Una breve escena del final condensa toda la intensidad y la acción que dos horas de película no pudieron construir: un villano gigante y mecanizado, Rhino, hace desmanes en Nueva York y la policía no puede detenerlo. Un nene vestido de Spiderman se le para enfrente y lo desafía. El tamaño de los dos es tan desproporcionado que la imagen logra generar una extraña poesía solo sirviéndose de esa desigualdad. Justo en ese momento, después de una ausencia de seis meses, Spiderman vuelve, le agradece al chico por haber ocupado su lugar mientras él no estaba, se burla de su enorme rival metálico y empieza un combate que queda por fuera del relato. No es común sentirse tocado sobre el final por una película que hasta ese momento no había hecho nada para incorporarnos en su universo, pero en El sorprendente Hombre Araña 2: La amenaza de Electro, impensadamente, ocurre. Esa pelea final, que es menos una pelea real que un juego abierto con los códigos del cómic (hay un super villano, un inocente en peligro, la aparición triunfal del héroe con one liners incluidos), no le teme al maniqueísmo sino que lo explota sin pretensiones y toma de allí su fuerza; en esos breves minutos, el director Marc Webb parece haber comprendido lo que el resto de su película, demasiado preocupada por cumplir con un verosímil psicológico proveniente del drama adolescente, fue incapaz siquiera de imaginar. En pocas palabras, El sorprendente… se ocupa demasiado de Peter Parker y casi nada de Spiderman; la película se reduce al conflicto de identidad del protagonista y su incapacidad de mantener una relación estable con su novia de la secundaria, Gwen Stacy. El suyo es el relato de un adolescente que se niega por todos los medios a crecer, aunque alrededor suyo, de alguna forma, todos lo hagan: Gwen, su tía May, incluso un enfermo Harry Osborn, todos tienen planes para el futuro o al menos se fijan unos objetivos como ir a estudiar a Inglaterra o conseguir un trabajo como enfermera para pagar las cuentas. En cambio, salvo por algunas fotos de Spiderman publicadas en el diario, a Peter nunca se lo ve trabajar; su espacio privilegiado será la habitación desordenada en la casa de sus tíos. Peter, además, no tiene idea de cómo sostener su pareja, como lo deja bien en claro al principio cuando, amparado en el pedido del padre muerto de Gwen (al que le promete que se mantendrá lejos de su hija para no ponerla en peligro), le comunica que no puede seguir estando con ella. El motivo se siente forzado y parece más una excusa de Peter para continuar viviendo una vida de chico con problemas que, en suma, termina inclinando la película hacia el terreno de un cine adolescente siempre preocupado por la identidad (¿quién soy, cuál es mi lugar en el mundo?, son las preguntas que ese cine se hace habitualmente). Pero se trata de un cine adolescente actual, regido entre otras cosas por la histeria asexuada como única forma de entender las relaciones: Peter y Gwen se dicen que se aman toda la película pero siguen separados, como si el cliché de ver a la persona querida desde lejos fuera una manera segura de posar como un alma torturada víctima de algún destino injusto. El comienzo, cuando se cuenta qué fue lo que ocurrió con los padres de Peter, funciona en esa misma línea: lo fija en el rol de hijo, de niño cuya única tarea es posible es la de vestirse con un traje de colores y salir a jugar al superhéroe, como lo hará otro chico sobre el final (el que le sale al cruce a Rhino). El contexto del cine adolescente parece alcanzar incluso al malvado Electro, que antes de su transformación era solo un ingeniero patológicamente tímido, resentido e incapaz de cualquier clase de vínculo humano, como el nerd sabio y poco apto para la vida cotidiana de una teen movie. Harry Osborn es compuesto por un actor que pareciera querer copiar a Leonardo Di Caprio en plan de millonario autodestructivo y que en ningún momento resulta creíble. Incluso la gran Emma Stone, que le pone su cuerpo galvanizado y enérgico a Gwen, tiene poco espacio para la comedia, como si la película no la quisiera ver demasiado libre y tratara por todos les medios de encorsetarla en su proyecto de drama. Andrew Garfield vuelve a dar un Peter Parker afectado, demasiado ocupado en parecer un joven casual y con manías, y una vez más permanece a la sombra de Tobey Maguire y su Peter oscuro y profundamente inadaptado. El desprecio de la película por el género de superhéroes, consciente o no, se evidencia en las pocas batallas que tiene Spiderman y en la manera anticlimática que encuentra para resolver momentos como el de la cámara que recorre una escena congelada para explicar el cálculo físico que realiza el personaje antes de salvar a unas personas de ser electrocutadas. A su vez, la pelea con Duende Verde es fugaz y la acción real de los rivales cede ante la metáfora burda que la película despliega aparatosamente como si creyera que está frente a un recurso ingenioso (el reloj gigante y Peter luchando por detener los engranajes, o sea, contra el paso del tiempo). Por todo esto es que la última pelea sorprende y parece salida de otra película, porque allí el director muestra (como si fuera una confesión) todo lo que El sorprendente… pudo haber sido, toda la vitalidad, el maniqueísmo y la potencia que pudo haber aprovechado y que prefierió ignorar en pos de convertir la historia de Spiderman en otro drama adolescente del montón con parejas que se histeriquean verbalmente y jóvenes que no saben bien quién son y que se niegan a crecer. No es casual, entonces, que las mejores películas de superhéroes sigan siendo las que tienen protagonistas adultos: las Batman de Nolan (menos la tercera) y las dos primeras Iron-Man son siempre más interesantes que cualquiera de las Spiderman o de los X-Men.
