primera escena, cuando unos personajes marginales se pelean en plena calle por una sábana a los gritos, en medio de planos agitados y un montaje que realiza cortes velocísimos. Más cerca de Caja negra que de sus últimas películas, Luis Ortega se mete como nunca antes con un grupo de desclasados, enfermos y locos hijos de puta: la fiebre que los azota y los obliga a ponerse en movimiento se percibe tanto en las deformaciones de sus cuerpos como en la precariedad y el despojo material en el que habitan. El director de Monobloc opta por una estetización total que obtura cualquier camino que conduzca a comentarios de tipo moral o a la denuncia: como en Trash Humpers de Harmony Korinne, su película no se pretende un reflejo del mundo sino una incursión terrible en los confines de un cine sin un brújula. Sin embargo, inmerso incluso en la podredumbre más repelente, Ortega demuestra que quiere a sus criaturas, que no aspira a ser (solamente) un demiurgo cruel y sanguinario, y acaba dejando lugar para los gestos de amor y hasta para alguna que otra redención.
Inés de Oliveira Cézar, al igual que lo hiciera con La extranjera y El recuento de los daños, sigue reprocesando mitos y trasplantándolos a la actualidad. Esta vez lo hace dentro del mundo del periodismo y le imprime a su película una estética que pivotea entre los códigos del documental y la ficción con una cámara que juega permanentemente a dos puntas: construir y capturar. Una nota para una revista se convierte en la excusa perfecta para emprender un viaje hacia lo desconocido y observar la miseria de una comunidad aborigen desde un punto de vista desencantado pero nunca declamatorio; en Cassandra se trata de aprender de la realidad de los otros, no de generar una denuncia de carácter social. En manos de Inés de Oliveira Cézar el cine se convierte en un instrumento de interrogación; la película despliega una serie de preguntas acerca del mundo y del propio lenguaje (la relación entre los planos, el uso de la voz en off, el registro actoral) que la realizadora jamás se atreve a responder. Esa es, en cierta medida, la actitud que implica el enrarecimiento de lo real: aceptar la ambigüedad de las cosas sin tratar de explicarlas, incluso si se trata de un relato con periodistas que investigan. Las actuaciones de Alan Pauls y Agustina Muñoz anuncian en parte de sus trabajos posteriores (sobre todo el personaje que compone Pauls en La vida nueva), y la presencia de personalidades del periodismo y la literatura como Edgardo Cozarinsky o el propio Pauls nunca atenta con la construcción de la historia. La directora exhibe nuevamente una madurez formal que se traduce en una planificación exquisita de la puesta en escena.
RZA se ríe pero lo hace amablemente, como si estuviera entre amigos; la suya es una risa cómplice que nunca acaba en burla, porque el cine de artes marciales que parodia su ópera prima es objeto de chistes tanto como de un homenaje sentido. Cuando El hombre de los puños de hierro se mete con el wuxia pian trata de recrearlo y expandirlo, como si el rapero devenido director hubiera tenido que aprendérselo de memoria antes de poder multiplicarlo varias veces por sí mismo. Una vez que el género y sus convenciones son comprendidos, la película puede dedicarse con tranquilidad a acometer la empresa que quizás sea la misma de todo el cine de espadachines oriental: liberar al cuerpo de las cadenas de la gravedad y tornarlo una materia gozosa siempre dispuesta a entregarse a la felicidad del baile (las complejas coreografías del wuxia no son otra cosa que un baile altamente calibrado que empieza en el suelo y se remonta hasta alturas impensadas). RZA agrega a esa fiesta de patadas, espadazos y figuras varias la ligereza necesaria para hacer comedia sin arruinar las intrigas de poder y muerte que entrelazan el destino de los personajes: así, la entrada en escena de Jack Knife, grosera y ruidosa, es uno de esos momentos en los que la película pone todos sus recursos al servicio del show más espectacular; en este caso, el número incluye a un gordo enorme siendo abierto en canal y a un sacadísimo Russell Crowe explicando que solo quiere descansar y que nadie lo moleste (el actor de los cachetes lo hace gritando a los cuatro vientos con una cámara giratoria, como si todavía siguiera cantando –es un decir– en Los miserables). El “Quentin Tarantino presents” del comienzo funciona como una rúbrica de autoridad y nada más: RZA no aspira a la sofisticación cinéfila del director de Kill Bill sino solo a la realización de un divertimento personal, pequeño, que no oculta su inspiración tarantiniana (la película es fruto de un proyecto conjunto entre RZA y Eli Roth) pero tampoco quiere emularla. El hombre… carece de los tics más reconocibles de las películas de Tarantino como los diálogos que se prolongan sobre cualquier cosa o las referencias al aparato del cine; en cambio, RZA se conforma con replicar y exagerar los