De Somos nosotros a Los tentados hay un abismo. Es que de una muy buena ópera prima se pasó sin escalas a una película de una madurez impresionante, que trabaja con materiales más sofisticados y al mismo tiempo bastante más difíciles de maniobrar. Mariano Blanco se saltea lo que en otra filmografía habrían sido dos o tres películas de calentamiento, de aprendizaje de la mirada. En Los tentados el joven director parece utilizar los engaños del protagonista como una excusa para contar el que es el verdadero corazón de la historia: el día a día de Lule y Rama, la rutina cotidiana a veces despojada de cualquier clase de tensión narrativa pero, eso sí, impregnada de un nervio cinematográfico enorme. El mecanismo con el cual se consigue semejante prodigio puede ser descrito de la siguiente manera: mientras que a la pareja no le pasa nada en términos de conflicto más que el hecho de estar vivos (ir a la playa, comer o acostarse) la película mantiene intacto el interés y la vitalidad de las imágenes, en buena medida gracias a la química de los actores y a sus cuidadas performances individuales. La risa abrupta de Lule o los pavoneos de Rama ayudan a dar forma a un robusto universo privado conformado por momentos de un raro brillo, como la salida para tomar un helado después de cenar (y la carrera en bicicleta de la vuelta), el ambiguo combate en la playa que termina con un ladrillazo de barro en el pecho de Rama (todo en un plano único) o los forcejeos y las cargadas de él que siempre amagan con acabar en una pelea real. El guión resuelve la tensión producida por los engaños amorosos de manera casi hawksiana: a las pequeñas traiciones de Rama no le sigue ningún castigo, ninguna condena. Incluso después de la escena de la mesa, cuando la pareja discute fuertemente frente a un amigo por ver quién trae el pan, el relato enseguida encauza ese in crescendo dramático de manera económica y anticlimática: no se sabe cómo fue el desenlace de la discusión, pero sí que Rama está lavando los platos mientras que Lule y Cabe se ríen en el fondo; acto seguido, los tres juegan al ping-pong sin ningún signo de reconciliación a la vista, quizás porque nada de lo ocurrido fue tan grave como para tener que confirmar que los dos se siguen queriendo igual que antes. Tan fluido resulta el derrotero de Rama que de su improvisada búsqueda de otras mujeres no se desprende ninguna clase de miserabilidad o de maldad, sino solo una leve tristeza que Blanco condensa magistralmente en un único plano que muestra al personaje comiendo en la calle, solitario y siendo esquivado por un perro. Lule sale por un rato de la narración y Rama y su vacío se apropian de la historia; una Mar del Plata nocturna y desolada se vuelve el telón de fondo de una angustia sorda que no se aplaca con la compañía de amigos, sexo ni alcohol, sino con el hallazgo a la madrugada de un pato de jardín tirado en la basura.
Una imagen: un montón de gente subida (colgada) a una roca gigante que asoma por sobre el nivel del agua, las olas golpean contra la piedra llevándose a muchos, y en el fondo, además del agua que parece haberlo consumido todo, un barco-fortaleza se aleja. El plano es bello y atrapa el ojo, pero tiene una funcionalidad propia, se basta a sí mismo y no dialoga con la forma del resto de la película, más interesada en el realismo que en esta diagramación pictórica estática y separada de los otros planos por obra del preciosismo. Aronofsky no tiene mucha conciencia del destino al que se encamina su película; es como si en sus manos cada recurso cinematográfico careciera de un plan o incluso de una memoria elemental de lo hecho unas pocas escenas antes. El director de Réquiem para un sueño puede apelar a una secuencia onírica que abusa del simbolismo; una batalla multitudinaria y pésimamente filmada; unos monstruos hechos a puro CGI que, curiosamente, parecieran tratar de homenajear la técnica de Ray Harryhausen; un melodrama familiar; personajes marcadamente unidimensionales que, en algún momento, aspiran a cobrar profundidad y peso en la trama (sin éxito); a retratar escenas de la Biblia como la perdición de Adán y Eva, etc. Noé es una película sin horizonte, que anda a ciegas y echando mano a cualquier cosa que tenga en frente suyo. Ese pastiche no estaría tan mal si Aronofsky no tratara de hacer una película de gran espectáculo con fuertes dosis de solemnidad, a la manera del cine bíblico de la era clásica: la ampulosidad de los diálogos y los temas se vuelve ridícula si no hay una estructura más o menos sólida que la sostenga, y Noé no tiene idea de cómo procurarse algo de credibilidad. Las alucinaciones y visiones del futuro que sufre el protagonista rayan en la parodia, y un ecologismo fanático, que espera que nos lamentemos por la muerte de un animal y que no juzguemos a Noé por asesinar a tres hombres (uno de ellos, herido y desarmado), nos expulsa rápidamente del mundo de los personajes. A medida que el relato avanza, uno de los pocos punto de interés que se mantienen intactos es, justamente, la locura del personaje interpretado por Russell Crowe, que se insinuaba al comienzo disfrazada por un discurso nihilista aprendido y recitado casi automáticamente pero que ahora, con cada nueva escena, se agota y deja a la vista la crueldad y precariedad mental de Noé. Por eso es que la secuencia final del arca, claustrofóbica y torpe, que construye el suspenso a los tumbos, a pesar de todo resulta atractiva: el protagonista se convierte en un tirano que decide sobre la vida de los otros, capaz de decretar la muerte sobre cualquiera amparado en una supuesta misión divina. Esa es la parte más física de la película: después de todos los animales en CGI, de todos los humanos de la ciudad observados desde lejos y que nunca llegan a ser criaturas de carne y hueso, de todos los gigantes de piedra que se mueven robóticamente (como si fueran una especie de Transformes del neolítico), finalmente, la película se atreve a filmar con cuidado algo material, tangible, aunque sea el cuerpo enorme y pesado de un Russell Crowe temible en plan asesino. Fuera de esa secuencia, que debe su encanto más al trabajo actoral de Crowe que a aciertos de la puesta en escena, Noé probablemente no será recordada salvo por el hecho de haber querido contar un relato bíblico pero tomándose licencias que no aportan nada al conjunto (las “ciudades industriales” fundadas por Caín jamás se muestran), y tal vez, por haber tratado de mostrar en clave realista el diluvio universal mientras ensaya un lirismo místico de una grosería difícil de imaginar (los dedos que se tocan por las puntas y brillan, como en E.T. el extraterrestre), sobre todo viniendo del mismo director de El luchador, hasta la fecha su mejor película por lejos.
La maestría de Capitán América y el soldado del invierno consiste en la forma en que la película se concibe a sí misma como una tragedia discreta que, a diferencia de los Batman de Nolan o el Superman de Snyder, nunca se presenta como tal. No debe ser nada sencillo encarar un relato trágico y al mismo tiempo renunciar a sus signos más reconocibles, pero de alguna manera, los directores Anthony y Joe Russo lo consiguen y el resultado se percibe sobre todo al comienzo, en la escena en que Steve Rogers, un hombre fuera de su tiempo, criatura trágica por excelencia, recorre el museo dedicado a Capitán América, es decir a él mismo. El cuadro es conmovedor, tan patético como pocas películas de superhéroes (ese género desparejo, con pocas entradas recordables en su haber) pudieron llegar a imaginar: Rogers asiste al relato de su propia vida y busca algo de calma en la descripción de su infancia, su breve paso por el ejército como pésimo recluta, su adhesión al experimento que habrá de convertirlo en un super soldado, la pérdida de su amigo mejor