rudimentos del género de artes marciales dejando ver solo muy de vez en cuando algunos motivos netamente tarantinianos como el pasado esclavo del herrero (que conecta fuertemente con Django sin cadenas) o la línea narrativa que monopoliza Lucy Liu y sus prostitutas guerreras emancipadas (Liu era además la villana de la primera Kill Bill). El resto del tiempo, El hombre… se sacude sin problemas de cualquier filiciación tarantinesca y funciona como artefacto autónomo al tiempo que viene a demostrar una tesis: lo que habitualmente se reconoce como marca autoral de Quentin Tarantino bien puede ser una expresión refinada de un estilo mucho más grande, quizás un estilo de época que excede cualquier personalismo (ahí está para probarlo el video de Abarajame de los Illya Kuryaki que contiene y anticipa prácticamente todo esto una década antes, incluso la mezcla del wuxia pian con hip-hop en clave de parodia). Entonces, hay que entrar a El hombre… despojado de tarantinismos y disfrutar de los combates imposibles en los que unos poderosos espadachines voladores se masacran de la manera más inverosímil y brutal pero también más encantadora. Si se es capaz de interactuar con ese mundo barroco y estilizado y con su increíble galería de personajes, entonces eso significa que el homenaje de RZA está a la altura de su objeto de devoción; la mayor parte de la producción china y hongkonesa del wuxia es igualmente increíble, exagerada y también desprolija. Por eso las críticas que le reprocharon la costura gruesa de la narración o su factura desalineada en general se equivocan: no comprenden que El hombre… no hace más que imitar a sus predecesoras de los 60 y 70 copiando incluso sus errores y tics más evidentes. Y es que quizás no haya reconocimiento más sincero que ese.
La crítica destrozó Amenaza roja acusándola de patriotera, solemne y de tener una visión del mundo chata y estereotipada. Sin embargo, el peor pecado de la película del ignoto Dan Bradley no es el intento de producir una forzada épica norteamericana sino, muy al contrario, su falta absoluta de imaginación. Es que lo mejor de Amenaza roja ni siquiera le pertenece a la película: esta es una remake de la Red Dawn de 1984 dirigida por John Milius en la que se proponía un escenario alternativo con Estados Unidos siendo invadido por Rusia y sus aliados. Esa consigna, ajustada al mapa político actual, pide una mínima capacidad de juego y de riesgo que Amenaza roja no posee. La remake realiza un enroque previsible (salen los rusos, cubanos y nicaragüenses y entra Corea del Norte) y se dedica a confeccionar una gesta estadounidense en el que todos los personajes habrán de cumplir un rol preciso en pos de la defensa nacional: el rebelde, el egoísta, el que se sacrifica, el líder; cada uno cuenta solo con los atributos indispensables para echar a andar el mecanismo discursivo de la película, nunca existen como criaturas más o menos creíbles. El guión somete a los chicos devenidos soldados de ocasión a un entrenamiento militar dictado por un marine recién llegado de Irak (Chris Hemsworth) y lo hace en apenas unos pocos planos rápidos, perdiendo así la oportunidad de retratar la violencia de aprendizaje y el cambio: la película muta rápidamente de un film adolescente promedio a un relato bélico y de supervivencia pasando por alto la transformación. En poco tiempo, el improvisado grupo se convierte en un comando de elite capaz de poner en jaque toda la logística norcoreana, como si su pasado de estudiantes de secundaria un poco tontos ya hubiera quedado detrás de ellos. Por esto es que el tono exageradamente patriótico es el menor de los problemas de Amenaza roja, porque para apuntalar tamaño mensaje harían falta personajes de carne y hueso y no los monigotes narrativos que despliega el guión. En el fondo, el conflicto bélico es lo que menos importa: los norcoreanos existen como meros villanos estereotipados, y uno puede pensar en cualquier otra nación enemistada con Estados Unidos ocupando el mismo lugar sin problemas (de hecho, el país invasor iba a ser China hasta que el cálculo de las pérdidas en la taquilla oriental motivó un cambio de último minuto: Corea del Norte reemplazó a los chinos y una buena cantidad de imágenes ya filmadas fueron retocadas digitalmente). Como contrapartida, los personajes que sirven en fuerzas del orden como la policía o el ejército son presentados como héroes impolutos (quizás solo un poco ásperos, para mantenerse fiel al estilo american badass). Pero incluso en esos términos, la película se esfuerza por mostrarse políticamente correcta cuando pone a un marine oriental (un japonés). Así es que Amenaza roja nunca pasa de un ejercicio tosco de la ucronía en clave patriótica que, sin proponérselo, viene a romper un lugar común del progresismo cinematográfico: el peor Hollywood tiene tantas dificultades para representar al “otro” como a sí mismo y para imaginar mundos alternativos en general.