Bucky. La escena dosifica la información necesaria para cualquier espectador que no haya visto la primera Capitán America, al tiempo que retrata al que quizás sea el más melancólico y desolado de los superhéroes: Steve Rogers no tiene nada, todos sus amigos y seres queridos murieron o agonizan; el gran héroe estadounidense solo encuentra consuelo recorriendo sus recuerdos amplificados por un gigantesco museo de alta tecnología, como si asistir una y otra vez a la dramatización de su propio pasado fuera el único vínculo posible que se puede entablar con un mundo desconocido. Esa desajuste fundamental con su entorno pareciera ser la causa de que Steve Rogers adopte un estilo de vida casi monacal: no tiene citas, no se acuesta con mujeres, no sale a divertirse, no tiene amigos con los que compartir sus penas. Solo cuenta con su misión de superhéroe, una tarea noble pero que, como muestra la primera secuencia, tampoco parece representar un gran desafío: el Cap puede infiltrarse en un barco, acabar con sus rápida y sigilosamente enemigos y rescatar a los rehenes sin demasiados problemas. Por eso, si algo podía acrecentar el destino solitario de Rogers, su extranjeridad suprema, es que SHIELD, la organización no gubernamental capaz de darle un sentido a su existencia, esté cooptada por los mismos villanos de su era (los nazis de HYDRA) y que ahora sea perseguido por sus brazos y sus recursos inagotables. Este súper hombre, cuya única fortaleza es fruto de un experimento militar, fue arrancado de su pacífico sueño de hielo y devuelto a un mundo convulsionado por la guerra y los conflictos internacionales; ahora SHIELD, el único espacio que le resulta vagamente familiar, donde puede contar quizás dos o tres amigos, se transforma en su principal adversario y trata de darle caza como a un perro, como si fuera el pasado mismo el que se sale del cauce del tiempo para atormentarlo. La paranoia que corroe el universo de la película es menos un comentario político que el síntoma más palpable de la precariedad emocional del protagonista. No hubo ni habrá un superhéroe tan desamparado como Steve Rogers. La película sabe aprovechar la acción: el montaje es vertiginoso pero deja entender lo que pasa, y en los mejores momentos de los combates y las persecuciones los directores dejan de lado la música y se sirven al máximo del sonido, como en el primer encuentro con el soldado del invierno, una máquina de matar a la que nuestro héroe intenta en vano hacer entrar en razón. Los personajes secundarios que tironean en varias direcciones distintas al Capitán está bien delineados y nunca pierden interés, en especial Black Widow y Nick Fury, verdaderos pilares del relato. La historia trata de darle un poco de espacio al soldado del invierno pero el personaje no cobra el peso dramático esperado: lo suyo parece más una línea narrativa agregada a la fuerza que nunca termina de tomar forma. El final incluye un plan para exterminar a veinte millones de personas que un algoritmo informático desarrollado por HYDRA señala como posibles escollos a futuro para la conquista mundial; la premisa es lo suficientemente ridícula como para que algunos temas de moda (como la vigilancia y la recabación de datos) nunca lleguen a conformar una denuncia sobre los peligros de la sociedad globalizada. Frente a a la amenaza del exterminio, Steve Rogers (con apenas un puñado de aliados) lucha para corregir el presente tanto como para enmendar un oscuro episodio de su pasado que los personajes le recriminan en más de una ocasión; si alguna carga le faltaba al héroe más trágico de todos, eso era una mancha en su conciencia que no se lava ni con el mayor de los sacrificios.
Cuento de invierno Como en todas las buenas películas de los Coen (no son tantas), en Inside Llewyn Davis: Balada de un hombre común hay una tensión, una resistencia por parte de sus protagonistas que luchan para no ser arrastrados por la corriente de miserabilidad y cinismo que los rodea desde el guión. Llewyn Davis, cantante de folk que actúa por monedas y duerme en sillones de amigos, debe pelear menos contra los rigores que le impone Nueva York que contra las notas exageradas de maldad que los directores colocan aquí y allá: no es casual que la película comience con el protagonista siendo golpeado sorpresivamente en un callejón por un desconocido; la escena, que sigue inmediatamente a un número impecable de Davis, es brutal y viene certificar en qué se cifra el estilo de los directores de Fargo: en la crueldad pura y dura con la que castigan a sus criaturas, a veces mediante una violencia explícita, como en el callejón, a veces a través del montaje, como al final de Temple de acero en el que se le depara un destino funesto a una protagonista que en su juventud desbordaba una energía que los directores, probablemente incómodos con tanta vitalidad, tenían que apagar de alguna forma. Acá, los Coen parecen un poco más contenidos que de costumbre: los toques malignos propios de su cine se dosifican y atemperan hasta el punto de que la historia fluye por sí sola y no necesitan llamar la atención con alguna irrupción desmedida. En esos largos tramos de relativa calma narrativa, los directores demuestran un talento notable para la iluminación y el encuadre: la fotografía gris y azulada acompasada por un cielo siempre nublado le brindan el marco perfecto al relato de Davis y sus derivas urbanas en busca de trabajo o simplemente de un lugar para dormir. Los Coen también aprovechan al máximo a Oscar Isaac: sus gestos breves, casi imperceptibles, que transmiten un hondo desencanto y una desesperación apenas asordinada, colman la imagen y le imprimen a la historia una carga emotiva en negativo, que detrás de cada sentimiento ocultado deja adivinar una vida emocional intensa. Sin embargo, como para no perder la costumbre, Inside Llewyn Davis no escatima en golpes desleales y retratos patéticos. La información arrojada al pasar de un aborto nunca concretado es otro de esos latigazos con los que los directores laceran a sus personajes desde la seguridad y la arbitrariedad del off, y la manera en que se describe a la pareja Gorfein, como si los dos fueran tontos, casi estúpidos pero con la astucia suficiente como para invitar a Davis a comer y de paso exhibirlo ante sus amistades como una rareza del Village (“nuestro amigo cantante de folk”, así lo presentan), demuestra una vez más que la tan mentada misantropía de los Coen la mayoría de las veces es solo una maldad simplona que intenta arrogarse el ánimo corrosivo de la sátira, pero que no deja de ser simple y pura vileza dirigida contra sus protagonistas. Por otra parte, la aparición del personaje de John Goodman no funciona: como si el guión quisiera apropiarse por un momento del tono de Burton Fink, la narración se enrarece forzadamente y el viaje no tiene nada que ver con el resto de la historia. Pero más allá de los errores y de la crueldad característica de los directores (que por alguna extraña razón todavía les granjea adeptos y elogios), tanto la interpretación extraordinaria de Isaac como los espacios en los que Davis se mueve resultan fascinantes, que desbordan energía y movimiento y ambición como para ser subsumidos por los tics malignos de los Coen. La historia respira la angustia de los personajes y entre ellos se tejen unos inesperados lazos de solidaridad completamente ajenos al universo de los realizadores: desde la rutina aparentemente común de dormir en el sillón de otros hasta la amabilidad de los conductores que llevan sin dudar a los que hacen dedo en la ruta. Esa solidaridad es uno de los pilares del universo que levanta la película: la precariedad total que signa la vida de los personajes, incluso la de aquellos que parecen acompañados por el éxito, es acentuada y señalada por esa economía de favores sobre la cual habrá de desplazarse el protagonista, siempre a punto de caer al vacío de un mundo gris y frío, donde el invierno parece ser la única estación posible.
Ojos bien cerrados. ¿Qué cambió de 300 a esta secuela que transcurre antes, durante y después de la primera? Fuera de que no hay ninguna escena de la potencia de aquel travelling, falso plano secuencia lateral en el que el protagonista se abría paso a través de las filas enemigas, o de que falta un personaje con el carisma de Leónidas y de alguno de sus soldados (como el que interpretaba Michael Fassbender en plan de luchador suicida), ¿cuáles son esos grandes cambios que lograron que una buena parte de la crítica local vea con ojos benevolentes la secuela, siendo que antes había destrozado la anterior? Recordemos, a la primera 300 se la tildó (y en muchas notas se la sigue tildando) de patriotera, fascista, militarista, imperialista, superficial y, créase o no, hasta de nazi. Creo que ninguno de esos adjetivos le caben, que los críticos (no solo los locales) se indignan rápido con historias que no pueden encasillar bajo alguna etiqueta cómoda, y que la crítica de cine suele tener muchos problemas a la hora de separar el mundo ficcional de las películas del nuestro (por el mismo equívoco puede llegar a defenderse una película como 12 años de esclavitud, sosteniendo que la denuncia cinematográfica del racismo puede influir directamente en la vida cotidiana, que sirve de algo). Ahora, si un crítico adscribió a alguno (o a todos) de esos adjetivos, lo cierto es que no debería haber nada en El nacimiento de un imperio que lo haga cambiar de idea: los diálogos ampulosos acerca de la defensa de la patria a cualquier costo, el desprecio por la palabra política, la estetización de la violencia, el tan mentado por los personajes como ridículo “éxtasis de muerte”, la exageración formal que no duda en abusar de los retoques digitales, el ralenti o los planos exageradísimos; nada indica que la secuela haya cambiado en algo la búsqueda de la primera, más bien parece haberla continuado tratando de repetir ciegamente el resultado de una fórmula que alguna vez fue exitosa. Lo que pasó para que la crítica leyera El nacimiento… como una versión mejorada de 300 fue, simplemente, Eva Green. Ahora hay una mujer guerrera, sádica, asesina sin piedad y consumida por la venganza que ocupa un lugar de importancia en la trama (mujeres así ya había en la primera pero eran personajes secundarios). Ella es la que dirige las tropas de Jerjes, la verdadera artífice del poderío del rey persa; de huérfana y esclava sexual pasa a capitana de una flota interminable, toda una self-made woman. El personaje es seductor y funciona perfectamente en el entorno contruido por originalmente en el cómic por Frank Miller, ese mundo devastado de colores y formas imposibles donde la única acción y reacción posibles son la guerra y la agresión. Pero sucede que la crítica de cine no escapa a los mandatos de la corrección política, y que esa figura femenina y poderosa pareciera haber conquistado irremediablemente a los críticos, como si su sola presencia ya habilitara a decir una o dos cosas buenas acerca del conjunto, por el hecho de no estar ya frente a una película como la primera 300 en la que los hombres son el único motor de los acontecimientos; ahora hay una mujer que se comporta como ellos y que incluso llega a ser más salvaje y sanguinaria, entonces ahí puede observarse una nivelación, una concesión femenina a la propuesta eminentemente masculina de la anterior que le da un toque de diversidad al casting, que convierte la película en un objeto un poco más digerible. Otra cosa es que, estando Eva Green (un poco afeada, es cierto, pero igual de calenturienta que siempre) los críticos ya no tienen que preocuparse por el hecho de disfrutar una película que hace del cuerpo masculino un espectáculo en sí mismo y su principal material de trabajo; el homoerotismo declarado de la primera parece resultar menos incómodo ahora que hay una mujer tetona en medio del mar de pechos y brazos esteróideos. Lo cierto es que El nacimiento de un imperio sigue de cerca los pasos de 300. Su principal objetivo cinematográfico es lo que, incluso en las críticas favorables, sigue causando molestia: la posibilidad del cine de contar mundos inéditos con sus propias reglas, que no siempre pueden ser juzgados en los mismos términos que el nuestro. En El nacimiento… también se ensalza el combate y el fanatismo militar por sobre cualquier otra profesión (la política apenas si es mostrada al comienzo, y el principal orador es Temístocles, un general), pero no deja de ser rídiculo postular que la película defiende esos valores si al mismo tiempo construye un mundo que nada tiene que ver con el nuestro: no es solo que El nacimiento… transcurre en época distante como la Antigüedad, sino que esa Antigüedad está mucho menos preocupada por la Historia que por la estilización formal y narrativa. Lo que mucha crítica sigue señalando despectivamente como superficial no es ni más ni menos que la apuesta central de la película, y el inexistente anclaje histórico y político de 300 lo muestra perfectamente una nota de Slavoj Zizek en la que se decía que, en contra de la lectura dominante que había hecho el periodismo, 300 era una película anti imperialista, ya que el lugar de gran potencia en ese momento lo ocupaba Persia y no las ciudades estado griegas como Esparta. La lectura anti imperialista suena igual de risible que la otra, por los mismos motivos: las dos se niegan a ver la(s) película(s) en tanto cine, no pueden lidiar con lo que la pantalla les pone delante y necesitan vincularlas de cualquier manera con la actualidad apelando a una conexión fácil e inmediata, que no deja espacio para entrar en contacto con la textura particularmente áspera y cautivante que ofrecen 300 y El nacimiento… Esta vez al menos está Eva Green que, aunque sea por un rato, ayudó a dirigir los ojos de los críticos de nuevo hacia las imágenes.
Como hecha a la medida de su protagonista, Dallas Buyers Club: El club de los desahuciados se ajusta a las necesidades del trabajo de Matthew McConauguey: el encuadre deja ver cómo el cuerpo consumido del actor se vincula dificultosamente con el entorno, ya sea un bar gay o su oficina en un hotel de poca monta; los primeros planos cumplen la función de explorar los surcos y el desgaste de su cara antes que buscar el drama (el rostro se vuelve un paisaje desolado y nunca un generador de empatía); la duración del montaje se acomoda al acento sureño lento y demorado del protagonista y sobre todo a sus silencios, que en una historia sobre la inminencia de la muerte resultan tanto o más significativos que cualquier frase que pueda llegar a pronunciarse. Jean Marc-Vallée entiende rápido que el éxito de su película pasa no por su propio lucimiento personal sino por su capacidad para elaborar alguna clase de sistema, de andamiaje cinematográfico que le permita realzar lo más que se pueda la presencia espectral de su protagonista; así, el director y su estilo se borran hasta prácticamente desaparecer de la puesta en escena. Pero el guión también hace algo parecido: el relato de la vida de Ron Woodroof llevado a la pantalla gira obsesivamente en torno a él y, a diferencia de otras películas similares, prescinde de narrar la época; la homofobia rampante de sus amigos y la lectura en un diario acerca de la muerte de Rock Hudson son apenas unas breves pinceladas que vienen a reconstruir como en sordina el clima del momento. Incluso los otros personajes, la médica y Rayon, tienen pocas escenas a su cargo, y esas escenas carecen completamente de la intensidad siempre contenida que puede maniobrar McConaughey; Jennifer Garner no resulta creíble nunca (es como si perteneciera a otra película), y la actuación exagerada y temblorosa de Jared Leto no dialoga bien con el ritmo visual más bien calmo que maneja el director. Lo de Vallé es un trabajo de artesano paciente: debe probar medidas y realizar pequeñas calibraciones hasta encontrar la armonía perfecta de cada secuencia, siempre cuidando de no exponer a una tensión excesiva la performance frágil y quebradiza de McConaughey, salvo durante los estallidos de Woodroof (como en el supermercado) en los que el director, quizás sabiendo fuerte y decidido a su personaje, se anima a imprimirle algo de velocidad y pulso a la imagen. La historia posee el encanto de las cosas simples, sin demasiados matices ni rugosidades: Woodroof, un electricista sureño, fanático del rodeo, se entera un día de que tiene HIV. Su nueva circunstancia lo obliga de múltiples maneras a entrar en relación con un universo que antes aborrecía: el submundo gay de los ochenta en un estado como Texas. Pero ese giro no se traduce en ningún aprendizaje moral ni en un descubrimiento acerca del sentido de la existencia: lo que mueve a Woodroof es ni más ni menos que una voluntad inclaudicable, un instinto de supervivencia que no conoce de enseñanzas ni frases solemnes. La densidad del personaje es menos psicológica que orgánica, la película nunca lo torna un ser demasiado complejo o dueño de alguna clase de grandeza (muchas veces parece justo lo contrario: alguien despreciable y poco querible); despojado así de las muletillas de ese tipo de personajes, a McConaughey solo le queda escapar de la muerte como sea, de cualquier manera, ya sea traficando medicamentos o involucrando sin que ella lo sepa a una médica un poco confiada, alejándonos irremediablemente de él y sus métodos. En algún punto de ese recorrido, casi sin quererlo, Woodroof se convierte en un salvador, pero lo hace sin planificarlo y en ningún momento adopta la pose de un benefactor (salvo brevemente al final). Incluso a veces pareciera que la pequeña comunidad fundada por él (empresa, clínica y espacio de pertenencia, todo se confunde) no tuviera para él otro fin que el de fortalecerlo a expensas de sus clientes y poder así mantener a distancia por un poco más de tiempo la amenaza de la muerte. No hay gesta ni nada que se le parezca en Dallas Buyers Club, solo un aferrarse desesperadamente a la vida que no repara en otra cosa que en perpetuar la propia existencia a cualquier precio; para alguien como Woodroof, todos los ideales y causas del mundo valen menos que la promesa, aunque sea incierta y borrosa, de un nuevo día.
De Trapito a Bachiller cuenta la historia de Gonzalo, un chico dado tempranamente en adopción y que, años después de haberse ido de su casa, vive en la calle, en un terreno baldío de Palermo, y subsiste como “trapito”. No importa que el título de la película anticipe el final del relato, porque el interés surge justamente por conocer la trayectoria que puede llevar a alguien en la situación de “Gonza” a terminar el secundario.
El documental de Agustina Massa y Fernando Krapp se propone rescatar la figura de Aurora Venturini, escritora prolífica y de un estilo exquisito redescubierta hace poco gracias a un premio. La escritora se muestra amable pero levemente incómoda con el hecho de ser el objeto de una película, y ese malestar apenas insinuado habrá de ir en aumento hasta producir un quiebre en el relato. Cuando el documental deja de contar con las entrevistas a Venturini, trata de emular a través de las imágenes el tono enrarecido de su literatura, la mayoría de las veces con poco éxito. La voz en off a cargo de Rosario Bléfari comenta las últimas imágenes tomadas y conjetura acerca de la hosquedad de la autora de Las primas. Algunos testimonios, como el de la crítica Haydée Bambill junto al bastón que le regalara Venturini (que oculta un estilete y que Bambill promete utilizar si alguien trata de robarle), terminan de conformar un universo levemente dislocado que, a su vez, pareciera querer imitar al de la escritora.
El desprecio Una película como 12 años de esclavitud, que agrede sin miramientos la sensibilidad del público, que no conoce límites a la hora de desgarrar el cuerpo y la mente de sus criaturas, no merece demasiado respeto, ciertamente ni una décima parte de los elogios prodigados por la crítica de todo el mundo. La tercera película del mediocre Steve McQueen (parece empeorar un poco con cada nuevo trabajo) no aspira, como el cine de otra época, a emitir nada parecido a un mensaje; lo suyo pasa por otro lado, es el “testimonio” lo que le interesa, el narrar hechos verídicos que ya son, en un principio, brutales. Pero el espectador que caiga en la trampa tan vieja como inverosímil de creer que películas como 12 años de esclavitud existen porque “la vida es brutal”, estará olvidando que el cine, como cualquier otro arte, es un lenguaje elaborado a base de códigos y artificios, perfeccionado a lo largo de más de un siglo, en el que no caben los hechos tal cual ocurrieron. No leí las memorias de Salomon Northup sobre las que se basa la película, pero estoy seguro de que no hay allí nada parecido a un plano en el que se observa, sin cortes y bien de cerca, cómo se destroza a latigazos la espalda de un negro libre ahora secuestrado por una banda de traficantes de esclavos. O que en el libro no puede leerse algo como la imagen inesperada que irrumpe bruscamente, por obra de un montaje que busca el impacto a cualquier precio, del rostro de Salomon hinchado por la soga con la que lo levantan para ahorcarlo, impunemente y a plena luz del día, tres hombres dirigidos por un capataz vengativo. Pero la perversión de McQueen va más allá de la acostumbrada por las películas de esta calaña. Lo suyo no se reduce solo a la mostración y el regodeo sobre los padecimientos de los personajes (que son muchos y terribles) sino que también incorpora una dimensión ética que quiere pasar por un comentario lúcido, aunque oscuro, sobre la condición humana: no hay prácticamente ningún tipo de comunidad en 12 años de esclavitud, solo un montón de almas atormentadas que hacen lo posible para salvarse a ellos mismos, incluso si eso implica avalar o incluso participar de las peores y más sangrientas injusticias. El dilema planteado por McQueen es más o menos este: Salomon, que ingresa al mundo de la esclavitud desconociendo sus reglas, habrá de aprender a callarse ante las atrocidades cometidas a sus semejantes, pero ese silencio lo convierte a él también en responsable, entonces la película se encargará de subrayar su condición de cómplice en más de una ocasión, llegando al punto de sugerir que sus propios tormentos son en el fondo merecidos, como cuando permanece colgado por el cuello durante horas con los pies apenas apoyados en el barro, sin que nadie se acerque a ayudarlo. En esa escena, el encuadre, uno que solo realizaría un cineasta sádico y sin escrúpulos, cumple la función de observar las pequeñas torsiones que realiza su cuerpo para no perder el equilibrio, pero también de mostrar a los trabajadores de la plantación continuando con su vida cotidiana como si nada: allí, la película pareciera gritar que Salomon es víctima en realidad de sus propia moral egoísta y cobarde, para que el espectador que todavía no esté indignado con lo que se muestra crea que se encuentra frente a un retrato cruel, pero realista, del hombre. Todo resulta todavía más intolerable si se tiene en cuenta el hecho de que McQueen es claramente un director estéticamente sofisticado: sus tres películas, muy distintas entre sí, dejan entrever una solidez notable para la puesta en escena, en especial para la planificación del cuadro y para la utilización de la luz. Se percibe enseguida en 12 años de esclavitud, cuando la cámara hace sus largos planos secuencia, elaborados casi al borde del virtuosismo, que tanto reconocimiento le valieron de parte de la crítica (aunque lo que muestren esos planos al borde de la perfección sea la humillación y vejación de una mujer indefensa). También parece ser un buen director de actores: Michael Fassbender, por ejemplo, consigue integrarse perfectamente en cada uno de los mundos en los que lo colocó McQueen, por lo que no es aventurado decir que los actores del director de Hunger trabajan esforzadamente para cumplir con lo que se les pide. Aunque, ya se sabe, nada de esto, ya sea la calidad visual o de las interpretaciones, alcanza para salvar 12 años de esclavitud: una película, una obra de arte cualquiera, es algo muy distinto que la suma de sus partes, y una buena actuación aquí o un buen plano allá no la salvan de caer en el más absoluto de los desprecios. Para las películas como 12 años de esclavitud el realismo es solo una etiqueta bajo la que se trafica la explotación del sufrimiento ajeno como un mero espectáculo. Géneros como el terror o muchas de sus vertientes como el gore, por ejemplo, montan ese mismo show de manera transparente y honesta, sin el subterfugio de la ”historia real” ni aspiraciones de ningún tipo; el espectáculo no tiene otro fin que él mismo y no sirve a ningún interés extra cinematográfico, como el de tratar de explicar de qué manera funcionan los resortes insondables del alma humana (es posible imaginarse a McQueen apuntándonos con el dedo y preguntándonos, en cada escena truculenta: “Usted, ¿no haría lo mismo si fuera Solomon?”). Es un verdadero misterio que este adefesio haya recibido las loas inmerecidas que tantos textos le regalan. En última instancia, todo esto quizás signifique que mucha gente todavía gusta y disfruta plenamente de la exhibición de actos de tortura físicos y psicológicos, solo que en vez ir a buscar esos placeres en los baldíos de la clase B y los subgéneros menos prestigiosos, intentan procurárselos con películas oscarizables de grandes temas que les permitan creer que participan de algo más grande y noble, de alguna especie de cruzada progresista. O, en este caso, que de paso crean certificar que el mundo es un lugar horrible, como tratan de remarcarlo las películas cínicas que juegan el calculado juego del desencanto impostado.